DOMAINE DE LA CADE
Había una pequeña llave de latón insertada en la cerradura de la vitrina. Estaba herrumbrosa y no cedía, pero Léonie se empeñó en moverla poco a poco y darle holgura hasta que por fin la pudo girar. Abrió la puerta y extrajo aquel intrigante volumen.
Encaramada en el peldaño más alto de madera pulida, Léonie abrió Les tarots, y al abrirse las tapas duras se liberó el aroma del polvo y del papel antiguo, de la antigüedad misma. En el interior había un delgado folleto, apenas un libro. Tenía tan sólo ocho páginas con los bordes dentados, como si hubieran sido desvirgadas a cuchillo y no con muchos miramientos. El papel, de color crema y de alto gramaje, delataba una época ya anticuada: no exactamente antigua, aunque tampoco podía ser una publicación reciente. Las palabras del interior estaban escritas a mano, con una letra clara e inclinada.
En la primera página se repetía el nombre de su tío, Jules Lascombe, y el título, Les tarots, esta vez con un subtítulo añadido: Au déla du voile et l’art musical de tirer les caries. Debajo figuraba una ilustración, una especie de ocho tumbado de costado, como si fuera una bobina de hilo. Al pie de la página aparecía una fecha, seguramente aquella en que su tío escribió la monografía: 1870.
Después de que mi madre huyera del Domaine de la Cade, pero antes de que llegara Isolde.
La portada estaba protegida por una lámina de papel encerado. Léonie la levantó e involuntariamente se quedó boquiabierta. La ilustración, en blanco y negro, era un grabado de un diablo que miraba con toda su malevolencia desde la página, con ojos lascivos, osados. Aparecía con el cuerpo encorvado, con los hombros vueltos en una postura vulgar, los brazos largos y unas garras en vez de manos, todo lo cual hacía pensar en una mutación travestida de la forma humana.
Léonie miró más a fondo y vio que aquel ser repugnante tenía unos cuernos en la frente, pero tan pequeños que apenas si se percibían. Algo sugería de manera repulsiva que estuviera cubierto de pelo, no de piel, pero lo más desagradable de todo eran las dos figuras claramente humanas, un hombre y una mujer, encadenadas a la base de una tumba sobre la cual estaba de pie el diablo.
Debajo del grabado aparecía un número romano: XV.
Léonie miró a pie de página y no vio que la ilustración se atribuyera a ningún artista, no encontró ninguna información sobre la procedencia o el origen de la obra. Una sola palabra la acompañaba, rotulada en mayúsculas escritas con todo esmero: ASMODEUS.
Como no deseaba entretenerse mucho más, Léonie pasó a la página siguiente. Se encontró con varias líneas de explicaciones, una introducción sobre el tema del que trataba el libro, todas ellas muy apretadas. Pasó por encima de ese texto, aunque algunas palabras le llamaron la atención. El anuncio de que habría diablos y cartas del tarot sumadas a la música le aceleró el pulso y le produjo una deliciosa excitación cercana al horror. Decidió ponerse más cómoda, así que bajó de la escalera saltando los últimos peldaños y se llevó el volumen a la mesa del centro de la biblioteca, donde se saltó los últimos párrafos de la introducción y se lanzó de lleno al meollo de la historia.
Sobre las losas alisadas del interior del sepulcro se encontraba el cuadrado, pintado en negro por mi propia mano con anterioridad, y que ahora parecía despedir una luz tenue y difusa. Dentro del cuadrado estaban las cartas del tarot.
En cada una de las cuatro esquinas del cuadrado, como si fueran los puntos cardinales, la nota correspondiente según el sistema alfabético de notación musical. C, es decir, do, al norte; A, es decir, la, al oeste; D, es decir, re, al sur; por último, E, es decir, mi, al este. Dentro del cuadrado se hallaban colocadas las cartas en las que se iba a insuflar vida, las cartas en virtud de cuyos poderes iba yo a entrar en otra dimensión.
Prendí una lámpara en la pared, que al instante proyectó una pálida luz.
En el acto fue como si el sepulcro se llenase de bruma, y como si esa bruma acuciase al aire puro en todo el ambiente en derredor. También el viento reafirmó su presencia, pues de lo contrario no sabría a qué adscribir las notas que murmuraban en el interior de la cámara de piedra, como si fueran los ecos de un remotísimo pianoforte.
En el ambiente crepuscular, las cartas, o al menos así me lo pareció, cobraron vida propia. Sus formas, liberadas de sus prisiones de pigmento y de sus soportes, cobraron movimiento y volumen y volvieron a caminar una vez más sobre la tierra.
Corría el aire de repente y tuve la impresión de no estar solo. Tuve entonces la certeza de que el sepulcro estaba repleto de seres. Espíritus. No podría asegurar que fueran humanos. Todas las reglas de la naturaleza quedaron de pronto abolidas. Las entidades me rodeaban por entero. Mi propio yo y mis otros yoes, tanto pasados como todavía por venir, se hallaban presentes por igual. Me rozaban los hombros y el cuello, pasaban a escasos centímetros de mi frente, me rodeaban sin tocarme jamás, aunque siempre apiñándose más y más cerca. Me parecía que volasen, que se deslizasen por el aire, así que en todo momento tuve conciencia de sus presencias fugaces. A pesar de todo, parecían poseer peso y masa propios. De manera especial, por encima de mi cabeza parecía incesante el movimiento, acompañado por una cacofonía de susurros, suspiros, siseos y llantos que me obligó a inclinar la cabeza como si tuviera encima un peso insostenible.
Empecé a entender con claridad que su deseo no era otro que negarme el acceso, aun cuando no supiera yo el porqué. Sólo sabía con claridad que debía recuperar mi sitio en el cuadrado, pues de lo contrario me vería en peligro de muerte. Di un paso hacia el cuadrado, momento en el cual descendieron sobre mí, cayendo del aire y acompañados por un furioso vendaval que me impedía avanzar, con chillidos y alaridos que formaban una espeluznante melodía, si es que así puede llamarse, que parecía hallarse al mismo tiempo dentro y fuera de mí. Las vibraciones me llevaron a temer que hasta los muros y la techumbre del edificio pudieran desmoronarse de un momento a otro.
Hice acopio de todas mis fuerzas y me lancé hacia el centro de la estancia, tal como un hombre que se ahoga se abalanza desesperado hacia la orilla. En ese instante, una sola criatura, un diablo distinto, aunque tan invisible como todos sus infernales compañeros, se lanzó sobre mí. Sentí sus garras sobrenaturales en el cuello, en las extremidades inferiores, también provistas de garras tremendas, en la espalda, y sentí su aliento de pez sobre mi piel, si bien no me dejó una sola marca.
Me cubrí con los brazos la cabeza para protegerme. Sudaba copiosamente. El corazón empezó a latirme sin ritmo propio, fui consciente de que mi incapacidad iba en aumento. Sin resuello, tembloroso, con todos los músculos en máxima tensión, recurrí a los últimos vestigios de valentía que me pudieran quedar y me obligué, fuera como fuese, a dar un paso más. En ese instante era tan grande la oposición que llegué a sentir que iba a ser llevado en volandas, en vilo. Clavé las uñas en las ranuras de las losas del suelo y, milagrosamente, logré al fin arrastrarme hasta el cuadrado.
En ese instante, se hizo un terrible silencio que empezó a oprimir la estancia con la fuerza de un alarido estremecedor por su poder, por su violencia, y que trajo consigo el hedor del Infierno y de las profundidades del mar. Pensé que la cabeza pudo habérseme rajado de parte aparte debido a la presión. Balbuceando, desacertado, me puse a recitar los nombres de las cartas: El Loco, La Torre, La Fuerza, La Justicia, El Juicio. ¿Estaba acaso invocando los espíritus de las cartas, que de manera manifiesta venían en mi auxilio, o eran ellos los que trataban de impedirme que ganase un sitio en el interior del cuadrado? Mi voz parecía no dar lugar a ningún sonido, parecía que ni siquiera fuese mía, que saliera de fuera de mí, baja al principio, aunque poco a poco fue ganando volumen e intensidad, creciendo en poderío, hasta colmar el sepulcro en sus últimos rincones.
Entonces, cuando ya creía que no podría resistir más, algo se retiró de dentro de mí, de mi presencia, de debajo de mi piel, con un roce ruidoso, como las garras de un animal salvaje que rasparan la superficie de mis huesos. Hubo una nueva avalancha de aire. En el acto, la presión que sentía en el corazón, al borde del ataque, se alivió del todo.
Caí postrado al suelo, prácticamente inconsciente, si bien percibí con toda claridad las notas, esas cuatro notas, las mismas todo el tiempo, que se iban diluyendo, que se desdibujaban, y los susurros y los suspiros de los espíritus, que se iban debilitando, hasta que por fin ya no oí nada más.
Abrí los ojos. Las cartas habían regresado a su estado de adormecimiento. En los muros del ábside, las pinturas estaban inertes. Una sensación de vacío y de paz inundó de súbito todo el sepulcro, y supe que todo había terminado. Se cerraron sobre mí las tinieblas. Desconozco cuánto tiempo permanecí inconsciente.
He anotado la música lo mejor que he sabido.
Las marcas que tengo en las palmas de las manos, los estigmas, no han desaparecido.
A Léonie se le escapó un largo silbido. Volvió la página. No había nada más.
Pasó un rato sentada simplemente, mirando atónita las últimas líneas del folleto. Era un relato extraordinario. El juego en lo oculto entre la música y el lugar había provocado que las imágenes de las cartas cobrasen vida propia; si lo había entendido bien, habían servido para convocar la presencia de quienes habían pasado al más allá.
Au déla du voile… Más allá del velo, según el título que figuraba en el envoltorio.
Y lo escribió mi tío.
En esos instantes, más que ninguna otra cosa, a Léonie le resultó asombroso que pudiera haber un escritor de semejante calidad en la familia y que sin embargo nunca se hubiera dicho nada al respecto.
Y sin embargo…
Léonie hizo una pausa. En la introducción, su tío había afirmado que se trataba de un testimonio verdadero, de un suceso real.
Se recostó en la silla. ¿Qué quiso decir al escribir sobre el poder de «entrar en otra dimensión»? ¿Qué quiso decir cuando habló de «mis otros yoes, tanto pasados como todavía por venir»? Y los espíritus, una vez convocados, ¿se habían retirado de regreso a su lugar de procedencia?
Tenía el vello erizado en la nuca. Léonie se volvió en redondo, mirando por encima del hombro a izquierda y a derecha, con la sensación de que había alguien a su espalda. Lanzó sucesivas miradas a las sombras que se formaban a uno y otro lado de la chimenea, a los rincones polvorientos tras las mesas y las cortinas. ¿Estaban aún presentes los espíritus en la finca? Pensó en la figura que había visto atravesar la parcela de césped la tarde anterior, cuando caía la noche.
¿Una premonición? ¿U otra cosa?
Léonie negó con un gesto, en cierto modo divertida al comprobar que estaba permitiendo que su imaginación se hiciera dueña de ella, y concentró de nuevo su atención en el libro. Si diera por buena la palabra de su tío, si creyera que el relato era real, y no ficción, ¿era de suponer que el sepulcro se encontraba dentro de los terrenos del Domaine de la Cade? Se sintió inclinada a pensar que sí, no sólo porque las notas musicales que se precisaban para invocar a los espíritus —C, D, E, A, según la notación alfabética— se correspondían con las letras que formaban el nombre de la hacienda: Cade.
¿Y existirá todavía?
Léonie apoyó el mentón en una mano. Su pragmatismo pasó a primer plano. Tendría que ser relativamente sencillo averiguar si existía alguna estructura, alguna construcción como la que había descrito su tío, y si estaba dentro de la finca. No sería de extrañar que una finca en el campo, una propiedad de semejantes dimensiones, tuviera su propia capilla o su propio mausoleo dentro de sus terrenos. Su madre nunca le había hablado de semejante cosa, pero lo cierto es que le había hablado muy poco de la finca. Tampoco tía Isolde había dicho nada a ese respecto, pero lo cierto es que no había existido posibilidad de hacer esa clase de comentario en el transcurso de la conversación de la velada anterior y, tal como ella misma había reconocido, su conocimiento de la historia de la finca, que había sido propiedad de la familia de su difunto esposo, era más bien exiguo.
Si está aquí, lo encontraré.
Le llegó un ruido del pasillo de entrada a la biblioteca. Rápidamente escondió el volumen en su regazo. No deseaba que nadie la sorprendiera leyendo un libro como ése. No porque le diera vergüenza, sino porque era una aventura privada, que no deseaba compartir con nadie. Anatole seguramente le tomaría el pelo.
Los pasos se alejaron y Léonie oyó entonces que se cerraba una puerta al otro lado del vestíbulo. Se puso en pie, preguntándose si podría llevarse el libro. No le pareció que su tía pusiera ninguna objeción a que lo tomara en préstamo, y más teniendo en cuenta que le había invitado a considerar la colección de la biblioteca como si fuera suya. Y aunque el volumen, en efecto, estaba en una vitrina cerrada, Léonie tuvo la certeza de que era sobre todo para protegerlo de las insidias del polvo, del tiempo y de la luz del sol, y no porque estuviera prohibido. De lo contrario, ¿por qué estaba la llave puesta como si tal cosa en la cerradura de la vitrina?
Léonie se marchó de la biblioteca llevándose el volumen sustraído.