PARÍS
Para el momento en que un amanecer nublado, brumoso, vacilante, por fin empezó a iluminar las dependencias de la comisaría de policía del octavo arrondissement, en la calle Lisbonne, el temple de los que allí se encontraban no estaba precisamente en el mejor momento.
El cadáver de una mujer a la que se identificó como madame Marguerite Vernier había sido descubierto poco después de las ocho de la tarde del domingo 22 de septiembre. La noticia llegó por medio de una llamada telefónica hecha desde una de las nuevas cabinas públicas que se encontraba en la esquina de la calle Berlin con la de Amsterdam. La hizo un periodista de Le Petit Journal.
En el transcurso del fin de semana no progresó la investigación. Llegó el momento en que pareció conveniente convocar al prefecto Laboughe, que se encontraba en su residencia, en el campo, para que tomara el mando de las investigaciones.
Con notorio malhumor, el prefecto entró en las dependencias y dejó un montón de periódicos que habían adelantado su edición sobre la mesa del inspector Thouron.
¡Asesinato estilo Carmen! ¡Héroe de guerra detenido! ¡Una disputa entre amantes termina en una muerte a puñaladas!
—¿Se puede saber qué significa todo esto? —preguntó Laboughe con voz de trueno.
Thouron se puso en pie y le saludó respetuosamente con un murmullo, antes de retirar otros papeles de la única silla libre que había en el despacho, atestado de objetos y de mugre, sin poder soslayar la mirada de Laboughe, que parecía taladrarlo. Cuando terminó, el prefecto se quitó el sombrero de copa, de seda, y tomó asiento apoyando ambas manos sobre la empuñadura de su bastón. El respaldo de la silla crujió bajo su impresionante peso, pero no llegó a ceder.
—¿Y bien, Thouron? —inquirió en cuanto el inspector hubo regresado a su asiento—. ¿Cómo es posible que dispongan de tantísimos detalles sobre el caso? ¿O es que uno de sus hombres se ha ido de la lengua?
El inspector Thouron tenía todas las trazas de un hombre que ha visto amanecer sin haber disfrutado de su propia cama. Presentaba unas ojeras pronunciadas, como medias lunas. Tenía el bigote caedizo, y la barba incipiente se le notaba en el mentón y en las mejillas.
—No lo creo, señor —dijo—. Los reporteros ya estaban allí antes de que nosotros llegásemos en la noche de autos.
Laboughe lo miró fijamente, con unos ojos inexpresivos tras las cejas pobladas, blancas.
—¿Alguien les dio el soplo?
—Eso parece.
—¿Y quién pudo ser?
—Nadie suelta prenda. Uno de mis gendarmes escuchó una conversación en la que dos de los pajarracos dieron a entender que al menos en dos de las redacciones de los periódicos se recibió una comunicación aproximadamente a las ocho de la tarde, el martes anterior, en la que se insinuaba que sería todo un acierto enviar de inmediato a un reportero a la calle Berlin.
—¿A la dirección exacta? ¿Al número preciso de la vivienda?
—Tampoco han desvelado esa información, señor, pero yo doy por sentado que sí, que así tuvo que ser.
El prefecto Laboughe apretó ambas manos sobre la empuñadura de marfil de su bastón.
—¿Y el general Du Pont? ¿Niega que Marguerite Vernier fuera su amante?
—No, no lo niega, aunque ha solicitado garantías de que seremos discretos en toda esta investigación.
—¿Y usted se las dio?
—En efecto, señor. El general ha negado con rotundidad que fuera él quien la asesinó. Con la misma explicación que dio a los periodistas: afirma que le fue entregada una nota cuando salía de un concierto a la hora de almorzar, en la que se le comunicó que se aplazaba la cita que tenía con la difunta, prevista para las cinco de la tarde, hasta primera hora de la noche. Tenían previsto viajar al valle del Marne a la mañana siguiente, para pasar diez días en el campo. Todos los criados habían recibido notificación de que se tomaran vacaciones entre tanto. La vivienda estaba sin duda preparada para la ausencia de sus ocupantes.
—¿Sigue teniendo Du Pont esa nota en su poder?
Thouron suspiró.
—Por respeto a la reputación de la dama, o al menos eso es lo que aduce, sostiene que la rompió en pedazos y la tiró al salir de la sala de conciertos. —Thouron clavó ambos codos en la mesa y se pasó los dedos cansinos por el cabello—. Envié a un hombre de inmediato, pero se ve que los encargados de la limpieza en ese arrondissement han sido inauditamente celosos.
—¿Hay pruebas de que mantuviera relaciones, digamos, de naturaleza íntima, antes de su fallecimiento?
Thouron asintió.
—¿Y a eso qué dice el general?
—Acusó el golpe que sin duda le supuso esa información, pero mantuvo en todo momento la compostura. No fue él, o eso afirma. Insiste en su versión de los hechos: que cuando llegó la encontró muerta, y que había un montón de periodistas arremolinados a la entrada de la vivienda, en la calle.
—¿Hay testigos de su llegada?
—Tuvo lugar a las ocho. Está por ver que no fuera con anterioridad a la vivienda. Sólo tenemos su palabra de que no estuvo allí.
Laboughe negó con un gesto.
—El general Du Pont —murmuró—. Un hombre muy bien relacionado en las altas instancias… Siempre es una complicación. —Miró a Thouron con gesto inquisitivo—. ¿Cómo entró?
—Posee una llave de la vivienda.
—¿Y los demás miembros del servicio? ¿Y el resto de la familia?
Thouron rebuscó bajo uno de los montones de papeles que se apilaban en su mesa, derribando un tintero. Encontró el sobre de papel ocre que estaba buscando y extrajo de él una sola hoja de papel.
—Además de los criados, allí vive un hijo de la difunta, Anatole Vernier. Soltero, veintiséis años de edad, antes periodista y literato, en la actualidad en el comité de alguna revista dedicada a los libros de coleccionista, ya sabe, lo que llaman beaux livres. —Echó un vistazo a sus notas—. Y una hija, Léonie, de diecisiete años de edad, también soltera, que vivía con la madre.
—¿Se les ha informado de la defunción de la madre?
Thouron suspiró.
—No, por desgracia no ha sido posible. Aún no hemos sido capaces de localizarlos.
—¡Al cabo de tres días!
—Se cree que han viajado al campo. Mis hombres han interrogado a los vecinos, pero es poco lo que saben. Lo cual resulta extraño, desde luego.
El prefecto Laboughe frunció el ceño, con lo que sus pobladas cejas blancas se le juntaron en el centro de la frente.
—Vernier… ¿Por qué me resulta familiar ese apellido?
—Podría ser por razones diversas, señor. El padre, Leo Vernier, fue uno de los integrantes de la Comuna. Se le detuvo, se le juzgó, se le condenó a ser deportado. Murió en el calabozo.
Laboughe negó con un gesto.
—No, tiene que ser algo más reciente.
—A lo largo de todo este año, Vernier hijo ha salido en los periódicos en más de una ocasión. Se comentó que se dedicaba al juego, que había contraído deudas, que visitaba los fumaderos de opio y las casas de lenocinio, aunque todo ello dentro de la ley, en clubes privados. Más bien una mera insinuación de inmoralidad, si usted quiere, sin que se llegara a demostrar nada.
—¿Una campaña de difamación?
—Ésa es la impresión que se tiene, sí, señor.
—Es de suponer que anónima, digo yo.
Thouron asintió.
—La Croix parece haber puesto muy en particular el punto de mira en el joven Vernier. Publicó, por ejemplo, la alegación de que se había visto envuelto en un duelo que tuvo lugar en el Campo de Marte, por lo visto como padrino, no como una de las partes implicadas, pero con todo y con eso… Ese periódico publicó la hora, la fecha, los nombres. Vernier pudo demostrar que en ese momento se encontraba en otra parte. Afirmó que no tenía constancia de quién pudiera ser el responsable de las calumnias.
Laboughe se percató del tono con que lo decía.
—¿Y usted no le cree?
El inspector pareció escéptico.
—Los ataques anónimos rara vez son realmente anónimos para quienes los sufren. Por otra parte, el pasado 12 de febrero se vio implicado en un escándalo por robo de un manuscrito de la biblioteca del Arsenal.
Laboughe se dio una palmada en la rodilla.
—Eso es, por eso me resultaba conocido el nombre.
—Gracias a sus actividades comerciales, Vernier era un visitante asiduo, que se había ganado la confianza de la biblioteca. En el mes de febrero, a raíz de un chivatazo anónimo, se descubrió que un texto ocultista, al parecer preciadísimo, no se encontraba donde se suponía que debía estar. —Thouron de nuevo consultó sus notas—. Una obra de un tal Robert Fludd.
—Nunca he oído hablar de él.
—No se pudo achacar nada a Vernier, pero el asunto puso de relieve que las medidas de seguridad en la biblioteca eran totalmente insuficientes, así que un espeso manto de silencio cubrió todo el asunto.
—¿Es Vernier uno de esos aficionados a lo esotérico?
—Parece que no, salvo en lo que respecta a su trabajo como coleccionista de libros raros.
—¿Fue interrogado en su día?
—Vuelvo a decirle que sí. Le repito que fue sencillo por su parte demostrar que no estuvo implicado en ese presunto robo. Y vuelvo a decirle que cuando se le preguntó si había alguna persona que pudiera tener intenciones maliciosas con respecto a él, alguien que pudiera estar difundiendo una calumnia, afirmó que no. No nos quedó más remedio que dejar correr el asunto.
Laboughe calló unos momentos, mientras parecía absorber toda aquella información.
—¿Qué hay de las fuentes de ingresos que tiene Vernier?
—Son irregulares —repuso Thouron—, aunque ni mucho menos insignificantes. Gana en torno a los doce mil francos al año, de fuentes diversas. —Bajó la vista—. Está su puesto en el comité de la revista, que le da en torno a unos seis mil francos al año. Tiene una oficina en la calle Montorgueil. Redondea sus ganancias publicando artículos en otras revistas especializadas, y no cabe duda de que también gana buenos cuartos jugando a la ruleta y a las cartas.
—¿Alguna expectativa de incrementar su patrimonio?
Thouron negó con un gesto
—En calidad de communard convicto, los activos de su padre fueron confiscados. Vernier padre era hijo único y sus padres murieron hace mucho tiempo.
—¿Y Marguerite Vernier?
—La estamos investigando. Los vecinos no conocen a ningún pariente cercano, pero ya se verá.
—¿Hace Du Pont alguna aportación a los gastos domésticos de la residencia familiar en la calle Berlin?
Thouron se encogió de hombros.
—Afirma que no, aunque en esta cuestión dudo mucho que sea sincero. Que Vernier sea o no parte de los arreglos que puedan existir es un asunto sobre el que no quisiera yo especular.
Laboughe cambió de postura, con lo que la silla emitió un crujido sonoro a modo de queja.
Thouron aguardó con paciencia a que su superior considerase todos los datos.
—Dijo usted que Vernier no estaba casado —continuó al fin—. ¿Tenía amante?
—Tenía relaciones con una mujer. Murió en el mes de marzo y fue enterrada en el cementerio de Montmartre. Según el historial médico, parece ser que dos semanas antes se sometió a una operación en una clínica, en la Maison Dubois.
Laboughe hizo una mueca de profundo desagrado.
—¿Un aborto?
—Posiblemente, señor. El historial médico en cuestión no se ha encontrado. Según el personal de la clínica, alguien lo ha robado. En la clínica nos confirmaron, sin embargo, que fue Vernier quien corrió con los gastos.
—Y dice usted que fue en marzo —comentó Laboughe—. Así pues, resulta improbable que exista alguna conexión con el asesinato de Marguerite Vernier.
—No, señor —repuso el inspector, y añadió—: Me parece mucho más probable que, si efectivamente Vernier ha sido víctima de una campaña de maledicencias, ambos sucesos estén relacionados entre sí.
Laboughe resopló.
—Vamos, vamos, Thouron. Calumniar a un hombre no es precisamente un acto propio de una persona de honor, pero de ahí a un asesinato…
—Tiene usted razón, mi prefecto, y en circunstancias normales estaría completamente de acuerdo. Pero existe otra cosa que me lleva a preguntarme si no habremos asistido, sin saberlo, a una imparable escalada de mala voluntad.
Laboughe suspiró y se dio cuenta de que el inspector aún no había terminado sus explicaciones. Sacó del bolsillo una pipa de Meerschaum negra, la golpeó contra el canto de la mesa para aflojar el tabaco, encendió un fósforo y aspiró hasta que prendió el interior de la cazoleta. Un aroma agrio, turbio, llenó el pequeño despacho.
—Obviamente, no se puede tener certeza de que esto realmente guarde alguna relación con el asunto que nos ocupa, pero el propio Vernier fue víctima de una agresión que tuvo lugar en el callejón Panoramas a primera hora del pasado 17 de septiembre.
—¿La noche de la revuelta en el palacio Garnier?
—¿Conoce usted el lugar, señor?
—Es un callejón de tiendas y restaurantes elegantes, si no me equivoco. Stern, el grabador, tiene allí su local.
—Exacto, señor. Vernier sufrió a resultas de la agresión una fea herida encima del ojo izquierdo y se llevó unas cuantas magulladuras y quién sabe si alguna costilla rota. Este suceso se denunció, de nuevo anónimamente, a nuestros colegas del décimo arrondissement. Ellos, a su vez, nos informaron del incidente por estar al tanto de nuestro interés en el caballero. Cuando se le interrogó, el vigilante nocturno del callejón reconoció estar al corriente de la agresión. De hecho, la llegó a presenciar, pero también confesó que Vernier le había pagado una generosa suma para que no dijera nada al respecto.
—¿Indagaron ustedes ese asunto?
—No, señor. Como Vernier, la víctima, había optado por no denunciar el incidente, poca cosa podíamos hacer nosotros. Si lo señalo, es tan sólo porque creo que refuerza la hipótesis de que tal vez se tratara de un aviso.
—¿Un aviso? ¿De qué?
—De una inminente escalada en las hostilidades —respondió Thouron con paciencia.
—Pero en ese caso, Thouron, ¿por qué está Marguerite Vernier muerta encima de una laja de mármol y no lo está el propio Vernier? Eso no tiene sentido.
El prefecto Laboughe se recostó en su silla y fumó con afán su pipa. Thouron lo miró y aguardó en silencio.
—¿Usted cree que Du Pont es culpable del asesinato? Dígame: ¿sí o no?
—Yo mantengo la mente abierta, señor, hasta que no dispongamos de más información.
—Ya, ya. —Laboughe agitó la mano con evidente impaciencia—. Pero ¿qué le dice su instinto?
—La verdad, señor, yo en el fondo no creo que Du Pont sea el hombre que buscamos. Por supuesto, parece la explicación más lógica a lo ocurrido. Du Pont estaba allí. Sólo tenemos su palabra si queremos fiarnos de que al llegar se encontró muerta a Marguerite Vernier. Había dos copas de champán, pero también había un vaso con restos de alcohol hecho trizas en la chimenea. Son demasiadas las cosas que no acaban de encajar. —Thouron respiró hondo, sin terminar de encontrar las palabras adecuadas—. Para empezar, el soplo. Si de hecho se produjo una riña entre dos amantes, si de hecho se les fue de las manos, ¿quién fue el que se puso en contacto con los periódicos? ¿El propio Du Pont? Yo lo dudo mucho. Los criados no estaban en la casa, les habían dado unos días de vacaciones. Sólo puede tratarse de una tercera parte interesada en…
Laboughe asintió:
—Adelante, siga.
—Además, tenga en cuenta lo curioso que resulta, si le parece, que tanto el hijo como la hija se encontraran fuera de la ciudad y que la vivienda estuviera ya cerrada por un tiempo. —Suspiró—. No lo sé, señor. Hay algo planeado de antemano en todo este asunto.
—¿Usted piensa que a Du Pont le han cargado el mochuelo?
—Creo que es algo que debemos considerar, señor. Si hubiera sido él, ¿por qué se limitó a posponer la cita prevista? No habría tenido ningún problema en que no se le viera por los alrededores de la vivienda.
Laboughe asintió.
—No puedo negar que sería un gran alivio no tener que acusar ante los tribunales a un héroe de guerra, Thouron, máxime a uno con tantas condecoraciones y distinciones como es Du Pont. —Miró a Thouron a los ojos—. No es que esto deba influir en su decisión, inspector. Si lo considera culpable…
—Por supuesto, señor. También a mí me inquietaría tener que acusar a un héroe de la patria.
Laboughe miró a los llamativos titulares de los periódicos.
—Por otra parte, Thouron, no debemos olvidar que ha muerto una mujer.
—No, señor.
—Nuestra prioridad ha de ser localizar a Vernier e informarle del asesinato de su madre. Si antes estuvo reacio a hablar con la policía sobre los diversos incidentes en los que se ha visto enredado a lo largo de todo este año, es posible que esta tragedia le suelte la lengua. —Cambió de postura. Crujió la silla bajo su peso—. Pero dice usted que sigue sin haber ni rastro de él…
Thouron negó con un gesto.
—Sabemos que se marchó de París hace ya cuatro días en compañía de su hermana. Un cochero, uno de los habituales en la calle Amsterdam, nos ha informado de que recogió a una pareja en la calle Berlin, un hombre y una muchacha cuya descripción concuerda con la de los hermanos Vernier, y según dice los llevó a la estación Saint-Lazare el pasado viernes, poco después de las nueve de la mañana.
—¿Alguien llegó a verlos en el interior de Saint-Lazare?
—No, señor. Los trenes de Saint-Lazare enlazan con los suburbios del oeste. Versalles, Saint-Germain-en-Laye, además de estar, claro está, los trenes que enlazan con los barcos de Caen. Nada. Pero es que podrían haber bajado en cualquier punto del trayecto y podrían haber tomado otra línea. Mis hombres están trabajando en este sentido.
Laboughe miraba embelesado su pipa. Parecía que hubiera perdido todo interés.
—Y supongo que habrá hecho correr la voz entre las autoridades ferroviarias, claro…
—En las estaciones principales y en los nudos de enlace ya se ha dado aviso. Se han puesto carteles por toda la región de Ile-de-France y estamos verificando las listas de pasajeros que hayan cruzado el Canal de la Mancha, en caso de que su intención fuera viajar aún más lejos.
El prefecto se puso trabajosamente en pie, resoplando a causa del esfuerzo. Se guardó la pipa en el bolsillo del gabán, tomó el sombrero de copa y los guantes y se desplazó hacia la puerta como un barco de vapor a toda máquina.
Thouron también se puso en pie.
—Haga una nueva visita a Du Pont —dijo Laboughe—. Es la pista más evidente que tenemos, por no decir que es el mejor candidato a resolver este desgraciado asunto, aunque me inclino a pensar que la lectura que hace usted de la situación es la correcta.
Laboughe salió lentamente de la estancia, golpeando el suelo con la contera del bastón.
—Una cosa más, inspector.
—Diga, prefecto.
—Manténgame informado. De cualquier novedad que se produzca en este caso, quiero que me dé cuenta usted en persona. No deseo enterarme por las páginas de Le Petit Journal. No me interesan todas esas habladurías sin fundamento, Thouron. Dejemos esas paparruchas en manos de los periodistas y los escritores de ficción. ¿Me he expresado con claridad?
—Perfectamente, señor.