LUNES, 21 DE SEPTIEMBRE
Léonie bostezó y abrió los ojos. Estiró los brazos blancos y esbeltos por encima de la cabeza y se acomodó entonces, incorporándose sobre las generosas almohadas blancas.
A pesar del exceso de blanquette de Limoux que había bebido la noche anterior, o tal vez justamente debido a ello, había dormido bien.
La Habitación Amarilla estaba encantadora bajo la luz de la mañana. Pasó un rato en cama, sosegada y distraída, escuchando los extraños sonidos que dividían el hondo silencio de la campiña.
Los cantos con que las aves saludaban el amanecer, el viento en las copas de los árboles. Le resultó de largo mucho más placentero que despertar en casa, con un amanecer grisáceo, parisino, y los sonidos de los chirridos del metal que llegaban desde la estación Saint-Lazare.
A las ocho en punto, Marieta entró con una bandeja y el desayuno. La depositó sobre la mesa, junto a la ventana, y retiró las cortinas, dejando que la estancia se inundase con los primeros rayos refractados de luz solar. A través de las imperfecciones del cristal, Léonie vio que el cielo estaba luminoso, azul, adornado por alguna hilacha de nubes entre blanquecinas y violetas.
—Gracias, Marieta —le dijo—. Ya me arreglo.
—Muy bien. Como quiera, madomaiséla.
Léonie retiró el cobertor y plantó los pies en la alfombra, buscando a tientas las chinelas. Tomó la bata de cachemir azul del gancho de la puerta, se roció la cara con el agua de la noche anterior y se sentó ante la mesa, frente a la ventana, disfrutando de la sofisticación de desayunar sola, en su dormitorio. La única vez que lo había hecho en su casa fue cuando Du Pont había ido a visitar a su madre.
Levantó la tapadera de la jarra que contenía el café humeante, con lo que el delicioso aroma del café recién hecho se expandió por la habitación como si fuera el genio recién salido de la lámpara. Junto a la jarra de plata había una jarrita de leche templada, espumosa, un cuenco lleno de azucarillos blancos y unas pinzas de plata. Retiró la servilleta de lino recién planchada y descubrió un plato de pan blanco, de corteza dorada y cálida al tacto, y una tarrina de mantequilla recién hecha. Había tres tarros de mermelada y un cuenco de compota de membrillo y manzana.
Mientras desayunaba, contempló los jardines. Una bruma blanquecina aparecía en suspenso sobre el valle, entre los montes, ocluyendo las copas de los árboles. Las extensiones de césped eran la viva imagen de la paz y del sosiego bajo el sol otoñal, en pleno amanecer, sin el menor indicio del viento amenazante de la noche anterior.
Léonie se vistió con una sencilla falda de lana y una blusa de cuello alto y tomó entonces el libro que Anatole le había llevado la tarde anterior. Tenía deseos de echar un vistazo con sus propios ojos a la biblioteca, investigar los polvorientos anaqueles y los lomos abrillantados. Si alguien le afeara el gesto, aunque no creyó que hubiera motivo para ello, teniendo en cuenta que Isolde les había pedido que tratasen la casa como si fuera la suya propia, siempre podría dar por excusa que había ido a devolver a su sitio el librito de monsieur Baillard.
Abrió la puerta y salió al pasillo. El resto de la casa parecía estar aún dormido. Todo estaba en silencio. No tintineaban las tazas del café, no se oía silbar a Anatole, como solía hacer cuando se aseaba por la mañana; no había el menor indicio de vida. Abajo, se encontró con que el vestíbulo también estaba desierto, aunque más allá de la puerta que comunicaba con la zona de la servidumbre sí oyó voces distantes y el lejano ruido de los cacharros en la cocina.
La biblioteca ocupaba la esquina suroeste de la casa y se accedía a ella por un pequeño pasillo, situado entre el salón y la puerta del estudio. Lo cierto es que a Léonie le sorprendió que Anatole lo hubiera llegado a encontrar. En la tarde del día anterior apenas tuvieron oportunidad de explorar nada.
El pasillo estaba bien iluminado, bien ventilado, y tenía anchura suficiente para que hubiera una pared llena de vitrinas. En la primera había piezas de porcelana de Marsella y de Ruán; en la segunda, una coraza pequeña, antigua, más dos sables, un florete que recordaba al arma preferida de Anatole cuando practicaba la esgrima y un mosquete; en la tercera, algo más pequeña, estaba expuesta una colección de condecoraciones y cintas militares, sobre un fondo de terciopelo azul. No había nada que indicara a quién habían sido otorgadas ni por qué. Léonie supuso que debían de pertenecer a su difunto tío.
Giró el picaporte de la biblioteca y entró. En el acto le invadieron la paz y la tranquilidad que se respiraban en la sala, el olor a cera y a miel, a terciopelo polvoriento, a tinta y a secantes. Era de mayor tamaño que lo que había supuesto y tenía un aire dual, por las ventanas que miraban al sur y las que miraban al oeste. Las cortinas, hechas de brocado azul y oro, pesado, antiguo, caían formando pliegues del techo al suelo.
El ruido de sus tacones se lo tragó una gruesa alfombra ovalada que ocupaba el centro de la estancia y sobre la cual se encontraba una mesa con capacidad suficiente para dar cabida incluso a los volúmenes de mayor tamaño. Había una pluma y un tintero junto a un soporte de cuero, al lado del cual había un secante nuevo.
Léonie decidió comenzar su exploración por el rincón más alejado con respecto a la puerta. Fue pasando la vista a lo largo de cada uno de los anaqueles, leyendo los nombres y los títulos en los lomos, acariciando con los dedos las encuadernaciones en piel, deteniéndose a cada tanto, cuando un volumen en particular le llamaba la atención.
Dio con un bellísimo misal que tenía un elaborado y doble cierre de latón, impreso en Tours, con las guardas en oro y verde, y un delicadísimo y muy fino papel que protegía cada uno de los grabados. En la primera página leyó el nombre de su difunto tío, Jules Lascombe, junto con la fecha de su confirmación.
En el siguiente cuerpo de la biblioteca descubrió una primera edición del Viaje alrededor de mi habitación, de Joseph de Maistre. Estaba deslucida y tenía los cantos doblados, al contrario que el inmaculado ejemplar que guardaba Anatole en casa. En otro de los estantes encontró una colección de textos religiosos junto a otros francamente anticlericales, agrupados todos juntos, como si se tratase de que se anularan mutuamente.
En la sección dedicada a la literatura francesa contemporánea, estaban las novelas completas de los Rougon-Macquart, de Zola, así como novelas escogidas de Flaubert, Maupassant y Huysmans; en efecto, eran muchos de los textos que como incentivo intelectual Anatole había querido en vano convencerla de que leyera, incluida una primera edición de Le rouge et le noir, de Stendhal. Había unas cuantas obras traducidas, aunque no encontró nada que fuera totalmente de su gusto, con la excepción de las traducciones que hiciera Baudelaire de monsieur Poe. Nada de madame Radcliff, nada de monsieur Le Fanu. Una colección más bien tediosa.
En la esquina más lejana de la biblioteca, Léonie se encontró con una vitrina dedicada a los libros que trataban sobre la historia local, y en donde seguramente Anatole había tenido que encontrar la monografía de monsieur Baillard. Se le aceleró el pulso cuando pasó de la zona principal, cálida y luminosa, a aquel rincón más sombrío. La vitrina albergaba una humedad curiosa, un olor tal vez a musgo que se le quedó prendido en la garganta.
Repasó las hileras escarpadas que formaban los volúmenes hasta dar con la letra B. Allí era evidente que no había un hueco. Extrañada, introdujo con dificultad el delgado volumen en el lugar que creyó que le correspondía. Cumplida la tarea, se volvió hacia la puerta.
Sólo en ese momento reparó en tres o cuatro vitrinas acristaladas en lo alto de la pared, a la derecha de la puerta, destinadas con toda probabilidad a preservar los volúmenes de mayor valor. Una escalera de mano se hallaba sujeta por dos ganchos a un riel de bronce. Léonie se apropió de la escalera con ambas manos y tiró con fuerza. La escalera se quejó con un crujido, pero enseguida cedió. La deslizó por el riel hasta colocarla en el centro y, afianzando los pies, comenzó a subir. La combinación de tafetán susurró y se le quedó prendida entre las piernas.
Se detuvo en el penúltimo peldaño. Sujetándose con las rodillas, escrutó el interior de la vitrina. Estaba oscuro, pero haciendo una pantalla sobre los ojos con ambas manos, para impedir que el reflejo del sol que entraba por los dos altos ventanales y daba en el cristal le deslumbrase, atinó a ver lo suficiente para leer los títulos de los lomos.
El primero era Dogme et rituel de la haute magie, de Eliphas Lévi. Junto a éste vio un volumen titulado Traite méthodique de science occulte. En el anaquel superior, diversos escritos de Papus, Court de Gébelin, Etteilla y MacGregor Mathers. Nunca había leído a esa clase de escritores, si bien sabía que eran autores ocultistas a los que se consideraba subversivos. Sus nombres aparecían con cierta regularidad en las columnas de los periódicos y las revistas.
Léonie estaba a punto de bajar cuando le llamó la atención un volumen de gran tamaño, sencillo, encuadernado en piel negra, menos vistoso, menos ostentoso que los demás, que estaba colocado del revés. En la cubierta, grabado en letras de pan de oro, bajo el título, aparecía el nombre de su tío. Se titulaba Les tarots.