Meredith arrancó el motor y se puso al volante, dejando atrás la plaza Deux Rennes y mirando de reojo el punto en el que se había tomado aquella fotografía, como si aún pudiera vislumbrar el perfil de su antepasado, muerto tanto tiempo atrás, allí de pie y sonriéndole entre los árboles.
Pronto dejó atrás las afueras del pueblo y se internó por la carretera oscura. Los árboles adquirieron formas extrañas, cambiantes. Los edificios que ocasionalmente iba dejando atrás, una casa, un cobertizo para el ganado, se perfilaban a la media luz del crepúsculo. Cerró el seguro de la puerta con el codo y oyó el clic del mecanismo, lo cual le infundió tranquilidad.
Conduciendo despacio, siguió con precisión las indicaciones del mapa que había en el folleto. Puso la radio para sentirse menos sola. El silencio que invadía el campo parecía absoluto. A su lado veía la masa de árboles. Por encima, la extensión del cielo en la que ya lucían algunas estrellas espaciadas. No había la menor señal de vida, ni siquiera un zorro o un gato a la luz de los faros.
Meredith encontró la carretera de Sougraigne señalada en las indicaciones y dobló a la izquierda. Se frotó los ojos, de pronto consciente de que estaba demasiado fatigada para conducir de un modo relajado. Los arbustos y los postes del teléfono parecían a punto de mecerse, de vibrar. En un par de ocasiones creyó ver a alguien caminando a orillas de la carretera, iluminado por detrás al darle los faros de lleno, pero cuando llegó a su altura, descubrió que tan sólo era un indicador o un poste.
Se esforzó por mantener la concentración, a pesar de lo cual sus pensamientos emprendían toda clase de caminos erráticos. Tras la locura qué había sido el día entero —la lectura del tarot, el trayecto en taxi por París, el viaje hasta allí, toda una montaña rusa de emociones—, se le había agotado la energía. Estaba exhausta. Tan sólo acertaba a pensar en una ducha caliente, un buen rato bajo el agua, una copa de vino y la cena. Luego, un buen sueño reparador.
¡Caramba!
Meredith pisó el freno a fondo. Había alguien justo en medio de la carretera. Una mujer con una larga capa ropa y la capucha puesta sobre la cabeza. Meredith dio un grito y vio el reflejo de su propio rostro, presa del pánico, en el parabrisas. Dio un volantazo, aunque supo que no iba a ser capaz de evitar la colisión. Como si fuera a cámara lenta, notó que los neumáticos perdían agarre en la carretera. Levantó los dos brazos para protegerse la cara antes del impacto. Lo último que llegó a ver fueron los ojos verdes, muy abiertos, que la miraban fijamente.
¡No! ¡No puede ser!
El coche derrapó. Las ruedas traseras se pusieron en un ángulo de noventa grados y poco a poco se deslizaron, de tal manera que el coche invirtió la marcha, hasta detenerse en seco a pocos centímetros de la zanja que había en la cuneta. Le llegó un rugido, casi el redoblar de unos tambores, sin acertar a saber de dónde provenía, algo que martilleó y aplastó sus sentidos. Pasó un instante antes de percatarse de que era el ruido de su sangre en sus oídos.
Abrió los ojos.
Se quedó durante unos segundos agarrada con todas sus fuerzas al volante, como si le diera miedo soltarlo. Luego, con una fría oleada de terror, se dio cuenta de que era necesario salir. Podía haber atropellado a alguien. Podía haber matado a alguien.
Le costó trabajo dar con la manilla de apertura y salió del coche con las piernas temblorosas. Aterrada ante lo que iba a encontrar, dio la vuelta con cuidado, preparándose para hallar un cuerpo atrapado bajo las ruedas.
Allí no había nada. Sin saber qué pensar, Meredith miró por todas partes, a derecha e izquierda, con ojos de total incredulidad, y dirigió la vista atrás, hacia el trecho por el que había venido, hacia donde apuntaban los faros hasta fundirse en la negrura.
Nada. El bosque estaba en total silencio. Ninguna señal de vida.
—¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien ahí? ¿Se encuentra usted bien? ¿Hola?
Nada, nada más que el eco de su voz que le era devuelto en el silencio de la noche.
Perpleja, se agachó a examinar la parte delantera del coche. No había ninguna marca. Dio la vuelta a todo el vehículo pasando la mano por la carrocería, pero estaba limpio. Ni un rasguño.
Meredith volvió a sentarse al volante. Estaba segura de que había visto a alguien allí delante. Alguien que la miraba en plena oscuridad. No habían sido imaginaciones suyas. ¿O tal vez sí? Miró por el espejo, pero sólo acertó a ver su reflejo espectral, que la miraba a ella. Entonces, en las sombras, apareció la cara de desesperación de su madre biológica.
No puedo estar volviéndome loca.
Se frotó los ojos, se concedió otros dos minutos, arrancó el coche. Aterrada por lo que acababa de pasarle —o por lo que no había llegado a pasarle—, se lo tomó con toda la calma de que fue capaz, dejando la ventanilla abierta para que se le despejara la cabeza. Para despabilarse un poco.
Meredith sintió un profundo alivio cuando vio el rótulo indicador del hotel. Se desvió de la carretera de Sougraigne y enfiló por un camino estrecho y sinuoso, que ascendía por una ladera en pendiente. En poco más de dos minutos llegó a dos pilares de piedra a uno y otro lado del camino, pintados de negro, cuya cancela de hierro se hallaba cerrada. En la tapia vio un rótulo de pizarra gris: HOTEL DOMAINE DE LA CADE.
Accionadas por un sensor, las dos hojas de la cancela se abrieron lentamente para dejarla pasar. Había algo sobrecogedor en aquel silencio, en el clic del mecanismo en la gravilla, y Meredith se estremeció. En derredor, el bosque parecía casi palpitar de vida, respirar por su cuenta. Como si tuviera algo en cierto modo malévolo. Se iba a sentir mucho mejor cuando estuviera dentro.
Los neumáticos crujieron sobre la gravilla mientras avanzaba despacio por una larga avenida jalonada por castaños a uno y otro lado, como si fueran los centinelas de guardia. A ambos lados se prolongaban las extensiones de césped en la negrura de la noche. Por fin trazó una curva y se encontró a la vista del hotel.
Incluso después de todo lo que le había ocurrido a lo largo de la tarde y la noche, la inesperada belleza del lugar la dejó de una pieza. El hotel era un elegante edificio de tres plantas, de paredes encaladas, en gran parte cubiertas por las llamaradas rojas y verdes de la hiedra, que relumbraba a la luz de los faros como si alguien hubiera sacado brillo a las hojas una a una. Con balaustradas en la primera planta y una hilera de ventanas redondas como ojos de buey en el desván, seguramente residencia de la servidumbre en otros tiempos, era una casa de proporciones perfectas, lo cual no dejaba de ser sorprendente teniendo en cuenta, como hizo ella, que parte de la original maison de maître había sido destruida en un incendio. Parecía totalmente auténtica.
Meredith encontró un hueco para aparcar a la entrada del hotel y llevó los bolsos al subir las escaleras de piedra, en curva. Se alegró de haber llegado sana y salva, aunque no lograba quitarse del todo la sensación de náusea que tenía en la boca del estómago, los nervios a flor de piel tras lo ocurrido en la carretera.
«No es más que el cansancio», se dijo.
Se sintió mucho mejor en el instante en que se halló en el espacioso y elegante vestíbulo de entrada. El suelo era de cerámica ajedrezada en rojo y negro, y un delicado papel pintado en tonos crema, con flores verdes y amarillas, alegraba las paredes. A la izquierda de la puerta principal, delante de las ventanas, había un par de sofás mullidos, con abundantes cojines, situados uno a cada lado de una chimenea de piedra. En el hueco del hogar destacaba un inmenso despliegue de flores secas. Por todas partes, los espejos y los cristales reflejaban la luz de las arañas de cristal, así como los marcos dorados y los apliques de tulipas en las paredes.
Al frente se encontraba el arranque de una excepcional escalinata, con la barandilla abrillantada, de madera bruñida y resplandeciente al reflejarse en ella la luz difusa de las arañas, a la derecha de la cual estaba el mostrador de recepción, más bien una mesa alta, con patas en forma de zarpa, y no tanto un mostrador al uso. Las paredes estaban adornadas por multitud de fotografías en blanco y negro y tonos sepia. Hombres con uniformes militares, más napoleónicos que de la Primera Guerra Mundial al menos a primera vista, y damas con las mangas abullonadas y las faldas muy anchas, o retratos de familia y escenas de Rennes-les-Bains a principios de siglo. Meredith sonrió. Iba a tener abundantes cosas que comprobar en los próximos días.
Se acercó al mostrador de recepción.
—Bienvenue, madame.
—Hola.
—Bienvenida al Domaine de la Cade. ¿Tiene usted reserva?
—Sí, a nombre de Martin. M-A-R-T-I-N.
—¿Es la primera vez que viene a alojarse aquí?
—Así es.
Meredith cumplimentó el impreso de rigor y dio los detalles de su tarjeta de crédito, la tercera que iba a emplear a lo largo del día. Le dieron un plano del hotel y de la finca en que se encontraba, otro de la zona y una llave anticuada, de latón, con una borla roja y un disco en el que figuraba el nombre de su habitación: la Chambre Jaune. Notó un cosquilleo en la nuca, como si alguien se hubiera acercado a ella por detrás y estuviera demasiado próxima. Tuvo conciencia de que alguien respiraba profundamente. Miró por encima del hombro. Allí no había nadie.
—La Habitación Amarilla está en la primera planta, madame Martin.
—¿Disculpe? —Meredith se volvió hacia la recepcionista.
—Digo que su habitación se encuentra en la primera planta. El ascensor está enfrente de la conserjería —siguió diciendo la mujer, e indicó un cartel muy discreto que pasaba desapercibido—. Si lo prefiere, puede tomar las escaleras de la derecha. El restaurante acepta clientes para cenar hasta las nueve y media. ¿Desea que le reserve una mesa?
Meredith miró el reloj. Eran las ocho menos cuarto.
—Sí, muchas gracias. ¿A las ocho y media?
—Muy bien, madame. El bar de la terraza, al cual se llega pasando por la biblioteca, está abierto hasta la medianoche.
—Estupendo. Gracias.
—¿Necesita ayuda con el equipaje?
—No, gracias, estoy bien.
Mirando un instante el vestíbulo, desierto en esos momentos, Meredith subió por las escaleras hasta el impresionante rellano de la primera planta. Al llegar arriba se fijó en que abajo había un piano de media cola escondido en la sombra, debajo de la escalinata. Le pareció un hermoso instrumento, aunque también pensó que era un sitio un tanto extraño para colocar un piano. La tapa estaba cerrada.
Mientras recorría el pasillo, se sonrió al comprobar que todas las habitaciones tenían nombres, y no números: Suite Anjou, Habitación Azul, Blanca de Castilla, Enrique IV.
El hotel parecía deseoso de reforzar sus credenciales históricas.
Su habitación se encontraba prácticamente al fondo. Con el titilar de la anticipación que siempre sentía al llegar a un hotel por vez primera, enredó con la pesada llave hasta que giró en la cerradura, empujó la puerta con la puntera de la zapatilla y accionó el interruptor de la luz.
Esbozó una amplia sonrisa.
Había una amplísima cama de caoba en el centro de la habitación. La cómoda, el armario y las dos mesillas tenían tallas de la misma madera, de un tono rojo oscuro, que hacían juego. Abrió las puertas del armario y se encontró el minibar, el televisor y el mando a distancia, todo ello oculto en el interior. Sobre un escritorio, revistas de papel cuché, la guía del hotel y del servicio de habitaciones, el menú y algunos folletos con información sobre la historia del edificio y de la finca. En una pequeña estantería, encima del escritorio, unos cuantos libros. Meredith examinó los títulos en el lomo: novelas policíacas y clásicos al uso, una guía de una especie de museo del sombrero que había en Espéraza, y un par de libros de historia local.
Cruzó la habitación hasta el ventanal para abrir las persianas y aspirar el olor embriagador de la tierra húmeda envuelta en el aire de la noche. Las extensiones de césped, oscurecidas, se extendían aparentemente en una superficie de varios kilómetros cuadrados. Acertó a vislumbrar a lo lejos un lago, un gran estanque ornamental, y un alto seto que separaba los jardines, la parte más cuidada, de los bosques que la rodeaban. Le agradó comprobar que se encontraba en la parte posterior del hotel, lejos del aparcamiento y del ruido de las puertas de los coches al abrirse y cerrarse, aunque al pie del ventanal había una terraza con mesas y sillas de madera y calefactores de exterior.
Meredith deshizo esta vez el equipaje debidamente, en vez de dejarlo todo en el bolso como había hecho en París, colocando los vaqueros, las camisetas y los jerséis en los cajones, y la ropa más elegante en las perchas. Colocó el cepillo de dientes y el maquillaje en la estantería del cuarto de baño, y probó los jaboncillos y el champú de Molton Brown en la ducha.
Media hora después, sintiéndose mucho mejor consigo misma, se envolvió en una inmensa toalla blanca, enchufó el móvil para cargarlo y se sentó ante su ordenador portátil. Descubrió que no tenía acceso a Internet, de modo que llamó por teléfono a recepción.
—Hola. Aquí la señora Martin, de la Habitación Amarilla. Necesito leer mi correo electrónico, pero tengo problemas para entrar en la red. Me pregunto si podría usted darme la contraseña, o tal vez solucionar el problema desde allí. —Sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro, anotó la información que le dio la recepcionista—. De acuerdo, estupendo, muchas gracias. Sí, lo tengo.
Colgó con cierta sorpresa por la coincidencia de la contraseña y la introdujo —CONSTANTINE—, con lo que rápidamente tuvo conexión. Envió a Mary un e-mail como hacía todos los días, contándole que había llegado sin contratiempo y que ya había encontrado el lugar en el que se tomó una de las fotografías, y prometiéndole que seguiría en contacto con ella tan pronto tuviera algo nuevo que contarle. Luego verificó su cuenta corriente y vio con gran alivio que el dinero de su editor por fin se le había abonado.
Por fin.
Tenía un par de e-mails personales, incluida una invitación a la boda de dos de sus amigos de la universidad en Los Ángeles, que tuvo que declinar, y otra a un concierto que iba a dirigir un viejo amigo, de vuelta a Milwaukee, que aceptó.
Estaba a punto de desconectar cuando pensó que también podía echar un vistazo, por ver si encontraba algo sobre el incendio que se declaró en el Domaine de la Cade en octubre de 1897. No encontró mucho más de lo que ya había averiguado gracias al folleto del hotel.
Luego introdujo el nombre de Lascombe en el buscador.
Esta iniciativa sí le aportó algo de información nueva sobre Jules Lascombe. Parecía haber sido un historiador aficionado, un experto en la época visigótica y en el folclore y las supersticiones de la región. Había llegado a publicar algunos libros y folletos de escasa divulgación, con una editorial local, llamada Bousquet.
Meredith entornó los ojos. Hizo clic en un enlace y la información apareció en pantalla. Familia local muy conocida, además de ser los dueños de los grandes almacenes que había en Rennes-les-Bains y de una importante imprenta y también editorial, eran asimismo primos hermanos de Jules Lascombe, a cuya muerte habían heredado el Domaine de la Cade.
Meredith fue bajando por la página hasta que localizó lo que estaba buscando. Hizo clic y empezó a leer:
El Tarot de Bousquet es una baraja poco corriente, que apenas se suele utilizar fuera de Francia. Los ejemplares más antiguos de esta baraja se imprimieron en la imprenta de Bousquet, situada en las afueras de Rennes-les-Bains, en el suroeste de Francia, a finales de la década de 1890.
Se dice que se basa en una baraja de mucha mayor antigüedad, que se remonta al siglo XVII, si bien estos naipes presentan algunos aspectos únicos, como son la sustitución de las figuras más altas de cada palo —el rey, la reina, el caballo y el paje—por otras llamadas Maître, Maitresse, Fils y Fille, que aparecen con ropas e iconografía propias de la época. El artista que plasmó las cartas correspondientes a los arcanos mayores, claramente contemporáneas de la primera baraja impresa, es desconocido.
A su lado, en la mesa, sonó el teléfono. Meredith se sobresaltó por lo inesperado del timbrazo en el silencio de la habitación. Sin apartar los ojos de la pantalla, Meredith alargó la mano y contestó.
—¿Sí? Sí, soy yo —dijo.
Era del restaurante, donde querían saber si todavía iba a utilizar la mesa que había reservado. Meredith miró el reloj del ordenador portátil y se sorprendió al ver que eran las nueve menos veinte.
—Pues la verdad es que prefiero que me suban algo a la habitación —dijo, pero se le informó de que el servicio de habitaciones finalizaba a las seis.
Meredith no supo qué hacer. No quería dejar sus pesquisas en ese momento, cuando empezaba a tener la impresión de que quizá estaba a punto de llegar a algo, aunque tampoco supiera si podría ser algo de peso, algo que realmente tuviera un significado. Pese a todo, estaba hambrienta. Se había saltado el almuerzo, y con el estómago vacío, lo sabía muy bien, no valía para nada. Las desquiciadas alucinaciones del río y de la carretera eran prueba más que suficiente.
—Bajaré enseguida —dijo.
Guardó la página y los enlaces y desconectó.