Capítulo 3

Léonie, soy yo. ¡Léonie! Una voz de hombre, una voz familiar, que le devolvió la confianza. Y un olor a aceite de sándalo para el cabello y a tabaco turco.

¿Anatole? ¿Allí?

Unas manos fuertes la sujetaron por la cintura y la auparon para ayudarla a desembarazarse del gentío que la rodeaba.

Léonie abrió los ojos.

—¡Anatole! —exclamó, y le echó los brazos al cuello—. ¿Dónde te habías metido? ¿Cómo has sido capaz…? —Lo que empezó por ser un abrazo pasó a ser una agresión, al asestarle ella en el pecho, con fuerza, sucesivos puñetazos—. Te estuve esperando ya ni sé… Pero no viniste. ¿Cómo pudiste dejarme a…?

—Lo sé —respondió él con presteza—. Tienes todo el derecho del mundo a soltarme una buena reprimenda, pero te pido que no lo hagas ahora.

La ira que ella sentía desapareció tan deprisa como había llegado.

De repente, extenuada, apoyó la cara sobre el ancho pecho de su hermano.

—He visto…

—Lo sé, pequeña —dijo él con ternura, pasándole la mano por el cabello despeinado—, pero los soldados ya están ahí fuera. Debemos marcharnos si no queremos arriesgarnos a que nos sorprendan en plena batalla.

—Qué odio se les notaba en la cara, Anatole. Lo destruyeron todo. ¿Lo has visto? ¿Lo has llegado a ver?

Léonie no intentó contener la excitación que se acumulaba en su interior, que bullía y ascendía desde su estómago a su garganta, hasta salirle a borbotones por la boca.

—Con las manos desnudas, han…

—Ya me lo contarás después —dijo él en tono imperioso—. Ahora tenemos que marcharnos de aquí. Vamos.

Sin esperar un solo instante, Léonie recuperó la cordura. Respiró hondo.

—Eso es, buena chica, así me gusta —aprobó él al ver que la determinación había vuelto a ella—. Vamos, ¡deprisa!

Anatole se sirvió de su estatura, de su agilidad y su fuerza para abrirse camino en medio de la muchedumbre que salía precipitadamente del auditorio.

Atravesaron las cortinas de terciopelo para llegar al caos. Tomados de la mano, recorrieron las plateas y bajaron entonces por el Grand Escalier. El suelo de mármol, lleno de botellas de champán, de cubos de hielo volcados, de programas de mano olvidados, era como una pista de hielo bajo los pies de ambos. Resbalando, pero sin llegar a perder del todo el equilibrio, alcanzaron las puertas acristaladas y se vieron de pronto en la plaza de la Ópera.

En ese preciso instante, a su espalda, se oyó el estrépito de los cristales que reventaron.

—Léonie, ¡por aquí!

Si había llegado a pensar que las escenas vividas en el interior de la Grande Salle eran impensables, las que vio en las calles nada más salir le parecieron aún peores. Los manifestantes nacionalistas, los abonnés, se habían apoderado también de la escalinata de acceso al palacio Garnier. Armados de palos, botellas y cuchillos, formaban en fila de tres, a la espera, atentos, sin dejar de corear sus consignas. Abajo, en la plaza de la Ópera, las hileras de soldados con casacas rojas y cascos dorados esperaban a su vez rodilla en tierra, apuntando con los fusiles a los manifestantes, atentos a la voz de mando que les ordenase abrir fuego.

—Son muchísimos —exclamó.

Anatole no dijo nada, pero se la llevó en medio del gentío que se apiñaba ante la fachada barroca del palacio Garnier. Llegó hasta la esquina y giró bruscamente para tomar la calle Scribe y así salir de la línea de fuego. Se dejaron llevar por la masa, los dedos fuertemente entrelazados, para no separarse el uno del otro, y así recorrieron una manzana de edificios, sacudidos, encajonados y empujados, como los despojos que bajan a merced de una rápida corriente en un río desbordado.

Por un instante, Léonie se sintió a salvo. Estaba con Anatole.

Partió el aire en dos la detonación de un solo disparo. Por un instante, la marea humana se detuvo y, como si se tratase de un único movimiento de un solo ser, se abalanzó de nuevo con fuerza redoblada. Léonie sintió que se le escapaban las chinelas de los pies y de pronto notó que las botas de los hombres le golpeaban los tobillos, que le pisoteaban la cola del vestido. A duras penas pudo mantener el equilibrio. Una andanada de balas resonó tras ellos. El único punto firme eran las manos de Anatole.

—No me sueltes —exclamó.

Tras ellos, una explosión sacudió el aire. Se estremeció la acera bajo sus pies.

Léonie, dándose la vuelta a medias, vio un hongo polvoriento, de humo sucio, grisáceo y recortado sobre el cielo de la ciudad, que se alzaba en dirección a la plaza de la Ópera. Le llegó entonces un segundo estallido no menos potente, que reverberó de nuevo en la acera y que sintió vibrar en las plantas de los pies. El aire en derredor de ambos pareció primero solidificarse, después plegarse sobre sí mismo.

Des canons! Ils tirent!

Non, non, c’est des petards.

Léonie dio un grito y apretó más fuerte la mano de Anatole. Siguieron adelante, siempre adelante, sin la menor idea de dónde podrían terminar, sin el menor sentido del tiempo, empujados tan sólo por un instinto animal que a ella le decía que no parase, que no se detuviese siquiera un instante, al menos hasta que el estruendo y la sangre y el polvo no hubiesen quedado muy atrás.

Notó el cansancio en las extremidades, notó que el agotamiento se apoderaba de ella, pero no por ello dejó de correr y siguió corriendo hasta que ya no pudo dar un paso más. Poco a poco fue menguando el gentío que los rodeaba, hasta que por fin se encontraron en una calle tranquila, muy lejos de la batalla que había estallado con las explosiones y los disparos de las armas. Sentía una gran debilidad en las piernas y estaba acalorada, arrebolada, húmeda la piel con el fresco de la noche.

Al detenerse, Léonie alargó una mano para apoyarse contra una pared. El corazón le latía desbocado, febril. La sangre le martilleaba en los oídos, sonora, pesada.

Anatole se detuvo y se apoyó de espaldas contra la pared. Léonie se venció apoyándose en él, desparramados sus rizos de cabello cobrizo por la espalda como una bobina de seda salvaje, y notó que los brazos de él la rodeaban por los hombros en un gesto protector.

Engulló a bocanadas el aire de la noche tratando de recobrar la respiración. Con los dedos exhaustos se quitó los guantes manchados, descoloridos por el hollín de las calles de París, y los dejó caer al suelo.

Anatole se pasó los dedos por el cabello negro y espeso que le había caído sobre la frente alta y por lo común despejada, y en parte también sobre los altos pómulos. También resoplaba con dificultad, a pesar de las horas que dedicaba a entrenar en los salones donde practicaba la esgrima.

Inusitadamente, parecía estar sonriendo.

Pasó un rato sin que ninguno de los dos dijera nada. El único sonido era el ronco resuello de ambos, nubes de vaho en la fresca noche de septiembre. Por fin Léonie se armó de valor y se sintió más reconfortada.

—¿Por qué tardaste tanto? —le interpeló como si todo lo ocurrido en aquella última hora jamás hubiera tenido lugar.

Anatole la miró con incredulidad y se echo a reír, al principio comedido, luego con más fuerza, tratando de decir algo, colmando el aire de bufidos.

—¿Me vas a reñir así, pequeña, incluso en un momento como éste?

Léonie lo traspasó con una mirada, pero rápidamente notó que le temblaban las comisuras de los labios. Se le escapó una risa nerviosa y luego otra, hasta que su menudo cuerpecillo se estremeció a carcajadas y comenzaron a rodarle las lágrimas por sus hermosas mejillas tiznadas de hollín.

Anatole se quitó la chaqueta y le cubrió los hombros desnudos.

—Realmente, eres la criatura más extraordinaria que conozco —dijo él—. Enloquecedora, pero realmente extraordinaria.

Léonie sonrió compungida, al contrastar su estado de total desaliño con la elegancia de él. Recorrió con los ojos el estropeado traje verde. El dobladillo se había desprendido y los pocos cristales y abalorios que aún quedaban adheridos se habían roto y pendían de un hilo.

A pesar de la despavorida huida por las calles de París, Anatole parecía inmaculado. Las mangas de su camisa seguían blancas y tersas; las puntas del cuello, almidonadas, rectas; el chaleco azul, sin una sola huella.

Dio un paso atrás y leyó el rótulo indicador de la pared.

—Rué Caumartin —dijo—. Excelente. ¿Cenamos? Supongo que tendrás hambre, digo yo.

—Estoy que me muero.

—Conozco un café que no está lejos de aquí. La planta baja es muy popular entre los artistas del cabaré La Grande Pinte y sus admiradores, pero hay unos salones privados de lo más respetable en la primera planta. ¿Qué te parece?

—Yo diría que es perfecto.

Sonrió.

—Pues no se hable más. Y sólo por esta vez no volverás a casa hasta altas horas, o al menos más allá de lo razonable. —Sonrió—. No pienso llevarte a casa en semejante estado. Mamá no me lo perdonaría jamás.