Tal y como Meredith había supuesto, la carretera seguía cerrada al tráfico rodado. Su coche de alquiler se encontraba allí donde lo dejó, detrás del Peugeot azul. Sobre la acera, se les habían sumado otros dos vehículos más.
Pasó por delante del jardín de Paul Courrent y siguió por la calle principal caminando hacia las luces, pero dobló a la derecha por una carretera de pendiente muy inclinada, que parecía adentrarse por la falda misma del monte. Conducía a un aparcamiento, que encontró sorprendentemente lleno a tenor de lo desierta que parecía estar la localidad. Leyó el rótulo de información turística, un cartelón de madera, de estilo rústico, en el que se indicaban las caminatas que se podían llevar a cabo y los lugares de interés: L’Homme Mort, La Cabanasse, La Source de la Madeleine y, en una ruta algo más larga, campo a través, al pueblo vecino de Rennes-le-Cháteau.
No llovía, pero había aumentado la humedad del aire. Todo parecía amordazado, matizado, empapado. Meredith siguió adelante, asomándose a diversos callejones que parecían no conducir a ninguna parte, mirando las ventanas iluminadas de las casas, y al cabo volvió hacia la calle mayor. Enfrente se encontró con el ayuntamiento, con la bandera tricolor inerte, sin el menor aleteo, el azul, el blanco y el rojo empapados por al aire del anochecer. Dobló a la izquierda y se encontró en la plaza Deux Rennes.
Meredith permaneció allí un rato, dejándose imbuir del ambiente. Había una pizzería con cierto encanto a la derecha, con unas mesas de madera tosca en la plaza. Sólo dos estaban ocupadas, ambas con sendos grupos de turistas que hablaban en inglés. En una, los hombres charlaban de fútbol y de Steve Reich, mientras las mujeres —una de ellas con un cabello muy negro y muy corto, con mucho estilo; la otra, rubia, con melena lisa, hasta los hombros, y una tercera con el pelo rizado y castaño claro— compartían una botella de vino y comentaban la última novela de Ian Rankin. En la segunda mesa había un grupo de estudiantes que devoraban una pizza y bebían cervezas. Uno de los chicos llevaba una chaqueta de cuero con tachuelas plateadas. A su lado, uno de cabello rubio y rizado hablaba de Cuba con un amigo más moreno, que tenía una botella de Pinot Grigio sin abrir entre las rodillas, y otro chico más joven estaba leyendo. El último miembro del grupo, una chica muy guapa con mechas de tinte rosa en el cabello, formaba un marco con ambas manos, como si encuadrase la escena para tomar una fotografía. Meredith sonrió al pasar de largo, acordándose de sus propios alumnos. La chica se fijó en ella y le devolvió la sonrisa.
En la esquina más alejada de la plaza, Meredith vio un cloche-mur con una sola campana sobre los tejados de los edificios colindantes. Decidió que aún le daría tiempo para echar un vistazo a la parroquia.
Se acercó por un trecho adoquinado a la iglesia de Saint-Celse y Saint-Nazaire. Una sola farola iluminaba desde arriba el pórtico sin pretensiones, abierto a los elementos por el norte y por el sur. Había allí dos mesas de aspecto incongruente, dos mesas sin nada más.
El rótulo colgado en el tablón de anuncios de la parroquia, al lado de la puerta, aclaraba que la iglesia abría desde las diez de la mañana hasta el atardecer, excepto los festivos y en días de boda o funeral. Pero cuando probó a abrir se la encontró cerrada, si bien las luces del interior estaban encendidas.
Miró el reloj. Las seis y media. Tal vez acabase de cerrar minutos antes.
Meredith se dio la vuelta. En la pared de enfrente vio grabado en la piedra un listado de nombres, los hombres de Rennes-les-Bains que perdieron la vida en la Primera Guerra Mundial.
Á ses glorieux morts.
«¿Fue de veras glorioso morir en una guerra?», se preguntó Meredith, y pensó en su soldado de la fotografía de color sepia. Pensó en su madre biológica, que se adentró en las aguas del lago Michigan con los bolsillos cargados de piedras. ¿Valió la pena el sacrificio?
Dio un paso adelante y leyó el listado alfabético de nombres de principio a fin, a sabiendas de que no tenía sentido contar con que allí pudiera haber un Martin. Era una locura. Por la escasa información que Mary había sido capaz de transmitirle, Meredith sabía que Martin era el apellido de la madre de Louisa, no el de su padre. De hecho, en su certificado de nacimiento decía «PADRE DESCONOCIDO».
Pero Meredith sabía en efecto que sus antepasados habían emigrado de Francia a Estados Unidos en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Tenía casi total certeza de que el soldado de la fotografía tenía que ser el padre de Louisa.
Tan sólo le faltaba un nombre.
Algo le llamó la atención. BOUSQUET era uno de los apellidos que figuraba en el memorial. Y había dos nombres junto a los cuales aparecía grabada la palabra disparu. A Meredith se le encogió el corazón al pensar en sus madres, en sus esposas, en sus amigos, y en que nunca llegaron a saber qué había sido de ellos. Al pie de la placa vio un nombre poco común: SAINT-LOUP.
Junto al listado había una placa de piedra en memoria de Henri Boudet, que había dirigido la parroquia entre 1872 y 1915, y una cruz negra, de metal. Meredith se paró a pensar. Si su soldado desconocido procedía de allí, era posible que Henri Boudet lo hubiera llegado a tratar alguna vez. El pueblo era pequeño, y las fechas coincidían.
Copió todo lo que le pareció oportuno: la primera norma al ponerse a investigar consiste en anotarlo todo, y ésa es también la segunda y la tercera regla, anotarlo todo. Nunca se sabe cuándo algo puede resultar de particular relevancia.
Bajo la cruz vio inscritas las famosas palabras del emperador Constantino: In hoc signo vinces. Meredith se había topado con esa cita en infinidad de ocasiones, aunque esta vez desencadenó otro pensamiento. «Con este signo habéis de vencer», murmuró para sus adentros, al tiempo que intentó desentrañar qué era lo que la estaba inquietando, si bien no dio con ninguna razón.
Caminó por el soportal, por delante de la puerta de entrada a la iglesia, y llegó hasta el cementerio contiguo. Allí delante había otro monumento a los caídos en la guerra, los mismos nombres, con uno o dos añadidos o discrepancias en la ortografía, como si haber recordado su sacrificio una sola vez a alguien le hubiera parecido poca cosa.
Generaciones de hombres, padres, hermanos, hijos, todas esas vidas.
Meredith caminó despacio en la sombría luz del crepúsculo por un sendero de gravilla que recorría la iglesia por el lateral. Las tumbas, los túmulos, los ángeles de piedra y las cruces de hierro y de piedra le fueron saliendo al paso. De vez en cuando hacía una pausa para leer alguna inscripción. Algunos apellidos se repetían una y otra vez, generación tras generación: los pertenecientes a las familias de la localidad, recordados en granito y en mármol. Fromilhague y Sauniére, Denarnaud y Gabignaud.
En el extremo más alejado del cementerio, cerca ya del río, Meredith se encontró ante un recargado mausoleo con las palabras FAMILLE LASCOMBE-BOUSQUET talladas sobre la reja de metal.
Se agachó y, con los últimos vestigios de luz diurna, leyó los matrimonios y los nacimientos que habían unido a las familias Lascombe y Bousquet en vida, que seguían unidas ahora en la muerte. Guy Lascombe y su esposa habían fallecido en un accidente en octubre de 1864. El último de la estirpe de los Lascombe era un tal Jules, que había muerto en enero de 1891. La última representante de la familia Bousquet, Madeleine Bousquet, había fallecido en 1955.
Meredith se irguió, consciente de que tenía el vello de la nuca erizado. No era sólo por la baraja del tarot que Laura había insistido en que se llevara, no era sólo por la coincidencia del apellido Bousquet, sino que había algo más. Había algo en la fecha, algo que había visto, aunque no le había prestado atención en su momento.
De repente cayó en la cuenta de que 1891 era un año que aparecía con una frecuencia excesiva, poco corriente. Reparó en la fecha en particular debido al significado personal que tenía para ella. Era la datación impresa en su pieza musical. Mentalmente vio una vez más el título y la fecha, la vio con la misma claridad que si la tuviera en la mano.
Pero es que había algo más. Repasó todo lo que tenía en mente, todo lo que había captado desde el segundo en que entró en el cementerio adosado a la iglesia, hasta que por fin lo desentrañó. No era tanto el año, sino el hecho de que la misma fecha se repitiera constantemente.
Con una descarga de adrenalina, se apresuró y regresó a las tumbas, caminando deprisa en zigzag entre unas y otras, verificando las inscripciones, y descubrió que estaba en lo cierto. Su memoria no le había jugado una mala pasada. Sacó el cuaderno y se puso a tomar notas, resuelta a consignar la fecha de la defunción, la misma que se daba en el caso de personas diferentes, tres, hasta un total de cuatro veces.
Todos habían muerto el 31 de octubre de 1891.
A su espalda, la pequeña campana del dochemur comenzó a repicar. Meredith se volvió en redondo y descubrió las luces encendidas en el interior de la iglesia, y entonces miró hacia arriba y vio que el cielo estaba salpicado de estrellas. También le llegaron las voces, un murmullo bajo, casi un ronroneo. Oyó que se abría entonces la puerta de la parroquia, y que las voces aumentaban de volumen hasta que se cerró de nuevo.
Volvió sobre sus pasos hasta el soportal. Las mesas, de caballete, estaban ahora en pleno uso. Una estaba cubierta de flores, ramos envueltos en papel de celofán, plantas en tiestos de terracota. Una tela gruesa, de fieltro rojo, con un gran libro de condolencias encima, cubría la segunda mesa.
Meredith no se resistió a la tentación de echar un vistazo. Bajo la fecha correspondiente al día aparecía el nombre de una persona y sus fechas de nacimiento y de defunción: SEYMOUR FREDERICK LAWRENCE: 15 DE SEPTIEMBRE DE 1938-24 DE SEPTIEMBRE DE 2007.
Entendió entonces que el funeral estaba a punto de comenzar, aun cuando era relativamente tarde. Como no deseaba que los dolientes pudieran encontrarla allí, avivó el paso para regresar a la plaza Deux Rennes. Había más bullicio en el lugar en esos momentos. Apiñadas por la plaza, tranquilas, pero no del todo calladas, se habían congregado personas de todas las edades. Hombres con chaqueta cruzada, mujeres vestidas en tonos pastel, niños y niñas vestidos de gala. Su madre de adopción habría dicho que iban todos endomingados.
De pie ante la pizzería, pero sin querer dar la impresión de que era una fisgona, Meredith contempló a los asistentes al funeral, que en esos momentos desaparecieron durante unos minutos por el presbiterio junto a la iglesia, para salir después y acudir a la entrada a firmar en el libro de condolencias. Parecía como si todo el pueblo hubiera querido asistir al funeral.
—¿Sabe usted qué es lo que está pasando ahí? —preguntó a la camarera.
—Funérailles, madame. Un bien-aimé.
Una mujer delgada, de cabello corto, oscuro, estaba apoyada contra la pared. Permanecía perfectamente quieta, pero movía continuamente los ojos. Cuando levantó la mano para encender un cigarrillo, se le bajaron las mangas de la camisa y Meredith se fijó en que tenía unas cicatrices gruesas, rojas, en ambas muñecas.
Como si se diera cuenta de que alguien la estaba mirando, la mujer volvió la cabeza para mirarla.
—Un bien-aimé? —inquirió Meredith, tratando de decir algo oportuno.
—Una persona popular en el pueblo. Muy respetada —respondió la mujer en inglés.
Naturalmente. Era obvio.
—Gracias. —Meredith sonrió azorada—. Lo he dicho sin pensar.
La mujer siguió mirándola unos instantes más y luego volvió la cabeza hacia otro lado.
Comenzó a repicar la campana con más insistencia, con un sonido agudo, un tanto aflautado. La multitud retrocedió para dejar paso a los cuatro hombres que salieron del presbiterio transportando un féretro cerrado. Tras ellos, un joven de luto, de veintimuchos años tal vez, con el cabello castaño. Estaba muy pálido e iba con el mentón rígido, como si realmente le costara trabajo mantener la compostura.
A su lado caminaba un hombre bastante mayor, también de luto. A Meredith se le abrieron los ojos. Era el conductor del Peugeot azul, que en cambio parecía tener un completo control de sus emociones. Sintió un aguijonazo de culpabilidad ante la reacción que había tenido antes.
No era de extrañar que se mostrara tan brusco.
Meredith observó cómo realizaba el féretro el corto trayecto del presbiterio a la iglesia. Los turistas del café de enfrente se pusieron en pie cuando los asistentes al entierro fueron pasando por delante. Los estudiantes dejaron de conversar y permanecieron en silencio, con las manos unidas ante sí, mientras la lenta procesión desaparecía por el soportal.
La puerta de la iglesia se cerró con un ruido seco. Dejó de repicar la campana, propagando tan sólo un eco en el aire del atardecer. En un visto y no visto, en la plaza todo volvió a la normalidad. El ruido de las patas de las sillas al arañar el suelo, el entrechocar de los vasos, las servilletas que caían al suelo, los cigarrillos encendidos.
Meredith se fijó en un coche que atravesaba la calle principal en dirección al sur. Luego pasaron unos cuantos más. Con alivio, dedujo que la carretera ya estaba abierta. Tenía ganas de llegar al hotel.
Se alejó de la franja que cubría la tejavana del edificio y, por último, echó un detenido vistazo a toda la panorámica de la plaza, en vez de fijarse en los detalles. La fotografía del joven soldado, de su antepasado, se había tomado allí. Allí mismo, delante de ella, el lugar exacto y enmarcado entre los edificios que conducían al Pont Vieux, entre una hilera de plátanos y la ladera boscosa, que se veía parcialmente a través de una oquedad entre dos casas.
Meredith buscó en el bolso, sacó el sobre y sostuvo la fotografía en alto.
Coincidía con toda exactitud.
Los rótulos del café y de la pensión en el lado este de la plaza eran nuevos, claro está; por lo demás, la vista era la misma. Era allí mismo donde, en 1914, un joven había posado en pie y había sonreído ante la cámara antes de marchar al frente. Su tatarabuelo, no le cabía la menor duda.
Con renovado entusiasmo ante la tarea que se había propuesto, Meredith volvió a buen paso hasta su coche. Ni siquiera llevaba en el pueblo una hora y ya había encontrado algo. Algo bien tangible, algo muy concreto.