Capítulo 25

Tras despedirse de su hermano y de su tía, Léonie siguió a Marieta por la escalera hasta la primera planta, donde enfilaron por un pasillo que recorría la casa de parte a parte. La criada hizo una pausa para indicarle dónde estaba el retrete y, al lado, un espacioso cuarto de baño, en el centro del cual había una enorme bañera de cobre, antes de continuar hacia su dormitorio.

—La habitación amarilla, madomaisela —dijo Marieta, y se hizo a un lado para permitir que entrase Léonie—. Hay agua caliente en la jofaina. ¿Necesita usted alguna cosa más?

—No, está todo de maravilla, gracias.

La criada hizo una reverencia y se retiró.

Léonie, complacida, miró en derredor la habitación que iba a ser la suya por espacio de las siguientes cuatro semanas. Era un dormitorio perfectamente amueblado y decorado, bello a la par que confortable, con vistas a las extensiones de césped más al sur de la propiedad. La ventana estaba abierta, y desde abajo le llegó el tintineo de la loza y la porcelana, ya que las criadas estaban recogiendo la mesa.

Las paredes estaban cubiertas por un delicado papel pintado con flores púrpuras y rosas, a juego con las cortinas y la colcha, todo lo cual daba una gran impresión de luminosidad, a pesar de la caoba oscura de los muebles. La cama —de largo, la más grande que había visto Léonie en su vida— parecía una falúa egipcia en el Nilo, en medio de la habitación, con un ornamentado cabezal y una moldura, a los pies, de caoba resplandeciente. Al fondo había un amplio armario con unas patas que parecían zarpas y, junto a la cama, una mesilla que tenía una vela en una palmatoria, un vaso y una jarra de agua cubierta con una servilleta de lino para impedir que pudieran caer dentro las moscas. Su costurero también estaba allí, junto con el bloc de papeles de acuarela y el estuche de sus útiles de pintura. El caballete de viaje lo habían dejado apoyado contra el lateral del armario.

Léonie atravesó la habitación camino del armario. Las puertas estaban talladas en el mismo estilo complicado, de reminiscencias egipcias, y tenía dos grandes espejos en los que se reflejaba la totalidad de la habitación que había quedado a su espalda. Todo había sido debidamente desempacado. Abrió la puerta de la derecha, con lo que temblaron las perchas en la barra, para ver sus enaguas, vestidos de tarde, trajes de noche y chaquetas, perfectamente colocados en hileras sucesivas.

En la amplísima cómoda, al otro lado del armario, encontró en los cajones su ropa interior y sus prendas menores, camisolas, corsés, blusas, medias, todas ellas perfectamente dobladas en los profundos cajones, que olían a lavanda recién cortada.

La chimenea se encontraba frente a la puerta, y encima de ella había un espejo con marco de caoba. En el centro del encastre de mármol destacaba un reloj de porcelana de Sevres, muy parecido al que había en la repisa del salón de su casa.

Léonie se quitó el vestido, las medias de algodón, la combinación y el corsé, dejando las prendas sobre el sillón. Con la camisola y la ropa interior, vertió el agua aún humeante de la jarra en la jofaina. Se lavó la cara y las manos, y también las axilas y los senos. Cuando hubo terminado, tomó la bata de cachemir del gancho de recio latón que había detrás de la puerta y se sentó ante la mesa del tocador, delante del alto ventanal central de los tres que tenía la habitación.

Horquilla a horquilla fue liberando su cabello cobrizo e ingobernable, soltándoselo hasta que cayó a la altura de su cintura esbelta, y entonces inclinó el espejo hacia sí para comenzar a cepillárselo con pasadas largas, lentas, hasta tenerlo desenmarañado del todo, como una brazada de seda salvaje que le cayera por la espalda.

Por el rabillo del ojo vio que algo se movía en los jardines, algo que le llamó la atención.

—Anatole —murmuró, pensando que acaso su hermano hubiera decidido hacer caso omiso de la petición de Isolde y que al final no se había contentado con quedarse en la casa.

Y esperó que así fuera.

Alejando de su ánimo todo sentimiento indigno, Léonie colocó el cepillo del pelo sobre la mesa del tocador y se dio la vuelta para situarse ante el ventanal del centro. Los últimos vestigios del día prácticamente se habían despedido ya del cielo. A medida que sus ojos se acostumbraban a la media luz del crepúsculo, se fijó en otro movimiento, esta vez en la linde más lejana de la extensión de césped, muy cerca del alto seto que lo cerraba, más allá del estanque ornamental.

Vio entonces con toda claridad una figura. No llevaba la cabeza cubierta y caminaba con gestos furtivos, dándose la vuelta cada pocos pasos para mirar atrás, como si creyera que lo estaban siguiendo.

¿Un simple espejismo, producto de la luz?

La figura desapareció en las sombras. Léonie se imaginó que oía la campana de una iglesia repicar a lo lejos, en el valle, una única nota, una nota de tristeza, pero cuando aguzó el oído, sólo distinguió los sonidos habituales en el campo al atardecer. El susurro del viento en los árboles, los coros de las aves que trinaban en las copas más frondosas. Luego, el sobrecogedor ulular de un búho que se disponía a cazar en cuanto se hiciera de noche.

Al darse cuenta de que tenía los brazos en carne de gallina, Léonie finalmente cerró la ventana y se retiró. Tras dudar unos momentos, también corrió las cortinas. La figura sin duda tenía que haber sido uno de los hortelanos deseoso de ir a beber algo, o bien un chiquillo osado que se hubiera atrevido a cruzar la propiedad por un atajo prohibido, si bien le pareció encontrar algo desagradable e incluso amenazador en aquella visión. La verdad es que le inquietó haberlo presenciado. Sintió malestar por lo que había visto.

El silencio reinante en la habitación de pronto lo perturbó el ruido seco de unos nudillos que llamaban a la puerta.

—¿Quién es? —exclamó.

—Soy yo —dijo Anatole—. ¿Estás presentable? ¿Puedo entrar?

—Espera, ya voy.

Léonie se ató el lazo de la bata y se alisó el cabello apartándoselo de la cara, sorprendida al ver que le temblaban las manos.

—¿Qué sucede? —le preguntó él cuando le abrió la puerta—. Te noto preocupada.

—Estoy bien —contestó cortantemente.

—¿Estás segura, pequeña? Estás blanca como el papel.

—¿No estarías tú paseando por el césped? —le preguntó de pronto—. Hace unos diez minutos, e incluso menos.

Anatole negó con un gesto.

—Me quedé en la terraza unos minutos después de que tú te retirases, pero sólo el tiempo que me llevó fumar un cigarrillo. ¿Por qué lo dices?

—Es que… —empezó a decir Léonie, pero se paró a pensarlo mejor—. Parecía un hombre bastante alto… En fin, no te preocupes, no tiene importancia.

Él dejó caer las prendas de vestir de ella al suelo y se apoderó del sillón.

—Probablemente haya sido uno los mozos de cuadra —dijo, y cogió un cigarrillo de su pitillera y una caja de cerillas Vestas del bolsillo para colocarlas sobre la mesa.

—No, no fumes aquí —le suplicó Léonie—. Tu tabaco es nocivo.

Él se encogió de hombros e introdujo la mano en el otro bolsillo para sacar un pequeño librito de color azul.

—Te he traído algo para pasar el tiempo si te aburres.

Fue caminando a la otra punta de la habitación, le dio la monografía y volvió a sentarse en el sillón.

—Aquí está —dijo él—. Diables et esprits maléfiques et phantómes de la Montagne.

Léonie no le estaba escuchando. Volvió a mirar velozmente hacia la ventana. Se preguntaba si aquello que había visto poco antes seguiría estando allí.

—¿De veras que te encuentras bien? Te noto sumamente pálida.

La voz de Anatole la sacó de su distracción. Léonie miró el delgado volumen que tenía en la mano, como si se preguntase de dónde había podido salir.

—Sí, estoy bien —le espetó para superar el azoramiento que la embargaba—. ¿Y qué clase de libro es éste?

—No tengo ni idea. Tiene una pinta terrible, pero es que parece de los que a ti más te gustan, ¿o no? Lo encontré en la biblioteca, donde estaba criando polvo. Por lo visto, el autor es una de las personas que Isolde tiene intención de invitar a la cena del sábado por la noche, un tal monsieur Audric Baillard. Contiene algunos pasajes sobre el Domaine de la Cade. Por lo que me ha parecido entender, hay toda clase de cuentos sobre diablos, espíritus malignos y fantasmas asociados con esta región, y en particular con esta finca. Y que se remontan al menos a las guerras de religión del siglo XVII. —La miró sonriendo.

Léonie entornó los ojos con evidente suspicacia.

—¿Y qué te ha llevado a tener conmigo este acto de generosidad?

—¿Acaso no puede un hermano, por pura bondad de corazón, tener algún gesto de amabilidad ocasional con su hermana?

—Determinados hermanos sí, desde luego.

El levantó las manos en señal de rendición.

—Muy bien, como quieras. Pensé que el libro te serviría para no hacer ninguna travesura.

Anatole se agachó cuando Léonie le lanzó un cojín.

—Fallaste —rió—. Ha sido un pésimo lanzamiento. —Recogió la pitillera y las cerillas de la mesa, se puso en pie de un salto y en un visto y no visto se había plantado en dos zancadas en la puerta—. Ya me dirás qué tal te entiendes con monsieur Baillard. Yo creo que deberíamos aceptar la invitación de Isolde para tomar más tarde una copa en el salón, ¿no crees?

—¿No te parece extraño que esta noche no haya cena?

Él enarcó las cejas.

—¿Acaso tienes apetito?

—No, la verdad es que no, pero de todos modos…

Anatole se llevó el dedo a los labios.

—Pues entonces no digas nada. —Abrió la puerta—. Y disfruta con el libro, pequeña. Cuento con que más adelante me hagas un buen resumen.

Y se marchó.

Léonie escuchó su silbido melodioso y el paso firme de sus botas alejarse cada vez más, por el pasillo, camino de su propia habitación.

Entonces le llegó el ruido de otra puerta al cerrarse. Se hizo la paz en la casa.

Léonie recogió el cojín de donde había caído y se tumbó en la cama. Recogió las rodillas, se hizo un ovillo y abrió el libro.

El reloj de la repisa dio la media.