—Supongo que existe otra forma de llegar a la casa, naturalmente… —preguntó Anatole.
—Sí, sénher —replicó Marieta—. La entrada principal se encuentra por el norte de la finca. El antiguo dueño hizo construir una avenida desde la carretera de Sougraigne. Pero si se toma esa ruta desde Rennes-les-Bains se tarda algo más de una hora de subida, y luego hay que bajar por la ladera. Es mucho más largo que si se sigue el viejo camino del bosque.
—¿Y tu señora te ha dado instrucciones para que nos trajeras por este camino, Marieta?
La muchacha se puso colorada.
—No dijo que no les trajera por el bosque —respondió a la defensiva.
Permanecieron pacientemente a la espera mientras Marieta localizaba en el bolsillo de su delantal una enorme llave de hierro. Se oyó un ruido sordo cuando la introdujo en el cerrojo y rechinó la puerta cuando la criada empujó con fuerza la hoja de la derecha. Una vez que la atravesaron, la cerró a conciencia. Le costó trabajo, tuvo que empujar con fuerza antes de que encajase del todo.
Léonie tenía mariposas en el estómago, una curiosa mezcla de nerviosismo y de excitación ante la aventura. Se sentía como la heroína de su propia historia al seguir a Anatole por el estrecho y largo sendero verde, al parecer muy pocas veces empleado. Al cabo descubrieron un alto seto que formaba un arco. En vez de pasar por él, Marieta siguió derecha hasta que salieron a una amplia avenida de gravilla. Estaba bien cuidada, sin asomo de musgo ni de hierbas silvestres, flanqueada por castaños con copas repletas de frutos todavía envueltos en sus erizos.
Por fin, Léonie atisbo la casa.
—Oh —se dijo con admiración.
La casa era espléndida. Imponente y, sin embargo, bien proporcionada, se encontraba perfectamente situada, de modo que aprovechase lo mejor del sol naciente y se beneficiara al máximo del paisaje abierto hacia el sur y el oeste que le proporcionaba su óptima situación de cara al valle. Tenía tres plantas, un tejado en suave pendiente e hileras de ventanas con las persianas cerradas, encastradas en unos muros enjalbegados con elegancia. Cada una de las ventanas de la primera planta daba a una balconada corrida, de piedra, con balaustradas de hierro curvadas en las esquinas. Todo el edificio estaba cubierto por una hiedra flamígera, entre verde y roja, que resplandecía como si a las hojas les hubieran sacado brillo una a una.
A medida que se fueron acercando, Léonie vio que una balaustrada de piedra gris recorría toda la cornisa de la última planta de la casa y que tras ella eran visibles ocho ventanas redondas como ojos de buey, las ventanas del desván. Tal vez su madre se había asomado alguna vez desde alguno de aquellos ventanucos.
Una amplia y envolvente escalinata semicircular, de piedra, ascendía hasta una doble puerta de entrada, una puerta de madera maciza, pintada de negro por completo, con aldaba y moldura de bronce. Se resguardaba bajo un pórtico en arcada, flanqueado por dos tiestos de gran tamaño en los que crecían unos cerezos ornamentales.
Léonie subió la escalinata siguiendo a la criada y a Anatole hasta un elegante vestíbulo de entrada. El suelo era ajedrezado, de baldosas rojas y negras, y las paredes estaban cubiertas por un delicado papel pintado, de color crema, decorado con flores verdes y amarillas, que daba una grata impresión de luz y de espacio. En el centro había una mesa de caoba y un ampuloso cuenco de cristal lleno de rosas blancas, que, junto a la madera, muy pulida, contribuían a proporcionar un ambiente de intimidad, de calor de hogar. En las paredes colgaban retratos de señores bigotudos con uniformes de militar y de mujeres con faldas abullonadas y miriñaques, además de una selección de paisajes neblinosos y de clásicas escenas pastoriles.
Había una gran escalinata, reparó Léonie, y a la izquierda un piano de media cola, con una ligera capa de polvo sobre la tapa cerrada.
—Madama les recibirá en la terraza de la tarde —dijo Marieta.
Los acompañó por unas puertas con vidrieras, pasando las cuales salieron a una terraza con vistas al sur, a la sombra de un emparrado y unos arbustos de madreselva. Ocupaba toda la anchura de la casa y estaba situada de tal manera que se dominaban desde allí los jardines, los cuadrados de césped, los macizos de flores. Una avenida lejana, jalonada por castaños de Indias y por árboles de hoja perenne, delimitaba el extremo más lejano; un mirador acristalado y de madera pintada de blanco centelleaba a la luz del sol. Más allá se columbraba la lisa superficie de un estanque ornamental, tal vez un lago.
—Por aquí. Madomaiséla, sénher, síganme si son tan amables.
Marieta los condujo a la esquina más alejada de la terraza, una zona en sombra gracias a un generoso toldo a franjas blancas y amarillas. Había una mesa puesta para tres. Mantel de hilo, blanco, y vajilla de porcelana blanca, cucharas de plata y un centro de flores del prado, violetas de Parma, geranios rosas y blancos y lirios amarillos del Pirineo.
—Iré a decir a la señora que ya han llegado ustedes —dijo la criada, y desapareció de nuevo en las sombras de la casa.
Léonie se apoyó de espaldas contra la balaustrada de piedra. Tenía las mejillas arreboladas. Se desabrochó los guantes y se desató el sombrero, utilizándolo a modo de abanico.
—Nos ha hecho dar una vuelta completa —dijo.
—Perdona, ¿cómo dices?
Léonie señaló el alto seto que se alcanzaba a ver al fondo de los sucesivos cuadrados de césped.
—Si hubiésemos entrado por el arco que vimos en el seto, podríamos haber atravesado los jardines. Pero la criada nos ha hecho dar un rodeo para que entrásemos por la puerta principal.
Anatole se quitó el sombrero de paja y los guantes y los colocó sobre la balaustrada.
—Bueno, es un edificio espléndido y la vista ha sido excelente.
—Sin coche y sin ama de llaves siquiera que saliera a recibirnos —siguió diciendo Léonie—. Reconocerás que, como poco, es de lo más peculiar.
—Los jardines son una maravilla. Son exquisitos.
—Sí, pero por la parte de atrás toda la finca está muy descuidada. Abandonada, diría yo. El invernadero, los macizos de flores llenos de malas hierbas, los…
Él se echó a reír.
—Abandonada… ¡Léonie, eres una exagerada! Reconozco que la finca se encuentra en un estado más semejante a lo que la propia naturaleza determina, pero al margen de eso…
A ella le brillaron los ojos.
—Está completamente dejada —defendió ella—. No me extraña que los lugareños tengan ciertas suspicacias con respecto al Domaine.
—¿De qué estás hablando?
—Aquel individuo impertinente de la estación de ferrocarril, monsieur Denarnaud… ¿No viste qué cara puso cuando le dijiste adonde veníamos? En cuanto al pobre doctor Gabignaud… ¿O es que no te acuerdas del modo en que le reprendió el repelente maître Fromilhague, el modo en que le impidió decir lo que deseaba contarnos? Todo es de lo más misterioso.
—No, no lo es —dijo Anatole con forzada exasperación—. ¿O es que te crees que hemos tropezado accidentalmente con uno de esos cuentos espeluznantes de Poe, que tanto te gustan? —Adoptó una mueca grotesca—. «¡La encerramos viva en la tumba! —citó con voz intencionadamente temblorosa—. ¡Te digo que está del otro lado de la puerta!». Yo podría muy bien ser Roderick si tú te empeñas en ser Madeleine.
—Y el cerrojo estaba oxidado —dijo ella con firmeza—. Por esa puerta hace bastante tiempo que no pasa nadie. Te lo digo en serio, Anatole: todo esto es de lo más peculiar.
Detrás de ambos surgió una voz femenina, suave y clara y pausada.
—Lamento saber que así te lo parece, pero pese a todo eres sumamente bienvenida, igual que tu hermano.
Léonie oyó que Anatole contenía de pronto la respiración.
Mortificada al saber que la había escuchado sin que se diera cuenta, se dio la vuelta en redondo, con la cara roja como la grana. La mujer que se encontraba en el umbral de la puerta encajaba a la perfección con la voz que tenía. Elegante, reposada, era alta y esbelta. Sus rasgos denotaban inteligencia y eran perfectamente proporcionados, además de tener una tez deslumbrante. Llevaba el cabello, espeso y rubio, sujeto en lo alto de la cabeza, sin un solo mechón fuera de lugar. Lo más pasmoso de todo eran sus ojos, de un gris claro, del color de la piedra lunar.
Léonie se llevó sin querer la mano a sus rizos ingobernables, caprichosos en comparación con el cabello de ella.
—Tía, yo no…
Miró casi con desdén sus polvorientas ropas de viajera. Su tía estaba inmaculada. Llevaba una blusa de color crema, de cuello alto, de corte moderno, con las mangas abullonadas, a juego con una falda lisa por delante y fruncida en la cintura, con gran abundancia de pliegues por detrás.
Isolde había dado un paso al frente.
—Tú debes de ser Léonie —le dijo, y le tendió una mano de dedos largos, finos—. Y… ¿Anatole?
Con media reverencia, Anatole tomó la mano de Isolde y se la llevó a los labios.
—Tía —dijo él con una sonrisa, mirándola con los ojos levemente entornados, entre las pestañas oscuras—, es un gran placer.
—El placer es mío. Ah, por favor: llamadme Isolde. Eso de tía resulta excesivamente formal y me hace sentir mayor de lo que soy.
—La criada nos ha traído por la puerta de atrás —dijo Anatole—. Debe de ser eso, además del calor, lo que ha trastornado un poco a mi hermana. —Miró despacio la casa y los terrenos, abarcándolos con un gesto que hizo con el brazo extendido—. Pero si ésta es nuestra recompensa, te aseguro que las tribulaciones de nuestro viaje son ya poco más que un vago recuerdo.
Isolde inclinó la cabeza para agradecer el cumplido y se volvió entonces a Léonie.
—Le pedí a Marieta que os explicase la desafortunada situación en que nos hemos encontrado con el coche, pero es una muchacha que se aturulla con facilidad —dijo a la ligera—. Lamento que tu primera impresión no haya sido la más favorable. En fin, no importa. Ahora ya estás aquí.
Léonie por fin se encontró en condiciones de hablar.
—Isolde, perdóname la descortesía. Ha sido inexcusable, lo sé.
Isolde sonrió.
—No hay nada que perdonar, descuida. Ahora, por favor, tomad asiento. Antes que nada, un té… a la inglesa. Después, Marieta os mostrará vuestras habitaciones.
Tomaron asiento de inmediato. Acto seguido una criada llevó a la mesa una tetera de plata y una jarra de limonada bien fresca, acompañados de platillos de dulces muy sabrosos.
Isolde se inclinó a servir el té, una bebida suave, clara, que olía a sándalo y a Oriente.
—Qué aroma tan maravilloso —dijo Anatole aspirando—. ¿Qué es?
—Es mi mezcla personal de Lapsang souchong y verbena. Me resulta mucho más refrescante que esos pesados tés de Inglaterra y de Alemania, últimamente tan populares.
Isolde ofreció a Léonie un platillo de porcelana lleno de largas rodajas de limón de un amarillo intenso.
—La carta de tu madre para indicar que aceptabas mi invitación, o que ella lo hacía en tu nombre, me pareció encantadora. De veras espero que tengamos pronto la oportunidad de verla también a ella. ¿No podría tal vez venir de visita en primavera?
Léonie pensó en lo mucho que le desagradaba a su madre el Domaine, y pensó que nunca lo había considerado su hogar, aunque se acordó de las normas de cortesía más elemental y mintió a las mil maravillas.
—A mi madre le encantaría venir. A comienzos del año pasado tuvo una temporada en la que no estuvo bien de salud, seguramente debido a las inclemencias del tiempo. De lo contrario, le hubiera gustado mucho venir a presentar sus respetos al tío Jules.
Isolde asintió, y se volvió hacia Anatole.
—He leído en los periódicos que en París la temperatura bajó de cero grados. ¿Es cierto?
A Anatole le brillaban los ojos intensamente.
—Fue como si el mundo entero se hubiera convertido en hielo. Incluso el Sena quedó congelado, y morían tantos mendigos de noche en las calles que las autoridades tuvieron que abrir refugios en los gimnasios, en las galerías de tiro, en los baños públicos; incluso organizaron un albergue público en el Palais des Arts Libéraux, en el Campo de Marte, a la sombra de la espléndida torre de monsieur Eiffel.
—¿También en los salones de esgrima?
Anatole pareció desconcertado.
—¿Salones de esgrima?
—Disculpa —dijo Isolde—, lo decía por la cicatriz que tienes encima de la ceja. He pensado que tal vez seas espadachín.
Léonie acudió en su auxilio.
—Anatole fue objeto de una agresión hace cuatro noches, en el transcurso de las revueltas nocturnas que hubo en el palacio Garnier.
—Léonie, por favor… —protestó él.
—¿Resultaste herido? —dijo Isolde rápidamente.
—No, sólo algunos cortes, algunas magulladuras, nada serio —dijo, y lanzó una feroz mirada a Léonie.
—¿Aquí no ha llegado noticia de la revuelta en la Ópera? —preguntó Léonie—. Los periódicos de París no hablaron de otra cosa que de las detenciones de los abonnés.
Isolde mantuvo la mirada clavada en Anatole.
—¿Te robaron? —le preguntó.
—Mi reloj… El reloj de mi padre me fue arrebatado en medio de la confusión. Pero les impidieron quitarme nada más.
—Entonces, ¿un robo callejero? —repitió Isolde como si quisiera convencerse de que tales cosas eran posibles.
—Eso es. Nada más. Fue cosa de mala suerte.
Por un instante se apoderó de la mesa un silencio incómodo. Recordando sus obligaciones, Isolde se volvió a Léonie.
—Tu madre pasó algún tiempo aquí, en el Domaine de la Cade, cuando era niña. ¿No es cierto?
Léonie asintió.
—Tuvo que haberse sentido muy sola al crecer aquí, de niña, sin la compañía de otros niños —insinuó Isolde.
Léonie sonrió aliviada al ver que no tenía que fingir que sentía el menor aprecio por el Domaine de la Cade, tal como su madre tampoco lo sentía, y habló sin pensar lo que iba a decir.
—¿Tienes intención de residir aquí o piensas en cambio regresar a Toulouse?
Isolde no disimuló la confusión, que de hecho enturbió sus ojos grises.
—¿Toulouse? Me temo que no…
—Léonie —dijo Anatole bruscamente.
Ella se puso colorada, pero miró a su hermano a los ojos.
—Disculpa, pero tenía la impresión, por algo que dijo mamá, de que tía Isolde era de Toulouse.
—De veras, Anatole, no me incomoda en absoluto —dijo Isolde—. Lo cierto es que yo me crié en París.
Léonie se acercó un poco más, sin hacer el menor caso de su hermano. Le intrigaba, deseaba saber cómo se habían conocido su tía y su tío. Por lo poco que sabía de su tío Jules, aquél parecía un matrimonio de lo más improbable.
—Estaba preguntándome… —empezó a decir, pero Anatole se entrometió y así se perdió la oportunidad.
—¿Tienes mucho contacto con Rennes-les-Bains?
Isolde negó con un gesto.
—A mi difunto esposo no le interesaba recibir en la casa a nadie, y desde que falleció, siento decirlo, yo también he descuidado mis responsabilidades como anfitriona.
—Estoy seguro de que la gente del pueblo comprenderá tu situación —dijo Anatole.
—Muchos de nuestros vecinos fueron muy amables durante las últimas semanas de vida de mi esposo. Su salud ya estaba deteriorada desde tiempo atrás. Después de su muerte hubo muchas cosas de las que fue preciso ocuparse sin tardanza, asuntos pendientes fuera del Dómaine de la Cade, y estuve aquí seguramente menos de lo que debiera haber estado. De todos modos… —Calló, e introdujo a Léonie en la conversación con otra de sus sonrisas sosegadas, llenas de aplomo—. Si es de tu gusto, había pensado, con motivo de tu visita, celebrar una cena con dos o tres invitados este próximo sábado. ¿Te apetecería? No será una gran fiesta, por descontado, pero sí una oportunidad para presentártelos…
—Sería espléndido —dijo Léonie al punto, y olvidó todo aquello sobre lo que había querido interrogar a su tía.
La tarde transcurrió de forma placentera. Isolde era una anfitriona excelente, atenta, esmerada, encantadora, y Léonie disfrutó de lo lindo. Rebanadas de pan de corteza gruesa untadas con queso de cabra, con ajo picado y espolvoreado por encima; finas tostadas con pasta de anchoas y pimienta negra, una fuente de jamón bien curado en la montaña, con medias lunas de higos maduros. Una tarta de ruibarbo, la masa azucarada, dorada, junto a un cuenco de porcelana azul lleno hasta los bordes de compota de mora y cerezas, y una jarra de crema con una cuchara de mango alargado en el platillo.
—¿Y esto? ¿Qué es? —preguntó Léonie, señalando un plato de bombones de color púrpura recubiertos de algo blanquecino—. Tienen una pinta suculenta.
—Perlas de los Pirineos, es decir, semillas de hierba luisa cristalizadas en azúcar. Creo que te han encantado, Anatole. Estas… —Isolde señaló otro plato— son bombas de crema con chocolate, hechas en casa. La cocinera de Jules es de veras excelente. Lleva casi cuarenta años al servicio de la familia.
Se le notó cierta melancolía en la forma de decirlo, algo que a Léonie le llevó a preguntarse si tal vez Isolde se sentía, igual que le sucediera tiempo atrás a su madre, como una especie de invitada que no es del todo bien recibida en el Domaine de la Cade, en vez de sentirse plenamente la señora de la casa.
—Tú trabajas en los periódicos, ¿no es cierto? —preguntó Isolde a Anatole.
Anatole negó con un gesto.
—No, hace ya algún tiempo que no. La vida de periodista no es para mí: las disputas domésticas, el conflicto en Argelia, la última elección de un miembro en la Academia de Bellas Artes… Me resultaba en el fondo descorazonador tener que pararme a considerar cuestiones que no me interesaban ni lo más mínimo, así que renuncié al puesto. Ahora, aunque de vez en cuando hago alguna reseña para La Revue Blanche y La Revue Contemporaine, tengo mis propios intereses económicos en un entorno menos comercial.
—Anatole forma parte del comité de edición de una revista para coleccionistas y bibliófilos, amantes de los buenos libros y las ediciones antiguas —dijo Léonie.
Isolde sonrió y concentró su atención en Léonie.
—Debo insistir en que estoy encantada de que pudieras aceptar mi invitación. Me daba miedo que un mes en el campo se te antojara demasiado aburrido al lado de todas las emociones de París.
—También en París es fácil aburrirse —replicó Léonie con todo su encanto—. Muy a menudo me veo obligada a pasar el tiempo en tediosas soirées, escuchando a viudas y solteronas que sólo saben quejarse y afirmar que las cosas estaban mucho mejor en tiempos del emperador. ¡Me gusta mucho más leer!
—Léonie es una lectora asidua —sonrió Anatole—. Siempre que puede, tiene la nariz metida en un libro. Aunque las cosas que le gusta leer suelen ser, no sé cómo decirlo, bueno, suelen ser un tanto sensacionalistas. No son lecturas de mi gusto. Relatos góticos, de terror, de fantasmas…
—Tenemos la suerte de contar con una espléndida biblioteca aquí. Mi difunto esposo era un historiador empedernido, y le interesaban otras cosas menos habituales… —Calló como si estuviera tratando de encontrar la palabra adecuada—. Le gustaba estudiar temas más selectos, como si dijéramos. —Volvió a titubear. Léonie la miró con interés, pero Isolde no dijo nada más acerca de esos «temas selectos»—. Hay muchas primeras ediciones y muchos libros raros —siguió diciendo— que estoy segura de que serán de gran interés para ti, Anatole, además de contar con una buena selección de las mejores novelas y de números atrasados de Le Petit Journal que quizá te atraigan, Léonie. Os ruego que consideréis la colección como si fuera vuestra.
Faltaba poco para las siete. A la sombra del alto castaño, el sol prácticamente había desaparecido de la terraza y las sombras se extendían por los rincones de césped más alejados. Isolde tocó una campanilla de plata que tenía a su lado, en la mesa.
Marieta apareció de inmediato.
—¿Ha traído Pascal el equipaje de los señores?
—Hace ya un rato, madama.
—Bien. Léonie, te he adjudicado la habitación amarilla. Anatole, tú te alojarás en la suite Anjou, en el frente de la casa. Da al norte, pero es pese a todo una habitación muy acogedora.
—No me cabe duda de que estaré muy cómodo —dijo él.
—Como hemos tomado el té con una buena merienda, he pensado que seguramente querríais retiraros pronto después de los rigores del viaje desde París, razón por la cual esta noche no he dispuesto una cena formal. Por favor, llamad al servicio si necesitáis cualquier cosa. Yo tengo por costumbre tomar en el salón una copa, y si acaso algo muy frugal, a las nueve en punto. Si os apetece sumaros, estaré encantada.
—Gracias.
—Sí, gracias —añadió Léonie.
Los tres se pusieron en pie.
—He pensado en dar un paseo por los jardines antes de que anochezca. Fumar un cigarrillo —dijo Anatole.
Léonie detectó cierta emoción que brillaba en los ojos todavía grises de Isolde.
—Si no es abusar por mi parte, yo te sugeriría que dejes la exploración del Domaine para mañana por la mañana. Anochecerá ya pronto. No me gustaría tener que mandar una partida en tu busca ya en la primera noche que pasas aquí.
Léonie vio que Anatole contenía la respiración, sin duda sorprendido. Por un instante, nadie dijo nada. Entonces, asombrada, vio que en vez de protestar por esta restricción impuesta a su libertad, Anatole prefirió sonreír como si se tratara de una broma entre los dos, y tomó la mano de Isolde y se la llevó a los labios. Perfectamente correcto, perfectamente cortés.
Y sin embargo…
—Por supuesto, tía. Como desees —dijo Anatole—. Estoy por entero a tu servicio.