PARÍS
Cientos de kilómetros más al norte, en París, reinaba la calma. Tras el bullicio de una agitada mañana de intensa actividad comercial, en el aire de la tarde flotaba el polvo y los olores de las frutas y verduras podridas. Los mozos de cuadra y los comerciantes del octavo arrondissement habían desaparecido. Las carretas de la leche, las carretillas y los mendigos habían seguido cada cual su camino, dejando a su paso los desperdicios, los restos de otro día apurado al máximo.
La vivienda de la familia Vernier, en la calle Berlin, se encontraba en silencio, bajo la luz azulada de la tarde ya avanzada. El mobiliario estaba envuelto en los blancos sudarios de las fundas para protegerlo del polvo. Las altas ventanas del salón, con vistas a la calle, estaban ya cerradas. Las cortinas, de cretona color rosa, corridas. El papel pintado que decoraba las paredes con un estampado de flores, que en su día fue de buena calidad, parecía desvaído allí donde el paso diario del sol había ido desgastando los colores. Las partículas de polvo permanecían en suspensión sobre las pocas superficies de los muebles que estaban sin proteger.
Sobre la mesa, unas rosas olvidadas en un jarrón de cristal agachaban la cabeza, apenas ya sin aroma. Se percibía otro olor apenas discernible, un olor agrio que no correspondía a la estancia. Un deje que parecía proceder de un souk, un aroma a tabaco turco, y otro olor aún más infrecuente tierra adentro, el olor del mar, pues ambos impregnaban la vestimenta gris del hombre que se encontraba de pie, en silencio, entre los dos altos ventanales, frente a la chimenea, ocultando la esfera de porcelana de Sevres del reloj que descansaba en la repisa.
Era de complexión fuerte, poderosa incluso, de anchos hombros y una frente alta, con un cuerpo más de aventurero que de esteta. Las cejas, oscuras y bien recortadas, sobresalían sobre unos ojos azul intenso, con unas pupilas negras como el carbón.
Marguerite estaba sentada, muy erguida, en una de las múltiples sillas de caoba del comedor.
Su negligé, de color rosa y sujeto al cuello por una cinta de seda amarilla, le cubría del todo los hombros blancos, perfectos. La fina tela caía de una forma exquisita sobre el asiento mullido, tapizado de amarillo, y sobre los reposabrazos también entelados de la silla, como si posara para una naturaleza muerta. Sólo la alarma que se traslucía en sus ojos delataba una historia muy distinta.
Eso y el hecho de que tenía los brazos a la espalda, en tensión, atados con un hilo de bramante.
Otro hombre, con la cabeza rapada y cubierta de sarpullidos rojos y de pústulas, montaba guardia a espaldas de la silla, a la espera de las instrucciones que pudiera dar su señor.
—¿Y bien? ¿Dónde está? —dijo con una voz heladora.
Marguerite lo miró. Recordó el rubor de evidente atracción que se había adueñado de ella en presencia de aquel hombre, y sólo por eso lo aborreció. De todos los hombres a los que había conocido, sólo hubo otro, su marido, Leo Vernier, que poseyera el poder de suscitar en ella emociones tan agitadas de manera tan instantánea.
—Usted estaba en el restaurante —dijo ella—. Chez Voisin.
Él no hizo caso.
—¿Dónde está Vernier?
—No lo sé —volvió a decir Marguerite—. Le doy mi palabra. Sólo él sabe a qué hora viene y a qué hora se va, y por dónde anda. A veces desaparece durante varios días sin decir palabra.
—Su hijo sí, desde luego. Pero su hija no viene y va a su antojo, sin alguien que la acompañe. Y tiene horarios regulares. A pesar de lo cual está ausente.
—Está con unos amigos.
—¿Y Vernier se encuentra con ella?
—Yo…
El hombre paseó la fría mirada por los cobertores de los muebles y los armarios vacíos.
—¿Por cuánto tiempo estará desocupada la vivienda? —dijo.
—Unas cuatro semanas. Estoy esperando la llegada del general Du Pont —respondió ella, procurando que no se le quebrase la voz—. Llegará en cualquier momento a recogerme, y… —Sus palabras se perdieron en un alarido cuando el criado la agarró por el pelo y le dio un tirón—. ¡No!
La punta del cuchillo le oprimió, helada, la piel.
—Si se marchan ahora —dijo ella, procurando que no se le quebrase la voz—, no diré nada. Les doy mi palabra. Déjenme, váyanse.
El hombre le acarició la mejilla con el dorso de la mano enguantada.
—Marguerite, aquí no vendrá nadie. El piano del piso de abajo está en silencio. Los vecinos de arriba están en el campo hasta el fin de semana. En cuanto a su doncella y a su cocinera, las he visto marcharse. También ellas creen que se ha ido usted al campo con Du Pont.
En sus ojos destelló el miedo en cuanto ella cayó en la cuenta de lo bien informado que estaba.
Victor Constant arrimó una silla, tan cerca que Marguerite notó su aliento en el rostro. Bajo el bigote bien cuidado vio unos labios rojos, carnosos, en medio de un rostro muy blanco. Era el de un depredador, el de un lobo. Y tenía una imperfección. Detrás de la oreja izquierda, una pequeña hinchazón.
—Mi amigo…
—Nuestro estimado general ya se encuentra en posesión de una nota en la que se le comunica que pospone usted su encuentro hasta las ocho y media de esta noche. —Miró el reloj de la repisa—. Así pues, disponemos de más de cinco horas. Dése cuenta, no tenemos ninguna prisa. Y lo que deba descubrir su amigo cuando llegue es algo que depende por completo de usted. Puede encontrarla viva o muerta. A mí, la verdad, poco me importa.
—¡No!
La punta del cuchillo le presionaba ahora bajo el ojo.
—Mucho me temo, querida Marguerite, que en este mundo mal le irían las cosas sin su belleza.
Asomaron las lágrimas a sus generosas pestañas negras.
—¿Qué es lo que quiere de mí? ¿Dinero? ¿Es que Anatole le debe algún dinero? Puedo zanjar sus deudas si es preciso…
El hombre rió.
—Si las cosas fueran así de simples… Por otra parte, yo diría que su situación financiera es… digamos que es un tanto peligrosa. Y por generoso que sea su amante, y no pongo en duda que lo sea, no creo que el general Du Pont estuviera dispuesto a pagar nada para impedir que su hijo de usted sea juzgado por hallarse en bancarrota.
Con una levísima presión, hundió un poco más la punta del cuchillo contra su pálida piel, meneando la cabeza como si le diera lástima lo que se estaba viendo obligado a hacer.
—En cualquier caso, le aseguro que no se trata de dinero. Vernier está en posesión de algo que me pertenece a mí.
Marguerite oyó cómo había cambiado el tono que empleaba. Intentó debatirse. Trató de soltar los brazos de las ataduras, pero solo consiguió que éstas se tensaran aún más. El alambre le provocó un corte en la piel de ambas muñecas. Comenzaron a manar gotas de sangre que cayeron a la alfombra azul.
—Se lo suplico —exclamó, intentando que no se le quebrase la voz—, permítame hablar con él. Yo le convenceré de que le devuelva lo que haya podido tomar de forma indebida. Le doy mi palabra.
—Ah, pero es que ya es tarde para eso —dijo él con blandura, pasándole los dedos por la mejilla—. Me pregunto si llegó usted a dar a su hijo mi tarjeta de visita, querida Marguerite. —Terminó por apoyar su mano negra sobre su cuello y aumentó la presión. Marguerite notó que se ahogaba y se debatió pese a que toda la sujeción que la inmovilizaba parecía no ceder ni un milímetro, estirando el cuello a la desesperada, tratando de alejarlo de la fuerza con que él la agarraba. Su forma de mirarla, con un brillo de placer y conquista a partes iguales, la aterró tanto o más que la sofocante violencia con que le atenazaba el cuello.
Sin previo aviso, de pronto la soltó.
Cayó ella contra el respaldo de la silla respirando con dificultad. Tenía los ojos enrojecidos y el cuello magullado, con feas huellas violáceas.
—Empieza por la habitación de Vernier —indicó a su ayudante—. Busca su diario. —Dibujó una silueta con las manos—. De este tamaño.
El criado desapareció.
—Veamos —dijo entonces como si estuviera en medio de una conversación completamente normal—, ¿dónde está su hijo?
Marguerite lo miró a los ojos. Le latía el corazón con fuerza, temeroso, sobrecogido al pensar en el castigo que pudiera infligirle. Pero lo cierto es que ya había soportado malos tratos a manos de otros, y que había sobrevivido a ellos. Podía volver a superarlo.
—No lo sé —dijo ella.
Esta vez le asestó un golpe. Con dureza, con el puño cerrado, lo cual le produjo un intenso dolor en el cuello. Marguerite se quedó boquiabierta al notar que además se le abría la mejilla. Se le llenó la boca de sangre. Se le abrió la boca sin querer y escupió en su regazo. Se encogió al notar el tirón de la seda en el cuello y el tacto rasposo de sus guantes de cuero, que le deshacían el lazo amarillo. Respiraba más deprisa sin darse cuenta. Notaba todo su calor muy cerca de ella.
Con la otra mano, se dio cuenta entonces, recogía los pliegues del tejido por encima de sus rodillas, muy por encima.
—Por favor, no, se lo ruego —susurró.
—Ni siquiera son las tres —dijo él, recogiéndole un rizo detrás de la oreja con una parodia de falsa ternura—. Tenemos tiempo de sobra para que la convenza de que más le vale hablar. Y piense además en Léonie, Marguerite. Una muchacha tan bella. Un poco alocada, demasiado vehemente para mi gusto, pero seguro que yo sabría hacer una excepción con ella.
Le retiró la seda de los hombros.
Marguerite se infundió una gran calma, desapareció en sí misma, tal como se había visto obligada a hacer en tantas ocasiones. Vació del todo su mente, borró incluso la imagen del individuo que tenía delante. En ese momento, su emoción más intensa era la vergüenza que le producía el modo en que se le había desbocado el corazón cuando le abrió la puerta y le permitió entrar en la vivienda.
Sexo y violencia, la vieja alianza de siempre. La había visto en infinidad de ocasiones. En las barricadas de la Comuna, en las callejuelas oscuras, oculta bajo la fachada respetable de los salones de sociedad en los que más adelante se había movido como pez en el agua. Cuántos eran los hombres movidos por el odio, y no por el deseo. Marguerite había hecho buen uso de la combinación. Había sabido explotar su belleza, sus encantos, con tal de que su hija nunca tuviera que llevar una vida como la que a ella le había tocado en desgracia.
—¿Dónde está Vernier?
La desató y la arrastró de la silla al suelo.
—¿Dónde está Vernier?
—No lo…
Sujetándola, volvió a golpearla. Y otra vez.
—¿Dónde está su hijo? —dijo en tono imperioso.
Cuando a punto estaba de perder el conocimiento, el único pensamiento que tuvo Marguerite fue el de proteger a sus hijos. Cómo evitar traicionarlos ante ese individuo. Pero algo tenía que darle.
—En Ruán —mintió con los labios ensangrentados—. Han ido a Ruán.