Toda la fuerza del sol les dio de lleno en el momento en que abandonaron la sombra que proyectaba el edificio de la estación. Las nubes pardas de polvo y suciedad se les vinieron encima, agitadas por un viento arremolinado que parecía soplar de todas partes al mismo tiempo. A Léonie se le encasquilló el cierre del parasol nuevo, regalo de Anatole.
Mientras él daba las oportunas indicaciones al mozo con respecto al equipaje, ella se dedicó a absorber el entorno que la circundaba. Nunca había viajado tan al sur. De hecho, sus únicas escapadas fuera de los límites de París la habían llevado tan solo a Chartres o, en las excursiones de la infancia, de picnic a las orillas del Marne. Aquélla era en cambio una Francia muy distinta. Léonie reconoció algunos indicadores de carretera, carteles que anunciaban marcas de aperitivos o cera para las tarimas o linimento para la tos, pero no era un mundo conocido.
La explanada desembocaba directamente en una calle estrecha, no muy larga, bulliciosa, a la sombra de unos tilos. Mujeres morenas, de rostro curtido por el sol; carreteros, peones de ferrocarril y niños desaseados, con las piernas desnudas y los pies sucios. Un hombre con chaquetilla corta de obrero, sin chaleco, con una barra de pan bajo el brazo. Otro, vestido con un traje negro y el cabello muy corto como un maestro de escuela. Pasó un carro de dos ruedas cargado de carbón vegetal y de astillas. Tuvo la sensación de haberse introducido en una escena de los Cuentos de Hoffmann, de Offenbach, en donde las costumbres de antaño seguían siendo las mismas de siempre y el tiempo se hubiera detenido.
—Parece ser que hay un restaurante decente en la avenida Limoux —dijo Anatole, que acababa de aparecer a su lado con un periódico local, La Dépéche de Toulouse, bajo el brazo—. También hay una oficina de telégrafos, un teléfono y una oficina de correos. En Rennes-les-Bains, por lo visto, también hay de todo, así que no estaremos completamente aislados de la civilización. —Sacó una caja de cerillas Vestas del bolsillo, tomó un cigarrillo de la pitillera y lo golpeó para prensar mejor el tabaco—. Sin embargo, me temo que no hay un lujo tan elemental como un coche. —Encendió la cerilla—. Al menos, no en esta época del año, y menos en domingo.
El Grand Café Guilhem se encontraba al otro extremo del puente. Un puñado de veladores de mármol con patas de hierro forjado y sillas rectas, de madera, con el asiento de mimbre, estaban dispuestos a la sombra de un gran toldo que cubría toda la longitud del restaurante. Unos geranios en macetas de terracota, unos arbolillos rodeados de una cerca de madera con duelas de metal, del tamaño de los barriles de cerveza, daban mayor intimidad a los clientes.
—No es que sea el Paillard —dijo Léonie—, pero sin duda nos servirá.
Anatole sonrió con cariño.
—Dudo mucho que haya salones privados, pero la terraza pública parece más que aceptable, ¿no crees?
Los acompañaron a una mesa bien situada. Anatole hizo el pedido para los dos y trabó fácil conversación con el dueño. A Léonie no le importó distraerse. Los plátanos alineados, los árboles que Napoleón quiso que avanzaran como si fueran su ejército, con su corteza polícroma, daban sombra a la calle. Le sorprendió que no sólo la avenida Limoux, sino también el resto de las calles estuvieran cubiertas de adoquines, en vez de haberlas dejado tal como la naturaleza quiso que fueran. Supuso que era debido a la popularidad de los balnearios cercanos, a la moda de las aguas termales, al gran volumen de voitures publiques y de coches particulares que seguramente transitaban por allí en temporada alta.
Anatole sacudió la servilleta y se la puso sobre las rodillas.
Llegó enseguida el camarero con una bandeja llena de bebidas: una jarra de agua, un vaso grande de cerveza para Anatole y un pichet del vino de la casa. Poco después trajeron la comida, un almuerzo consistente en huevos duros, una galantina de embutidos, jamón, un poco de queso local y un pedazo de pastel de pollo en gelatina, muy sencillo, pero satisfactorio.
—No ha estado nada mal —dijo Anatole—. A decir verdad, sorprendentemente bueno.
Léonie se disculpó entre plato y plato. Cuando regresó diez minutos después, se encontró con que Anatole había trabado conversación con los comensales de la mesa contigua, un caballero de cierta edad, vestido con el atuendo formal propio de un banquero o un abogado, con sombrero de copa, traje oscuro, cuello almidonado y corbata a pesar del calor; frente a él, un joven con el cabello del color de la paja, un bigote poblado y los ojos castaños y brillantes.
—Doctor Gabignaud, maître Fromilhague —dijo él—, permítanme presentarles a mi hermana, Léonie.
Los dos hombres se pusieron en pie, aunque no del todo, y se quitaron los sombreros.
—Gabignaud me estaba hablando del trabajo que desarrolla en Rennes-les-Bains —explicó Anatole cuando Léonie tomó asiento a la mesa—. Me estaba comentando que ha sido usted ayudante a las órdenes del doctor Courrent por espacio de tres años, ¿no es cierto?
Gabignaud asintió.
—En efecto. Tres años. Nuestros baños, en Rennes-les-Bains, no sólo son los más antiguos de toda la región, sino que también tenemos la fortuna de contar con distintas clases de aguas, y por eso podemos dar un tratamiento adecuado a una gama mucho más amplia de síntomas y patologías, mucho más que lo que se ofrece en otros establecimientos termales de características semejantes. Entre las aguas termales de que disponemos se hallan el manantial de Bain Fort, que sale a 52 grados, el…
—No es preciso que conozcan todos los detalles —gruñó Fromilhague.
El médico se puso colorado.
—Sí, claro, es cierto. Bueno. He tenido la fortuna de ser invitado a visitar establecimientos similares en otros sitios —siguió diciendo—. He tenido el honor de pasar algunas semanas estudiando con el doctor Privat en Lamalou-les-Bains.
—No tengo el placer de conocer Lamalou.
—Me asombra usted, mademoiselle Vernier. Es una localidad balneario con verdadero encanto. También es de origen romano. Se encuentra al norte de Béziers. —Bajó el tono de voz—. Aunque bien es verdad que se trata de un lugar un tanto lúgubre. En los círculos médicos es conocido más que nada por el tratamiento que se da a la ataxia.
Maître Fromilhague descargó un puñetazo sobre la mesa, con lo que las tazas de café dieron un brinco a la vez que Léonie pegó un respingo.
—Gabignaud, ¡compórtese como es debido!
El joven médico se puso rojo como la grana.
—Discúlpeme, mademoiselle Vernier. No era mi intención ofenderla.
Perpleja, Léonie traspasó a maître Fromilhague con una mirada fría.
—Quédese tranquilo, doctor Gabignaud, que no me he ofendido en modo alguno.
Miró de reojo a Anatole, que en esos momentos procuraba contener la risa.
—No obstante, Gabignaud, tal vez no sea ésta una conversación del todo apropiada habiendo una señorita entre los presentes.
—Claro, claro —farfulló el médico—. Mi interés por la medicina a menudo me lleva a olvidar que estas cuestiones no suelen ser…
—¿Están ustedes de visita en Rennes-les-Bains debido al balneario? —preguntó Fromilhague con sopesada cortesía.
Anatole negó con un gesto.
—Hemos venido a pasar una temporada con nuestra tía, que tiene una finca en las afueras de la población. En el Domaine de la Cade.
Léonie vio la sorpresa encender los ojos del médico. ¿O fue quizá la preocupación?
—¿Su tía… de ustedes? —preguntó Gabignaud. Léonie lo miró con atención.
—Para ser más precisos, la viuda de nuestro difunto tío —replicó Anatole, que con toda claridad también había reparado en los titubeos repentinos de Gabignaud—. Jules Lascombe era medio hermano de nuestra madre. Todavía no hemos tenido el gusto de conocer a nuestra tía.
—¿Sucede acaso algo, doctor Gabignaud? —inquirió Léonie.
—No, no. No, ni muchísimo menos. Discúlpeme, es que… es… Bueno, es que no estaba al corriente de que Lascombe tuviera la fortuna de tener parientes tan cercanos como ustedes. Llevaba una vida muy recogida, y nunca dijo… Con toda franqueza, mademoiselle Vernier, a todos nos tomó completamente por sorpresa cuando anunció su decisión de contraer matrimonio, siendo además un momento ya avanzado de su vida. Lascombe parecía un soltero vocacional. Por otra parte, llevarse a su esposa a semejante residencia, teniendo además la casa tan dudosa reputación, en fin…
Léonie aguzó la atención.
—¿Dudosa reputación?
Pero Anatole prefirió cambiar de tema.
—¿Usted conoció a Lascombe, Gabignaud?
—No demasiado bien, aunque sí teníamos cierto trato. Veraneaban aquí, tengo entendido, durante los primeros años de casados. Madame Lascombe, que prefería la vida en la ciudad, a menudo se marchaba del Domaine y pasaba fuera varios meses seguidos.
—¿No era usted el médico personal de Lascombe?
Gabignaud negó con un gesto.
—No me cupo ese honor, no. Tenía un médico particular en Toulouse. Llevaba ya bastantes años algo achacoso, con mala salud, aunque su declive fue más repentino de lo que cabía esperar, propiciado por algún grave resfriado que se pescó a comienzos de año. Cuando ya estuvo claro que no iba a reponerse, su tía de ustedes regresó al Domaine de la Cade a comienzos del mes de enero. Lascombe falleció a los pocos días. Claro está que corrió el rumor de que había muerto a resultas de…
—¡Gabignaud! —le interrumpió Fromilhague—. ¡Cállese la boca!
El joven médico volvió a sonrojarse.
Fromilhague indicó que seguía molesto llamando al camarero e insistiendo en relatar con toda precisión lo que habían comido para confirmar la nota, con lo que toda conversación posterior entre las dos mesas resultó imposible.
Anatole dejó una propina generosa. Fromilhague dejó un billete sobre la mesa y se puso en pie.
—Señorita Vernier, señor Vernier —dijo bruscamente, y se quitó el sombrero—. Gabignaud, tenemos asuntos de los que ocuparnos.
Para asombro de Léonie, el médico lo siguió sin decir palabra.
—¿Por qué será que no se puede hablar de Lamalou? —quiso saber Léonie tan pronto estuvieron lejos para oírles—. ¿Y por qué permite el doctor Gabignaud que maître Fromilhague lo trate de una manera tan abusiva?
Anatole sonrió.
—Lamalou tiene fama por ser el lugar donde se llevan a cabo los avances más novedosos en el tratamiento de la sífilis o ataxia —respondió—. En cuanto a sus modales, yo diría que Gabignaud necesita que el maître lo patrocine. En una localidad tan pequeña, muchas veces está ahí la diferencia entre el éxito y el fracaso en el ejercicio de la medicina. —Rió un instante—. Pero mira que Lamalou-les-Bains… ¡Qué cosas!
Léonie se paró a pensar.
—Lo que no entiendo es por qué se mostró tan sorprendido el doctor Gabignaud cuando le dije que nos íbamos a alojar en el Domaine de la Cade. ¿Qué habrá querido decir al señalar que la casa tiene «tan dudosa reputación»?
—Gabignaud habla más de la cuenta y a Fromilhague no le gusta que se hable por hablar. Yo creo que eso ha sido todo.
Léonie negó con un gesto.
—No, tiene que haber algo más —objetó—. Maître Fromilhague parecía resuelto a impedir que dijera nada más.
Anatole se encogió de hombros.
—Fromilhague tiene el pronto colérico de un hombre que a menudo se siente agraviado. Le desagrada que Gabignaud se ponga a parlotear como una mujer.
Léonie le sacó la lengua ante el desaire.
—¡Eres un bestia!
Anatole se secó el bigote, dejó la servilleta en la mesa, retiró la silla y se puso en pie.
—Entonces, vámonos. Nos queda algo de tiempo libre. Conozcamos un poco los modestos placeres que pueda encerrar Couiza.