Capítulo 2

Los silbidos y los abucheos comenzaron a oírse casi de inmediato en las localidades del gallinero. Al principio, la mayoría de los presentes en el patio de butacas y en los palcos no prestaron demasiada atención a los disturbios, e incluso hubo quien prefirió fingir que aquello no estaba sucediendo. Pero poco a poco aumentaron de volumen. Era imposible ignorarlo. Se oyeron voces en los palcos y también en las butacas de más atrás.

Léonie no acertaba a discernir qué era lo que gritaban los manifestantes.

¿Consignas antiprusianas?

Mantuvo la vista clavada con resolución en el foso de la orquesta y procuró estar por encima de cada nuevo abucheo, de cada murmullo. Pero a medida que continuaron sonando los compases de la obertura, una creciente intranquilidad fue filtrándose por todo el auditorio, cayendo desde lo más alto hasta el patio de butacas y pasando de un lado a otro de las filas, maliciosa, preñada de insidias. Incapaz de morderse la lengua ni un minuto más, se inclinó hacia su vecina.

—¿Quiénes son todas esas personas? —preguntó con un hilillo de voz.

La viuda frunció el ceño ante la interrupción, pero a pesar de todo contestó.

—Son los que se hacen llamar abonnés —replicó, tapándose la boca con el abanico—. Se oponen en redondo a cualquier interpretación que no sea de obras firmadas por compositores franceses. Quieren hacerse pasar por patriotas en materia musical. Yo en principio no lo veo con malos ojos, pero esto es, sin duda, un exceso. No es la mejor manera de hacer las cosas.

Léonie asintió para darle las gracias y volvió a reclinarse en el respaldo, muy erguida, en cierto modo tranquilizada por la naturalidad con que la mujer le había explicado la situación, aunque a decir verdad los disturbios parecían ir en aumento. Los últimos acordes del preludio apenas se habían extinguido en el aire de la sala cuando comenzó la protesta en toda regla. Al alzarse entonces el telón con una escena de un coro de caballeros teutones del siglo X que se encontraban a orillas de un río antiguo, en Amberes, se produjo una conmoción mucho más ruidosa en las zonas más altas del teatro.

Un grupo compuesto por unos ocho o nueve hombres había comenzado a dar saltos, a la vez que armaba una barahúnda de silbidos y abucheos, acompasados de un lento batir de palmas. Por las filas de butacas una cansina oleada de desaprobación, que también llegó a los palcos, quedó contrarrestada por un nuevo estallido de manifestaciones de condena. Cuando mayor era la provocación entre los manifestantes, se oyó un coro que al principio Léonie no supo discernir. Un ruido in crescendo, que no tardó en ser inconfundible.

Boche! Boche!

Las protestas habían llegado a oídos de los cantantes. Léonie vio que entre el coro y los cantantes principales se cruzaban miradas veloces, miradas de alarma e indecisión, perfectamente visibles en sus rostros desencajados.

Boche! Boche! Boche!

Si bien no tenía deseos de que la función llegara a interrumpirse, al mismo tiempo Léonie no pudo negar que aquella situación era emocionante. Estaba presenciando uno de aquellos acontecimientos de los que, en circunstancias habituales, sólo habría tenido conocimiento por las páginas de Le Fígaro que le leía Anatole.

La verdad es que a Léonie le aburrían soberanamente las restricciones que encorsetaban su existencia cotidiana, el tedio de tener que acompañar a su madre a las fatigosas soirées, en las mortecinas casas de parientes lejanos y antiguos camaradas de su padre. Tener que hablar de menudencias intrascendentes con ese amigo especial con quien entonces se codeaba su madre, un viejo militar que trataba a Léonie como si todavía fuera una niña que gastara falda corta.

Vaya experiencia tendré que contarle a Anatole.

Sin embargo, el ánimo con que habían comenzado las protestas iba cambiando visiblemente.

El elenco de actores, pálidos, desconcertados a pesar del abundante maquillaje que llevaban en escena, siguió cantando en su papel. De hecho, no cometieron ni un solo fallo hasta el momento en que el primer proyectil alcanzó el escenario. Una botella, a la que poco faltó para impactar en el barítono que interpretaba al rey Heinrich.

Por un momento se diría que la orquesta hubiera dejado de tocar, pues se hizo un silencio hondo y todo pareció de pronto detenerse. El público contuvo el aliento al unísono cuando el objeto de vidrio voló girando sobre sí mismo, como si fuera a cámara lenta, hasta alcanzar la zona de las candilejas, que difundían una luz cruda, blanca, y despedir una serie de destellos de color verdoso. Entonces se estrelló contra los decorados de lienzo con un ruido sordo, cayó rodando y llegó hasta el foso.

El mundo real se convirtió en un único rugido. Se armó un pandemónium tanto en escena como en el resto de la sala. Un segundo proyectil voló por encima de las cabezas de un público estupefacto, reventando al impactar contra el escenario. En primera fila, una mujer soltó un chillido y se cubrió la boca con la mano al esparcirse un hedor nauseabundo a sangre, a despojos, a verduras podridas, a cloaca, que invadió las primeras filas.

Boche! Boche! Boche!

A Léonie se le borró la sonrisa de la cara, dando paso a una contracción de incipiente preocupación, de alarma. Notó el aleteo de las mariposas en el estómago. Aquello se estaba poniendo feo, y tuvo miedo; distaba mucho de ser una aventura. Tuvo un amago de náuseas difícil de contener.

El cuarteto de su izquierda se puso en pie de un brinco y los cuatro a la vez comenzaron a dar palmas, al principio despacio, imitando los ruidos de diversos animales, cerdos, vacas, ovejas. Sus rostros habían adoptado una mueca de crueldad, de perversidad, cuando entonaron de nuevo la consabida consigna antiprusiana, que en esos momentos resonaba en todos los rincones del auditorio.

—Por Dios, señor mío, ¡siéntese!

Un caballero barbudo, con lentes y la tez cetrina de quien se pasa la vida delante de un tintero, un sello de lacre y documentos, golpeó con su programa de mano en la espalda de uno de los manifestantes.

—Éste no es el momento ni el lugar para… ¡Siéntese, le digo!

—No, ni lo sueñe —dijo su acompañante—. ¡Siéntese, le han dicho!

El manifestante se volvió en redondo y asestó un golpe seco, cruzado, con el bastón, sobre los nudillos del hombre que le había llamado al orden. Léonie se quedó atónita. Al pillarle completamente por sorpresa la velocidad y la fiereza de la represalia, el hombre soltó un alarido y se le escapó el programa de la mano.

Su acompañante se puso en pie en el momento en que varias gotas de sangre afloraban en la herida abierta. Quiso sujetar por el brazo al manifestante, pues había visto que llevaba un clavo metálico en la empuñadura del bastón, pero unas manos fuertes lo empujaron de pronto, y cayó.

El director se afanaba en que la orquesta siguiera tocando al compás, pero los músicos lanzaban miradas temerosas a todos lados, con lo que la partitura empezó a sonar desacompasada, y los instrumentos emitían al mismo tiempo notas demasiado rápidas y demasiado lentas. Tras los bastidores del escenario alguien había tomado una decisión. Los tramoyistas, vestidos de negro, pero con las mangas a la altura de los codos, salieron de pronto en masa y comenzaron a indicar a los cantantes que se dirigieran hacia los camerinos para escapar de la línea en la que habían caído los proyectiles.

La dirección del teatro había dado la orden de que se bajara el telón. Los contrapesos se mecieron peligrosamente, con mucho ruido, al ascender a excesiva velocidad. El grueso y pesado tejido del cortinón se estremeció en el aire, quedó prendido en una pieza del decorado, se encalló.

Sólo en ese momento comprendió Léonie qué bien orquestada estaba toda la manifestación.

Se intensificó el griterío.

Comenzó el éxodo desde los palcos y las plateas. Con un rebullir de plumas, de oro y de seda, la burguesía trató de abandonar el teatro a toda prisa. Viéndoles, el deseo urgente de salir de allí se extendió al gallinero, por cuya semicircunferencia se encontraban apostados muchos manifestantes nacionalistas, y lo mismo sucedió en las plantas intermedias. En las filas de butacas, a espaldas de Léonie, los espectadores salían de uno en uno hacia los pasillos. Por todos los rincones de la Grande Salle se oyó propagarse el chasquido de los asientos al cerrarse. En las salidas, el campanilleo de las anillas de latón en los rieles de las cortinas, corridas con violencia, resonaba sin cesar, uno tras otro.

Pero los manifestantes aún no habían logrado su objetivo, consistente en impedir que la representación siguiera su curso.

Con el constante coro de silbidos y abucheos, nuevos proyectiles cayeron en el escenario. Botellas, piedras, trozos de ladrillo, fruta podrida. La orquesta evacuó el foso a toda velocidad, llevándose de ese modo la preciada música y los arcos y las fundas de los instrumentos, empujándose los músicos para salvar los obstáculos de las sillas y los escalones, rumbo a la salida situada bajo el escenario.

Por fin, a través de la rendija del telón, el gerente del teatro apareció amilanado para pedir calma al respetable. Estaba sudoroso, se secaba la cara con un pañuelo gris.

Mesdames, messieurs, s’il vous plaît. S’il vous plaît!

Era un hombre imponente, pero ni su voz ni su manera de hablar le valieron para llamar la atención de nadie, y se encontró con que carecía de toda autoridad. Léonie se dio cuenta de lo despavorido de su mirada a la vez que agitaba ambos brazos e intentaba imponer algo de orden sobre un caos que iba en aumento.

Fue demasiada poca cosa, fue demasiado tarde.

Se lanzó otro proyectil, y esta vez no era ni una botella ni un objeto arrojadizo más o menos improvisado, sino un pedazo de madera del que sobresalían intencionadamente unos clavos. Alcanzó al gerente en la mejilla. Dando tumbos, echó a caminar hacia atrás, de espaldas, aullando y sujetándose la cara con ambas manos. Brotó la sangre entre sus dedos y cayó de costado, viniéndose abajo como un muñeco de trapo, al borde mismo del proscenio.

Ante semejante visión, a Léonie por fin se le agotó la valentía que pudiera quedarle. Se sintió como si tuviera una franja de acero oprimiéndole el pecho, tan fuerte que se estaba quedando sin respiración.

Tengo que salir de aquí.

Horrorizada, aterrada, miró a la desesperada por todo el patio de butacas, pero se encontraba atrapada, encajonada por el gentío a su espalda, y en uno de los laterales, y por la violencia que percibía ante ella. Léonie se sujetó al respaldo de las butacas, pensando en escapar saltando de una fila a otra, pero cuando probó a salvar la primera descubrió que el dobladillo del vestido se le había quedado prendido en las bisagras de debajo del asiento. Con creciente desesperación y los dedos temblorosos, se agachó y tiró para librarse, para soltarse como fuera.

Un nuevo grito de protesta inundó el auditorio.

Á has! Á has!

Miró arriba. ¿Qué iba a suceder? El grito fue repetido por todos los rincones del auditorio.

A has. Á l’attaque!

Como si fueran cruzados lanzados al asalto de un castillo, los manifestantes se abalanzaron esgrimiendo estacas y bastones. Aquí y allá creyó ver el brillo del acero. Un estremecimiento de pánico hizo que temblara con fuerza. Entendió en ese momento que los manifestantes se habían propuesto tomar el escenario al asalto y que ella se encontraba exactamente en su camino.

Por todo el auditorio, lo poco que pudiera quedar en pie de la máscara con que se cubría el rostro la sociedad parisina se resquebrajó, crujió, se hizo astillas, cayó hecho pedazos. La histeria se fue contagiando a todos los que seguían atrapados, con lo que los últimos trataron de llegar a empujones hasta los pasillos, atestados de espectadores desconcertados. Abogados y periodistas, pintores y estudiosos, banqueros y funcionarios, cortesanas y esposas, iniciaron la estampida hacia las puertas, presa de la desesperación por huir de la violencia.

Sauve qui peut. Sálvese quien pueda.

La caterva de nacionalistas llegó al escenario. Con precisión militar, avanzaron desde todas las secciones del auditorio casi al mismo tiempo, saltando por encima de los asientos, de las balaustradas, y cayeron como un enjambre sobre el foso de la orquesta para subir a la tarima. Léonie tiró de su vestido con fuerza, con más fuerza, hasta que con un desgarrón de la tela logró soltarse.

Boches! Alsace francaise! Lorraine française!

Los manifestantes ya estaban arrancando de cuajo el telón de los rieles y pateaban todo el escenario. Los árboles, el agua y las rocas pintadas en el decorado, los soldados imaginarios del siglo X, fueron destruidos por una muchedumbre muy real, sólo que en pleno siglo XIX. El escenario se llenó poco a poco de leños astillados, de lienzos desgarrados, de nubes de polvo, a medida que el mundo de Lohengrin fue cayendo en la batalla.

Al final hubo quien resolvió oponer resistencia. Una cohorte de jóvenes idealistas y de veteranos de las antiguas campañas se agrupó en las plateas, resueltos todos ellos a atacar a los nacionalistas que se habían apoderado del escenario. La puerta que separaba el auditorio del fondo del escenario se abrió de golpe.

Cargaron por los laterales y unieron fuerzas con el personal y los tramoyistas del teatro de la Ópera, que ya avanzaban contra los nacionalistas antiprusianos entre bambalinas.

Léonie contempló lo que estaba ocurriendo, apabullada, pero al mismo tiempo embelesada por el espectáculo. Un hombre muy apuesto, apenas un muchacho, con un traje de gala prestado que le venía grande y un bigote de guías enceradas, se abalanzó contra el cabecilla de los manifestantes. Lanzando los brazos al cuello del otro, trató de dar con él por tierra. Lucharon cuerpo a cuerpo y, de sopetón, fue el joven quien se vio derribado. Dio un grito de dolor en el momento en que una bota con puntera de acero le alcanzó de lleno en el abdomen. Tras él cayó un tramoyista al recibir el impacto de una estaca en toda la cabeza.

Vive la Frunce! Á bas.

Se había apoderado de ellos la sed de sangre. Léonie vio los ojos de la muchedumbre, desorbitados de pura excitación, de frenesí, a medida que aumentaba la violencia de manera visible. Vio sus mejillas arreboladas, febriles.

S’il vous plaît —exclamó a la desesperada, pero nadie la llegó a oír, y siguió sin hallar forma de pasar.

Léonie se encogió al ver que otro tramoyista era arrojado con virulencia desde el escenario. Su cuerpo, contra su voluntad, trazó un salto mortal por encima del foso de la orquesta ya abandonado y cayó a plomo sobre la balaustrada de bronce. El brazo y el hombro se le descoyuntaron en una postura antinatural. No cerró los ojos.

A Léonie las piernas se le habían vuelto de plomo.

Tienes que salir de aquí como sea. Atrás.

Pero le pareció como si el mundo fuera a ahogarse en sangre, en huesos astillados, en carne desgarrada. No veía otra cosa que el odio que desfiguraba los rostros de los hombres a su alrededor. A menos de cinco metros de donde se encontraba, un hombre andaba a cuatro patas, con el chaleco y la chaqueta abiertos. Dejó embadurnada de sangre, y en la sangre quedaron impresas las huellas de sus manos, la tarima del escenario.

Tras él se alzó un arma.

¡No!

Léonie quiso lanzarle un grito de aviso, pero el espanto le había robado la voz. Se abatió el arma sobre él. Hizo contacto. El hombre resbaló y cayó pesadamente de costado. Miró a su atacante, vio el cuchillo y alzó ambas manos para protegerse en el momento en que la hoja caía sobre él en vertical. El metal hizo contacto con la carne. La víctima dio un alarido cuando el cuchillo salió de sus carnes y se volvió a introducir en ellas, entrando hasta el mango en su pecho.

El cuerpo del hombre dio una sacudida y se retorció igual que una marioneta de las que había visto en el quiosco de los Campos Elíseos, agitando brazos y piernas hasta quedar inmóvil del todo.

Léonie se quedó asombrada al darse cuenta de que estaba llorando. Entonces el miedo volvió a invadirla con mayor violencia, abarcándolo todo, sin darle un resquicio.

S’il vous plaît —volvió a gritar—, déjenme pasar.

Trató de abrirse paso empujando con los hombros, pero era demasiado menuda, demasiado liviana. Una gran masa de personas se interponía entre ella y la salida, y el pasillo central estaba además bloqueado por los cojines carmesí que habían ido cayendo. Bajo el escenario, en la conmoción, con el frenesí que había colapsado la circulación del aire, los chorros de gas despedían chispas que caían rociando las partituras abandonadas por los músicos en los atriles. Un chisporroteo anaranjado, una súbita llamarada. La parte inferior del escenario, de madera, comenzó a arder.

Au feu! Au feu!

Con este grito, un pánico de otro nivel superior barrió la totalidad del auditorio. El recuerdo de aquel infierno que había asolado el teatro de ópera cómica cinco años antes, acabando con la vida de más de ochenta personas, se apoderó de todos los presentes.

—¡Déjenme pasar! —gritó Léonie—. Se lo suplico.

Nadie le hizo el menor caso. Bajo sus pies, el suelo estaba alfombrado de programas, sombreros de damas y caballeros, los guantes manchados, y estaba marcado por las huellas de botas y zapatos. Y los quevedos y prismáticos, como los huesos secos en un sepulcro antiguo, se astillaban al pisarlos.

Léonie no veía nada más que los codos y las espaldas de los que estaban por delante de ella, pero siguió avanzando centímetro a centímetro, dolorosamente, hasta conseguir abrir brecha entre el punto en que se encontraba y la zona en que era más violenta la refriega.

Entonces, a su lado, percibió a una dama de avanzada edad y notó que tropezaba y que iba a desplomarse.

La van a pisotear.

Léonie alargó velozmente la mano y sujetó a la señora por el codo. Bajo la tela inmaculada, notó que sujetaba un brazo delgado, quebradizo.

—Yo sólo quería escuchar la música —decía la mujer entre sollozos—. Que sea alemana o francesa a mí me da igual. Qué cosas hay que ver en estos tiempos que corren. Que todo esto vuelva a suceder de nuevo…

Léonie trastabilló hacia delante, sujetando todo el peso de la anciana y avanzando a trompicones hacia la salida. A cada paso que daba era como si la carga se le multiplicara. La anciana estaba a punto de perder el conocimiento. Sus párpados vetustos, de una piel fina como el papel, se abrían y se cerraban sin compás.

—¡Ya no queda mucho! —le gritó Léonie—. Por favor, aguante, por favor. Un poco más… —dijo cualquier cosa con tal de que la anciana siguiera en pie—. Ya casi estamos en la puerta. Ya casi estamos a salvo.

Descubrió por fin la librea familiar de uno de los empleados del teatro de la ópera.

—Pero ayúdeme, por Dios —le gritó—. ¡Por aquí, rápido!

El ujier la obedeció en el acto. Sin mediar palabra, alivió a Léonie de su carga, tomando a la anciana en brazos y sacándola al Grand Foyer.

A Léonie se le aflojaron las piernas y estuvo a punto de ceder de agotamiento, pero sacó fuerzas de flaqueza y siguió adelante. Sólo unos cuantos pasos más.

De pronto, una mano la sujetó por la muñeca.

—No—gritó—. ¡No!

No estaba dispuesta a quedar atrapada allí dentro, con el fuego, el gentío y las barricadas. Léonie dio un golpe a ciegas, pero sólo acertó a palmotear al aire.

—¡No me toque! —chilló—. ¡Suélteme!