Capítulo 14

PARÍS

Meredith llegó al final de la escalera, retiró la cortina de hilos de cuentas de madera y abrió la puerta de color azul intenso.

El recibidor era minúsculo, tanto que ella podría tocar ambas paredes sin siquiera estirar demasiado los brazos. A su izquierda, una luminosa carta con todos los signos del Zodiaco y sus constelaciones correspondientes, un barullo de colores, trazos y símbolos, la mayor parte de los cuales Meredith, en ese momento, no supo reconocer. En la pared de la derecha, un espejo anticuado, con un alambicado marco de madera sobredorada. Se miró en él y se apartó enseguida para llamar a la segunda puerta.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

No hubo respuesta.

Meredith aguardó unos momentos y volvió a llamar, esta vez con más fuerza.

Nada. Probó el pestillo. Se abrió la puerta.

—¿Hola? —dijo, y entró—. ¿Hay alguien ahí? ¿Hola?

La habitación era pequeña, pero rebosaba de vida. Las paredes estaban pintadas con más colores, más intensos, como si fuera un centro de día, de atención para las personas mayores: amarillos, verdes, rojos, con franjas, líneas, triángulos y zigzags en púrpura, azul y plata. Una sola ventana, frente a la puerta, aparecía cubierta por una cortina de gasa malva, casi transparente.

A través de ella, Meredith atinó a ver las pálidas paredes de piedra de un edificio del siglo XIX, detrás, con sus balaustradas de hierro forjado y sus altos ventanales de persianas cerradas, iluminadas con macetas de geranios y de pensamientos en tonos púrpuras y naranjas.

Los únicos muebles de la habitación en que se hallaba eran una pequeña mesa de madera en el centro, con las patas visibles bajo un mantel blanco y negro cubierto por varios círculos y más símbolos astrológicos, y dos sillas de madera, de respaldo recto, una a cada lado. Tenían el asiento de anea, como las del cuadro de Van Gogh.

Meredith oyó abrirse una puerta de golpe y luego cerrarse en algún lugar del edificio, y acto seguido sonaron unos pasos.

El corazón le dio un vuelco. Notó que se estaba poniendo colorada. Se sintió avergonzada de estar allí, de haber entrado sin que nadie la invitara, y a punto estaba de marcharse cuando apareció una mujer detrás de un biombo de bambú que no había visto al otro extremo de la estancia.

Con cuarenta y tantos, atractiva, iba vestida con una camisa y unos pantalones caqui, a juego, y tenía una abundante melena, hasta los hombros, de cabello castaño, bien peinada, en la que se le veían ya algunas canas; sonreía con facilidad y no le pareció a Meredith que coincidiera su imagen con la idea que se había hecho de una echadora de cartas que leyese el tarot.

No llevaba pendientes, ni pañoleta con la que cubrirse el pelo.

—He llamado antes —dijo Meredith con evidente azoramiento—. No contestó nadie, por eso decidí entrar. Espero no haber interrumpido.

La mujer sonrió.

—Está todo en orden.

—¿Es usted inglesa?

Ella sonrió.

—De esa acusación me declaro culpable. Confío que no lleve mucho tiempo esperando…

Meredith negó con un gesto.

—Han sido dos minutos.

La mujer le tendió la mano.

—Yo soy Laura.

Se dieron la mano.

—Y yo Meredith.

Laura separó una silla y le hizo un gesto para que tomara asiento.

—Sentémonos.

Meredith vaciló.

—Es natural que estés un poco nerviosa —dijo Laura—. A casi todo el mundo le suele pasar la primera vez. Como la mayoría de los clientes, aunque no todos, naturalmente, vienen en un momento de crisis personal, es natural que traigan consigo la ansiedad que les inquieta.

Meredith extrajo el folleto del bolsillo y lo dejó encima de la mesa.

—No, no es eso, es que… hace un par de días una chica me dio este panfleto cuando iba por la calle. Como estaba de paso… —Volvió a callar—. La verdad es que se trata de un trabajo de investigación. No querría hacerte perder el tiempo.

Laura tomó el papel, y de pronto asomó en su rostro una señal de reconocimiento.

—Mi hija me habló de ti, sí.

Meredith entornó los ojos.

—¿De veras?

—Sí. Por el parecido —dijo Laura, y miró la imagen del folleto, «La Justice», La Justicia—. Dijo que eras su viva imagen. —Hizo una pausa, como si contase con que Meredith dijera algo. Al ver que no iba a decir nada, prosiguió—. ¿Vives en París? —le preguntó, e indicó la silla de enfrente.

—No, sólo estoy de visita.

Sin habérselo propuesto en el fondo, Meredith tomó asiento.

Laura sonrió.

—¿Acierto si pienso que ésta es la primera vez que vienes a que te hagan una lectura?

—Lo es —repuso Meredith, todavía sentada sólo al borde de la silla.

Un mensaje bien claro: no pienso quedarme mucho tiempo.

—Entiendo —dijo Laura—. Si doy por sentado que has leído el folleto, sabes que una sesión de media hora son treinta euros, y una hora entera vale cincuenta. ¿Sí?

—Con media hora yo creo que ya está bien —contestó Meredith.

De pronto notó la boca seca. Laura la estaba mirando, la estaba mirando de veras a fondo, como si quisiera leer cada línea, cada matiz, cada rasgo de su cara.

—Totalmente de acuerdo, aunque como no tengo a nadie en espera después de ti, si cambias de opinión siempre podremos continuar. ¿Hay alguna cuestión en concreto que desees explorar o se trata de una consulta más en general?

—Ya dije que estoy investigando. Estoy preparando la biografía de una persona que vivió a finales del siglo XIX y principios del XX. Esta calle, exactamente en el lugar en que nos encontramos, era entonces una famosa librería con la que he tropezado muchas veces en mis investigaciones. La coincidencia, supongo que se puede decir así, me resultó atrayente. —Sonrió, intentó relajarse—. Y eso que tu… ¿tu hija, dijiste que era? —Laura asintió—, afirmó que no existen las coincidencias.

Laura sonrió.

—Entiendo. Pretendes encontrar alguna especie de eco del pasado.

—Exacto —confirmó Meredith con un medio suspiro de alivio.

Laura asintió.

—De acuerdo. Algunos clientes tienen sus preferencias por un determinado tipo de lectura. Es decir, vienen con una cuestión en concreto que desean explorar. Puede ser una relación, una decisión importante que han de tomar, la verdad es que puede ser cualquier cosa que les importe de veras. Otros buscan en cambio algo de tipo más general.

—A mí lo general me va bien.

Laura sonrió.

—De acuerdo. La siguiente decisión que hay que tomar es la baraja que te gustaría que utilicemos.

Meredith puso cara de quien pide disculpas.

—Perdona, pero es que la verdad no entiendo nada de todo esto. Prefiero que seas tú quien elija.

Laura señaló con un gesto una hilera de mazos de cartas distintos, todos vueltos boca abajo, en el borde de la mesa.

—Me doy cuenta de que es difícil así, de entrada, pero es mucho mejor que la escojas tú. Si te doy un poco de información sobre el carácter de algunas de las barajas, seguramente te será más fácil tomar una decisión. Se trata de ver si te gustan las sensaciones que te producen, nada más. ¿Entendido?

Meredith se encogió de hombros.

—Claro.

Laura tomó la baraja que le quedaba más cerca y desplegó las cartas sobre la mesa en forma de abanico. Tenían el dorso de un intenso azul real, con estrellas doradas de puntas muy afiladas.

—Son muy hermosas —dijo Meredith.

—Éste es el Tarot Universal de Waite, una baraja que es muy popular.

La siguiente baraja tenía una filigrana muy simple, en blanco y rojo, repetida al dorso.

—En múltiples sentidos, ésta es la baraja clásica —explicó Laura—. Se llama el Tarot de Marsella. Data del siglo XVI. Es una baraja que empleo ocasionalmente, aunque la verdad es que resulta un poco excesivamente simple para el gusto contemporáneo. La mayoría de los que vienen a hacer una consulta prefieren las barajas más modernas.

Meredith enarcó las cejas.

—¿Una consulta?

—Disculpa. —Sonrió Laura—. Quien viene a vernos a los echadores de cartas suele hacer una consulta, que responderán las cartas y la echadora leerá como mejor sepa.

—Entiendo.

Meredith miró toda la hilera y señaló una baraja que era un poco más pequeña que las demás. Las cartas tenían el dorso de un bello tono verde oscuro, con filigranas de oro y plata.

—¿Y ésa?

Laura sonrió.

—Ésa es el Tarot de Bousquet.

—¿Bousquet? —repitió Meredith. Un recuerdo difuso serpenteó en su inconsciente, pero tuvo la certeza de que se había encontrado alguna vez con ese mismo nombre—. ¿Es el nombre del artista?

Laura negó con un gesto.

—Es el nombre del editor original de la baraja. Nadie sabe a qué artista o artistas les encargó la creación de la baraja. Prácticamente todo lo que sabemos es que su origen está en el suroeste de Francia, y que data de finales de la década de 1890.

Meredith notó que se le erizaba el vello de la nuca.

—¿En qué punto del suroeste?

—No lo recuerdo con exactitud. Cerca de la región de Carcasona, me parece.

—La conozco —repuso Meredith, e imaginó el mapa de la región con toda nitidez. Rennes-les-Bains se encontraba en el centro de esa zona.

De pronto se dio cuenta de que Laura la miraba con sumo interés.

—¿Sucede algo?

—No, no es nada —dijo rápidamente Meredith—. Sólo creí que el nombre me resultaba familiar, eso es todo. —Sonrió—. Lo lamento, te he interrumpido.

—Sólo iba a decir que la baraja realmente original, o al menos algunas de las cartas de que consta, en realidad es mucho más antigua. No se puede saber hasta qué punto son auténticas las imágenes actuales de la baraja, puesto que los arcanos mayores tienen características que seguramente se les han añadido o se han modificado con posterioridad. El diseño, y también la ropa de los personajes de algunas de las cartas, concuerdan con la moda del fin de siglo, mientras que los arcanos menores son mucho más clásicos.

Meredith enarcó las cejas.

—¿Arcanos mayores, arcanos menores? —Sonrió—. Lo siento, pero es que no entiendo ni palabra de todo esto. ¿Puedo hacer un par de preguntas antes de que sigamos o eso no está permitido?

Laura rió.

—Aquí está permitido todo.

—De acuerdo. Es algo muy básico. ¿Cuántas cartas hay?

—Con dos excepciones menores, y contemporáneas, la baraja habitual del tarot consta de setenta y ocho cartas, que se dividen en arcanos mayores y arcanos menores. Arcano es la palabra que en latín significa «secreto». Los arcanos mayores, veintidós cartas en total, van numeradas del uno al veintiuno, porque El Loco, o El Bufón en algunas barajas, carece de número. Son cartas que sólo figuran en las barajas del tarot. Cada una tiene una imagen alegórica propia y un conjunto de significados narrativos bien delimitados y asociados a ella.

Meredith miró la imagen de la Justicia que figuraba en el folleto.

—Por ejemplo, ésta.

—Exacto. Las cincuenta y seis cartas restantes, los arcanos menores, las llamadas cartas de los puntos, se dividen en cuatro palos y recuerdan a las cartas normales, sólo que tienen una carta adicional. En una baraja normal del tarot tenemos al Rey, la Reina, el Caballo y el Paje, que es la carta adicional, antes de las diez cartas de los puntos. En cada una de las barajas se da un nombre diferente a los palos: pueden ser pentágonos, oros, copas, bastos, varas, etcétera. En términos más o menos generales, se corresponden con los palos de la baraja francesa, diamantes, corazones, picas y tréboles, o a los de la baraja española.

—Entiendo.

—Casi todos los expertos suelen estar de acuerdo en que las primeras cartas del tarot, las que recuerdan las barajas que tenemos hoy en día, provienen del norte de Italia y son más o menos de mediados del siglo XV. El revival moderno del tarot, de todos modos, comenzó en los primeros años del pasado siglo, en 1909 o 1910, cuando un ocultista inglés llamado Arthur Edward Waite puso en circulación una nueva baraja. Su innovación clave consistió en dar por primera vez un valor individual y simbólico a cada una de las setenta y ocho cartas, a los arcanos mayores y también a los menores. Con anterioridad, las cartas de los puntos sólo llevaban un número.

—¿Y la baraja de Bousquet?

—Las cartas superiores de cada uno de los palos van ilustradas. Son alegorías, y por el estilo de la ilustración se suele pensar que databan de finales del siglo XVI. Indudablemente es anterior a Waite. Pero los arcanos mayores son distintos. El ropaje de los personajes es con toda certeza propio de la Europa de la década de 1890.

—¿Cómo es posible?

—Se tiende a pensar, casi por consenso, que el editor, Bousquet, no tenía una baraja completa, de modo que o bien encargó que le pintaran los arcanos mayores o bien los confeccionó imitando el carácter y el estilo de las cartas de las que sí disponía, es decir, del resto.

—Es decir, que las copió…

Laura se encogió de hombros.

—Sí. Seguramente de fragmentos de otras cartas que sobrevivieron hasta su época, o seguramente de algunas ilustraciones de la baraja original que encontró en un libro. Ya te digo que no soy una experta en el tema.

Meredith volvió a mirar el dorso de aquellas cartas, de un verde intenso, con filigranas de oro y plata.

—Aquí alguien supo hacer un buen trabajo.

Laura asintió.

—Estoy de acuerdo, son muy bellas.

Formó un abanico con las cartas de pentágonos, vueltas de cara a Meredith sobre la mesa, empezando por el as y terminando por el rey. Luego barajó algunas cartas de los arcanos mayores y las colocó encima.

—¿Ves la diferencia entre los dos estilos?

Meredith asintió.

—Claro, aunque siguen siendo bastante similares, sobre todo los colores.

Laura golpeó con la uña una de las cartas.

—Mira, ésta es otra de las características únicas del Tarot de Bousquet. Además de que los nombres de las cartas altas se han cambiado, y por ejemplo aparecen el maître y la Maítresse en vez del Rey y la Reina, en algunos de los arcanos mayores se perciben ciertos rasgos muy personales. Por ejemplo, esta de aquí, la carta II, por lo común se llama La Sacerdotisa, y aquí lleva por nombre «La Prétresse». La misma figura aparece también en la carta VI, sólo que aquí es uno de Los Enamorados, «Les Amoureux». Y si te fijas bien en la carta XV, «Le Diable», verás que vuelve a aparecer la misma mujer, pero esta vez encadenada a los pies del diablo.

—¿Y eso no es lo usual?

—Muchas barajas ponen en estrecha relación las cartas VI y XV, pero no, por lo general, la carta II.

—Así que parece ser que alguien —añadió Meredith despacio, pensando en voz alta—, ya fuera por su cuenta o por instrucción de otra persona, se tomó la molestia de personalizar estas cartas.

Laura asintió.

—De hecho, a veces me he preguntado si no es realmente muy posible que los arcanos mayores de esta baraja estén basados realmente en personas de carne y hueso. Las expresiones faciales de algunos de los personajes parecen realmente vividas.

Meredith notó un escalofrío en la espalda. Miró de nuevo la imagen de la Justicia que ilustraba el folleto.

Su cara es la mía.

Miró a Laura, al otro lado de la mesa, e impulsivamente quiso decirle algo acerca de la búsqueda de índole puramente personal que la había llevado a Francia. Quiso decirle que dentro de unas pocas horas tenía previsto emprender viaje a Rennes-les-Bains.

Pero Laura comenzó a hablar entonces, y se perdió así la ocasión.

—El Tarot de Bousquet además respeta las conexiones tradicionales. Por ejemplo, las espadas representan el aire, el intelecto, la inteligencia en general, mientras que los bastos son el fuego, la energía y el conflicto, las copas se relacionan con el agua y las emociones, y los pentágonos —indicó la carta del rey sentado en su trono, rodeado de lo que parecían monedas de oro— son la tierra, la realidad física y tangible, el tesoro.

Meredith examinó las imágenes a fondo, concentrándose tanto como si pretendiera memorizar cada una de ellas, y sólo entonces asintió para que Laura supiera que estaba preparada para empezar.

Laura despejó la mesa, dejando encima únicamente los arcanos mayores, que colocó en tres filas de cara a Meredith, desde el número menor hasta el mayor. «Le Mat», la carta número cero, El Loco, que no tenía número, lo colocó solo, encima.

—Me gusta considerar los arcanos mayores como si se tratara de un viaje —explicó Laura—. Son los imponderables, las grandes cuestiones de la vida, las que no se pueden cambiar, las que no admiten que se luche contra ellas. Expresado en estos términos, es evidente que estas tres hileras representan tres niveles de desarrollo, tres fases distintas: lo consciente, lo inconsciente y el plano más elevado de la conciencia.

Meredith entornó los ojos. Sintió un mayor escepticismo, un claro rechazo a todo aquello, cosa que le era genéticamente connatural.

Aquí es donde terminan las realidades.

—Al principio de cada hilera hay una imagen poderosa: «Le Pagad», es decir, El Mago, es el que comienza la primera. «La Forcé», La Fuerza, es el comienzo de la segunda. Por último, al empezar la última hilera tenemos la carta XV, «Le Diable», El Diablo.

Algo se agitó en lo más profundo de Meredith al fijarse en la imagen del demonio retorcido. Miró los rostros del hombre y de la mujer encadenados a los pies del Diablo, y en ella prendió el chispazo del reconocimiento. Luego, todo viró al gris.

—La ventaja que tiene este modo de colocar los arcanos mayores consiste en que no sólo se pone de manifiesto el viaje que hace El Loco, «Le Mat», desde la ignorancia hacia el conocimiento, o el esclarecimiento, sino que además se explicitan las conexiones verticales entre las cartas.

Laura continuó tras una pausa.

—De ese modo, se ve bien que La Fuerza es la octava de El Mago, y El Diablo es la octava de La Fuerza. Salen a la luz otros patrones: por ejemplo, tanto El Mago como La Fuerza tienen el signo del infinito encima de la cabeza. Asimismo, el Diablo alza el brazo en un gesto que recuerda al del Mago.

—Como si fueran dos facetas de una misma persona.

—Podría ser —asintió Laura—. El tarot versa sobre patrones, sobre relaciones entre una carta y otra. De eso se trata.

Meredith sólo la escuchaba a medias. Algo de lo que Laura acababa de decir le había molestado, la inquietaba. Pensó por un instante de qué se trataba.

Sí: las octavas.

—¿Sueles explicar todos estos principios en términos musicales? —le preguntó.

—A veces —respondió Laura—. Depende de quién haga la consulta. Hay infinidad de maneras de explicar el tarot, de hacer ver cómo se puede interpretar, y la música no es más que una de tantas. ¿Por qué me lo preguntas?

Meredith se encogió de hombros como si prefiriese no contestar.

—Porque ése es el terreno en que trabajo yo. Supongo que me estaba preguntando si, en el fondo, te habías percatado. —Vaciló un instante—. No recuerdo haber dicho nada a ese respecto, eso es todo.

Laura esbozó una tenue sonrisa.

—¿Y ésa es una idea que te molesta?

—¿Cuál? ¿Que te hayas dado cuenta de alguna manera? Pues no, la verdad es que no —mintió. A Meredith no le estaba gustando el modo en que sus emociones empezaban a entrar en conflicto con su ser racional. Su corazón le decía que allí era posible aprender algo acerca de sí misma, acerca de la persona que era en realidad. Por eso quería que Laura diese en el clavo, que supiera lo que tuviera que saber, que lo adivinara y que se lo dijera. Al mismo tiempo, su intelecto le estaba diciendo que todo aquello era una sarta de estupideces.

Meredith señaló a La Justicia.

—No hay notas musicales en torno a su falda. Es raro, ¿no?

Laura sonrió.

—Ya lo dijo mi hija: las coincidencias no existen.

Meredith rió, aunque no le pareció que aquello tuviera ninguna gracia.

—Todos los sistemas de adivinación, como la música misma, funcionan por medio de patrones —siguió diciendo Laura en el mismo tono de voz, llano y acompasado—. Por si te interesa, hubo un experto norteamericano en cartomancia, Paul Foster Case, que ideó toda una teoría según la cual se vincula cada uno de los arcanos mayores en concreto con las notas de la escala musical.

—A lo mejor lo verifico cuando pueda —dijo Meredith.

Laura recogió las cartas y ordenó la baraja. Sostuvo la mirada de Meredith, y durante un momento de absoluta claridad ésta tuvo el total convencimiento de que estaba viendo su alma, su ansiedad, sus dudas, sus esperanzas también, reflejado todo ello como si fuera un espejo en sus ojos.

—¿Empezamos?

Aun cuando sospechaba lo que se avecinaba, a Meredith le dio un vuelco el corazón.

—Claro —respondió—. ¿Por qué no?