DOMAINE DE LA CADE
Qui, abbé, et merci a vous pour votre gentillesse. Á tout a l’heure.
Julián Lawrence sostuvo el teléfono en la mano un instante antes de colgar. Moreno, en buena forma a pesar de las canas, tenía un aspecto jovial, que no se correspondía con sus cincuenta años. Sacó del bolsillo un paquete de tabaco, abrió el Zippo con el pulgar y encendió un Gauloises. El humo con aroma a vainilla se rizó al ascender en el aire aquietado.
Los preparativos para el servicio que estaba previsto celebrarse esa noche discurrían de acuerdo con sus previsiones. Siempre y cuando su sobrino, Hal, se comportase como era de desear, todo tendría que ir como la seda. Sentía simpatía por el muchacho, aunque le resultara molesto que Hal hubiera recorrido todo el pueblo haciendo preguntas a diestro y siniestro sobre el accidente que había sufrido su padre. Que hubiera removido cosas que más valía dejar en paz. Había estado incluso en el juzgado para interesarse por la causa de la muerte que figuraba en el certificado de defunción. Como el funcionario que estuvo al cargo del caso en la comisaría de policía de Couiza era amigo de Julián —y como el único testigo del incidente había sido el borrachín del pueblo—, el asunto se había tratado con la debida delicadeza. Las preguntas de Hal fueron consideradas la natural y comprensible reacción de un hijo apenado, y no una serie de comentarios con fundamento.
Con todo y con eso, Julián se iba a alegrar cuando el muchacho por fin se marchara. No había nada que desenterrar, si bien Hal seguía empeñado en seguir excavando, y tarde o temprano, en una localidad tan pequeña como Rennes-les-Bains, pronto empezarían a correr las habladurías. Nunca hay humo si no hay fuego. Julián contaba con el hecho de que, cuando concluyera el funeral, sin duda Hal decidiría marcharse del Domaine de la Cade y regresar a Inglaterra.
Julián y su hermano Seymour, el padre de Hal, habían adquirido conjuntamente la finca cuatro años antes. Seymour, diez años mayor que él, y aburrido tras jubilarse y poner fin a tantos años de actividad bursátil que había desarrollado en la City londinense, estaba obsesionado con las previsiones financieras, los márgenes de beneficio, las hojas de cálculo, el modo de ampliar el negocio. Las preocupaciones de Julián eran de muy otra índole.
Desde la primera vez que recorrió la región, en 1997, le habían intrigado los rumores relacionados con Rennes-les-Bains en general y con el Domaine de la Cade en particular. Lo cierto es que toda la zona parecía sepultada bajo misterios y leyendas: había quien hablaba de tesoros escondidos y otros de conspiraciones, camelos y patrañas sobre sociedades secretas, de todo y de nada, desde los templarios y los cataros hasta los visigodos, los romanos, los celtas. La historia que sin embargo había prendido en la imaginación de Julián era bastante más reciente. Ciertas crónicas escritas que databan de finales del pasado siglo referían la existencia de un sepulcro profanado dentro de la finca, de una baraja de cartas del tarot aparentemente pintadas como si fueran retablos y formasen una especie de mapa del tesoro, del incendio que había destruido parte del edificio original.
Toda la región que circundaba Couiza y Rennes-le-Cháteau había sido, en el siglo V de nuestra era, el corazón mismo del imperio visigodo. Eso era algo que sabía cualquiera. Los historiadores y los arqueólogos desde tiempo atrás habían especulado con la posibilidad de que el tesoro amasado por los visigodos tras el saqueo de Roma hubiera terminado por llegar al suroeste de Francia. En ese punto las pruebas se difuminaban, divergían, se volatilizaban. Sin embargo, cuanto más fue descubriendo Julián, más intensa empezó a ser su convicción de que la mayor parte del tesoro de los visigodos seguía en algún lugar cercano, e impreciso, a la espera de quien supiera encontrarlo. Y las cartas —los originales, no las muchas copias que se habían impreso— eran sin duda la clave.
Julián se fue obsesionando. Solicitó permiso para realizar excavaciones, invirtió todo su dinero y todos sus recursos en la búsqueda. Sus éxitos fueron más bien modestos, pues había encontrado poco más que los objetos habituales en las tumbas visigodas: espadas, hebillas, copas, nada realmente especial. Cuando expiró su permiso para realizar excavaciones, siguió haciéndolo de manera ilegal. Como un verdadero adicto al juego, estaba literalmente enganchado, convencido de que tan sólo era cuestión de tiempo.
Cuando el hotel se puso a la venta, cinco años atrás, Julián convenció a Seymour de que hiciera una oferta. Irónicamente, y a pesar de las enormes diferencias que había entre ambos, en todos los sentidos, había sido una jugada inteligente. La sociedad había funcionado a pedir de boca hasta los últimos meses, en los que Seymour se fue implicando cada vez más en el día a día del negocio. Y se empeñó en estudiar a fondo los libros de cuentas.
El sol que caía sobre el césped era potente e iluminaba la estancia a través de los altos ventanales del viejo estudio del Domaine de la Cade. Julián miró un cuadro que tenía colgado en la pared, sobre su mesa. Era un viejo símbolo del tarot, similar a un ocho, sólo que tumbado. El símbolo del infinito. Oyó un ruido de repente.
—¿Estás listo?
Julián se volvió y vio a su sobrino, con traje negro y corbata negra, de pie en el umbral, el cabello peinado de forma que no le cayera sobre la frente. A sus veintitantos años de edad, ancho de hombros, de tez clara, Hal tenía todas las trazas de ser el deportista que en efecto había sido en sus tiempos de universitario. Buen jugador de rugby, bastante bueno en tenis.
Julián se inclinó, apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal que tenía en el alféizar de la ventana y dio un sorbo de whisky. Estaba impaciente, deseoso de que terminara el funeral, de olvidarlo todo y volver a la normalidad. Estaba más que harto de que Hal anduviera por todas partes a su antojo, metiendo la nariz en donde posiblemente no debiera husmear.
—Enseguida estoy contigo —le dijo—. No tardo ni dos minutos.