DOMINGO, 11 DE NOVIEMBRE
Once días más tarde, Meredith se encontraba en el promontorio desde el cual se dominaba el lago, viendo cómo un pequeño ataúd de madera sencilla descendía al interior de la tierra.
Era un grupo poco numeroso. Ella y Hal, el propietario legal del Domaine de la Cade, junto con Shelagh O’Donnell, en la que todavía eran visibles las pruebas de la agresión de que fue objeto por parte de Julián. Asistió a la ceremonia un sacerdote de la localidad junto con un representante del ayuntamiento. Tras no pocos esfuerzos persuasivos, la casa consistorial había dado permiso para que el entierro se celebrase en la finca, siempre y cuando quedase bien claro que en aquel lugar estaban enterrados Anatole e Isolde Vernier. Julián Lawrence había saqueado las tumbas, pero sin exhumar los huesos.
A Meredith la emoción le atenazaba la garganta.
Por fin, al cabo de más de cien años, Léonie finalmente pudo hallar descanso junto a los cuerpos de su amado hermano y la esposa de éste.
En las horas siguientes a la muerte de Julián, los restos de Léonie fueron exhumados de una tumba muy poco profunda en las ruinas del sepulcro. Daba casi la impresión de que la hubieran tendido en tierra para que descansara así. Nadie pudo dar explicación al extraño hecho de que no hubieran descubierto sus restos con anterioridad, teniendo en cuenta las muchas y concienzudas excavaciones que se habían llevado a cabo en aquel yacimiento. Ni tampoco se explicó nadie por qué sus huesos no los habían dispersado en todo ese tiempo los animales salvajes.
Meredith sin embargo estuvo al pie de la tumba y vio cómo los colores del terreno bajo el cuerpo adormecido de Léonie, los matices cobrizos de las hojas encima de ella, los desvaídos fragmentos de tela que aún revestían su cuerpo y que le daban calor, eran idénticos a los de la ilustración de una de las cartas del tarot. De la baraja original, no de la copia. La carta VIII: La Fuerza. Y por un instante Meredith imaginó que veía incluso el eco de las lágrimas sobre su fría mejilla.
Tierra, aire, fuego, agua.
Debido a los formalismos legales y a la interminable burocracia del Estado francés, había resultado imposible averiguar con exactitud qué le sucedió a Léonie en la noche del 31 de octubre de 1897. Se declaró un incendio en el Domaine de la Cade, de eso quedaba plena constancia. Estalló más o menos con el crepúsculo, y en el transcurso de pocas horas destruyó parte de la casa. La biblioteca y el estudio fueron las dependencias más dañadas. También se tenían pruebas en los archivos de que el incendio fue intencionado.
A la mañana siguiente, día de Todos los Santos, se hallaron varios cuerpos en las ruinas humeantes: los criados que, se supuso, se vieron atrapados por las llamas. Y hubo otras víctimas, hombres que no trabajaban en los terrenos, personas llegadas del pueblo de Rennes-les-Bains.
Lo que seguía sin estar nada claro era por qué había elegido Léonie Vernier quedarse atrás cuando se dio a la fuga el resto de los habitantes del Domaine de la Cade, su sobrino Louis-Anatole entre ellos. A no ser que se hubiera visto obligada a quedarse por alguna razón. Tampoco había explicación en los archivos sobre el hecho de que el fuego se extendiera tanto y tan deprisa que destruyó además el sepulcro. El Courrier d’Aude y otros periódicos de los alrededores hicieron en su día referencia a que hubo vientos fortísimos aquella noche. Con todo y con eso, la distancia entre la casa y la tumba visigótica, sita en el corazón del bosque, parecía excesiva.
Meredith sabía que podía aclararlo. Con el tiempo, conseguiría que todas las piezas encajasen.
La luz ascendente daba de soslayo en la superficie del agua, los árboles, el paisaje que tantos secretos había guardado, y durante tanto tiempo. Un soplo de viento, como un suspiro, susurró sobre los terrenos de la finca, prolongándose por el valle. La voz del sacerdote, clara e intemporal, fue un llamamiento para que Meredith asumiera la tarea que le quedaba pendiente.
—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Notó que Hal la había tomado de la mano.
Amén. Así sea.
El sacerdote, alto, con su recia sotana negra, le sonrió un instante. Tenía la nariz enrojecida, y sus ojos castaños y amables brillaban con una luz especial debido tal vez al aire helado.
—Mademoiselle Martin, c’est a vous, alors.
Respiró hondo. Ahora que había llegado el momento, de pronto se sintió tímida, reacia. Notó que Hal le apretaba los dedos con su mano antes de soltarla con cariño.
Manteniendo con gran dificultad sus emociones bajo control, Meredith dio un paso adelante hasta el borde de la tumba. Del bolsillo, sacó dos objetos que se habían recuperado en el estudio de Julián Lawrence: un camafeo de plata y un reloj de caballero, de bolsillo. Los dos llevaban inscritas sólo unas iniciales y una fecha: el 22 de octubre de 1891, conmemoración del matrimonio de Anatole Vernier con Isolde Lascombe. Meredith titubeó y, al cabo, se agachó y depositó ambos objetos suavemente en la tierra a la que pertenecían.
Alzó los ojos hacia Hal, que le sonrió y le hizo un gesto inapreciable con la cabeza. Ella respiró hondo otra vez, y de su bolsillo interior sacó un sobre de color blanco. Dentro se encontraba la pieza de música, la reliquia que Meredith tanto había atesorado, y que se llevó Louis Anatole en barco desde Francia hasta Estados Unidos, para entregársela a las sucesivas generaciones, hasta que llegó a ella.
Le fue difícil desprenderse de aquella hoja de papel, pero Meredith en el fondo sabía que era propiedad de Léonie.
Miró la pequeña lápida de pizarra que habían colocado en el suelo, gris, sobre el verde de la hierba húmeda:
LÉONIE VERNIER
22 AOÜT 1874 − 31 OCTOBRE 1897
REQUIESCAT IN PACEM
Meredith soltó el sobre. Aleteó en el aire, trazó una espiral, un destello de blancura que caía despacio desde su mano enguantada, revestida de negro.
Descansen en paz los muertos. Duerman el sueño de los justos.
Dio un paso atrás con las manos unidas al frente, la cabeza inclinada. Por un momento, el pequeño grupo allí reunido guardó silencio, rindiendo los últimos respetos. Meredith hizo entonces un gesto de asentimiento hacia el sacerdote.
—Merci, monsieur le curé.
—Je vous en prie.
Con un gesto intemporal, el sacerdote pareció abarcar a todos los reunidos en el promontorio, y se dio la vuelta entonces para encabezar la marcha del grupo por la pendiente. Llegaron hasta la orilla del lago y lo rodearon. Cuando se acercaban al edificio, por las extensiones de césped bien cuidado que relucían con el rocío de la mañana, el sol todavía en ascenso se reflejaba arrancando llamaradas de las ventanas del hotel.
Meredith de pronto se detuvo.
—Perdona, pero… ¿tienes un minuto? —le preguntó a Hal.
El asintió.
—Quiero ver cómo quedan acomodados y vuelvo ahora mismo contigo.
Ella lo vio seguir camino, atravesar la hierba, llegar hasta la terraza, y sólo entonces le dio la espalda para mirar el lago. Quería quedarse un poco más, sólo un poco más.
Meredith se abrigó cerrándose bien el abrigo en torno al cuello. Tenía helados los dedos de las manos y de los pies y le picaban los ojos. Habían terminado todas las formalidades. No quería marcharse del Domaine de la Cade, pero sabía que había llegado el momento. Al día siguiente, a la misma hora, estaría de regreso a París. Al día siguiente, martes 13 de noviembre, se hallaría a bordo de un avión, sobre el Atlántico, de vuelta a casa. Y entonces tendría que pararse a pensar adonde seguir, por dónde continuar.
Calibrar si Hal y ella realmente tenían un futuro por delante.
Meredith contempló las aguas dormidas del lago, planas como un espejo, y miró hacia el promontorio. Allí, junto al viejo banco de piedra en forma de luna creciente, Meredith creyó ver una figura, un perfil insustancial, una silueta rutilante, con un vestido blanco y verde, ceñido a la cintura, voluminoso en los brazos y en la falda. Llevaba el cabello suelto, de un cobrizo reluciente con los primeros rayos del sol de la mañana. Detrás, los árboles, plateados por la escarcha, resplandecían como si fueran de metal.
Meredith creyó oír la música una vez más, aunque no estuvo segura de que fuera en su interior o en lo más profundo de la tierra. Como las notas manuscritas en el papel, sólo que escritas en el aire. Música oída, pero no oída.
Permaneció en silencio, a la espera, atenta, a sabiendas de que iba a ser la última vez.
Hubo un súbito cabrilleo en el agua, tal vez una refracción de la luz, y Meredith vio a Léonie levantar la mano. Un brazo esbelto y silueteado sobre el cielo blanco. Largos dedos envueltos en guantes negros. Pensó en las cartas del tarot. Las cartas de Léonie, que ella había pintado más de cien años antes para relatar su historia y la de aquellas personas a las que tanto había amado. En la confusión y en el caos de las horas inmediatamente posteriores a la muerte de Julián, en la Noche de Difuntos —mientras Hal estuvo en comisaría y hubo numerosas llamadas del hospital, donde estaban tratando a Shelagh, y del depósito de cadáveres, adonde llevaron el cuerpo de Julián—, Meredith, en silencio, sin decir nada a nadie, devolvió las cartas al costurero de Léonie y se lo llevó al ancestral escondite, en el bosque, donde lo había encontrado.
Al igual que aquella pieza de música para piano, Sepulcro, 1891, su lugar natural era la tierra.
Clavó los ojos en la media distancia, pero la imagen se iba desdibujando.
Se marcha.
Fue el deseo de que se hiciera justicia lo que mantuvo allí a Léonie hasta que se contó la historia en su totalidad, y se supo. Ahora por fin podía descansar en paz, en aquella tierra que tanto y tan bien amó.
Sintió llegar a Hal, notó que se situaba a su lado.
—¿Qué tal va? —preguntó él en voz baja.
Descansen en paz los muertos. Duerman el sueño de los justos.
Meredith supo que él se estaba esforzando por entender algo, por sacar algo en claro de todo aquello. A lo largo de los últimos once días habían hablado, habían hablado mucho. Ella le contó todo lo que había acontecido, todo, hasta el momento en que él apareció de pronto en el calvero, minutos después que su tío. Le habló de Léonie, de su lectura del tarot en París, de la obsesión que se remontaba a más de cien años antes, y que tantas vidas se había cobrado, de las historias sobre el demonio y la música del lugar; le explicó cómo se había sentido, cómo creía que se vio arrastrada al Domaine de la Cade. Mitos, leyendas, realidades, historia, todo ello entremezclado sin solución de continuidad.
—¿Y estás bien? —preguntó él.
—Estoy bien. Sólo tengo un poco de frío.
Ella mantuvo los ojos clavados en la media distancia. La luz iba cambiando.
Hasta los pájaros dejaron de cantar.
—Lo que sigo sin entender —siguió diciendo Hal, y se introdujo las manos en los bolsillos, hasta el fondo— es por qué tú, es decir, claro que hay una conexión familiar con los Vernier, pero con todo y con eso…
Calló, por no saber en realidad qué pretendía decir.
—Tal vez fuera —dijo ella en voz queda— porque yo no creo en los fantasmas.
No era consciente en ese momento de Hal, del frío, del amanecer purpúreo que se iba extendiendo por el valle del Aude. Sólo tenía conciencia del rostro de la joven en la otra orilla del lago. Su espíritu se difuminaba en el trasfondo de los árboles, en la escarcha, y se escapaba. Meredith mantuvo los ojos clavados en un punto. Léonie ya casi no estaba allí. Su perfil se movía, titilaba, se deslizaba, se escurría, como el eco de una nota.
Del gris al blanco, del blanco a nada.
Meredith alzó la mano como si fuera a despedirse con un gesto cuando aquella silueta, ya espejismo, se diluyó al fin en una ausencia. Despacio, bajó el brazo.
Requiescat in pacem.
Hasta que al fin todo fue silencio. Todo fue espacio.
—¿Estás segura de que estás bien? —insistió Hal. Lo dijo como si estuviera preocupado.
Ella asintió.
—Sí, no es más que algo que se me ha metido en el ojo.
Durante unos pocos minutos más, Meredith se quedó mirando el espacio vacío. No quería interrumpir su conexión con el lugar. Entonces respiró hondo y buscó a Hal. En él encontró calor, solidez, carne y hueso.
—Volvamos —dijo ella.
Tomados de la mano, se dieron la vuelta y caminaron a través de las extensiones de césped, hasta llegar a la terraza de la parte posterior del hotel. Sus pensamientos discurrían por caminos muy distintos. Hal estaba pensando en un café. Meredith pensaba en Léonie. En lo mucho que iba a echarla de menos.