Capítulo 100

Dame las cartas —dijo él. A Meredith se le salió el corazón por la boca en el instante en que oyó su voz.

Se volvió en redondo, abrazada con fuerza a las cartas, y con el mismo gesto dio uno, dos pasos atrás.

Impecable en todas las demás ocasiones en que ella lo había visto, en Rennes-les-Bains y en el hotel, en ese momento Julián Lawrence parecía un guiñapo. Llevaba la camisa abierta y sudaba copiosamente. Se le notaba el agrio olor del brandy en el aliento.

—Hay algo ahí —dijo ella, y las palabras salieron a borbotones de sus labios antes de que tuviera un instante para pensar—. Un lobo o algo así. En serio. Acabo de verlo. Del otro lado de los muros.

Él se quedó donde estaba. La confusión nubló la desesperación de sus ojos.

—¿Muros? ¿Qué muros? ¿De qué estás hablando?

Meredith miró de reojo. La velas seguían titilando, proyectando sombras que perfilaban la forma de la tumba visigótica.

—¿Es que no los ves? —preguntó—. Está clarísimo. Las luces brillan en donde estuvo el sepulcro.

Una sonrisa taimada asomó en los labios de él.

—Ah, ya veo por dónde quieres ir —dijo—, pero no te valdrá de nada. Lobos, animales peligrosos, templos espectrales que flotan en el aire… Todo eso está muy bien, es muy entretenido, pero a mí no me impedirá lograr lo que quiero. —Se acercó un paso más—. Dame las cartas.

Meredith tropezó al retroceder un paso. Por un instante, sin embargo, tuvo una fuerte tentación. Se encontraba en un terreno propiedad de Julián, había hecho una excavación sin permiso. Era ella la que estaba cometiendo una infracción, no él. Sin embargo, con sólo mirarle a la cara se le heló la sangre en las venas. Los ojos azules, penetrantes, las pupilas dilatadas. El miedo comenzó a recorrer su columna vertebral en cuanto pensó en lo aislados que estaban allí los dos, a kilómetros de cualquier parte, en medio del bosque.

Necesitaba mantener algún punto de apoyo. Lo observó con cautela mientras él miraba el calvero de hito en hito.

—¿Has encontrado aquí la baraja? —preguntó él—. No, imposible. Yo ya he excavado aquí, y aquí no estaba.

Hasta ese momento, Meredith nunca había terminado de creer del todo las teorías que tenía Hal sobre su tío. Si la doctora O’Donnell estaba en lo cierto, y si había sido el coche azul de Julián Lawrence el que había pasado por la carretera nada más producirse el accidente, cabía la posibilidad de que no se hubiera detenido para pedir auxilio ni para prestarlo.

Meredith dio un paso atrás.

—Hal llegará en cualquier momento —le dijo.

—¿Y eso qué más da?

Miró en derredor, tratando de precisar si tenía o no alguna posibilidad de huir. Era mucho más joven, estaba más en forma que él. Pero de ninguna manera habría abandonado el costurero de Léonie allí en el suelo. Y por más que Julián Lawrence pensara que ella sólo pretendía meterle el miedo en el cuerpo hablando de lobos y de bestias, seguía estando segura de que había visto algo, un animal, que rondaba por la linde del calvero poco antes de que llegara él.

—Dame las cartas y no te haré daño —insistió él.

Meredith dio otro paso atrás.

—No te creo.

—No creo que importe ahora mismo que me creas o no. —Y como si se acabase de encender una luz de pronto perdió los estribos y le gritó a la cara—: ¡Dámelas!

Meredith tropezó de nuevo al dar otro paso atrás, apretando las cartas contra el pecho. Volvió a notar el olor. Más intenso que antes, un hedor que le revolvió las tripas, una peste a pescado podrido y un olor a fuego aún más penetrante.

Lawrence sin embargo parecía completamente ajeno a todo, con la excepción de las cartas que ella sujetaba con fuerza. Seguía avanzando hacia ella paso a paso, acercándose con la mano extendida.

—¡Apártate de ella!

Tanto Meredith como Lawrence se volvieron sobre los talones hacia el punto del que había partido la voz en el momento en que Hal llegó corriendo por el bosque, gritando a voces, derecho hacia su tío.

Lawrence se dio la vuelta y se aprestó para hacerle frente, y con un gesto brusco logró descargarle un directo en el mentón con el puño derecho. Desprevenido, Hal cayó en el acto, manándole la sangre de la boca y la nariz.

—¡Hal!

Él lanzó una patada contra su tío, y le alcanzó en la rodilla. Lawrence dio un traspié, pero no llegó a caer. Hal intentó levantarse a duras penas, pero aunque Julián era mayor, y mucho más pesado, sabía pelear y había empleado los puños bastantes más veces que Hal. Era más veloz en sus reacciones. Unió ambas manos y las descargó con una fuerza tremenda en la nuca de Hal.

Meredith corrió a por el costurero; arrojó las cartas al interior, cerró la tapa de golpe y acudió a donde estaba Hal, inconsciente en el suelo.

No tiene nada que perder.

—Pásame las cartas de una vez, señora Martin.

Se levantó otra ráfaga de viento cargada del olor de la quema. Esta vez también le llegó a Lawrence. La confusión se reflejó un instante en sus ojos, pero no hizo caso.

—Si es necesario, te mataré —dijo él, en un tono tan despreocupado que dio mayor credibilidad a su amenaza. Meredith no respondió. El parpadeo de la luz de las velas que había imaginado en los muros del sepulcro se convirtió en llamas anaranjadas, doradas y negras, que parecían deseosas de brincar. El propio sepulcro estaba empezando a arder. El humo, negrísimo, envolvía el calvero, lamía las piedras. Meredith imaginó que acertaba a oír el crepitar de la pintura en los santos de yeso cuando empezaron a abrasarse. Las vidrieras de las ventanas estallaron hacia fuera en el momento en que cedieron los armazones de plomo por efecto del calor.

—Pero… ¿es que no lo estás viendo? —gritó—. ¿Es que no ves lo que está pasando?

Vio la alarma teñir el rostro de Lawrence, y una mirada de puro espanto que asomaba a sus ojos. Meredith se dio la vuelta, pero lo hizo despacio, y no llegó a ver nada con claridad. Algo pasó de largo a toda velocidad, a su lado: un animal de pelaje negro, apelmazado, con un movimiento extraño, cojitranco, que dio un empellón antes de saltar.

A Lawrence se le escapó un alarido.

Meredith vio horrorizada cómo caía, cómo trataba de impulsarse hacia atrás desde el suelo y cómo arqueaba la espalda como un cangrejo grotesco. Alzó los brazos como si luchase con algún ser invisible, dando puñetazos al aire, exclamando que algo le desgarraba la cara, los ojos, la boca. Con sus propias manos se atenazaba el cuello y se arañaba la piel, como si quisiera librarse de la presión de una mano.

Y Meredith oyó el susurro, una voz distinta, más profunda, más grave y más sonora que la de Léonie, que reverberaba en el interior de su cabeza. No reconoció las palabras, pero captó lo que querían decir.

Fujhi, poudes; Escapa, non.

Podrás huir, pero no escapar.

Vio cómo a Lawrence se le agotaban las fuerzas para plantar batalla y lo vio caer por tierra.

El silencio se adueñó de inmediato de la arboleda. Miró en derredor. Se encontraba de pie sobre un trozo de hierba. Ni llamas, ni muros, ni olor a tumba abierta.

Hal parecía volver en sí, se había apoyado sobre un codo. Se llevó la mano a la cara y luego se miró la palma, pegajosa de sangre.

—¿Qué demonios ha pasado?

Meredith fue corriendo a su lado y lo rodeó con ambos brazos.

—Te golpeó. Te dejó fuera de combate.

Hal parpadeó y volvió entonces la cabeza hacia donde estaba su tío tendido en el suelo.

Se le pusieron los ojos como platos.

—¿Has sido tú la…?

—No —interrumpió ella de inmediato—. Yo no lo toqué. No sé qué es lo que ha ocurrido. En un momento estaba… —calló, pues no supo cómo describirle a Hal lo que había visto.

—¿Un ataque al corazón?

Meredith se agachó al lado de Julián, que tenía el rostro completamente blanco, los labios y la nariz teñidos de morado, y el mentón ensangrentado.

—Todavía está vivo —dijo ella, sacando el móvil del bolsillo y lanzándoselo a Hal—. Llama. Si los equipos de urgencia son rápidos…

El atrapó el móvil, pero no hizo el gesto de marcar. Ella vio su mirada y supo qué estaba pensando.

—No —le dijo con suavidad—. Así no.

El la miró a los ojos unos momentos, con sus ojos azules apagados por el dolor, por la posibilidad de pagarle a su tío con la misma moneda que había empleado él. Un mago, dotado de poder sobre la vida y la muerte.

—Haz esa llamada, Hal.

Todavía durante un instante más quedó en suspenso la decisión. Entonces ella vio que los ojos de Hal se nublaban y que volvía a ser el de siempre. Justicia, no venganza. Comenzó a marcar el número. Meredith se acuclilló al lado de Julián, que ya no era aterrador, sino patético tan sólo.

Tenía las palmas de las manos expuestas al aire. En cada una de ellas, una extraña señal roja, inflamada, muy parecida a un ocho. Puso la mano sobre su pecho y en ese momento se dio cuenta de que ya no respiraba. Despacio, se puso en pie.

—Hal.

Él la miró torciendo la cabeza. Meredith se limitó a negar con un gesto.

—Ha muerto.