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Dudas sobre el escepticismo

Un escéptico es, ya se sabe, alguien que lejos de aceptar todo lo que se le dice, o lo primero que le viene a la mente, duda. Si se trata de un nuevo dato, el escéptico echa un vistazo al modo como fue obtenido o, incluso, intenta reproducirlo; si se trata de una nueva generalización, busca contraejemplos (excepciones); si de lo que se trata es de un nuevo procedimiento, revisa su eficacia; si es una norma de conducta, examina tanto su compatibilidad con otros principios como las consecuencias de su aplicación, etcétera.

En cambio, el dogmático se aferra a lo que considera sabiduría heredada infalible. Pero al mismo tiempo, como ese personaje de una de las novelas de Vladimir Nabokov, trata todo lo que no conoce con escepticismo. En resumen, la marca distintiva del escéptico es el escrutinio, en tanto que las del dogmático son la aceptación ciega y un igualmente ciego rechazo.

El dudar no es algo que nos venga naturalmente. Tan es así que, al parecer, la duda era desconocida en las sociedades primitivas, en las que se daba igual mérito a los mitos menos verosímiles que al conocimiento más sólido. Hay dos buenos motivos para tales, credulidad y dogmatismo, particularmente en los tiempos primitivos. Para comenzar, es difícil hallar nuevas ideas —y, en particular, buenas ideas— sin investigación metódica y sin el apoyo de un considerable cuerpo de conocimiento certificado. El segundo motivo es que las personas necesitan aferrarse a un conjunto de creencias compartidas si han de enfrentar un ambiente hostil, inquieto y en gran medida desconocido. La mayor parte de la gente, tanto en las sociedades primitivas como en las modernas, prefiere proteger sus sistemas de creencias fijándolos. (Incluso, Charles Sanders Peirce, un original filósofo procientífico, escribió consejos acerca de cómo debían fijarse las creencias). Pero, por supuesto, un barco anclado no se mueve. Lo que necesitamos para navegar de manera segura es equipar la nave con un estabilizador. Este estabilizador es el método científico, junto con un lastre compuesto por leyes bien confirmadas y valores robustos tales como la libre indagación, la Ubre circulación de los hallazgos de la investigación y la crítica, particularmente la constructiva.

El hábito de sopesar razones para creer o no creer apareció, probablemente, en tiempos bastante recientes, hace aproximadamente dos mil quinientos años. Al parecer, este hábito surgió entre la élite intelectual de una sociedad cosmopolita barrida por el oleaje de diferentes concepciones en pugna, desgarrada por luchas políticas intestinas y convulsionada por los conflictos internacionales. Así era Atenas en tiempos de Pericles. Fue allí y en aquel tiempo, hace unos veinticinco siglos, que la lógica, la matemática, la ciencia, el derecho y la democracia política —todos los cuales necesitan la duda, la discusión crítica y la prueba— florecieron e interactuaron simultáneamente por primera vez. No es una coincidencia que la antigua Grecia fuese, también, la cuna de la filosofía escéptica o del dudar sistemático.

El dudar se ha vuelto algo tan propio de los asuntos prácticos del mundo moderno que nadie, ni siquiera los fanáticos religiosos, dudan de la legitimidad de dudar, al menos en ciertas circunstancias. Por ejemplo, los hombres de negocios revisan la mercancía antes de comprarla y examinan también a sus posibles socios comerciales antes de cerrar un trato. Mejor aún, considérese la práctica moderna del derecho. La primera tarea del abogado es recoger y seleccionar los elementos de prueba a favor o en contra de cualquier dato, conjetura o argumento que exhiba la parte contraria. Una prueba o un argumento no tendrá éxito en el tribunal a menos que logre satisfacer el examen de un tenaz escéptico empeñado en descubrir lagunas, incoherencias o mentiras. Y la obligación de los jurados y jueces es pronunciar su veredicto sólo si las pruebas presentadas están «más allá de toda duda razonable», éste mismo un concepto dudoso que tía suscitado controversias por más de dos siglos.

El escepticismo es, pues, un bastión de la justicia retributiva: la libertad, la propiedad y la vida dependen de cuan intenso sea el compromiso del sistema legal con el principio escéptico «Duda antes de dar tu conformidad; y, si alguna duda razonable persistiese, suspende el juicio y aplaza la acción o no actúes de modo alguno».

En el ámbito filosófico, las cosas son todavía más complicadas que en la práctica del derecho. En efecto, los escépticos filosóficos de hoy, al igual que los dogmáticos, constituyen una variopinta multitud. Sólo están de acuerdo en los siguientes cinco puntos: (1) respeto por las reglas básicas de la lógica, en particular la ley de no contradicción, es decir, «no-(p y no-p)»; (2) exigencia de datos pertinentes a favor o en contra de cualquier afirmación referente a hechos, de allí la profunda sospecha —cuando no el directo rechazo— de las afirmaciones concernientes a lo sobrenatural y lo paranormal; (3) respeto por la honestidad intelectual; (4) derecho a la libre indagación y al debate racional abierto; y (5) falibilismo, o la máxima «Errar es humano».

En otros respectos, los escépticos difieren entre sí en todos los aspectos imaginables. Por ejemplo, con respecto a la religión, en tanto unos son agnósticos otros son ateos. De igual modo, mientras que algunos sostienen que no tiene sentido realizar más experimentos sobre telepatía, psicokinesia, quiromancia y otras cosas por el estilo, los otros afirman lo contrario. Mientras algunos escépticos critican la moral convencional —la cual implica un mínimo de altruismo— otros sostienen que todo juicio moral es dependiente de la cultura o, incluso, subjetivo. Y mientras algunos son escépticos con respecto a determinados programas o acciones políticas, otros sospechan de toda la política. Resumiendo: algunos escépticos son más tolerantes que otros a opiniones y prácticas diferentes de las propias.

Tal diversidad es comprensible, ya que diferentes personas poseen diferentes formaciones, puntos de vista, intereses y metas. Y esta diversidad es un mérito del movimiento escéptico. Por cierto, esta tolerancia da lugar a ideas nuevas y audaces, a la vez que estimula su debate racional. Sería suicida para un movimiento escéptico decretar que sólo una escuela de pensamiento debe ser tolerada en materias que todavía están siendo investigadas. Igualmente suicida sería decretar que quienes sostienen que la tierra es plana o los alquimistas, los astrólogos, los creacionistas, los homeópatas y los psicoanalistas tienen el mismo derecho que los científicos al dinero de los contribuyentes.

El escéptico constructivo no tiene más paciencia con los fanáticos o los charlatanes que con los traficantes de mitos o los impostores profesionales: está demasiado atareado haciendo su pequeña contribución para llegar a nuevas verdades, o para refutar nuevos y viejos mitos a través de la ardua investigación. Después de todo, el tiempo es el más escaso de los recursos y, por ello, también el más valioso. Sin embargo, en todos los tiempos, ciertos escépticos han puesto sobre sus hombros la carga pública de criticar algunos de los delirios y falsedades que se hacen pasar por descubrimientos científicos. Este capítulo constituye un esfuerzo más en esa dirección. Recomiendo a todo aquel que esté interesado en esta empresa consultar las publicaciones Free Inquiry y The Skeptical Inquirer.[27]

7.1. El dogmatismo y el escepticismo se presentan en grados

Toda aquella persona lo suficientemente ingenua como para jamás dudar de lo que se le ha enseñado o de lo que ella misma ha inventado, merece ser llamada dogmática. Los filósofos aprioristas e intuicionistas son dogmáticos en extremo. Los primeros, porque confían en ciertos principios generales que supuestamente no necesitan de la prueba empírica, en tanto que los segundos nos piden que creamos en sus intuiciones pretendidamente infalibles. Típicamente, los escritos de un dogmático no son cadenas de razones apuntaladas por la prueba empírica y la inferencia lógica, sino rosarios de afirmaciones injustificadas. (Véase, por ejemplo, cualquier trabajo de Heidegger o Derrida). Un dogmático no siente la necesidad de aclarar, comprobar o justificar cosa alguna, salvo, quizá, por el recurso a la autoridad o la analogía, ninguna de las cuales impresiona a los racionalistas.

Sin embargo, el dogmatismo se presenta en grados. Además del dogmatismo total o sistemático, existe el dogmatismo parcial (táctico o metodológico) o escepticismo restringido. Toda persona razonable es escéptica sólo parcialmente, y esto por dos motivos: uno lógico y otro práctico. El primero es que, para dudar acerca de algo, necesitamos dar algo por sentado, aun cuando esto sea únicamente de modo provisorio. Podemos dudar razonablemente de una afirmación sólo si ésta se halla en conflicto con el cuerpo principal de conocimiento previo. Por ejemplo, la hipótesis de la existencia de la telepatía es incompatible con la neurociencia cognitiva, según la cual no puede haber ideas separadas del cerebro, del mismo modo que las caras no pueden emitir sonrisas.

La justificación práctica del dogmatismo parcial (o táctico) es que nadie posee la aptitud, los recursos, la paciencia o el tiempo necesarios para examinar cada idea que le sale al paso. Por ejemplo, nadie en su sano juicio duda de que dos más dos suman cuatro, que las personas necesitan alimentarse para subsistir, que los automóviles precisan combustible para funcionar, que el conocimiento es valioso o que las acciones tienen consecuencias, de lo que se desprende que debemos indagar y reflexionar antes de actuar.

Pero una cosa es sentirse razonablemente seguro acerca de ideas o procedimientos que han sobrellevado innumerables pruebas y otra, muy diferente, afirmar la existencia de proposiciones o procedimientos privilegiados que no necesitan comprobación alguna porque han sido revelados o refrendados por una pretendida autoridad, o porque los creemos evidentes por sí mismos. Los escépticos de todas las variedades descreen de la revelación y desconfían de las intuiciones de cualquier tipo, traten éstas acerca de la corrección de proposiciones matemáticas, la gramaticalidad de las oraciones, la eficiencia de las recetas para cocinar o, incluso, de la moralidad de las acciones. Todo escéptico que se precie de serlo exigirá fundamentos para creer o hacer cualquier cosa. Los escépticos son constructores a la vez que destructores,[28] edifican a la vez que demuelen.

Ahora bien, el dogmatismo restringido es, por supuesto, lo mismo que el escepticismo restringido. De allí que, al igual que el dogmatismo, el escepticismo pueda ser total (radical o sistemático) o táctico (moderado o metodológico). Toda persona razonable es parcialmente escéptica, porque la vida nos enseña que cualquiera —especialmente los demás— puede cometer errores, Pero la vida nos enseña, también, que hemos llegado a saber bastante; sabemos, por ejemplo, que hay fotones y átomos y genes y galaxias; que mientras algunas infecciones son bacterianas, otras son virales; que las instituciones pueden volverse obsoletas; y que el egoísmo extremo no rinde a largo plazo.

Unos pocos ejemplos históricos contribuirán a esclarecer la diferencia entre las dos variedades de escepticismo. En la antigüedad, Pirrón y Sexto Empírico fueron escépticos radicales, puesto que afirmaban que nada puede conocerse con certeza. Francisco Sanches y Michel de Montaigne siguieron ese ejemplo en vísperas de la era Moderna, salvo que ellos admitieron (muy probablemente con el exclusivo fin de salvar sus pellejos) que es posible conocer algunas verdades a través de la revelación o la fe. En cambio, Sócrates y Descartes utilizaron la duda sólo como un medio para obtener lo que ellos consideraban conocimiento cierto. Su escepticismo era únicamente táctico: la duda era sólo la primera etapa en su búsqueda de la verdad. Por ello, a diferencia de Pirrón y Sanches, Sócrates y Descartes tuvieron éxito en el intento de obtener algunas verdades.

Pocos escépticos han dudado del poder de la razón para establecer fórmulas matemáticas más allá de la sombra de la duda. La razón de ello es que la matemática no nos es dada sino que la construimos y se halla, por lo tanto, totalmente bajo el control humano. Una vez postulados los supuestos y reglas de inferencia iniciales, las consecuencias (teoremas) se siguen necesariamente. Si por alguna razón no nos gusta una de las consecuencias, somos libres de cambiar algunos supuestos o incluso, dentro de ciertos límites, algunas de las reglas de inferencia, en tanto mantengamos el principio de no contradicción. De allí que la certeza en matemática, al menos en el largo plazo, sea siempre alcanzable, exceptuando el caso de las proposiciones indecidibles, que de todos modos nunca surgen en la corriente principal de la disciplina. Sin embargo, la matemática no es una máquina de fabricar verdades, puesto que la selección de supuestos es, en principio, controvertible. (Por ejemplo, resultan diferentes teorías de conjuntos y, por ende, diferentes conjuntos de pruebas, de admitir o rechazar el axioma de elección o la hipótesis del continuo).

Por el contrario, en materia de hechos, sólo puede alcanzarse la plausibilidad y la verdad parcial (aproximada). En otras palabras, rilas afirmaciones de la física, la química, la biología, las ciencias sociales, la tecnología o la filosofía moral raramente pueden ser demostradas de manera concluyente. Consideramos a algunas de ellas verdaderas, hasta cierto punto, sólo porque son compatibles con otras afirmaciones del mismo campo o de campos vecinos, o porque han sido ampliamente corroboradas por los datos empíricos. Pero debemos estar preparados para corregir e, incluso, descartar cualquiera de estas afirmaciones si se nos ofrece elementos de prueba desfavorables, sean éstos un contraejemplo o una teoría alternativa mejor. En resumen, el escepticismo es inherente a la ciencia fáctica de la tecnología. El único problema es averiguar si tal escepticismo es inmoderado o radical.

Una respuesta preliminar puede obtenerse de comparar a dos grandes escépticos de la historia: Sexto Empírico, quien floreció en el siglo tercero de nuestra era y David Hume, quien escribió quince siglos más tarde. En los tiempos de Sexto, nadie podía decir si la Tierra gira alrededor del sol o viceversa, si la luz se propaga instantáneamente, si existe la generación espontánea, si la sangre circula, si la alquimia funciona o si existen los esclavos por naturaleza. Afirmar o negar cualquiera de estas hipótesis no llevaba a una contradicción con el grueso del conocimiento científico de la época, el cual era extremadamente modesto. Por lo tanto, el escepticismo radical de Sexto estaba justificado, especialmente porque él alentó la investigación.

En cambio, todas esas cuestiones y muchas otras ya habían sido resueltas cuando Hume escribió: la ciencia se hallaba en plena marcha. Pero Hume nada sabía de ciencia: muy bien podría haber escrito un par de siglos antes. Es por eso que podía darse el lujo de ser un escéptico radical, repitiendo en 1758 la tesis de Sexto, que «lo opuesto a todo hecho es siempre posible». De hecho, esta posición ya no era razonable. Por ejemplo, en 1668 Francesco Redi había refutado experimentalmente la hipótesis de la generación espontánea, siete años después Olaus Roemer había mostrado que la velocidad de la luz es finita, y en 1687 Newton le dio el tiro de gracia a la hipótesis geocéntrica, en el gran tratado donde se expuso la primera teoría científica propiamente dicha, tratado que Hume no leyó por falta de curiosidad científica y de competencia matemática.

Ahora bien, es posible afirmar o poner en duda enunciados de dos tipos: particulares y generales. «El individuo b posee la propiedad P» es un enunciado particular, en tanto que «Todos los individuos de la clase P poseen la propiedad Q» es un enunciado general. Los datos empíricos son particulares, mientras que las leyes científicas son generales. Los empiristas están más interesados en particulares que en generalidades; los racionalistas, en cambio, están más interesados en principios generales que en datos. Por el contrario, los científicos y tecnólogos tienen interés tanto en particulares como en generalizaciones. Estudian conjuntos de particulares con la esperanza de descubrir patrones y ponen a prueba esos patrones hipotéticos contrastándolos con los datos. De este modo, sépanlo o no, científicos y tecnólogos se comportan como racioempiristas (o empiriorracionalistas) más que como empiristas o racionalistas puros.

(En la filosofía de las ciencias sociales, existe un permanente debate entre aquellos que consideran a estas disciplinas como idiográficas o limitadas a registrar episodios, y aquellos que desean que sean nomotéticas o dedicadas a la búsqueda de patrones. En realidad ninguna ciencia propiamente dicha, ya sea natural, ya sea social o biosocial, puede dejar de lado ninguno de estos componentes. Los hechos sugieren y ponen a prueba generalizaciones y, a su vez, éstas guían la búsqueda de más hechos. Somos, por naturaleza, tanto buscadores de patrones como registradores de episodios. Tan es así que tenemos, entre otras, dos clases distintas de memoria: la procesal o de reglas generales, y la episódica o de eventos particulares. Cada una está a cargo de una porción diferente del cerebro. De allí que una lesión cerebral pueda destruir a una de ellas sin afectar a la otra. Si la adhesión dogmática a la facción idiográfica o nomotética resulta de este desajuste neurológico aún debe ser investigado).

Ptolomeo, Bacon, Hume, Kant, Comte, Mach, Mili y Popper confiaban en los datos empíricos, pero eran escépticos radicales con: respecto a las hipótesis generales. En particular, Hume creía que el enigma mente-cuerpo jamás sería resuelto; y Kant sostenía que la psicología nunca se convertiría en ciencia, creencia que, por cierto, retrasó el desarrollo de esa disciplina.

En cuanto a Popper, aunque no dudaba de la existencia del mundo exterior, sostenía que las leyes científicas eran, en el mejor de los: casos, conjeturas aún no refutadas, en nada mejores que las fantasías seudocientíficas jamás puestas a prueba. A la vez, defendía la concepción vulgar del problema mente-cuerpo: el interaccionismo psiconeural. Popper admitía la posibilidad de la percepción extrasensorial, era agnóstico más que ateo, y no aceptaba ninguna norma moral con excepción de la máxima budista, hipocrática y epicúrea «No harás daño». Como consecuencia, Popper era un empirista de salón, aun cuando se llamaba a sí mismo racionalista crítico; y no practicaba su propio precepto metodológico: proponer las hipótesis más audaces. Más aún, Popper (1962, vol. 2: 246) afirmaba que en la actualidad «el problema no puede ser la elección entre conocimiento y fe, sino sólo entre dos clases de fe». Estas serían la fe en la razón y los individuos, y «una fe en las facultades místicas del hombre por las cuales el individuo está unido a un colectivo». Así pues, el conflicto fundamental sería siempre una disputa entre dos formas de fe. De este modo, el racionalismo zozobra cuando se halla unido al escepticismo radical y al empirismo de salón.

Y los posmodernos son escépticos absolutos con respecto a la ciencia, de la cual nada saben. De manera diferente, jamás dudan de sus propias afirmaciones, no importa cuán inescrutables sean. En efecto, postulan confiadamente, sin el más mínimo elemento de prueba que les preste apoyo, que no hay tal cosa como la verdad objetiva: que cada tribu y cada época tienen su propio conjunto de verdades, ninguno de los cuales es superior a otro. O sea, son relativistas gnoseológicos radicales cuando se trata de las creencias de los demás. Sospechan de todo «discurso», hasta el punto de ver las garras del poder incluso detrás de los enunciados científicos y las fórmulas matemáticas. También nos aseguran que lo que se hace pasar por búsqueda de la verdad no es más que hacer inscripciones e involucrarse en negociaciones con competidores para acumular poder o con el fin de legitimar los poderes que ya se poseen. Recuérdese a Michel Foucault: «Un nuevo conocimiento, un nuevo poder»; y a Bruno Latour: «La ciencia es la política por otros medios». El escepticismo de esta gente es patológico y su gnoseología paranoica. (Para más críticas véase Sokal y Bricmont, 1998; Bunge, 1999b; Koertge, 1999.)

¿Dónde se sitúa la ciencia contemporánea con respecto a este asunto? ¿Es radicalmente escéptica o sólo lo es de manera moderada? ¿Y cuan eficaz puede ser el escepticismo de ambas clases en la lucha contra la superstición y el dogmatismo? Éstos son los problemas gemelos que discutiré en este trabajo. Ambos serán tratados de modo estrictamente conceptual. No haré ningún esfuerzo por hacer preguntas empíricas acerca de la dosis precisa de escepticismo que cada científico usa realmente o sobre la eficacia de las campañas escépticas contra charlatanerías en boga tales como la parapsicología, el psicoanálisis, la filosofía hermenéutica o la teoría económica del equilibrio general. Todos estos asuntos de hecho son interesantes y dignos de investigación, pero pertenecen al dominio de la psicología y la sociología del conocimiento (y de la ignorancia) más que al de la filosofía.

7.2. ¿Es todo posible?

Aun cuando el escepticismo radical es una doctrina acerca del conocimiento, sostengo que, en realidad, sus raíces se hallan en una particular concepción de la naturaleza del mundo. Esta hipótesis, difundida entre las personas de mentes abiertas, dice que todo es posible. Si todo fuese efectivamente posible, ninguna hipótesis, por más inverosímil que fuese, debería ser descartada. En otras palabras, todo es realmente posible, entonces todo es igualmente plausible o implausible). Resumiendo: no hay grados de plausibilidad (o implausibilidad).

Por ejemplo, los escépticos radicales deben admitir que los huevos revueltos podrían «desrevolverse» espontáneamente, que es posible recibir señales telepáticas, comunicarse con los muertos y atravesar una pared; o ser curado (no sólo recibir un placebo) por encantamientos o soluciones homeopáticas. Los escépticos radicales tendrán que admitir todas estas posibilidades porque no creen en la existencia de leyes naturales inflexibles. En efecto, si todo es posible no hay ley natural que prohíba cosa alguna. De modo equivalente: todos los imposibles son artefactos (convenciones humanas).

Hay un motivo más por el cual los escépticos radicales están listos para creer en la vulnerabilidad de las leyes científicas, aun de las telas confiables. Este motivo es que, para ellos, tales leyes no son más que síntesis inductivas, es decir, generalizaciones de datos empíricos y el conocimiento empírico es limitado, así como falible. (Viene a la mente la concepción de Hume de las leyes como meros hábitos de la naturaleza). Pero no es así como los científicos conciben las leyes científicas. En efecto, ellos distinguen entre una mera generalización empírica y una generalización empotrada en una teoría (un sistema hipotético-deductivo). Sólo la segunda merece ser llamada ley científica porque, a diferencia de la primera, disfruta no sólo del apoyo de los datos directamente pertinentes, sino también de otros miembros del mismo sistema. Piénsese, por ejemplo, en la segunda ley del movimiento de Newton, en la ley de la inducción electromagnética de Faraday o en la segunda ley de la termodinámica: cada una de ellas está apoyada por incontables hipótesis bien corroboradas.

Ahora bien, la ciencia y la tecnología, no prestan su apoyo a todo lo imaginable, porque están centradas en leyes y toda ley permite ciertos hechos mientras que prohíbe otros. Por ejemplo, los cerdos no pueden volar por sí mismos porque carecen de alas. Por lo tanto, no es cuestión de esperar el tiempo suficiente para ver si un cerdo excepcional puede despegar batiendo sus patas o sus orejas. Ni es necesario realizar un solo experimento parapsicológico más para averiguar si, tal vez, una médium extraordinaria puede enviar o recibir mensajes sin medios físicos de ninguna clase: sabemos, gracias a la psicología biológica, que el pensamiento no es una cosa sino u n proceso cerebral y, como tal, es tan intransmisible como la digestión o el dolor (Recuérdese el capítulo 4.) Del mismo modo, no tiene sentido diseñar una nave espacial para hacerla aterrizar en el Sol, puesto que necesariamente todos los sólidos se vaporizarán en cuanto lleguen al área de influencia de la corona solar. Una ley científica nos permite identificar qué es realmente imposible, así como qué es realmente posible o realmente necesario. (Nótese la distinción tácita entre posibilidad real, por un lado, y posibilidad lógica o conceptual, por otro. Para su descrédito, la lógica modal ignora esta distinción elemental. No es sorprendente, entonces, que nunca sea utilizada en ciencia).

He aquí otra muestra al azar de cosas imposibles: la aniquilación de la carga eléctrica; la reabsorción de la radiación emitida por una antena; la inmortalidad humana; las metamorfosis inventadas por los antiguos, por ejemplo la transformación de personas en asnos; la evolución biológica en sentido inverso; el pensamiento sin cerebro; la riqueza sin trabajo previo en algún punto de la cadena; las sociedades sin normas; el equilibrio general de los mercados; el colonialismo benévolo; la institución perfecta.

Para resumir, la ciencia y la tecnología no suspenden su juicio con respecto a los milagros, lo paranormal y otras cosas por el estilo. Poseen fundamentos para rechazar como realmente imposibles ciertas posibilidades concebidas por nuestra imaginación. Estos fundamentos son las teorías bien confirmadas que contienen enunciados legales suficientemente firmes. Por ejemplo, una oficina de patentes rehusará examinar, siquiera, otro diseño más de una máquina para crear energía a partir de la nada, porque esto es incompatible con el principio de conservación de la energía. El mismo argumento es suficiente para descalificar cualquier afirmación acerca de la existencia de la psicokinesia.

De modo semejante, no hay necesidad de practicar pruebas clínicas a los seudomedicamentos homeopáticos: no pueden funcionar —salvo como placebos— porque una dosis homeopática contiene, cuando mucho, sólo una molécula de la supuesta sustancia activa y ninguna solitaria molécula puede afectar a todo un organismo. Los farmacólogos están demasiado atareados diseñando nuevas drogas y examinando cerca de medio millón de compuestos al año como para desperdiciar su tiempo en la puesta a prueba de las pretendidas virtudes curativas de la mercancía homeopática.

En resumen, los escépticos no están obligados a perder el tiempo en actividades tan ruinosas como leer la mente o el vudú para saber si éstas funcionan o no. Los escépticos radicales son humildes, porque no están seguros de nada. Por el contrario, los escépticos modelados deben ser modestos, pero no humildes: aunque deben admitir sus propias limitaciones, deben también tener confianza en que el enfoque científico es el correcto, aun cuando no todo hallazgo científico es concluyente. Por supuesto, pueden tener deseos de investigar la supuesta anomalía, pero sólo como parte de su deber cívico de educar al público y prevenirlo contra las afirmaciones que sostienen que estas anomalías socavan la solidez de la ciencia normal.

7.3. Las conjeturas no son todas igualmente plausibles

Si ciertos presuntos hechos son imposibles, entonces sus respectivas hipótesis, métodos, o incluso sus datos son radicalmente implausibles. ¿Cómo medimos la plausibilidad de nuevas hipótesis o técnicas, o de un nuevo dato? Comparándolos con el respectivo cuerpo de conocimiento previo. ¿Por qué? Por la definición de «plausibilidad». En efecto, cualquier cosa es plausible no de modo intrínseco, sino en relación con algún cuerpo de conocimiento. Por ejemplo, la hipótesis de la existencia de ondas gravitatorias, hasta el momento, nunca detectadas, es plausible en relación con la teoría de la relatividad general, una de las teorías más exactas que poseemos. Por el contrario, la hipótesis que sostiene que es posible influir sobre la lectura de un instrumento de medición con el solo poder de la voluntad, es incompatible tanto con la física como con la neurociencia cognitiva, a menos, claro, que se conecte el cerebro a un servomecanismo.

Si un conocimiento nuevo no se ajusta al sistema de conocimiento previo, hay dos posibilidades lógicas: o se halla en conflicto con los principios básicos generales, o no. En el primer caso, lo descartamos o, al menos, lo ponemos en la congeladora y allí lo dejamos. Tan sólo en el segundo caso —cuando no hay conflicto con los principios básicos generales— y el recién llegado contradice a algún componente del cuerpo de conocimiento previo, suspendemos el juicio y emprendemos una investigación más profunda o, al menos, la alentamos.

En otras palabras, la duda razonable es siempre contextúa o relativa a algún cuerpo de conocimiento. En efecto, dudamos de algo en relación con alguna otra cosa que se da por verdadera o válida, al menos de manera provisoria. Por ejemplo, la hipótesis de que todo conocimiento conceptual debe adquirirse mediante la experiencia es mucho más plausible que la fantasía de las ideas innatas. ¿Cómo lo sabemos? Porque (a) el ADN no posee tamaño suficiente ni es suficientemente complejo como para codificar ideas, las que de todos modos involucran sistemas completos de neuronas; (b) aprender algo no modifica el material hereditario (ADN), por lo tanto, lo aprendido no puede ser transmitido a los descendientes; y (c) la neurociencia cognitiva nos enseña que las ideas se desarrollan en el cerebro, el cual es tan inmaduro en el momento del nacimiento que no puede concebir idea alguna.

Entonces, algunas conjeturas son más cultas que otras y ciertas porciones de conocimiento más antiguo están tan firmemente empotradas en el sistema del conocimiento que sería una necedad contradecirlas sin una razón. Por ejemplo, nadie posee un motivo para dudar de que allí fuera hay electrones y que la teoría de Dirac da cuenta de ellos de manera bastante aproximada. Del mismo modo, nadie puede dudar razonablemente de que la desnutrición entorpece el desarrollo mental; que ver demasiada televisión favorece la obesidad y la pasividad; que la criminalidad aumenta con el desempleo; que la inestabilidad política y la corrupción burocrática desalientan la inversión; que la concentración de la riqueza pone en riesgo la democracia; o que la religión organizada inhibe el pensamiento libre. En tales casos, el escéptico moderado se adhiere al refrán popular «Si no está roto, no lo arregles».[29]

Tratamos con conjeturas que no son, todas ellas, igualmente plausibles, y además enfrentamos hechos que no son igualmente probables. En efecto, algunos hechos son más probables que otros, a consecuencia de lo cual unos ocurren con mayor frecuencia que otros. De allí que los respectivos pronósticos no sean igualmente plausibles. Por ejemplo, dado que los terremotos y el colapso de la bolsa, aunque inevitables, son poco frecuentes, pronósticos tales como «Mañana, San Francisco será estremecida por un terremoto» y «La bolsa de Nueva York se colapsará mañana» no son plausibles, a menos, claro, que ya hoy se estén registrando aciagos temblores. Así y todo, dado que las pérdidas serían enormes en ambos casos, ignorarlos por completo sería imprudente.

7.4. Probabilidad y plausibilidad: diferentes pero relacionadas.

Vale la pena advertir la diferencia entre la probabilidad[30] de un hecho y la plausibilidad (o verosimilitud) de una hipótesis. En tanto que los hechos ocurren sin importar que nos percatemos de ello o no, las hipótesis son contextuales, en el sentido de que su significado y verdad dependen de algún cuerpo de conocimiento. Como consecuencia, en tanto que la probabilidad es independiente del contexto, la plausibilidad depende de éste. Por ejemplo, en tanto que un placebo tendrá probablemente algún efecto sobre un paciente, algunas hipótesis relacionadas con el mecanismo del efecto: placebo son más plausibles que otras.

También merece ser destacado que no estoy empleando la expresión común «probabilidad de una hipótesis», ya que tiene tan poco sentido como «temperatura de una hipótesis». En efecto, sólo puede adjudicarse probabilidades a eventos aleatorios, algo que las hipótesis no son. (Se dice que una colección de hechos es aleatoria si puede ser representada adecuadamente por medio de una teoría probabilística. La aleatoriedad puede ser primaria, como en el caso de los saltos cuánticos. O puede ser un rasgo de una colección de hechos no aleatorios pero mutuamente independientes, tales como el conjunto de todas las colisiones de automóviles en una ciudad a lo largo de un año. En este último caso, la aleatoriedad reside en nuestra elección a ciegas de un hecho individual en particular). Más aún, mientras que el concepto de probabilidad es cuantitativo, el de plausibilidad es cualitativo, por lo menos hasta el momento.

Sin embargo, probabilidad y plausibilidad están relacionadas del siguiente modo:

Sean e1 y e2 dos eventos aleatorios de la misma clase, y h1 y h2 las respectivas hipótesis acerca de su ocurrencia en un momento dado, o durante un intervalo. Entonces, h1 es más plausible que h2 si y sólo si e1 es objetivamente más probable que e2.

La plausibilidad debe distinguirse también de la credibilidad, la intuitividad (o familiaridad) y la verdad (sea ésta total o parcial). En tanto que el concepto de plausibilidad es gnoseológico, el de credibilidad (o crédito) es psicológico y el de verdad semántico. (La proposición X es plausible a la luz del cuerpo de conocimientos Y. La proposición X es creíble para la persona Z. La proposición X es [exacta o aproximadamente] verdadera a la luz de la prueba Y). Un lego puede creer en teorías científicamente implausibles y no creer en teorías que son científicamente plausibles. Tan es así, que la contraintuitividad (o «asombro» epistémico) es la marca distintiva de la originalidad en matemática, ciencia y tecnología. Si uno sólo se interesa por las verdades bien establecidas, más le vale evitar la investigación original y no apartarse de la rutina.

Lo dicho previamente sugiere las siguientes moralejas. Primero, la incredibilidad no es un argumento válido contra la verdad. Segundo, la plausibilidad alienta la puesta a prueba. Tercero, las ideas implausibles pueden ser descartadas sin riesgo, al menos provisoriamente, a condición de que sus rivales hayan sido satisfactoriamente justificadas. Cuarto, sólo las proposiciones que han pasado la puesta a prueba merecen ser creídas. Quinto, sólo los métodos o artefactos que han pasado las pruebas de eficacia y eficiencia merecen ser adoptados.

La tabla que sigue muestra las principales características de los cinco conceptos que hemos distinguido hasta el momento.

Concepto Referentes Ámbito de aplicación
Probabilidad (a)[31] Hechos (estados o eventos) Ontológico
Probabilidad (b)[32] Hechos (estados o eventos) Matemático y ontológico
Plausibilidad Ideas (proposiciones, métodos, planes, etc.) Gnoseológico
Credibilidad Hechos o ideas Psicológico
Verdad Datos o hipótesis Semántico

De científicos y tecnólogos se espera que justifiquen sus hallazgos, ya se trate de datos, de hipótesis, de métodos, de diseños o de planes. Nunca es suficiente indicar que algo aún no ha sido refutado o invalidado: esta consideración sólo es buena para proyectos de investigación. Y ningún proyecto de investigación recibirá financiamiento si no está justificado en términos de hallazgos previos. Por ejemplo, ninguna propuesta para estudiar la vida en el centro de la Tierra, la heredabilidad de las creencias o las emociones fuera del cerebro recibirá un subsidio para la investigación, salvo quizá de alguna fundación privada especializada en ideas excéntricas.

Los auténticos descubrimientos científicos están sostenidos por argumentos (por ejemplo, cálculos) o datos empíricos (por ejemplo, mediciones). Por cierto, es posible que investigaciones subsiguientes muestren que tal sostén era débil o incluso ilusorio. Pero es necesario algún apoyo preliminar, o la previa plausibilidad, para motivar y sostener la investigación que quizá termine desacreditando la idea de la cual se partió. Esta regla es obvia para cualquier científico practicante. Aun así, los escépticos radicales no la aceptan porque desechan la idea misma de justificación: están preparados para aceptar las razones en contra, pero no las razones a favor. Su actitud es más del tipo inquisitorial que del tipo razonablemente arriesgado.

En resumen, no todos los hallazgos científicos son igualmente concluyentes o dudosos: algunos son más plausibles que otros. Determinadas razones y ciertos datos empíricos son más convincentes que otros. Más aún, nada es intrínseca o absolutamente plausible o implausible. En otras palabras, no se puede dudar razonablemente de algo en el vacío: cada vez que se duda de algo en forma razonable, se establece una comparación con algún marco de referencia. X es dudosa a la luz de Y, que es incompatible con X y cuya verdad se conoce o se da por sentada. De modo resumido: la duda absoluta no es razonable y, por ende, no es provechosa.

7.5. El negativismo

El escéptico sistemático o radical, formulará más probablemente enunciados negativos de la forma «dudo de X», y «no es verdad que X», que enunciados tales como «X parece plausible», «X es más plausible que Y», «es verdad que X» y «X es más verdadera que Y». Comportándose de este modo, el escéptico radical se halla en un terreno más seguro que los demás, puesto que las verdades negativas se consiguen fácilmente y a bajo precio. Para obtenerlas basta con negar falsedades obvias. Así, por ejemplo, es fácil afirmar que la Tierra no es plana, pero la determinación de la forma exacta de nuestro planeta requiere un proyecto geodésico de envergadura.

Además, es posible diseñar un programa de computación para que se comporte como abogado del diablo en relación con cualquier tema, realizando de manera automática preguntas típicas tales como «¿Cómo lo sabe?», «¿Cómo puede estar seguro?» y «¿Ese hallazgo se sostendrá?». Por el contrario, no se puede diseñar programa alguno que actúe como un investigador apasionado e innovador, como un imaginativo buscador de la verdad. Esto es así no sólo porque las máquinas carecen de motivaciones, salvo por los impulsos eléctricos, sino también porque los programas de computación están diseñados para ayudar a responder preguntas, no para formular preguntas nuevas e interesantes.

En particular, ningún programa de computación podría cuestionarse, del modo en que lo hacemos los humanos, sus propios principios y motivaciones o, incluso, su propia existencia. Esta posibilidad exigiría un metaprograma que estuviese, él mismo, protegido dé las críticas. Para resumir, las computadoras son dogmáticas. De allí que la adicción a las computadoras pueda debilitar la actitud crítica, convirtiendo en un hábito la aplicación de reglas sin jamás poner en cuestión su validez. Sin embargo, esto no abona al escepticismo radical, ya que éste no alienta la crítica constructiva. La filosofía de Karl Popper, el filósofo escéptico más famoso del siglo XX, es un ejemplo de ello.

Tal como he discutido en otro lugar (Bunge, 1996b), el grueso de la filosofía de Popper se comprende mejor si se la considera caracterizada por la negación: las palabras no importan; evita («como a la plaga») discutir el significado de las palabras; las creencias no son importantes; el conocimiento no depende de quien conoce; jamás hagas preguntas del tipo «¿Qué es…?» o «¿Cómo sabes…?»; no hay propiedades esenciales; siempre que sea posible, es menester abstenerse de formular enunciados existenciales (puesto que son «metafísicos»); nunca confirmamos: sólo podemos fracasar en el intento de refutar; jamás intentes justificar; podemos conocer la falsedad, mas no la verdad; no hay lógica inductiva; en asuntos de conocimiento, lo improbable es preferible a lo probable; no hay método científico más allá de la prueba y el error; evita la ciencia normal; el determinismo es falso; la biología evolutiva no es científica; no hay) totalidades ni leyes sociales: exige sólo la libertad negativa (ausencia de restricciones); toda ideología es perniciosa; toda revolución es mala; no hay summum bonum; no hagas daño; en particular, no pongas la filosofía al servicio de la opresión; no te enroles en el «benefactorismo»: limítate a evitar hacer el mal, etcétera. La filosofía de Popper puede ser denominada negativismo lógico. En otras palabras, Popper era esencialmente un escéptico, aunque uno apasionado, como Bertrand Russell. Es por ello que la filosofía de Popper, aunque interesante y de lectura agradable, es más bien superficial y fragmentaría (no sistemática). De acuerdo con ella, es más útil detectar los errores y las injusticias que buscar la verdad o la justicia.

Indudablemente, Popper tenía razón al criticar la filosofía escolástica y particularmente lo que él llamaba filosofía «oracular». (Yo prefiero llamarla seudofilosofía, puesto que considero que lo mínimo que una filosofía genuina puede ofrecer es claridad). También estaba Popper en lo correcto al enfatizar el papel de la crítica racional, tanto en el manejo de conflictos sociales como en la búsqueda de conocimiento. Pero, sin duda, es necesario formular enunciados y planes antes de poder someterlos al examen crítico: la creación precede a la crítica del mismo modo que los árboles preexisten con respecto a los maderos y al aserrín. Además, refutar una proposición es lo mismo que confirmar su negación. En todo caso, todos los campos del saber vierten, constantemente, abundantes afirmaciones confirmadas, a la vez que numerosas negaciones y quizás. Por lo Canto, ninguna filosofía de la ciencia y la tecnología debería subestimar la confirmación. Más aún, exagerar la importancia de la crítica a expensas de la teorización y del análisis, o de la observación y la experimentación, se acerca demasiado peligrosamente al escolasticismo y al escepticismo radical, así como a la perspectiva de moda que afirma que la investigación es sólo discusión. Después de todo, las verdades negativas son más abundantes y, por ello, menos valiosas que las verdades positivas: póngase el prefijo «no» a cualquier absurda falsedad y se obtendrá una verdad.

Algo similar vale para el ámbito de la acción. La acción constructiva, ya sea individual, ya sea social, exige concepciones y planes positivos, además de discusiones racionales sobre fines y medios. En particular, el diseño, planeamiento y construcción de un orden social mejor, necesita más que un puñado de señales de peligro para ayudar a evitar la tiranía o luchar contra ella: exige una filosofía social positiva que incluya una perspectiva clara de la sociedad abierta, una filosofía que sea capaz de motivar y movilizar a la gente. (La advertencia «Aquí hay dragones»[33] puede ser útil, pero no indica cuál es el camino adecuado). Y sería mejor que tal filoso fía conformara un sistema, en lugar de ser un conglomerado de afirmaciones sueltas, dado que los asuntos sociales —al igual que toda idea correcta acerca de ellos— se presentan en grupo y no de uno en uno. Paso a paso, sí un aspecto por vez, no. En otras palabras, la reforma social debe ser gradual pero sistémica. Esto es especialmente cierto con respecto a aquellas sociedades que necesitan reconstruirse totalmente, como es el caso de las pertenecientes a la ex URSS.

Para resumir, el negativismo no es mejor que el positivismo al que critica: ambos son demasiado timoratos como para contribuir a desarrollar el conocimiento. Ambas posiciones bordean el «no-conocerismo». Peor aún, el escepticismo radical no es muy diferente del dogmatismo, ya que ambos son sólo ejemplos de X-ismos. No es sorprendente que David Miller (1999), un popperiano estricto que se llama a sí mismo escéptico absoluto, haya acusado de dogmáticos a los físicos Sokal y Bricmont (1998) por defender a la ciencia de las críticas posmodernas.

7.6. La paradoja del escéptico

He aquí lo que yo llamo la Paradoja del Escéptico: todo aquel que es radical y coherentemente escéptico acaba siendo tan crédulo como el dogmático ingenuo, porque no puede invocar un solo argumento en contra de la imposibilidad de hecho alguno.

Por ejemplo, si una persona se abstiene de emitir un juicio sobre la magia, les da a los magos una oportunidad para prosperar. Si la persona suspende su juicio con respecto a la evolución, propiciará que en las escuelas públicas se otorgue igual dedicación a la teoría evolutiva y al creacionismo. Si se abstiene de juzgar acerca de la posibilidad de la telepatía o la psicokinesia, apoyará la investigación parapsicológica. Si se abstiene de juzgar la eficiencia de la homeopatía, puede acudir a ella en caso de que la medicina científica la haya desilusionado. Y si suspende el juicio con respecto a la posibilidad de idear una computadora creadora, se arriesga a la bancarrota por apoyar proyectos con semejante finalidad. En general, quien rechace todas las afirmaciones científicas hace lugar al mito. En efecto, los escépticos radicales no evitan —no pueden evitar— mantener algunas creencias si desean proseguir con vida. En particular, y al igual que todos nosotros, los escépticos radicales creen en sus propios estados mentales. Sólo dudan de aquello que los científicos presuponen, a saber, la existencia independiente del mundo material y las hipótesis que los científicos han corroborado ad nauseam,[34] tales como que no existe la mente fuera del cerebro.

¿Qué debemos hacer, entonces, con lo sobrenatural y lo paranormal? Esto es, ¿cómo debemos evaluarlas afirmaciones acerca de fantasmas? Probablemente, tanto escépticos como empiristas radicales responderán del mismo modo. Démosles una oportunidad. Que sigan intentando obtener pruebas empíricas y, mientras tanto, abstengámonos de juzgarlos. Los escépticos y los empiristas radicales deben abstenerse de emitir juicios acerca de los fantasmas, porque carecen de una cosmovisión (u ontología) explícita y científica en la que pueda ubicarse el problema mente-cuerpo. No pueden mantener posiciones firmes en estos asuntos, del mismo modo que un analfabeto no puede revisar una suma y el lego no puede decir si se trata o no de condensaciones de Bose, de descargas neuronales espontáneas, de sociedades sin estado o de mercancías cuyos precios no poseen elasticidad.

Todo aquel que mantenga una cosmovisión científica no esperará nuevos argumentos o nuevos datos a favor de los espíritus, y considerará estos asuntos una pérdida de tiempo. Esta gente razona del siguiente modo. En primer lugar, no hay prueba científica alguna a favor ya sea de lo sobrenatural, ya sea de lo paranormal. En efecto, si cualquiera de estos fenómenos fuese pasible de ser detectado, sería material y no sobrenatural o paranormal. La suposición de inmaterialidad garantiza que el pretendido fenómeno sea inescrutable.

Segundo, no es posible obtener tales pruebas. Por ejemplo, nadie puede viajar al infierno e informarnos sobre él a su regreso; por hipótesis, tal viaje es sólo de ida. En cuanto a las ideas incorpóreas, no pueden existir según la neurociencia cognitiva: todas las ideas están en las cabezas de las personas y allí se quedan. ¿Cómo sabemos que esto es así? Gracias a procedimientos científicos tales como la estimulación química y eléctrica del cerebro, y a circunstancias de todos los días, tales como la anestesia general, la ebriedad y los «viajes» inducidos por drogas. (Recuérdese el capítulo 4.)

¿Se trata, ésta, de una posición dogmática y, por lo tanto, de un obstáculo para la investigación? De ningún modo. Esta posición desalienta únicamente las creencias infundadas y la investigación obstinada y, por ende, derrochada. Alienta la preocupación por la justificación dé las hipótesis que han de ponerse a prueba. Desalienta la pérdida de tiempo con conjeturas aisladas que son incompatibles y con el grueso del conocimiento previo. Y alienta el intento de empotrar las hipótesis en sistemas hipotético-deductivos (teorías) que se conectan de manera múltiple con los datos empíricos.

El escéptico razonable suspende su creencia sólo mientras el problema que tiene entre manos merece ser investigado, porque las pruebas disponibles a favor o en contra de la hipótesis en cuestión no son concluyentes. Pero si la hipótesis en cuestión es teóricamente plausible, además de poseer un fuerte apoyo empírico, el investigador la declara verdadera, al menos como una buena aproximación y provisoriamente, y se dedica a otro problema.

Los investigadores no pueden darse el lujo de permanecer constantemente en estado de creencia suspendida. La búsqueda de la verdad presupone la posibilidad de obtener la verdad o al menos una verdad aproximada, en tiempo real. Y una vez que la verdad ha sido hallada, puede utilizarse como trampolín para la búsqueda de nuevas verdades. Así es como funcionan los proyectos de investigación. Los premios Nobel son otorgados en virtud de hallazgos positivos y no de críticas, por más que éstas sean justificadas.

7.7. El escepticismo radical es tímido y paralizador

El escéptico radical, si es coherente, evitará las conjeturas nuevas y atrevidas, especialmente aquellas relacionadas con el mundo no observado, el cual, como conjeturaron los antiguos atomistas, constituye con mucho la mayor parte de la realidad. Este escéptico aceptará las apariencias, pero se abstendrá de juzgar acerca de inobservables tales como los átomos o las mentes de otras personas. Es por ello que los antiguos escépticos y los positivistas del siglo XIX rechazaron el atomismo y, un siglo después, los psicólogos conductistas se abstuvieron de hipotetizar estados mentales. Afortunadamente, la ciencia soslayó las objeciones escépticas: ahora tenemos física atómica y ciencia de la mente, y mucho más.

La investigación científica de hechos es realista: presupone la existencia real del mundo exterior y la posibilidad de conocerlo. Más aún, utiliza de manera tácita el antiguo concepto griego de verdad fáctica como la adecuación del pensamiento al hecho, o la correspondencia entre la teoría y el mundo, concepto rechazado por idealistas y convencionalistas, de Berkeley y Kant en adelante. Esta idea de una verdad objetiva, y por lo tanto válida transculturalmente, es rechazada por la sociología de la ciencia de corte constructivista-relativista y por los demás posmodernos, comenzando por Kuhn y Feyerabend. (Más sobre el relativismo gnoseológico en Gellner, 1985, Boudon, 1995 y Bunge, 1996a, 1999b).

Dentro de su propio campo, los científicos podrán cuestionar los descubrimientos que deseen. Pero no pondrán en duda su propia capacidad para corregir algunos de estos hallazgos o, incluso, para realizar nuevos descubrimientos (verdades). Ni mucho menos dudarán de la existencia independiente del mundo externo, de la efectividad del método científico o, incluso, de las verdades que piden prestadas a campos de investigación diferentes del propio. (Por ejemplo, un biólogo sería considerado un maniático si decidiese cuestionar la matemática, la física o la química). Suficiente sobre asuntos epistémicos. Pasemos ahora a temas prácticos.

El escéptico radical coherente debe, asimismo, abstenerse de hacer cualquier cosa importante, porque no está seguro de los asuntos, las opciones o los resultados posibles de sus acciones. Por ser extremadamente remiso a tomar riesgos, jamás puede liderar con confianza, ni cumplir con alegría, ni siquiera puede participar conscientemente como ciudadano pleno. En resumen, no puede ser un líder ni un miembro confiable del equipo. Si es completamente coherente con sus posiciones debe permanecer pasivo e indeciso hasta el letargo. Y, forzado a emprender alguna acción, será reactivo y probablemente nunca tome la iniciativa. Como consecuencia, estará a merced de su entorno. Para usar los términos kantianos, el escéptico radical será necesariamente heterónomo y no autónomo.

De tanto en tanto, suele hallarse a estos seres tan indecisos en el mundo de los negocios, de la academia y de la política. Se trata del administrador que rehúsa planear y sólo reacciona a las exigencias del día a día. Se trata del director o el decano que, en vez de tomar decisiones —y, mucho menos, iniciativas— remiten todo asunto a un comité. Se trata del ciudadano tan suspicaz del gobierno o de la política en general, que se opone a todo tipo de intervención gubernamental, rechaza la oportunidad de participar en un movimiento político de cualquier índole e, incluso, se abstiene de votar. Se trata del proverbial anarquista de café, abundante en grandes palabras y es-caso en hechos.

En cambio, el escéptico moderado no es ni un cínico pasivo ni un fanático. Estará pronto a la acción cuando sea necesario, siempre que conozca mejores razones para emprender tal acción que para no hacerlo. Más aún, el escéptico moderado alentará la acción racional antes que la obediencia ciega, la tradición o el impulso del momento. Esto es, intentará diseñar planes a la luz de la mejor ciencia y tecnología social disponible. Por el contrario, el escéptico radical se abstendrá de utilizar cualquiera de ellas y, por lo tanto, o se abstendrá de actuar o actuará según la costumbre, un curso de acción que, en un mundo que se mueve a gran velocidad y exige cada vez más conocimiento, probablemente lleve al desastre.

Sostengo que el mantenimiento y mejoramiento de cualquier sistema social, exige un escepticismo de tipo moderado por parte de sus componentes. En efecto, es probable que sólo un escéptico moderado busque imperfecciones en un sistema y, a la vez, proponga o debata los medios para mejorarlo. En cambio, un escéptico radical se lamentará, como mucho, de las imperfecciones y se resignará a ellas, en tanto que un dogmático o conservará el sistema o intentará aniquilarlo.

Lo anterior sugiere que el buen ciudadano de una sociedad abierta —una sociedad democrática y progresista, tal como fuera definida por Popper (1962 [1945])— es un escéptico constructivo. Por la misma razón, el dócil sujeto de una dictadura es o un escéptico radical resignado a sufrir la opresión, o un fanático interesado en apoyar al tirano. En efecto, el escéptico radical es totalmente pesimista respecto de cualquier reforma social, en tanto que el fanático es ciegamente optimista con respecto al statu quo (o bien, respecto del plan de su perfecta utopía). El escéptico moderado, por ser meliorista tanto como falibilista, es un realista práctico antes que un pesimista o un optimista. Cree que es posible cambiar ciertas cosas para mejor, pero no cree que mejorarán necesariamente de un día para otro.

En resumen, la política progresista exige un escepticismo moderado. Del mismo modo, las políticas de negocios confiables evitan los extremos de la rutina y la innovación improvisada, así como la total aversión por el riesgo y el mero juego de azar.

Conclusión

De la misma manera que una mente cerrada es impermeable al conocimiento nuevo, una mente totalmente abierta está expuesta a las fantasías infundadas o, incluso, a la superstición. Las buenas mentes científicas son porosas: permiten la entrada de nuevas conjeturas, métodos o planes, a condición de que sean plausibles. Igualmente, filtran y descartan las conjeturas inverosímiles. En otras palabras, se espera que los científicos y los tecnólogos sean escépticos, pero sólo en grado moderado, porque nescio en exceso puede paralizar tanto como credo en exceso. Del mismo modo, eludir totalmente el riesgo es tan improductivo como actuar de manera imprudente.

Para ser fructífero, el falibilismo debe ser combinado con el meliorismo, No sabemos, todavía, todo lo que nos gustaría saber, pero podemos lograr aprender algo a través de la profundización de la investigación científica. Lo que es válido para el conocimiento es válido, mutatis mutandis, para la acción racional. Aunque algunos valores son dependientes del tiempo, otros son constantes o, al menos, poseen un núcleo que es sólido y permanente. Y es cierto que no todo lo que debe hacerse puede hacerse, pero seguramente se puede hacer algo y todo lo bueno que se vaya logrado hasta el momento merece ser conservado o mejorado.

Para concluir. El escepticismo radical es estéril en el mejor de los casos y destructivo en el peor de ellos. Por el contrario, el escepticismo moderado es fructífero, porque prefiere el descubrimiento de nuevas verdades y nuevos valores a la destrucción de los dogmas; epistémicos o axiológicos, Avanza gradualmente, antes que a saltos. Toda duda razonable se fundamenta en alguna razón que, provisoriamente, no se pone en dada, porque ha mostrado su valía desde el punto de vista conceptual o práctico. No hay ponderación de ventajas y desventajas en un vacío epistémico y axiológico. Tanto las creencias como las dudas deben ser justificadas a la luz de verdades y valores que ya nos han prestado buen servicio.

De manera nada sorprendente, la ciencia y la tecnología son moderadamente escépticas: sus practicantes no dudan de todo en cada oportunidad, sino sólo de algunas ideas o procedimientos por vez. Aun así, cuando dudan, lo hacen apoyándose en la fuerza de otras ideas o prácticas que se tienen por firmes hasta próximo aviso. Como diría Paul Kurtz (1992), su escepticismo no pone el énfasis en la duda y en la imposibilidad del conocimiento: se trata, en cambio, del escepticismo centrado en la indagación y en la posibilidad del conocimiento.

Más aún, el escepticismo de los científicos y tecnólogos es del tipo organizado y no individualista o anarquista como el de los filósofos. En efecto, como Merton (1957) advirtiera por primera vez, el escepticismo organizado es una parte esencial del ethos de la ciencia: el investigador individual propone y su comunidad debate, examina y, finalmente, dispone. Por ello los descubrimientos científicos se discuten primero con asociados, más tarde en seminarios y luego son enviados para su publicación, de modo tal que toda la comunidad pueda evaluarlos y validarlos o invalidarlos.

Una conclusión práctica para los militantes del escepticismo es ésta. Deben ser tolerantes con las ideas nuevas, siempre que éstas sean, en principio, pasibles de ser puestas a prueba y mínimamente plausibles. Y deben estar dispuestos a tomar parte en diálogos con personas ajenas al ámbito de la ciencia. Sin embargo, estos diálogos sólo podrán ser fructíferos si la otra parte respeta, también, las reglas del debate racional, tales como el principio de no contradicción, no irse por las ramas, hacerse cargo de la aportación de pruebas y evitar los argumentos ad hóminem. Aun así, el único fruto razonable de esos diálogos será la conversión del descarriado al otro bando. Poco es, si hay algo, lo que podemos aprender de la especulación infundada o el ritual mágico. Sabemos que la lógica y el método científico son superiores y podemos mostrar un impresionante catálogo de descubrimientos robustos, que no puede ser siquiera igualado por rama alguna del conocimiento ilusorio.

Y la conclusión práctica para todos nosotros es que debemos cuidarnos de las supersticiones que a veces se hacen pasar por ciencia, incluso, ocasionalmente, en el caso de los premios Nobel. Pero la seudociencia está tan difundida y es tan diversa e influyente que merece un capítulo aparte.