FIESTA DE LA PAZ

Sólo pido que esta hoja se lea con benevolencia. Entonces no resultará incomprensible y, menos aún, escandalosa. Si alguno encuentra que este lenguaje es poco convencional, tengo que darle la razón: no puedo hacerlo de otra manera. En un día hermoso, puede oírse toda clase de cantos, y la naturaleza de la que proceden los refleja.

El autor tiene el propósito de someter al público toda una recopilación de hojas semejantes, de la que ésta no es más que una muestra.

De celestiales, resonantes,

errabundos, sosegados tonos

está llena la sala, antigua y aireada,

que habitan los bienaventurados; sobre verdes tapices se expande

la nube de la felicidad, y a lo lejos relucen

cálices llenos de frutos maduros y coronas de oro,

ordenados en suntuosas hileras,

y al lado, aquí y allá, alzándose

sobre el suelo allanado, las mesas.

Porque, llegados de lejos,

los amorosos comensales,

aquí, a la hora del anochecer, se han citado.

Con la visión oscurecida por el crepúsculo, creo

verle, sonriente tras la dura jornada de trabajo,

a Él, al Príncipe de la fiesta.

Y aunque reniegues sin pesar de tu lejana tierra,

y agotado de la larga ruta heroica

hundas tu mirada, olvidadiza y levemente sombría,

y adoptes la apariencia de un Amigo, tú que todo lo sabes,

lo Alto te hace hincar la rodilla. De ti

sólo una cosa sé: no eres mortal.

Un sabio me aclaró algunas cosas; pero donde

un Dios aparece

hay una claridad distinta.

Pero hoy sin embargo, no; no permanece hoy sin proclamar.

Y aquel, que no teme ni mareas ni llamas,

se asombra de la calma repentina, y no en vano, ahora

que no ejercen su dominio los espíritus ni los hombres.

Es que oyen la obra,

largamente preparada, de la mañana a la noche, y sólo ahora

ruge sin medida, perdiéndose en la hondura,

el eco del trueno, tempestad milenaria,

y se adormece, cubierto por los sonidos de la paz.

Pero vosotros, que os habéis hecho tan queridos, oh días de inocencia,

vosotros traéis hoy también la fiesta, amados. Y florece

alrededor, al caer la tarde, el espíritu, en silencio.

Y yo debo advertiros, cuando es ya de un gris plata

el rizo del cabello, oh amigos míos:

¡Preocuparse por coronas y ágapes, ahora, como un joven perpetuo!

Y a algunos quisiera invitar, y a ti entre ellos,

entregado a los hombres en amistad sincera,

allí, bajo palmeras de Siria,

cerca de la ciudad, junto al pozo que tanto te gustaba;

el trigal susurraba en el entorno, y quedamente

alentaba el frescor que con su sombra daba

la montaña sagrada; y los buenos amigos, las nubes tan leales,

también te daban sombra, a fin de que tu santa audacia, oh Joven,

llegara, a través de los bosques, como un rayo de luz, hasta los hombres.

Pero, ay, más oscura la sombra de un destino mortal

se cernió sobre ti, con su horrible apariencia, cuando estabas diciendo la Palabra.

Así de fugazmente transitorio es todo lo celeste; mas no en vano.

Cuidando la medida siempre, con precaución avisa,

sólo un instante, a las casas de los hombres,

un Dios, inesperadamente, y nadie lo ha sabido. ¿Cuándo ha sido?

La osadía puede ir por delante,

la fiereza llegará al lugar sagrado,

más allá del límite, la locura actuará toscamente a tientas,

y acabará encontrando un destino en ello, pero la gratitud

no sigue nunca a los dones regalados por Dios;

es necesaria una atención profunda antes de recibirlos.

Y en cuanto a nosotros, si el Dador no ahorrara,

nuestras cumbres y suelos arderían

mucho antes de recibir la bendición del hogar.

De lo divino hemos recibido, sin embargo, nosotros

mucho ya. Se nos ha puesto la llama

entre las manos, la orilla y las mareas.

Mucho más de lo que humanamente nos corresponde

se nos han confiado las extrañas fuerzas.

Los astros que están ante tus ojos

te instruyen; pero nunca podrás hacerte igual a ellos.

Aquel que es todo vida, Aquel del que procede

la felicidad y los cánticos,

tiene un Hijo, sereno y poderoso,

y ahora le reconocemos,

ahora, sí, en que conocemos al Padre,

para celebrar los días de fiesta,

el alto, el Espíritu

del mundo ha venido a inclinarse sobre todos los hombres.

Desde hace mucho, el tiempo ha sido demasiado grande

para el Señor, y hasta muy lejos alcanzaba su ámbito.

¿Pero cuándo le ha agotado?

Una vez pudo, sin embargo, un Dios elegir el trabajo del día,

como los mortales, y repartir el destino.

La ley del destino es ésta: que cada uno se descubra a sí mismo;

que, cuando vuelva el silencio, haya también una lengua.

Sin embargo, donde actúa el Espíritu, allí estamos nosotros, y discutimos

sobre cuál es el bien más alto. Y me parece que lo mejor sucede

cuando el Maestro ha terminado y ha completado su imagen,

sale de su taller, que él mismo ha iluminado,

el silencioso Dios del tiempo, y rige sólo

la norma del amor, igualadora y bella, desde la tierra al cielo.

Desde la mañana, muchas cosas

ha sabido el hombre, desde que hemos hablado y nos hemos oído

los unos a los otros; pero pronto seremos un cántico.

Y la imagen del tiempo, que el Espíritu inmenso ha desplegado,

es un dibujo trazado ante nosotros,

un vínculo entre él y las otras fuerzas.

No sólo él, los Increados, los Eternos

son reconocibles en el dibujo, igual que en las plantas

la Madre Tierra se reconoce, y la luz y el aire.

Y finalmente, he aquí, Fuerzas sagradas,

el signo del amor, el testimonio

de que aún existís: el día de fiesta.

El que todo lo une, donde lo celestial

no es visible en el milagro, y permanece invisible en la tempestad,

pero en el cántico cordialmente confundidos

en un mismo coro, los bienaventurados,

en algún modo, se reúnen en número sagrado, y lo que más quieren también,

y de lo que dependen, no falta. Por eso

te he llamado al banquete, que está ya preparado,

a ti, oh Inolvidable, en la noche del tiempo,

oh Joven, a la altura del Príncipe de la fiesta.

Nadie de nuestro pueblo podrá dormir

hasta que vosotros, los que habéis sido anunciados,

vosotros, inmortales,

para hablarnos de vuestro cielo,

vengáis a nuestra casa.

Los vientos que han sido tenuemente exhalados

os pregonan,

os pregona el humeante valle

y el suelo, que aún tiembla por la tormenta.

Pero la esperanza hace enrojecer las mejillas,

y ante la puerta de la casa

están sentados madre e hijo,

y contemplan la paz.

Y parece que son pocos los que mueren.

Y un presentimiento inunda el alma.

Enviada por una luz de oro,

una promesa mantiene expectantes a los hombres mayores.

Sí, en lo alto están dispuestos

los aromas de la vida, y también

expulsadas las penas.

Pues todo resulta ahora placentero,

y lo que más,

lo más simple —largo tiempo buscado—,

el fruto de oro,

caído de una rama

antiquísima por violentas tempestades,

como bien más preciado, por el destino mismo

envuelto en armas tiernas,

tiene la forma de las cosas celestes.

Igual que la leona te quejaste,

oh Madre, el día

que perdiste a tus hijos, Naturaleza.

Pues te los robó —a ti, que todo lo ama—

tu enemigo, cuando tú lo acogiste

a él casi como a uno de tus propios hijos,

y asociaste los sátiros a los dioses.

Así has construido algunas cosas

y enterrado otras,

pues te odia lo que, antes de tiempo,

oh Todopoderosa, llevaste hacia la luz.

Ahora le conoces, ahora te despides de él;

pues ahora reposa, gustosamente impasible,

hasta que llegue su maduración, abajo, recelosamente ocupado.