EN EL MANANTIAL DEL DANUBIO

A ti, madre Asia, te saludo,

a ti que lejos, a la sombra de tus viejos bosques, descansas

y recuerdas tus hazañas.

Pues tú, oh tierra milenaria, llena del sagrado fuego,

alzaste un júbilo infinito,

tan alto que aún resuena tu voz en nuestro oído, oh milenaria.

Pero ahora descansas, y esperas

que el eco de un amor surgido

de un pecho enardecido llegue a ti,

y descienda de las cumbres sobre olas del Danubio,

en busca del Oriente, abriendo un cauce y transportando naves.

Traído por las violentas olas llego a ti,

y te proclamo, antes de que eso ocurra, y digo:

Como el órgano en altos y grandiosos acordes

limpiamente brota de los inagotables tubos

en la sagrada nave,

así el preludio de la mañana empieza, despertando,

y todo alrededor, de ámbito en ámbito,

fluye la melodiosa corriente y vierte su frescura,

llenando de entusiasmo

las frías sombras que se alzan en su curso.

Todo despierta ahora y se remonta

hacia el festivo sol, y el coro

de la comunidad responde. Así llegó

de Oriente la palabra a nosotros,

y en las rocas del Parnaso y el Citerón oigo,

oh Asia, el eco de tu voz, que irrumpe

en el Capitolio y baja bruscamente de los Alpes.

Una extranjera viene hacia nosotros,

nos despierta del sueño,

y es una voz que instruye a los humanos.

El asombro hizo presa en las almas

de todos los que oyeron, y la noche

cayó sobre los ojos de los más avezados.

Pues grande es el poder del hombre

que a través del arte domina

las mareas, las rocas y las llamas,

y el más fuerte no teme

la espada, pero cae derribado

ante el poder divino,

y como la fiera casi,

que empujada por dulce

juventud recorre sin tregua las montañas,

siente su propia fuerza

al calor del mediodía.

Pero cuando cae la luz sagrada,

entre juegos de brisas, y con los tibios rayos

el espíritu alegre se aproxima

a la bendita Tierra, entonces

cae vencida la fiera, deslumbrada

por la belleza, y se adormece en sueño vigilante,

antes de haberse encendido las estrellas.

Así somos nosotros. Pues a muchos

la luz de la mirada se les ciega antes

de recibir los dones celestiales,

los amistosos dones que de Jonia llegan,

y también de Arabia. Y no fueron felices

quienes por dormir no oyeron la valiosa lección y los amables cantos.

Pero algunos velaron. Y anduvieron,

contentos, en medio de vosotros —habitantes de las bellas ciudades—,

en los juegos en que el héroe invisible

se sentaba secretamente junto a los poetas, miraba a los luchadores,

y con una sonrisa celebraba —él, tan celebrado— los graves juegos de los niños.

Todo era —y es— un infinito amor.

Y aunque separados, seguimos pensando

los unos en los otros, oh felices habitantes del Istmo,

del Ceifiso, del Taigeto.

También pensamos en vosotros, oh valles del Cáucaso,

antiquísimos, lejanos paraísos,

y en vuestros patriarcas, profetas

y hombres fuertes, ¡oh Asia! ¡oh Madre!,

que sin temer los signos de este mundo

cargaron en sus hombros con el cielo y peso del destino,

arraigaron día tras día en las montañas,

y fueron los primeros en entender

que cabe hablar a solas

con Dios. Ahora descansan. Y si vosotros,

hombres antiguos, no habéis dicho

—como debíais— de dónde venís,

nosotros te llamamos, por mandato divino, te llamamos,

¡oh, Naturaleza! Tuyos somos, y renovados, como todo

lo que debe su ser a Dios, igual que si surgiera de las aguas.

Es verdad que andamos casi como huérfanos.

Todo está como antes, es cierto, pero nadie lo cuida.

Los jóvenes sólo, que recuerdan su infancia,

no se sienten extraños en la casa.

Viven tres veces, como viven

los primogénitos del cielo.

Y no en vano se nos dio

la lealtad al alma.

No sólo por nosotros, también

vela por lo vuestro,

y por los santuarios, refugios de la palabra,

que nos habéis dejado al iros,

a nosotros, los más torpes, hijos del destino.

Pero estáis aquí vosotros, espíritus amables,

y a menudo, cuando la nube sagrada envuelve

a uno de nosotros, el asombro nos impide conocer el sentido.

Pero vosotros sazonáis con néctar nuestro aliento

y saltamos entonces de júbilo, o hacen presa en nosotros

los ensueños. Pero aquel a quien amáis especialmente

ya no descansa hasta hacerse uno de vosotros.

Por ello, oh, Bienhechores, cercadme levemente

y pueda yo quedarme y entonar canciones que aún tengo

que cantar.

Ahora termina, sin embargo, mi canto, entre lágrimas

dulces, como un cuento de amor.

En mí lo he percibido,

ruborizado o pálido,

crecer desde el principio. Así sucede todo.