La construcción del puente
Se despertó el domingo por la mañana con un sordo dolor de cabeza. Todavía era temprano pero se levantó. Quiso ir a ordeñar. Su padre lo había hecho todos los días desde el jueves por la noche, pero él quería comenzar otra vez a dar normalidad a las cosas. Encerró el P. T. en el establo, pero el gimoteo del perro le hizo recordar a May Belle y empeoró su dolor de cabeza. Pero no podía dejar que el P. T. ladrara a Miss Bessie mientras la ordeñaba.
No había nadie despierto cuando entró con la leche, así que se sirvió un vaso tibio y buscó unas rebanadas de pan. Quería encontrar sus pinturas y pensó en bajar a buscarlas. Soltó al P. T. y le dio media rebanada de pan.
Era una preciosa mañana de primavera. Las flores silvestres tempranas moteaban el verde oscuro de los campos, y el cielo estaba despejado y azul. El arroyo había descendido bastante y parecía menos terrorífico que antes. Una gran rama se había varado en la orilla y la arrastró hasta el lugar más estrecho para colocarla de una orilla a otra. La pisó y le pareció firme, así que cruzó, un pie tras otro, hasta la otra orilla, asiéndose a las ramitas que salían de la más grande para mantenerse en equilibrio. No había ni rastro de las pinturas.
Salió un poco más arriba de Terabithia. Si seguía siendo Terabithia. ¡Si se pudiera entrar atravesando sobre una rama en lugar de hacerlo columpiándose! El P. T. se quedó al otro lado, gimoteando penosamente. Luego el perro se llenó de valor y cruzó nadando. La corriente lo arrastró más allá de Jess, pero llegó perfectamente al otro lado, se acercó corriendo y se sacudió, salpicándole.
Entraron en el castillo. Era oscuro y húmedo, pero nada daba la impresión de que la reina hubiera muerto. Sintió la necesidad de hacer algo digno. Pero allí no estaba Leslie para decírselo. La ira volvió a estallar dentro de él. Leslie. «No soy más que un idiota y tú lo sabes. ¿Qué debo hacer?».
El frío que sentía le subió hasta la garganta, atragantándolo. Tragó varias veces. Se le ocurrió que probablemente sufría cáncer de garganta. ¿No era uno de los síntomas? «Dificultad al tragar». Comenzó a sudar. No quería morir. Dios, sólo tenía diez años. Su vida acababa de empezar.
«Leslie, ¿tuviste miedo? ¿Sabías que te morías? ¿Tenías miedo como yo?».
La visión de Leslie succionada por el agua fría pasó velozmente por su cabeza.
—Vamos, Príncipe Terrien —dijo en voz bastante alta—, tenemos que hacer una corona para la reina.
Se sentó en un claro, entre la orilla y los primeros árboles, y formó una corona con una rama de pino, atándola con una cuerda mojada que encontró en el castillo. Como tenía un aspecto frío y verdoso recogió claytonias del bosque para entrelazarlas con las agujas. La puso en el suelo. Un cardenal se posó en la orilla, ladeó su brillante cabeza y pareció mirar fijamente a la corona. El P. T. soltó un gruñido que sonó como un ronroneo.
Jess puso una mano sobre el lomo del perro para hacerlo callar.
El pájaro dio unos saltitos más y luego levantó el vuelo tranquilamente.
—Es una señal de los espíritus —dijo Jess serenamente—. Nuestro ofrecimiento ha sido digno.
Anduvo lentamente, como si estuviera en una gran procesión, aunque sólo le acompañaba un cachorro, con la corona de la reina en la mano hasta el pinar. Se obligó a entrar en el centro oscuro del bosque y, de rodillas, colocó la corona sobre la espesa alfombra de agujas doradas.
—Padre, en Tus manos encomiendo su espíritu. —Sabía que a Leslie le hubieran gustado esas palabras. Sonaban a bosque sagrado.
La solemne procesión dio un rodeo por el bosque sagrado hasta llegar al castillo. Como un pájaro cruzando un tormentoso cielo, una diminuta paz voló a través del caos que había dentro de su cuerpo.
—¡Socorro! ¡Jess! ¡Ayúdame!
Un grito rompió el silencio.
Jess corrió hacia el lugar de donde venían los gritos de May Belle. Había cruzado la mitad del tronco que servía de puente y ahora estaba medio agarrada a las ramas de arriba, sin atreverse a ir ni hacia adelante ni hacia atrás.
—Calma, May Belle. —Las palabras le salieron con más seguridad de la que realmente sentía—. Agárrate bien, voy a por ti.
No estaba muy seguro de si la rama podría aguantar el peso de los dos. Miró el agua. Estaba lo suficientemente baja como para cruzar andando pero había muchísima corriente. ¿Y si le arrastraba? Se decidió por la rama. Se acercó poco a poco hasta que pudo tocarla. Tendría que hacer que May Belle retrocediera hasta el lado por donde estaba su casa.
—Vale —dijo—. Ahora, muévete hacia atrás.
—¡No puedo!
—May Belle, estoy aquí, contigo, ¿crees que te voy a dejar caer? Toma. —Estiró la mano derecha—. Agárrate, ponte de lado y desliza los pies sobre la rama.
Ella soltó por un momento la mano izquierda y luego volvió a agarrar la rama.
—Tengo miedo, Jess. Mucho miedo.
—Claro que tienes miedo. Cualquiera lo tendría. Pero tienes que confiar en mí, ¿de acuerdo? No te voy a dejar caer, May Belle, te lo prometo.
Ella movió la cabeza, los ojos todavía desencajados por el miedo, pero soltó la rama y le tomó de la mano, enderezándose un poco y balanceándose. Él la agarró con fuerza.
—Muy bien, ahora. No está lejos, pero desliza el pie derecho un poco, luego junta el izquierdo.
—No recuerdo cuál es el derecho.
—El de delante —dijo Jess con paciencia—. El que está más cerca de casa.
Asintió con la cabeza y movió obedientemente el pie derecho un poco.
—Ahora suelta la rama y agárrate bien a mí.
Soltó la rama y le agarró con fuerza.
—Estupendo. Lo estás haciendo muy bien. Ahora muévete un poco más. —Se balanceó pero no gritó, sólo clavó sus uñas en la palma de la mano—. Muy bien. Estupendo. Lo haces muy bien.
Tenía la misma voz tranquila y decidida de los auxiliares de los médicos en el programa «Urgencia», pero su corazón golpeaba como un martillo contra el pecho.
—Muy bien. Muy bien. Ahora un poco más.
Cuando por fin su pie derecho llegó hasta aquel trozo de rama que reposaba en la orilla, se cayó hacia adelante, arrastrando a Jess.
—¡Cuidado, May Belle! —Perdió el equilibrio pero no cayó en el arroyo, sino con el pecho contra las piernas de May Belle y con las suyas propias agitándose en el vacío—. ¡Vaya! —Aliviado, se echó a reír—. ¿Qué querías hacer, pequeña, matarme?
Dijo que no con un solemne movimiento de cabeza.
—Sé que juré sobre la Biblia no seguirte, pero me desperté esta mañana y te habías ido.
—Tenía muchas cosas que hacer.
Se estaba quitando el barro de las piernas desnudas.
—Quería encontrarte para que no estuvieras solo. —Bajó la cabeza—. Pero me he asustado.
Se volvió para sentarse a su lado. Miraron cómo el P. T. cruzaba la corriente, que le arrastró un poco, pero no parecía importarle. Salió bastante lejos del manzano silvestre y volvió corriendo a donde ellos estaban sentados.
—Todo el mundo se asusta de vez en cuando, May Belle. No es como para avergonzarse. —Vio cruzar como un relámpago la mirada de Leslie cuando entró en el servicio de las chicas para ver a Janice Avery—. Todo el mundo se asusta.
—El P. T. no está asustado y hasta vio a Leslie…
—Los perros son diferentes. Es que cuanto más sabes más cosas te pueden asustar.
Le miró incrédula.
—Pero tú no tenías miedo.
—Cómo que no, May Belle, temblaba como una hoja.
—No lo creo, lo dices por decir.
Se rió. Se alegraba de que no le creyera. Se incorporó de un salto y con la mano la puso de pie.
—Vamos a correr.
Dejó que le ganara en la carrera hasta casa.
Cuando entró en el aula del semisótano vio que la señora Myers ya había sacado el pupitre de Leslie de su sitio. Por supuesto, el lunes Jess ya lo sabía pero en la parada del autobús todavía medio esperó verla aparecer corriendo a través del campo, con su precioso y hasta rítmico modo de correr. Tal vez estuviera en la escuela —Bill la podía haber llevado como hacía cuando llegaba tarde al autobús—, pero cuando Jess entró en el aula su pupitre había desaparecido. ¿Por qué todos tenían tanta prisa en deshacerse de ella? Reposó la cabeza contra el pupitre; tenía el cuerpo pesado y frío.
Escuchaba susurros pero no distinguía las palabras. No es que quisiera escucharlas. De repente sintió vergüenza por haber pensado que quizá los otros niños lo tratasen con respeto. Era intentar aprovecharse de la muerte de Leslie. «Quería ser el mejor —el más rápido de quinto— y ahora lo soy». Dios, eso le daba náuseas. No le importaba nada lo que los otros dijeran, con tal de que no tuviera que hablarles o mirarles a la cara. Todos habían odiado a Leslie. Salvo quizá Janice. Incluso después de dejar de fastidiarla todo lo que pudieron siguieron odiándola, como si alguno valiera lo que valía la uña del dedo meñique de Leslie. E incluso él había acariciado la traidora idea de ser ahora el más rápido.
La señora Myers ladró la orden de cuadrarse para saludar a la bandera.
No se movió. Si era que no podía o no quería era algo que le importaba un comino. Y después de todo, ¿qué podía hacer?
—Jess Aarons. ¿Quieres salir al pasillo, por favor?
Levantó su cuerpo de plomo y salió dando traspiés. Creyó oír cómo Gary Fulcher se reía pero no estaba seguro. Se apoyó en la pared y esperó a que Myers Boca de Monstruo terminara de cantar O Say Can You See[3] y saliera. La oyó dando a la clase un trabajo de aritmética antes de salir y cerrar la puerta sin hacer ruido.
«Vale, venga. Me da igual».
Se le acercó tanto que pudo oler su barato perfume.
—Jess.
Nunca le había oído una voz tan dulce, pero no le contestó. Que grite. Estaba acostumbrado.
—Jess —repitió—. Simplemente quiero darte mi sincero pésame.
Las palabras sonaban cursis pero el tono era nuevo para él.
No pudo sino mirarla a la cara. Detrás de los cristales de las gafas sus ojos entrecerrados estaban llenos de lágrimas. Durante un momento creyó que él también iba a llorar. Él y la señora Myers ahí en el pasillo del sótano, llorando por Leslie Burke. Era tan increíble que casi daban más ganas de reír que de llorar.
—Cuando se murió mi marido —le fue difícil a Jess imaginar que la señora Myers podía haber tenido marido alguna vez—, la gente se empeñó en decirme que no llorara, intentaban hacerme olvidar. —La señora Myers amando, llorando. ¿Cómo podía imaginárselo?—. Pero no quise olvidar. —Sacó un pañuelo de la manga y se sonó la nariz—. Discúlpame —dijo—. Esta mañana, cuando entré, alguien había sacado el pupitre. —Se detuvo y volvió a sonarse la nariz—. Es que, es que yo, nunca había tenido una alumna así. Siempre le estaré agradecida…
Quería consolarla. Quiso borrar todas las cosas que había dicho de ella, hasta las que había dicho Leslie. Que nunca se entere.
—Así que me doy cuenta. Si es duro para mí, será mucho más duro para ti. Así que vamos a intentar ayudarnos mutuamente, ¿de acuerdo?
—Sí, señora.
No sabía qué más decir. Tal vez un día, cuando fuera mayor, le escribiría una carta para contarle que Leslie Burke pensaba de ella que era una gran profesora o algo por el estilo. A Leslie no le importaría. A veces es como con lo de la muñeca Barbie, tienes que dar a las personas algo que es para ellas, no sólo algo que te hace sentirte bien porque lo regalas. Porque la señora Myers ya le había ayudado al comprender que él nunca podría olvidar a Leslie.
Estuvo pensando en ello todo el día, cómo antes de que llegara Leslie no era nadie —un chiquillo estúpido y extraño que pintaba cosas graciosas y corría por un prado intentando ser alguien—, procurando ocultar el montón de tontos temores que tenía dentro.
Era Leslie quien le había sacado de aquel prado para llevarle a Terabithia y hacer de él un rey. Pensó que había llegado al no va más. ¿Ser rey no era lo mejor que había? Ahora se le ocurrió que Terabithia era como un castillo donde te armaban caballero. Te quedabas un tiempo y cuando te sentías más fuerte seguías tu camino. ¿No había Leslie, hasta en Terabithia, intentado ensanchar los muros de su mente para hacerle ver un mundo resplandeciente: enorme y terrible, hermoso y frágil? (Tratarlo todo con cuidado, incluso a los animales de rapiña).
En cuanto a los terrores que vendrían —no se engañó pensando que todos quedaban atrás—, no tenías más remedio que hacer frente a tu miedo y no dejar que te acoquinara. ¿Verdad, Leslie?
Verdad.
Bill y Judy volvieron de Pennsylvania el miércoles con un camión de mudanzas. Nadie se quedaba mucho tiempo en la vieja casa de los Perkins.
—Vinimos al campo por el bien de ella. Ahora ya no está…
Le regalaron a Jess todos los libros de Leslie y también su juego de pinturas con tres blocs de auténtico papel para acuarelas.
—Habría querido que tú los tuvieras —dijo Bill.
Jess y su padre les ayudaron a cargar el camión y a mediodía su madre bajó con café y bocadillos, un poco asustada por si los Burke no quisieran comer su comida, pero sintiendo la necesidad, eso lo sabía Jess, de hacer algo. Por fin el camión estuvo cargado y los Aarons y los Burke permanecieron de pie, incómodos, sin saber cómo decirse adiós.
—Bueno —dijo Bill—. Si hemos dejado algo que os apetece, cogedlo, no faltaría más.
—¿Puedo coger las tablas que hay en el porche de atrás?
—Por supuesto, cualquier cosa que haya. —Bill vaciló, luego continuó—. Iba a darte al P. T. Pero —Miró a Jess y sus ojos parecían los de un niño implorando—, pero me parece que no soy capaz de desprenderme de él.
—No te preocupes. Leslie hubiera querido que te quedaras con él.
Al día siguiente, después de las clases, Jess fue a recoger la madera que necesitaba, llevando un par de tablas cada vez a la orilla del arroyo. Colocó las dos más largas sobre el arroyo, un poco más arriba del manzano, donde era más estrecho, y cuando estuvo seguro de su solidez y estabilidad, comenzó a clavar las piezas transversales.
—Jess, ¿qué haces? —May Belle le había seguido, como él sospechaba.
—Es un secreto, May Belle.
—Cuéntamelo.
—Cuando termine, ¿vale?
—Juro sobre la Biblia que no se lo diré a nadie. Ni siquiera a Billy Jean ni a Joyce Ann, ni a mamá.
Movió la cabeza de un lado a otro para darle mayor solemnidad.
—Oh, no estoy seguro en cuanto a Joyce Ann. Tal vez se lo contarás a Joyce Ann alguna vez.
—¿Contar a Joyce Ann algo que es un secreto entre tú y yo? —La idea parecía horrorizarla.
—Bueno, en eso estaba pensando.
La cara de ella pareció ablandarse.
—Joyce Ann es sólo un bebé.
—Pues no es probable que sea reina al principio. Tendría que enseñarle y todo eso.
—¿Reina? ¿Quién va a ser reina?
—Te lo explicaré cuando termine, ¿de acuerdo?
Al terminar le puso unas flores en el pelo y la llevó por el puente —el puente mágico a Terabithia—, que a alguien le podría parecer poco mágico con sus cuatro tablas sobre un barranco.
—Ssssss —hizo él—. Mira.
—¿Dónde?
—¿No lo ves? —susurró—. Todos los de Terabithia se han puesto de puntillas para verte.
—¿A mí?
—Ssssss, sí. Hay rumores de que hoy llega una hermosa niña que tal vez sea la reina que han estado esperando.