Capítulo 12

Desamparado

Lentamente cruzaron el campo y bajaron la cuesta hasta la vieja casa de los Perkins. Había cuatro o cinco coches aparcados en el exterior. Su padre levantó la aldaba. Jess oyó al P. T. ladrando en el fondo de la casa y corriendo hacia la puerta.

—Quieto, P. T. —dijo una voz desconocida para Jess—. Baja.

Abrió la puerta un hombre que estaba medio agachado intentando retener al perro. Al ver a Jess, el P. T. se soltó y saltó alegremente sobre el chico. Jess le cogió en brazos y le rascó la espalda, como solía hacer cuando era un cachorrito.

—Veo que te conoce —dijo el desconocido, que tenía una extraña media sonrisa en la cara—. Pasen, por favor. —Se hizo a un lado para que los tres pudieran entrar.

Pasaron a la habitación dorada y estaba igual que siempre, sólo que más hermosa porque el sol brillaba a través de las ventanas que daban al sur. Cuatro o cinco personas que Jess nunca había visto estaban allí sentadas, se oían algunos murmullos pero se hablaba poco. No había sitio para sentarse pero el desconocido les trajo sillas del comedor. Los tres se sentaron rígidamente y esperaron sin saber qué.

Una señora mayor se levantó lentamente del sofá y se acercó a la madre de Jess. Tenía los ojos enrojecidos bajo sus cabellos totalmente blancos.

—Soy la abuela de Leslie —dijo, tendiéndole la mano.

Su madre la tomó torpemente.

—Señora Aarons —dijo en voz baja—, de ahí arriba, en la colina.

La abuela de Leslie dio la mano tanto a la madre como al padre de Jess.

—Gracias por su visita —dijo. Luego se volvió hacia Jess—. Tú debes de ser Jess —dijo.

Jess inclinó la cabeza. Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas.

—Leslie me habló de ti.

Durante un momento Jess creyó que le iba a decir algo. No quería mirarla, así que se dedicó a acariciar al P. T., que estaba en su regazo.

—Lo siento —su voz se quebró—. No puedo resistirlo.

El hombre que les había abierto la puerta se le acercó y la rodeó con el brazo. Mientras la llevaba fuera de la habitación, Jess siguió oyéndola llorar.

Se alegró de que se hubiera ido. Qué extraño era ver a una señora como ella llorar. Era como si la señora que hablaba de Polident por la tele se deshiciera en lágrimas. No encajaba. Lanzó una ojeada a la habitación llena de personas mayores con los ojos enrojecidos. «Miradme», quería decirles. «No lloro». Una parte suya dio un paso atrás y examinó aquel pensamiento. Era la única persona de su edad que conocía cuya mejor amiga hubiera muerto. Se sintió importante. El lunes en la escuela probablemente los niños le mirarían susurrando entre sí y le tratarían con respeto: igual que habían tratado a Billy Joe Weems el año pasado cuando su padre murió en un accidente de automóvil. No tendría que hablar con nadie y todos los profesores estarían especialmente simpáticos con él. Hasta mamá obligaría a las niñas a portarse bien con él.

Tuvo un repentino deseo de ver a Leslie amortajada. Se preguntó si estaría en la biblioteca o en una de las funerarias de Millsburg. La enterrarían con sus vaqueros puestos. O tal vez con el pichi azul y la blusa de flores que llevaba en Pascua. Sería bonito. La gente se burlaba de los vaqueros y no quería que nadie se burlara de Leslie cuando estaba muerta.

Bill entró en la habitación. El P. T. bajó del regazo de Jess y se fue hacia él. El hombre se inclinó para acariciar el lomo del perro. Jess se levantó.

—Jess.

Bill se le acercó y le abrazó como si fuera Leslie y no Jess. Le abrazó con tal fuerza que un botón de su jersey hacía daño en la frente de Jess, pero por incómodo que se sintiera no se movió. Sintió que el cuerpo de Bill temblaba y temía que si levantaba la vista le vería llorando también. No quería ver llorar a Bill. Quería marcharse a casa. Se sentía sofocado. ¿Por qué no estaba allí Leslie para sacarlo de esa situación? ¿Por qué no entraba y hacía que todos se riesen otra vez? «Crees que morir y hacer que todos lloren es algo estupendo. Pues te equivocas».

—Te quería, ¿sabes? —Sabía por la voz que Bill estaba llorando—. Me contó una vez que si no hubiera sido por ti… —la voz se quebró por completo—. Gracias —dijo poco después—. Gracias por haber sido un amigo tan maravilloso para ella.

Bill no parecía el mismo. Parecía salido de una vieja película sentimental. La clase de persona de la que Leslie y Jess se hubieran reído y luego imitado. Buuuuuuuu, un amigo tan maravilloso de ella. No pudo evitar separarse un poco para no tener aquel estúpido botón clavado en la frente. Para su alivio, Bill le soltó. Oyó a su padre preguntar discretamente a Bill por «el servicio».

Y a Bill respondiendo serenamente, casi con su voz normal, que había decidido incinerar el cadáver y que llevarían las cenizas a la casa familiar en Pennsylvania al día siguiente.

Incinerada. Jess empezó a atar cabos en su cabeza. Eso quería decir que Leslie se había ido. Hecha cenizas. Nunca volvería a verla. Ni siquiera muerta. Nunca. ¿Cómo se atrevían? Leslie le pertenecía. Más que a cualquier otro en el mundo. Ni siquiera se lo habían preguntado. Ni siquiera se lo dijeron. Y ahora nunca volvería a verla y ellos todo lo que hacían era llorar. No era por ella. No lloraban por Leslie. Si realmente hubieran querido a Leslie no la habrían traído a un lugar tan espantoso como éste. Tuvo que contenerse para no darle a Bill una bofetada.

Él, Jess, era el único que quería a Leslie de verdad. Pero Leslie le había fallado. Se le ocurrió morirse cuando más la necesitaba. Fue a columpiarse en la cuerda sólo para demostrar que no era ninguna cobarde. «Para que te enteres», Jess Aarons. Probablemente en ese momento estaba en algún lugar riéndose de él. Burlándose de él como si fuera la señora Myers. Le hizo negar a su antiguo ser y entrar en su mundo y luego, antes de que se acostumbrara a ello, le abandonó, dejándolo desamparado como un astronauta vagando por la Luna. Solo.

Más tarde no se acordó de cuándo dejó la vieja casa de los Perkins, pero recordó que subió corriendo por la cuesta que llevaba a su casa con el rostro bañado por las lágrimas. Entró dando un portazo. May Belle estaba de pie, con los ojos castaños muy abiertos.

—¿La has visto? —preguntó emocionada—. ¿La has visto amortajada?

La golpeó. En la cara. Jamás había golpeado nada con tanta fuerza. Ella resbaló, cayendo con un pequeño grito. Entró en el dormitorio y buscó debajo del colchón hasta encontrar el papel y las pinturas que Leslie le había regalado en Navidades.

Ellie estaba en la puerta, riñéndole. La empujó para salir. Desde el sofá, Brenda también se quejó pero el único sonido que realmente captó su mente fue el lloriqueo de May Belle.

Salió disparado por la puerta de la cocina y bajó al campo hacia el arroyo, sin mirar atrás. El arroyo había bajado un poco desde la última vez que lo había visto. En la rama del manzano silvestre colgaba el extremo deshilachado de la cuerda, moviéndose suavemente. «Ahora soy el más rápido de quinto».

Dio un grito inarticulado y lanzó el papel y las pinturas a las terrosas aguas. Las pinturas flotaron, arrastradas por la corriente como si fueran barcos, pero los papeles hacían remolinos, empapándose de agua sucia y finalmente se sumergieron. Miró cómo desaparecían. Gradualmente su respiración se hizo más lenta y el corazón latió con menos intensidad. La tierra estaba todavía húmeda de la lluvia pero se sentó. No había adonde ir. Ningún sitio. Nunca más. Apoyó la cabeza en las rodillas.

—Qué cosa más estúpida acabas de hacer.

Su padre se sentó en el barro a su lado.

—Me da igual, me da igual.

Ahora lloraba, con tanta fuerza que apenas podía respirar.

Su padre arrastró a Jess hasta su regazo como si fuera Joyce Ann.

—Lo entiendo —le dijo mientras le daba golpecitos en la cabeza—. Ssss.

—La odio —dijo Jess entre sollozos—. La odio. Me hubiera gustado no verla en mi vida.

Su padre le acariciaba el pelo sin hablar. Jess se serenó. Los dos miraron el agua.

Por fin su padre le dijo:

—Qué infierno es todo, ¿verdad?

Eran palabras que el padre de Jess podría haber dicho a otro hombre. Le parecieron extrañamente consoladoras y le infundieron valor.

—¿Crees que la gente va al infierno, quiero decir, al infierno de verdad?

—¿Estás preocupado por Leslie Burke? —Por supuesto, resultaba curioso, sin embargo.

—Es que May Belle dijo…

—¿May Belle? May Belle no es Dios.

—Sí, pero ¿cómo sabes lo que Dios hace?

—Cielos, chico, no seas tonto. Dios no va a enviar a una niña al infierno.

Nunca había pensado que Leslie fuera una niña, pero seguramente Dios sí. No iba a cumplir los once años hasta noviembre. Se levantaron y subieron la cuesta.

—No quería decir lo de odiarla. —Su padre inclinó la cabeza para mostrar que comprendía.

Todos, hasta Brenda, le trataron con ternura. Todos, excepto May Belle, que se le resistía, como si tuviera miedo de él. Quiso pedirle perdón pero no pudo. Estaba demasiado cansado. No tenía fuerzas para pronunciar ni una palabra. Tenía que compensarla de alguna manera pero estaba demasiado cansado para pensar cómo.

Aquella tarde Bill vino a casa. Iban a marcharse a Pennsylvania y preguntó si Jess podría encargarse del perro hasta que regresaran.

—Desde luego.

Se alegró de que Bill quisiera que le ayudara. Temía haberle hecho daño a Bill al escaparse aquella mañana. También se sentía ansioso por saber que Bill no le culpaba de nada. Pero no encontraba palabras para preguntárselo.

Sujetó al P. T. e hizo adiós con la mano mientras el polvoriento coche italiano salía a la carretera. Le pareció que contestaban a su saludo, pero estaba demasiado lejos para poder precisarlo con seguridad.

Su madre nunca le había permitido tener un perro, pero no puso pegas al P. T. El P. T. saltó a su cama y durmió toda la noche acurrucado contra su pecho.