Capítulo 10

El día perfecto

Oyó a su padre arrancar la camioneta. Aunque no tenía un trabajo adonde acudir salía todas las mañanas temprano a buscarlo. A veces no hacía más que pasar el día entero en la oficina de colocación; en los días con suerte lo mandaban a descargar muebles o a hacer limpieza.

Jess estaba despierto. Sería mejor levantarse. Podría ordeñar a Miss Bessie para acabar de una vez con eso. Se puso la camiseta y el mono por encima de la ropa interior con la que dormía.

—¿Adónde vas?

—Vuélvete a dormir, May Belle.

—No puedo. La lluvia hace demasiado ruido.

—Pues entonces, levántate.

—¿Por qué eres tan antipático?

—¿Quieres callarte, May Belle? Vas a despertar a toda la casa con tus voces.

Joyce Ann hubiera gritado, pero May Belle puso mala cara.

—Oh, ven —dijo—. Sólo voy a ordeñar a Miss Bessie. Después tal vez podamos ver los dibujos animados si ponemos muy bajo el sonido.

May Belle era tan flacucha como Brenda era gorda. En un momento se levantó, llevando sólo la ropa interior, pálida y con carne de gallina. Tenía todavía los ojos soñolientos y sus cabellos de un castaño claro le caían en mechones como si fueran el nido de una ardilla en invierno. «Seguro que es la niña más fea del mundo», pensó Jess, mirándola con cariño.

Ella le tiró los vaqueros a la cara.

—Se lo voy a contar a mamá.

Le devolvió los vaqueros.

—¿Contar qué?

—Cómo me miras cuando no llevo la ropa puesta.

Dios. Creía que lo pasaba bien.

—Pues sí —dijo dirigiéndose hacia la puerta para que no pudiera tirarle otra cosa.

—Una niña tan guapa como tú. No puedo dejar de mirarte. —La oyó reírse mientras cruzaba la cocina.

El establo olía, como siempre, a Miss Bessie. Jess hizo una especie de cloqueo para moverla y colocó la banqueta a su lado y el cubo debajo de sus ubres moteadas. La lluvia que golpeaba el tejado metálico del establo producía un contrarritmo con el retintín del cubo. Si dejara de llover… Apoyó la frente en el cálido pellejo de Miss Bessie. Se preguntó tontamente si las vacas podrían tener miedo, miedo de verdad. Había visto a Miss Bessie alejarse nerviosamente del P. T. pero eso era diferente. Un cachorro ladrándote a los talones es una amenaza inmediata, pero la diferencia entre él y Miss Bessie consistía en que cuando el P. T. no estaba a la vista ella se mostraba totalmente contenta, masticando soñolienta. No se pasaba el tiempo mirando a la vieja casa de los Perkins, haciéndose preguntas y preocupado. No sentía como él la angustia royéndole el estómago.

Acarició con la frente el costado de la vaca y suspiró. Si en verano el arroyo seguía llevando agua pediría a Leslie que le enseñara a nadar. «¿Qué te parece?», se dijo. Voy a tomar a ese estúpido terror por los hombros y sacudirlo hasta que se quede tonto. Quizá hasta aprenda pesca submarina. Se estremeció. Quizá había nacido sin tripas, pero no quería morir sin ellas. Tal vez debiera ir a la facultad de Medicina y pedirles que le hicieran un trasplante de tripas. No, doctor, el corazón me funciona de maravilla. Lo que necesito es un trasplante de tripas. ¿Qué le parece? Sonrió. Tendría que contarle a Leslie lo de querer un trasplante de tripas. Bobadas de ese tipo le gustaban. Desde luego —detuvo el ritmo de ordeñar el tiempo suficiente para apartarse los cabellos del rostro—, lo que realmente necesito es un trasplante de cerebro. Conozco a Leslie. Sé que no se enfadará ni se burlará de mí cuando le diga que no quiero volver a cruzar hasta que las aguas hayan bajado. Sólo tengo que decir: «Leslie, no quiero cruzar hoy». «¿Por qué no?». «Porque, porque, porque…».

—Te he llamado ya tres veces.

May Belle imitaba el estilo más remilgado de Ellie.

—¿Llamarme para qué?

—Una señora quiere hablar por teléfono contigo. He tenido que vestirme para venir a buscarte.

Nunca le llamaba nadie. Leslie le había llamado exactamente una vez y Brenda le había dado tanto la lata con lo de que había sido su «amada» que Leslie decidió que era más sencillo ir a su casa a buscarle cuando quería hablar con él.

—Por la voz podría ser la señorita Edmunds.

Era la señorita Edmunds.

—¿Jess? —Su voz fluía por el auricular—. Hace un tiempo espantoso, ¿no?

—Sí, señorita. —No se atrevió a decir más por miedo a que le oyera temblar.

—Tenía pensado ir en coche a Washington, a visitar el Smithsonian o la National Gallery. ¿Te gustaría acompañarme?

Sudaba de frío.

—¿Jess?

—Sí, señorita. —Intentó tomar aliento para seguir hablando.

—¿Te gustaría ir conmigo?

Caramba.

—Sí, señorita.

—¿Necesitas permiso para venir? —preguntó con suavidad.

—Sí, sí, señorita.

Sin darse cuenta se encontró enredado con el cable del teléfono. Se desenredó, puso a un lado el auricular sin hacer ruido y se fue de puntillas a la habitación de sus padres. La espalda de su madre formaba una joroba debajo de la manta de algodón. Tocó ligeramente su hombro.

—¿Mamá? —dijo casi susurrando. Quería pedirle permiso sin realmente despertarla. Probablemente diría que no si se despertaba y lo pensaba.

Su madre se sobresaltó pero volvió a tranquilizarse, sin despertarse del todo.

—La profesora quiere que vaya con ella a Washington, al Smithsonian.

—¿Washington? —Las sílabas le salían confusas.

—Sí. Una cosa para las clases. —Le pasó la mano por el brazo—. No volveré muy tarde. ¿Vale?

—Hummm.

—No te preocupes. Ya he ordeñado.

—Hummm. —Se subió la manta hasta las orejas y se puso boca abajo.

Jess volvió, sin hacer ruido, al teléfono.

—Sí, señorita Edmunds, puedo ir.

—Estupendo. Te recogeré dentro de veinte minutos. Dime cómo puedo llegar a tu casa.

Al ver entrar su coche, Jess salió disparado por la puerta de la cocina, bajo la lluvia, y se encontró con ella a medio camino. Ya le daría más detalles May Belle a su madre cuando estuviera a salvo en la carretera. Se alegró de que May Belle tuviera toda su atención puesta en la tele. No tenía ganas de que fuera a despertarla antes de que él se hubiera marchado. Tuvo miedo de mirar hacia atrás hasta cuando ya estaba en el coche y en la carretera pensando que iba a aparecer su madre gritando detrás de él.

No se le ocurrió hasta que el coche hubo pasado Millsburg que podía haberle preguntado a la señorita Edmunds si Leslie podía venir. Pero cuando lo pensaba no podía menos de sentir un secreto placer al encontrarse a solas con la señorita Edmunds en su bonito automóvil. Conducía con mucho cuidado, las manos asiendo la parte superior del volante, mirando fijamente hacia adelante. Las ruedas canturreaban y los limpiaparabrisas oscilaban a un alegre ritmo. El coche estaba caliente y lleno del olor de la señorita Edmunds. Jess iba sentado con las manos apretadas entre las rodillas, el cinturón de seguridad sujetándole por el pecho.

—Maldita lluvia —dijo ella—, me voy a volver loca de tanto no poder salir.

—Sí, señorita —dijo contento.

—Tú también, ¿eh? —Le lanzó una rápida sonrisa.

Su proximidad le mareaba. Asintió con la cabeza.

—¿Conoces la National Gallery?

—No, señorita. —Ni siquiera conocía Washington, pero esperaba que no se lo preguntara.

Ella volvió a sonreírle.

—¿Es la primera vez que visitas una galería de arte?

—Sí, señorita.

—Estupendo —dijo—. Mi vida ha valido para algo.

No la entendió, pero tampoco le importó. Sabía que estaba contenta con él y eso era suficiente.

Pese a la lluvia pudo divisar los monumentos que, sorprendentemente, se parecían a las reproducciones de los libros: la mansión de Lee en la colina, el puente, y luego dieron la vuelta a la plaza dos veces para que pudiera ver a Abraham Lincoln contemplando la ciudad, la Casa Blanca y el Monumento, y en el otro extremo el Capitolio. Leslie había visto todas esas cosas un millón de veces. Hasta tuvo una compañera de clase cuyo padre era congresista. Pensó que tal vez debería decirle más tarde a la señorita Edmunds que Leslie era amiga personal de un auténtico congresista. A la señorita Edmunds siempre le había caído bien. Entrar en la galería era como meterse en un pinar: el enorme mármol abovedado, el fresco chapoteo de la fuente y el verde que crecía por todos lados. Dos niños se habían escapado de su madre y corrían y gritaban. A Jess le entraron ganas de agarrarlos y decirles cómo debían comportarse en un lugar que indudablemente era sagrado.

Y luego los cuadros, sala tras sala, planta tras planta. Se embriagó del color, de la forma y de la amplitud, y con la voz y el perfume de la señorita Edmunds siempre a su lado. Ella se inclinaba de vez en cuando para darle alguna explicación o para hacerle una pregunta, sus cabellos negros cayéndole sobre los hombros. Los hombres se fijaban más en ella que en los cuadros y Jess pensaba que tenían celos de él.

Almorzaron tarde en la cafetería. Cuando ella habló del almuerzo se quedó horrorizado pensando que necesitaría dinero y no sabía cómo decirle que no llevaba, ni siquiera lo tenía.

—Ahora no vamos a discutir quién paga. Soy una mujer liberada, Jess Aarons. Cuando invito a un hombre a salir conmigo pago yo.

Intentó buscar la manera de protestar sin que después le presentaran la cuenta, pero no pudo y terminó tomando una comida de tres dólares, mucho más de lo que tenía intención de pedir. Mañana le preguntaría a Leslie cómo debía haber hecho las cosas.

Después del almuerzo se fueron a paso rápido bajo la llovizna hasta la Smithsonian para ver a los dinosaurios y a los indios. Encontraron una exposición que representaba una escena en miniatura de unos indios disfrazados con pieles de búfalo asustando a una manada para que se precipitara por un acantilado donde, abajo, les esperaban más indios para matarlos y despellejarlos. Era una espeluznante versión en tres dimensiones de algunos de sus propios dibujos. Se asustó de la afinidad que sentía con ellos.

—Fascinante, ¿no te parece? —añadió la señorita Edmunds, cuyos cabellos rozaron su mejilla cuando se inclinó para mirar.

Se tocó la mejilla.

—Sí, señorita —pero se dijo a sí mismo: «Creo que no me gusta», pese a que siguió allí como fascinado.

Al salir del edificio resplandecía un magnífico sol primaveral. Jess parpadeó ante la luz.

—¡Vaya! —dijo la señorita Edmunds—. Un milagro, ¡he aquí el sol! Ya estaba empezando a creer que estábamos en una cueva y que nunca saldríamos de ella, como en el mito japonés.

Se sintió bien otra vez. Durante todo el viaje de regreso la señorita Edmunds le contó graciosas historias sobre su año de universidad en Japón, donde todos los muchachos eran más bajos que ella y no sabía cómo utilizar sus retretes.

Estaba tranquilo. Tenía tantas cosas que contarle a Leslie y también tantas que preguntarle. No le importaba que su madre pudiera estar enfadada. Ya le pasaría. Y había merecido la pena.

Ese día perfecto de su vida había valido lo que tuviera que pagar por él.

En la cuesta antes de la casa de los Perkins dijo:

—Bajaré aquí, señorita Edmunds. Es mejor que no entre. Podría hundirse en el barro.

—Muy bien, Jess —asintió. Se detuvo a un lado del camino—. Gracias por este día tan maravilloso.

El sol poniente se reflejaba en el parabrisas, deslumbrándole.

—No, señorita —su voz sonó chillona y extraña. Carraspeó—. No, señorita, gracias a usted. Bueno…

No quería marcharse sin darle las gracias de verdad pero no le salían las palabras. Más tarde, por supuesto, le saldrían, cuando estuviera en la cama o en el castillo.

—Bueno.

Abrió la puerta y salió.

—Hasta el viernes.

Ella movió la cabeza, sonriendo.

—Hasta luego.

Miró hasta que el coche desapareció y luego se volvió y corrió con todas sus fuerzas hacia casa; estaba tan alegre que no le hubiera sorprendido que sus pies se despegaran del suelo y saliera flotando sobre el tejado. Había entrado en la cocina antes de darse cuenta de que algo había ocurrido. La camioneta de su padre estaba aparcada junto a la puerta pero no se fijó hasta que entró en la habitación y los encontró a todos sentados: sus padres y las pequeñas a la mesa de la cocina, Ellie y Brenda en el sofá. No estaban comiendo. No había nada en la mesa. Tampoco estaban mirando la tele. Ni siquiera estaba encendida. Permaneció inmóvil un momento mientras todos le miraban.

De repente su madre soltó un sollozo escalofriante:

—Oh Dios, oh Dios.

Siguió diciéndolo con la cabeza apoyada en los brazos. Su padre se acercó para rodearle torpemente con un brazo, pero sin dejar de mirarle.

—Os dije que se había ido a algún sitio —dijo May Belle con calma y obstinadamente, como si lo hubiera repetido muchas veces sin que nadie la creyera.

Bizqueó con los ojos como si estuviera intentando mirar dentro de un desagüe. No sabía ni qué preguntarles.

—¿Qué…? —empezó.

La voz irritada de Brenda le interrumpió:

—Tu novia ha muerto y mamá creía que tú también habías muerto.