Capítulo 9

El maleficio

El lunes de Pascua comenzó a llover en serio otra vez. Era como si las fuerzas de la naturaleza conspiraran para estropearles su corta semana de libertad. Jess y Leslie estaban sentados con las piernas cruzadas en el porche de los Burke, mirando cómo los neumáticos de un camión salpicaban con agua fangosa.

—Ése no va a más de cincuenta millas por hora —musitó Jess.

En aquel momento algo salió de la ventanilla de la cabina. Leslie se incorporó de un salto.

—¡Cochino! —gritó en dirección a las luces traseras que ya desaparecían.

Jess también se puso de pie.

—¿Qué quieres hacer?

—Lo que quiero es ir a Terabithia —dijo, mirando tristemente caer la lluvia torrencial.

—¡Qué diantre! Vámonos —dijo Jess.

—Vale —respondió ella, repentinamente alegre.

Fue a por sus botas y un impermeable y dudó un momento con respecto al paraguas.

—¿Crees que podremos columpiarnos hasta el otro lado con un paraguas en la mano?

Él negó con la cabeza.

—No.

—Será mejor que pasemos por tu casa a coger tus botas y demás.

Se encogió de hombros.

—Toda mi ropa se ha quedado demasiado pequeña. Iré con lo puesto.

—Voy a buscarte un abrigo viejo de Bill. —Comenzó a subir la escalera.

Judy salió al corredor.

—¿Qué estáis haciendo?

Eran las mismas palabras que podía haber dicho la madre de Jess, sólo que en un tono distinto. Los ojos de Judy estaban como nublados y su voz sonaba distante.

—No queríamos molestarte, Judy.

—No os preocupéis, estaba empantanada en ese momento. Así que es mejor que lo deje. ¿Habéis desayunado?

—No te molestes, Judy. Podemos prepararnos algo.

Los ojos de Judy se aclararon un poco.

—Tienes puestas las botas.

Leslie se miró los pies.

—Oh, sí —dijo, como si acabara de darse cuenta de ello—. Pensábamos salir un momento.

—¿Está lloviendo otra vez?

—Sí.

—A mí me gustaba pasear bajo la lluvia. —La sonrisa de Judy se parecía a la de May Belle cuando dormía—. Bueno, si podéis arreglaros…

—Por supuesto.

—¿Todavía no ha vuelto Bill?

—No. Dijo que no volvería hasta tarde. Que no debemos preocuparnos.

—Bien —contestó—. ¡Oh! —dijo repentinamente y sus ojos se abrieron de par en par—. ¡Oh! —Volvió a su habitación y el golpeteo de la máquina de escribir se reanudó en seguida.

Leslie sonrió.

—Ya no está empantanada.

Se preguntó cómo sería eso de tener una madre cuyas historias estaban dentro de su cabeza en lugar de estar pasando durante todo el día por la pantalla del televisor. Siguió a Leslie que se puso a sacar cosas de un armario. Le entregó un impermeable de color beige y un curioso sombrero redondo de lana negra.

—No hay botas. —Su voz salía de las profundidades del armario, amortiguada por una hilera de abrigos—. ¿Qué tal un par de pisafuerte?

—¿Un par de qué?

Leslie asomó la cabeza entre los abrigos.

—Zuecos, zuecos.

Se los enseñó. Eran enormes.

—No, los perdería en el barro. Iré descalzo.

—Buena idea —aprobó saliendo de allí—, yo también.

La tierra estaba fría. El barro frío les produjo punzadas de dolor en las piernas, así que corrieron chapoteando en los charcos, llenándose de barro. El P. T. brincaba delante de ellos, saltando como un pez de un mar oscuro a otro, luego volviéndose para agrupar a su rebaño, mordisqueando sus talones y salpicando aún más sus ya empapados vaqueros.

Al llegar a la orilla del arroyo se detuvieron. Daba miedo. Era igual que en Los Diez Mandamientos que pusieron en la tele, cuando el agua llenó torrencialmente el camino seco hecho por Moisés y barrió a todos los egipcios; el largo cauce se había convertido en un tormentoso mar de casi cuatro metros de ancho, que arrastraba árboles, troncos y basura como si fueran carros egipcios; las aguas hambrientas lamían y a veces rebasaban las orillas, desafiándolas a que intentaran confinarlas.

—Caray —dijo Leslie con respeto.

—Sí. —Jess levantó la vista hacia la cuerda. Seguía colgando de la rama del manzano silvestre. Sintió frío en el estómago—. Lo mejor sería dejarlo.

—Vamos, Jess. Podemos cruzar. —La capucha del impermeable se le había caído hacia atrás y tenía el pelo pegado a la frente. Se limpió las mejillas y los ojos con la mano y luego desenrolló la cuerda. Desabrochó el cuello del abrigo con la mano izquierda—. Aquí —dijo—. Mete al P. T. dentro.

—Lo llevaré yo, Leslie.

—Con el impermeable que llevas se te caerá.

Estaba impaciente por cruzar, así que Jess alzó al empapado perro y lo metió de culo en la cueva que formaba el impermeable de Leslie.

—Tienes que sujetarlo con el brazo izquierdo y columpiarte con el derecho, ¿sabes?

—Lo sé, lo sé. —Dio unos cuantos pasos hacia atrás para tomar impulso.

—Agárrate bien.

—No seas pesado, Jess.

Cerró la boca. Quisiera cerrar también los ojos. Pero no lo hizo y la vio tomar impulso, correr hacia la orilla, dar el salto, columpiarse, soltar la cuerda y caer con gracia en la otra orilla.

—Tómala.

Estiró la mano, pero tenía puestos los ojos en Leslie y en el P. T. y no se fijó en la cuerda, que se deslizó entre la punta de sus dedos y osciló en un gran arco, fuera de su alcance. Dio un salto y la agarró, olvidándose del ruido y del aspecto del agua, se echó hacia atrás y luego se lanzó con gran fuerza hacia adelante. La fría agua del arroyo lamió un instante sus talones descalzos pero en seguida se levantó en el aire, cayendo torpemente de culo. El P. T. se subió encima de él inmediatamente, pisoteando con sus patas enlodadas el impermeable beige y lamiéndole con la rosada lengua el rostro mojado.

Leslie tenía los ojos brillantes.

—Levantaos —le costó contener la risa—, levantaos, rey de Terabithia, y entremos en nuestro reino.

El rey de Terabithia aspiró y se limpió la cara con el dorso de la mano.

—Me levantaré —replicó con dignidad— cuando vos quitéis ese tonto perro de encima de mis tripas.

Fueron a Terabithia el martes y el miércoles. Llovía a intervalos y el miércoles las aguas del arroyo habían alcanzado el tronco del manzano, obligándoles a meterse en el agua hasta los tobillos cuando tomaban carrerilla para volar hacia Terabithia.

Jess hizo todo lo posible por caer de pie en la otra orilla. Estar sentado con unos pantalones fríos y mojados no era muy divertido, ni siquiera en un reino mágico.

A Jess le fue aumentando el miedo a cruzar a medida que crecía el agua del arroyo. Pero Leslie no parecía vacilar, de modo que Jess no podía hacerse el remolón. Pese a que podía obligar a su cuerpo a seguirla, su espíritu se rezagaba, deseoso de agarrarse al manzano silvestre de la misma manera que Joyce Ann lo hacía a las faldas de su madre.

Mientras estaban sentados en su castillo el miércoles, de pronto empezó a llover con tanta fuerza que el agua entró a chorros helados por el tejado de la choza. Jess intentó acurrucarse para evitar lo más desagradable, pero no había forma de escapar de los horribles invasores.

—¿Sabéis lo que pienso, oh rey?

Leslie vació el contenido de una de las latas de café en el suelo y la puso debajo de la gotera más grande.

—¿Qué?

—Me temo que algún malévolo ser ha lanzado una maldición sobre nuestro amado reino.

—Que se vaya a la porra el servicio meteorológico.

A la débil luz Jess vio cómo Leslie ponía su expresión más regia: la que habitualmente reservaba para los enemigos vencidos. Ella no estaba para bromas. Se arrepintió en el acto de su poco majestuoso comportamiento.

Leslie lo pasó por alto.

—Subamos hasta el bosque secreto para indagar de los espíritus qué es ese mal y cómo debemos combatirlo. En verdad sé que no es una lluvia normal la que se abate sobre nuestro reino.

—Tienes razón, reina —masculló Jess, y se arrastró fuera del castillo.

En el pinar hasta la lluvia perdía su fuerza torrencial. Sin la filtrada luz del sol se estaba casi a oscuras y el sonido de la lluvia contra las ramas altas de los pinos llenaba el bosque de una extraña música discordante. Jess sentía el miedo en su estómago, como si fuera un pedazo de rosquilla fría, sin digerir.

Leslie alzó los brazos y se encaró con la bóveda verde oscuro.

—Oh, vosotros, espíritus del bosque —comenzó solemnemente—. Venimos de nuestro reino, que está bajo el hechizo de alguna fuerza malévola, desconocida. Dadnos, os suplicamos, la sabiduría para comprender ese mal y el poder para vencerlo. —Dio un codazo a Jess.

Éste levantó los brazos.

—Hummm, uh. —Sintió de nuevo el duro codo de Leslie—. Hummm. Sí. Por favor. Escuchadnos, vosotros, espíritus.

Leslie pareció quedar satisfecha. Al menos no le propinó más codazos. Permanecía allí tranquilamente de pie, como si escuchara a alguien hablándole. Jess tiritaba, tal vez por el frío o por aquel lugar, no lo sabía. Se alegró cuando ella se dio la vuelta para salir del bosque. Lo único en que podía pensar era en ropa seca y en un café caliente y tal vez estar sentado un par de horas delante de un televisor. Estaba claro que no era digno de ser rey de Terabithia. ¿Quién ha oído hablar de un rey que tiene miedo de los árboles altos y de un poco de agua?

Se columpió hasta la otra orilla tan a disgusto consigo mismo que casi olvidó su miedo. En la mitad del vuelo miró hacia abajo y le sacó la lengua a las aguas que rugían debajo. «Al lobo no le tememos. Tra-la-la-la-la», se dijo, y luego levantó la vista rápidamente para mirar al manzano silvestre.

Subiendo lentamente la colina en medio del lodo y de las hierbas aplastadas, pisaba fuerte con sus pies descalzos.

—¿Por qué no nos cambiamos y vemos la tele en tu casa?

A él le entraron ganas de abrazarla.

—Haré café —dijo alegremente.

—¡Yujúuu! —dijo ella sonriendo, y echó a correr hacia la vieja casa de los Perkins, con aquella manera de correr tan hermosa, tan llena de gracia, que ni el agua ni el lodo podían estropear.

Cuando Jess se acostó el miércoles por la noche le pareció que podía estar tranquilo, que todo iba a ir bien, pero se despertó de madrugada con la terrible sensación de que seguía lloviendo.

Sencillamente tendría que decirle a Leslie que no iría a Terabithia. Después de todo, ella le había dicho lo mismo cuando estaba arreglando la casa con su padre. Y no le hizo preguntas. Lo peor no era que le fastidiara contar a Leslie que tenía miedo, sino tenerlo de verdad. Era como si lo hubieran hecho sin una pieza grande, como uno de esos rompecabezas de May Belle donde había un hueco en el lugar donde tenía que estar el ojo y la mandíbula de alguien. Caray, habría sido mejor nacer sin un brazo que sin tripas. Casi no pudo pegar ojo en lo que quedaba de noche, escuchando la espantosa lluvia y sabiendo que por mucho que subiera el agua del arroyo, Leslie seguiría deseando cruzarlo.