Pascua
Aunque ya era casi Pascua todavía no hacía calor suficiente como para dejar a Miss Bessie al aire libre por las noches.
Y llovía. Durante todo el mes de marzo llovió a cántaros. Por primera vez en años el agua llenó el cauce del arroyo y no era sólo un hilillo sino la suficiente como para que cuando cruzaban por encima, columpiándose, sintieran un poco de miedo al mirar el agua corriendo por debajo.
Jess pasaba al Príncipe Terrien dentro de su chaqueta pero el animal crecía con tal rapidez que en cualquier momento podía estallar la cremallera caer al agua y ahogarse.
Ellie y Brenda ya andaban peleándose a ver qué ropa iban a llevar para acudir a la iglesia. Desde que su madre se había enfadado con el predicador hacía tres años, el único día en que los Aarons iban a la iglesia era el domingo de Resurrección y eso era un acontecimiento muy importante. Su madre siempre decía que no tenían dinero pero invertía tanta imaginación y dinero como lograba reunir para asegurarse de que la ropa que llevaba la familia no le diera vergüenza. Pero el día que tenía pensado llevarlos a todos a Millsburg Plaza para comprar ropa nueva, su padre volvió de Washington más temprano. Lo habían despedido. Este año no habría ropa nueva.
Ellie y Brenda comenzaron a aullar como dos sirenas cuando hay incendio.
—No me puedes obligar a ir a la iglesia —dijo Brenda—. No tengo nada que ponerme y tú lo sabes bien.
—Eso es porque estás demasiado gorda —murmuró May Belle.
—¿Has oído lo que ha dicho, mamá? Voy a matar a esta niña.
—Brenda, ¿quieres cerrar el pico? —dijo su madre con severidad. Luego añadió con tono hastiado—: Tendremos que preocuparnos de muchas más cosas que de la ropa de Pascua.
Su papá se levantó ruidosamente y se sirvió café de la cafetera que estaba sobre la estufa.
—¿No podemos comprar algunas cosas a cuenta? —dijo Ellie con voz que quería ser persuasiva.
Brenda interrumpió:
—¿Sabéis lo que hace alguna gente? Compra alguna prenda a cuenta, se la ponen y luego la devuelven diciendo que no es de su talla o algo por el estilo. En las tiendas no les dicen nada.
Su padre se volvió lanzando una especie de rugido.
—En mi vida he escuchado semejante tontería. Ya has oído a tu madre, ¡cierra el pico niña!
Brenda se calló pero hizo estallar con toda su fuerza el globo que formaba con su chicle para demostrarle que no se daba por vencida.
Jess se alegró de poder escaparse al establo y a la complaciente compañía de Miss Bessie. Le llamaron:
—¿Jess?
—Leslie, entra.
Primero echó un vistazo y luego se sentó en el suelo cerca de su banqueta.
—¿Qué hay de nuevo?
—No me preguntes. —Tiró rítmicamente de las ubres y escuchó el plink, plink, plink que hacía la leche al caer en el cubo.
—Va todo mal, ¿eh?
—Han despedido a mi padre, y Brenda y Ellie están hechas unas furias porque no hay ropa nueva para Pascua.
—Lo siento mucho… lo de tu padre, quiero decir.
Jess sonrió.
—Sí, desde luego, no me preocupan nada esas dos. Conociéndolas sé que se las arreglarán para sacar ropa de alguien. Te darían ganas de vomitar ver cómo intentan llamar la atención en la iglesia.
—No sabía que fueras a la iglesia.
—Sólo en Pascua. —Se concentró en las calientes ubres—. Me imagino que crees que es una tontería o algo así.
Tardó un minuto en responder.
—Estaba pensando que me gustaría ir.
Dejó de ordeñar.
—A veces no te entiendo, Leslie.
—Bueno, nunca he estado en una iglesia. Sería una experiencia nueva para mí.
Él volvió a su tarea.
—No te gustaría.
—¿Por qué?
—Es aburrido.
—Bueno, prefiero comprobarlo por mí misma. ¿Crees que tus padres me dejarían ir con vosotros?
—No puedes llevar pantalones.
—Jess Aarons, también tengo vestidos.
Un milagro más.
—Oye —dijo Jess—. Abre la boca.
—¿Por qué?
—Tú abre la boca.
Por una vez, ella obedeció. Le envió un chorro de leche caliente a la boca.
—¡Jess Aarons! —Su nombre le salió confuso y la leche le caía por la barbilla al hablar.
—No abras la boca. Desperdicias una leche muy buena.
Leslie comenzó a reír, se atragantó y se puso a toser.
—Si pudiera encajar una pelota de béisbol con tanta seguridad. Déjame probar otra vez.
Leslie dominó sus risas, cerró los ojos y abrió solemnemente la boca. Pero ahora le tocaba a Jess reír y no pudo controlar la mano.
—Tonto. Me has dado en la oreja. —Leslie levantó los hombros y se limpió con la manga de su camiseta. Volvió a reír.
—Te agradecería que terminaras de ordeñar y volvieras a casa.
Su padre estaba en la puerta.
—Es mejor que me vaya —dijo Leslie en voz baja. Se levantó y se fue hacia la puerta—. Perdóneme.
El padre se hizo a un lado para dejarla pasar. Jess creía que volvería a hablar, pero permaneció allí en silencio un rato más y luego se dio la vuelta y se fue.
Ellie dijo que iría a la iglesia si su madre le dejaba llevar la blusa transparente, y Brenda que iría también si al menos pudieran comprarle una falda. A la postre hubo alguna cosa nueva para todos, excepto para Jess y papá, a los que no les importaba nada, pero a Jess se le ocurrió que eso podía darle un cierto poder de negociación con su madre.
—Ya que no me has comprado nada, ¿puede Leslie ir con nosotros a la iglesia?
—¿Esa chica? —Su madre intentó buscar un buen pretexto para decir que no—. Esa chica no se viste adecuadamente.
—¡Mamá! —puso una voz tan remilgada como la de Ellie—. Leslie tiene vestidos. Centenares.
El flaco rostro de su madre se oscureció. Se mordió el labio inferior como a veces hacía Joyce Ann y habló tan bajo que Jess casi no pudo oírla.
—No quiero que nadie se burle de mi familia.
A Jess le entraron ganas de rodearla con el brazo como hacía con Joyce Ann cuando necesitaba que alguien la consolara.
—No se va a burlar de ti, mamá. De verdad.
Su madre dio un suspiro.
—Bueno, si su aspecto es decente…
Leslie estaba decente. Se había peinado el pelo hacia abajo y llevaba un pichi de color azul debajo una blusa con florecitas a la moda antigua. Llevaba unos calcetines rojos que le llegaban hasta la rodilla y calzaba unos resplandecientes zapatos de piel marrón, que eran nuevos para Jess porque Leslie siempre llevaba playeras, como todos los niños de Lark Creek. Hasta su comportamiento era decente. Moderó su habitual viveza y contestaba con un «Sí, señora» o «No, señora», como si se diera cuenta de que la madre de Jess temía una falta de respeto. Jess era consciente de los esfuerzos que estaba haciendo Leslie porque no decía «señora» con naturalidad.
Comparadas con Leslie, Brenda y Ellie parecían dos pavos reales con un falso plumaje. Las dos exigieron ir delante con sus padres en la camioneta, lo cual resultó bastante incómodo dado el peso de Brenda. Jess, Leslie y las pequeñas subieron contentos a la parte trasera y se sentaron sobre unos viejos sacos que el padre había arrimado a la pared de la cabina.
No es que hubiera salido el sol, pero como era el primer día en que no llovía desde hacía tiempo cantaron Oh, Señor, qué mañana, Ah, hermosos prados y ¡Canta! Canta una canción, que les había enseñado la señorita Edmunds, y para Joyce Ann Sonad campanas. El viento se llevaba las voces. Aquello hacía que la música sonara misteriosamente, dando a Jess una sensación de poder sobre las ondulantes colinas que se veían desde la parte trasera del camión. El viaje se hizo demasiado corto para Joyce Ann, que empezó a llorar porque la llegada interrumpió el primer verso de Santa Claus llegó a la ciudad que, después de Sonad campanas, era su canción preferida. Jess le hizo cosquillas para hacerla reír de nuevo, así que cuando los cuatro bajaron saltando sobre la compuerta trasera tenían las caras enrojecidas y estaban otra vez alegres.
Llegaron un poco tarde, para satisfacción de Ellie y Brenda que así pudieron dar el espectáculo por el pasillo hasta llegar al primer banco, con la seguridad de que todos los ojos en la iglesia estaban fijos en ellas y que todos expresaban celos. Dios, qué odiosas eran. Y su madre que había temido que fuera Leslie quien les hiciera pasar vergüenza. Jess se encogió de hombros y se deslizó, esforzándose por no llamar la atención, en el banco de detrás de la fila de mujeres y delante de su padre.
La iglesia siempre parecía la misma. Jess podía desconectarse igual que se desconectaba en las clases en el colegio, con el cuerpo levantándose o sentándose al unísono con el resto de los feligreses, pero con la mente entumecida y flotante, sin pensar ni soñar, pero al menos libre.
Una o dos veces fue consciente de estar de pie en medio de un canto fuerte pero escasamente armonioso. En una zona alejada de su conciencia escuchó a Leslie cantando con los demás y se preguntó, amodorrado, por qué se molestaría en hacerlo.
El predicador tenía una de esas voces llenas de matices. Hablaba en voz rápida, que sonaba normalmente y de repente, ¡zas!, comenzaba a chillarte. Cada vez que eso ocurría Jess pegaba un salto y le costaba varios minutos volver a tranquilizarse. Como no escuchaba las palabras, la cara enrojecida y sudorosa de aquel tipo parecía extrañamente fuera de lugar en aquel aburrido santuario. Era como cuando Brenda cogía una rabieta porque Joyce Ann había andado con su barra de labios.
Costó tiempo arrastrar a Ellie y Brenda fuera del porche de la iglesia. Jess y Leslie se fueron antes y colocaron a las pequeñas en la parte de atrás, sentándose luego a esperar.
—Jo, cuánto me alegro de haber venido.
Jess se volvió hacia ella mirándola incrédulo.
—Es más divertido que una película.
—Lo dices de broma.
—Qué va. —Hablaba en serio. Jess lo supo por su mirada—. Toda esa historia de Jesús es realmente interesante, ¿no te parece?
—¿Qué quieres decir?
—Toda aquella gente que quiso matarle sin que él les hubiera hecho nada.
Vaciló. De verdad que era una historia preciosa: como la de Abraham Lincoln o Sócrates o Aslan.
—No tiene nada de hermosa —interrumpió May Belle—. Da miedo eso de hacer agujeros en las manos de alguien.
—Tienes razón, May Belle. —Jess buscó en las profundidades de su mente—. Dios hizo que Jesús muriera porque nosotros somos unos miserables pecadores.
—¿Crees que eso es verdad?
Se quedó atónito.
—Lo dice la Biblia, Leslie.
Le miró como si estuviera dispuesta a ponerse a discutir con él, pero luego pareció cambiar de opinión.
—Qué locura, ¿verdad? —Leslie sacudió la cabeza—. Tú que tienes que creer en la Biblia, la odias. Y yo, que no tengo que creerla, la encuentro preciosa. —Volvió a sacudir la cabeza—. Es cosa de locos.
May Belle bizqueaba como si Leslie fuera algún animal extraño sacado del zoo.
—Tienes que creer en la Biblia, Leslie.
—¿Por qué?
Preguntaba de verdad. Leslie no pretendía dárselas de ingeniosa.
—Si no crees en la Biblia —los ojos de May Belle estaban abiertos como platos—, Dios te condenará al infierno cuando te mueras.
—¿De dónde ha aprendido semejante estupidez? —Leslie miró a Jess como si le fuera a acusar de haberle hecho daño a su hermana.
Jess se sintió enrojecer sin saber qué responder.
Bajó los ojos para mirar el saco de yute y empezó a juguetear con sus deshilachados bordes.
—Es la verdad, ¿no, Jess? —exigió la aguda voz de May Belle—. ¿No te manda Dios al infierno si no crees en la Biblia?
Jess apartó el pelo de su cara.
—Supongo que sí —masculló.
—No lo creo —dijo Leslie—. Ni siquiera creo que hayas leído la Biblia.
—La he leído casi entera —dijo Jess, todavía toqueteando el saco—. Es casi el único libro que tenemos en casa. —Levantó la mirada hacia Leslie y medio sonrió.
Ella le sonrió a su vez.
—Vale —dijo—. Pero yo sigo sin creer que Dios se dedique a condenar a la gente al infierno.
Sonriendo, intentó no hacer caso de la preocupada vocecita de May Belle.
—Pero Leslie —insistió—. ¿Y si te mueres? ¿Qué pasa si te mueres?