La habitación dorada
El señor Burke comenzó a reparar su vieja casa. Como la señora Burke tenía un libro a medio escribir no podía ayudar, de modo que a Leslie le tocó hacer de ayudante. A pesar de saber muchas cosas de música y de política, el señor Burke solía ser muy distraído. Dejaba el martillo para coger «Hágalo usted mismo» y luego no lo encontraba. Leslie tenía facilidad para encontrar las cosas y además a su padre le gustaba estar con ella. Cuando terminaba las clases o era el fin de semana, quería que estuviera con él. Leslie se lo explicó a Jess.
Jess intentaba ir solo a Terabithia pero no se sentía a gusto. Para que hubiera magia tenía que estar allí Leslie. Tenía miedo de destruirlo todo si intentaba hacer la magia él solo porque estaba claro que no se le daba nada bien.
Si volvía a casa su madre le mandaba hacer algo o May Belle quería que jugara con la Barbie. Dios, cómo se arrepintió de haber ayudado a comprar aquella estúpida muñeca. No hacía más que tumbarse en el suelo para empezar a dibujar y ya aparecía May Belle para que colocase bien un brazo o abrochara un vestido a la muñeca. Joyce Ann era todavía más latosa. Le encantaba sentarse de golpe en su culo cuando él estaba tumbado boca abajo en el suelo trabajando. Si le gritaba que se largara se metía el dedo índice en un extremo de la boca y chillaba. Cosa que, por supuesto, irritaba a su madre.
—¡Jesse Oliver! Deja a la pequeña en paz. ¿Qué haces tumbado en el suelo sin hacer nada? ¿No te he dicho que no podré hacer la cena si no me cortas leña para la cocina?
A veces se escabullía bajando hasta la vieja casa de los Perkins y se encontraba al Príncipe Terrien llorando en el porche donde el señor Burke lo tenía exiliado. El hombre no tenía la culpa. Nadie podía hacer nada con ese animal al lado, que te mordisqueaba y saltaba para lamerte la mano. Llevaba al P. T. de paseo por el campo de más arriba de los Burke. Si hacía un día templado, Miss Bessie estaría mugiendo nerviosamente al otro lado de la cerca. Parecía que no podía acostumbrarse a los aullidos y mordisqueos. O tal vez era la época del año —los últimos restos del invierno— lo que lo estropeaba todo. Nadie, ni los humanos ni los animales, parecía sentirse feliz.
Salvo Leslie. Se sentía loca de alegría arreglando aquella decrépita ruina de casa. Era feliz siéndole útil a su padre. La mitad de las veces en lugar de estar trabajando se dedicaban a charlar. Estaba aprendiendo, le contaba radiante a Jess durante los recreos, a «comprender» a su padre. A Jess le resultaba tan impensable que sus padres necesitaran comprensión como que la caja fuerte del First National Bank de Millsburg estuviera esperando a que él la robara. Los padres eran lo que eran; y no tenía por qué andar descifrándolos. Era extraño que un señor mayor quisiera ser amigo de su propia hija. Debería tener amigos de su propia edad y dejar que ella tuviera los suyos.
Los sentimientos de Jess hacia el padre de Leslie eran algo así como si tuviera una úlcera en la boca. Cuanto más la mordiera más grande se haría y más le escocería. Continuamente intentas recordar que debes tener los dientes quietos. Y luego, tan seguro como que dos y dos son cuatro, olvidas que tienes ahí una cosa tan tonta y le hincas el diente. Cielos, cómo le molestaba aquel hombre. Hasta le envenenaba el poco tiempo que podía pasar con Leslie. Hablaba como una cotorra durante los recreos y era casi como en los viejos tiempos, pero de repente, sin que te lo esperaras, te decía: «Bill piensa esto o lo otro». Y tú a hincar el diente en la mismísima úlcera.
Por fin, por fin, ella se dio cuenta. Tardó hasta febrero y para una chica tan lista como Leslie era mucho tiempo.
—¿Por qué no te gusta Bill?
—¿Quién te ha dicho que no me gusta?
—Jess Aarons, ¿crees que soy tonta?
«Bastante tonta, a veces». Pero lo que en realidad dijo fue:
—¿Por qué crees que no me gusta?
—Porque ya nunca vienes a casa. Al principio creí que era por algo que te había hecho. Pero no es eso. Sigues hablando conmigo en la escuela. Muchas veces te veo en el campo, jugando con el P. T., pero ni siquiera te acercas a la puerta.
—Siempre estás ocupada.
Estaba incómodo porque pensó que eran palabras más propias de Brenda que de él.
—Bueno, ¡qué tontería! Podías ofrecerte a echar una mano, ¿sabes?
Fue como si las luces volvieran a encenderse después de una tormenta eléctrica. Caray, ¿cuál de los dos era más tonto?
Pero con todo, le costó algunos días sentirse a gusto con el padre de Leslie. Parte de su problema era que no sabía cómo llamarle. Cuando decía «oye», tanto Leslie como su padre se volvían hacia él.
—Oh, señor Burke.
—Prefiero que me llames Bill, Jess.
—Vale.
Durante un par de días vaciló cada vez que tenía que decir el nombre, pero, no obstante, con la práctica le salió con más facilidad.
También le ayudó el que Bill, a pesar de su inteligencia y de sus libros, no supiera hacer algunas cosas. Jess se dio cuenta de que podía serle útil, que no lo consideraba un estorbo que tienes que aguantar o que destierras al porche como al P. T.
—Eres sorprendente —le decía Bill—. ¿Dónde aprendiste a hacer esto, Jess?
Jess nunca estaba muy seguro de cómo había aprendido las cosas, así que se encogía de hombros y dejaba que Bill y Leslie cantasen sus alabanzas, aunque el trabajo por sí solo valiera, sin necesidad de alabanzas.
Primero arrancaron las tablas que tapiaban la vieja chimenea y al dejar al descubierto los mohosos ladrillos se entusiasmaron como dos buscadores de oro que han encontrado el filón principal. Después quitaron el papel pintado que había en las paredes del salón, levantando una por una aquellas chillonas capas. A veces, mientras chapuceaban o pintaban cuidadosamente, escuchaban los discos de Bill o cantaban, Leslie y Jess, enseñando a Bill las canciones de la señorita Edmunds o éste enseñándoles alguna de las que sabía. Otras veces se dedicaban a hablar. Jess escuchaba con admiración mientras Bill explicaba las cosas que pasaban en el mundo. Si mamá le pudiera oír juraría que era igual que Walter Cronkite[2] y no un hippie. Todos los Burke eran inteligentes. No inteligentes, quizá, en el sentido de poder arreglar o cultivar cosas, sino inteligentes de una forma que Jess nunca había conocido. Por ejemplo, un día, cuando estaba trabajando, Judy se puso a leerles en voz alta, casi todo poesía y una parte en italiano que Jess, desde luego, no entendió, pero su cabeza se sumergió en el armonioso sonido de las palabras y se dejó envolver tibiamente en la sensación de brillantez de los Burke.
Pintaron el salón de color dorado. Leslie y Jess querían que fuera de azul pero Bill se empeñó en que fuera dorado y quedó tan hermoso que se sintieron encantados por haber cedido. El sol, por las tardes, entraba oblicuamente por occidente haciendo que la habitación resplandeciera.
Después, Bill alquiló una máquina de barnizar en Millsburg Plaza y quitaron la pintura negra del suelo dejando al descubierto las anchas tablas de roble, que barnizaron.
—No pondremos alfombras —dijo Bill.
—No —asintió Judy—. Sería como poner un velo sobre el rostro de la Mona Lisa.
Cuando Bill y los niños hubieron terminado de acuchillar las últimas manchas de pintura de las ventanas y limpiado los cristales, llamaron a Judy para que bajara del estudio a verlo. Los cuatro se sentaron en el suelo para contemplarlo. Era magnífico.
Leslie dio un profundo suspiro de satisfacción.
—Me gusta esta habitación —dijo—. ¿No sientes su encanto dorado? Es digna de estar… en un palacio.
Jess la había mirado alarmado y luego sintió alivio. Así de fácil podía una persona contar un secreto. Pero ella no lo había hecho, ni siquiera a Bill y a Judy, y él sabía lo que sentía por sus padres.
Ella debió de notar su angustia porque le hizo un guiño por encima de Bill y de Judy como él mismo se lo hacía a May Belle por encima de la cabeza de Joyce Ann.
A la tarde siguiente llamaron al P. T. y se fueron a Terabithia. Había pasado más de un mes desde la última vez que estuvieron allí juntos y a medida que se acercaban al cauce del arroyo aflojaban el paso. Jess no estaba seguro de recordar cómo hacer de rey.
—Llevamos muchos años fuera —susurró Leslie—. ¿Qué tal habrán ido las cosas en Terabithia durante nuestra ausencia?
—¿Dónde hemos estado?
—Luchando contra los hostiles salvajes de nuestra frontera norte —contestó Leslie—. Pero las líneas de comunicación estaban cortadas y por lo tanto carecemos de nuevas de nuestra amada patria desde hace muchas lunas.
—¡Jo! ¿Es así como hablan las reinas?
A Jess le hubiera gustado hacer lo mismo.
—¿Crees que habrá pasado algo malo?
—Tenemos que mostrar valor, mi rey. En efecto, puede que así sea.
Se columpiaron hasta el otro lado del arroyo en silencio. En la otra orilla Leslie recogió dos palos.
—Vuestra espada, señor —murmuró.
Jess movió la cabeza. Se agacharon y fueron a gatas hacia el castillo, como hacen los detectives en la tele.
—¡Escucha, reina! ¡Cuidado! ¡Detrás de ti!
Leslie se volvió y comenzó a batirse con un enemigo imaginario. Luego les embistieron más enemigos y los gritos de una auténtica batalla resonaron por toda Terabithia. El guardián del reino corría alegremente, dando vueltas de cachorro, todavía demasiado joven para comprender los peligros de que estaba rodeado.
—¡Tocan a retirada! —gritó la valerosa reina.
—¡Bravo!
—Arrójales para siempre de manera que nunca más vuelvan a hostigar a nuestro pueblo.
—¡Fuera! ¡Fuera todos! ¡Fuera!
Obligaron al enemigo a retirarse hasta el cauce del arroyo, sudando bajo sus ropas de invierno.
—Por fin en Terabithia reina de nuevo la libertad.
El rey se sentó en un tronco y se limpió la cara, pero la reina no le dejó descansar mucho rato.
—Señor, hemos de ir en seguida al bosque de pinos y dar gracias por vuestra victoria.
Jess la siguió al pinar donde permanecieron en silencio bajo la tenue luz.
—¿A quién damos gracias?
La pregunta provocó una corta vacilación en el rostro de Leslie.
—Oh, Dios —comenzó.
Estaba más en su elemento con la magia que con la religión.
—Oh, vosotros, Espíritus del Bosque. Vuestro brazo derecho nos ha concedido la victoria.
Jess no se acordaba muy bien dónde había escuchado esas palabras pero le parecían apropiadas.
Leslie le lanzó una mirada de aprobación. Después dijo:
—Ahora amparad a Terabithia, a su pueblo y a nosotros, sus soberanos.
Auuuu.
Jess hizo un esfuerzo para no echarse a reír.
—Y a su cachorrito.
—Y al Príncipe Terrien, su guardián y bufón, amén.
—Amén.
Los dos consiguieron reprimir las risas hasta que hubieron salido del lugar sagrado.
Unos días después de su encuentro con los enemigos de Terabithia tuvieron otra clase de encuentro muy diferente en la escuela. En el recreo, Leslie le contó a Jess que cuando iba a entrar en el servicio de las chicas se detuvo al oír a alguien llorando en uno de los retretes. Bajó la voz.
—Te va a parecer increíble —dijo—, pero por los pies estoy segura de que se trataba de Janice Avery.
—Déjate de bromas.
La visión de Janice Avery sentada en la taza de un retrete llorando era demasiado para la imaginación de Jess.
—Bueno, es la única en esta escuela que tiene el nombre de Willard Hughes escrito en sus playeras y tachado. Además, había tanto humo dentro que para entrar tendrías que llevar una máscara de gas.
—¿Estás segura de que estaba llorando?
—Jess Aarons, sé cuándo alguien está llorando.
Caray, ¿qué le pasaba? Janice Avery se lo había hecho pasar muy mal y ahora se sentía responsable de ella: como si se tratara de uno de esos lobos grises o de las ballenas varadas de los Burke.
—Ni siquiera echó una lágrima cuando le tomaron el pelo después de lo de la nota de Willard.
—Sí, lo sé.
Él la miró.
—Bueno —dijo—, ¿qué vamos a hacer?
—¿Hacer? —preguntó ella—. ¿Qué quieres decir con qué vamos a hacer?
¿Cómo explicárselo?
—Leslie, aunque fuera un animal de rapiña tendríamos que ayudarle.
Leslie le miró divertida.
—Pues eres tú el que siempre me dices que ando preocupándome de cosas.
—Pero ¿y Janice Avery? Si llora es que le ha pasado algo muy grave.
—Bueno, ¿y qué piensas hacer?
Se ruborizó.
—A mí no me dejan entrar en el servicio de las chicas.
—Oh, comprendo. Me quieres hacer entrar en la boca del lobo. No gracias, señor Aarons.
—Leslie, te lo juro, si pudiera entrar lo haría. —Estaba realmente convencido de lo que decía—. No le tienes miedo, ¿verdad, Leslie?
No tenía intención de desafiarla, simplemente le desconcertaba la idea de que Leslie pudiera tener miedo.
Los ojos de Leslie comenzaron a echar chispas y levantó la cabeza de aquel modo tan orgulloso que tenía.
—Bueno, voy a entrar. Pero quiero que sepas, Jess Aarons, que creo que es la idea más disparatada que has tenido en toda tu vida.
La siguió con cautela por el pasillo y se escondió en el hueco más cercano al servicio de las chicas. Debía quedarse allí por lo menos para recoger a Leslie cuando Janice la echara a patadas.
Hubo un minuto de silencio cuando la puerta se cerró tras Leslie. Después escuchó a Leslie diciéndole algo a Janice. Luego vino un rosario de palabrotas dichas en voz alta y que a pesar de que la puerta estaba cerrada se oyeron perfectamente. Después fuertes sollozos, no de Leslie, gracias a Dios, y luego más sollozos y palabras, todo mezclado, y el timbre.
Tenía que evitar que le cogieran mirando a la puerta del servicio de las chicas, pero ¿cómo irse? Sería una deserción. El montón de chicos que entraban en el edificio lo resolvió todo. Dejó que la manada lo absorbiera y fue hacia la escalera del sótano, todavía mareado por el sonido de las palabrotas y de los sollozos.
Una vez en la clase de quinto clavó los ojos en la puerta aguardando a Leslie. No le hubiera extrañado demasiado verla entrar hecha cisco, como si fuera el coyote de Correcaminos.
En cambio, entró sonriente, sin ni siquiera un ojo hinchado. Se fue como flotando hacia la señora Myers y le explicó en voz baja por qué había llegado tarde y la señora Myers le lanzó la sonrisa que ya empezaban a llamar «especial para Leslie Burke».
¿Cómo averiguaría lo que había pasado? Si intentaba pasarle una nota los otros chicos la leerían. El pupitre de Leslie estaba en el rincón de enfrente, lejos de la papelera y del sacapuntas, así que tampoco podía hacer como que iba a esos sitios y hablar con ella disimuladamente. Y ella tampoco le miró. Estaba sentada muy tiesa en su asiento, con la cara de contento de un motociclista después de saltar por encima de catorce camiones.
Leslie siguió sonriendo de satisfacción toda la tarde y hasta en el autobús donde Janice Avery le echó una media sonrisa cuando pasó a su lado para dirigirse a su asiento en la parte de atrás. Leslie miró a Jess como si dijera «¿Ves?». Estaba loco de ganas de saber qué había ocurrido. Ella retrasó la cosa haciéndole sufrir una vez que el autobús hubo arrancado, señalando a May Belle con la cabeza como si dijera: «No podemos hablar de este asunto delante de una niña».
Por fin, en la seguridad del castillo, se lo contó.
—¿Sabes por qué lloraba?
—¿Cómo voy a saberlo? Dios, Leslie, ¿quieres contármelo? ¿Qué demonios pasó allí dentro?
—Janice Avery es muy desgraciada. ¿Te das cuenta?
—Por Dios, ¿por qué lloraba?
—Es una situación muy complicada. Ahora entiendo por qué Janice Avery tiene tantos problemas para relacionarse con otras personas.
—Si no me cuentas qué pasó me va a dar un ataque.
—¿Sabes que su padre le pega?
—Hay muchos padres aquí que pegan a sus hijos. ¿Quieres continuar?
—No, lo que quiero decir es que le da verdaderas palizas. Esas palizas que en Arlington llevarían a la cárcel al que las diera.
Sacudió la cabeza incrédulamente.
—No puedes imaginarte siquiera…
—¿Por eso lloraba? ¿Sólo porque su padre le da palizas?
—Oh, no. Recibe palizas cada dos por tres. No lloraría en la escuela por eso.
—Bueno.
Qué bien se lo estaba pasando Leslie. Iba a seguir jugando a un tira y afloja.
—Pues hoy estaba tan enfadada con su padre que se lo contó a sus supuestas amigas Wilma y Bobby Sue. Y esas dos, esas dos —no encontraba una palabra lo suficientemente abominable para calificar a las amigas de Janice Avery—, esas dos chicas se han dedicado a chismorrearlo por toda la clase de séptimo.
Sintió lástima por Janice Avery.
—Hasta la profesora lo sabe.
—Vaya.
La palabra le salió en forma de suspiro. Había una regla en Lark Creek a la que el señor Turner daba más importancia que a ninguna otra. Esa regla consistía en que nunca se debían mezclar los problemas domésticos con la vida de la escuela. Si los padres eran pobres, ignorantes o malvados, o incluso aunque no tuvieran televisión en casa, sus hijos debían protegerlos. Mañana todos los chicos y profesores de la Escuela Primaria de Lark Creek estarían hablando medio en broma del padre de Janice Avery. Aunque sus propios padres estuvieran en hospitales del Estado o en prisiones federales, sus hijos no les hubieran traicionado y Janice sí.
—¿Sabes lo que pasó después?
—¿Qué?
—Le conté a Janice lo que me pasó cuando dije que no tenía un televisor en casa y todos se rieron. Le dije que comprendía qué se siente cuando todo el mundo piensa que eres un bicho raro.
—¿Y qué te contestó?
—Sabía que lo que decía era verdad. Hasta me pidió consejo como si fuera una de esas personas de los consultorios de la radio.
—¿De veras?
—Le dije que tenía que fingir que no tiene ni la más mínima idea de lo que Wilma y Bobby Sue andan diciendo ni de dónde sacaron una historia tan fantástica, y entonces todos se olvidarán del asunto en una semana…
Se inclinó hacia adelante, bruscamente inquieta.
—¿Crees que han sido buenos consejos?
—Leslie, ¿cómo voy a saberlo? ¿Se sintió mejor después?
—Creo que sí. Parecía sentirse mejor.
—Entonces fueron unos consejos estupendos.
Se echó hacia atrás, contenta, tranquila.
—¿Sabes una cosa, Jess?
—¿Qué?
—Gracias a ti tengo ahora un amigo y medio en la escuela de Lark Creek.
Le dolió que significara tanto para Leslie tener amigos. ¿Cuándo aprendería que no merecían la pena?
—Oh, tienes más amigos.
—Qué va. La Myers Boca de Monstruo no cuenta.
Allí, en su lugar secreto, sus sentimientos hervían dentro de él como un guisado en la lumbre; algunos eran tristes por su soledad, pero también había rastros de felicidad. Poder ser su único amigo en el mundo como ella lo era para él, le llenaba de satisfacción.
Por la noche, cuando iba a meterse en la cama, le sorprendió la aguda voz de May Belle que le susurró:
—Jess.
—¿Por qué estás aún despierta?
—Jess. Sé dónde Leslie y tú tenéis vuestro escondite.
—¿Qué quieres decir?
—Os seguí.
Se arrimó a su cama de un salto.
—¡No tienes por qué seguirme!
—¿Y por qué no? —preguntó ella con voz respondona.
La agarró por los hombros y la obligó a mirarle a la cara. Parpadeó en la penumbra como una gallina asustada.
—Escúchame, May Belle Aarons —susurró con ferocidad—. Si te pillo siguiéndome otra vez, tu vida no vale un comino.
—Vale, vale —se deslizó a la cama—. Qué malo eres. Debería chivarme a mamá.
—Mira, May Belle. No puedes hacer eso. No te puedes chivar a mamá de adónde vamos Leslie y yo.
Su respuesta fue sorberse los mocos.
Volvió a agarrarla por los hombros. Estaba preocupado.
—Lo digo en serio, May Belle. ¡No digas ni una palabra a nadie! —La soltó—. No se te ocurra ni seguirme ni chivarte a mamá, nunca jamás, ¿me oyes?
—¿Por qué no?
—Porque si lo haces le contaré a Billy Jean Edwads que todavía te sigues meando a veces en la cama.
—¡No lo harás!
—Escucha, pequeña, mejor será que no me tientes.
Le hizo jurar sobre la Biblia que jamás lo contaría ni volvería a seguirle, pero fue incapaz de coger el sueño en mucho tiempo. ¿Cómo se le podía confiar todo lo que le importaba a uno a una respondona de seis años? A veces le parecía que su vida era tan delicada como la de una flor. Un soplido un poco fuerte y se caería en pedazos.