Capítulo 6

La llegada del príncipe Terrien

Todavía faltaba un mes para las navidades, pero en casa de Jess las chicas no hablaban de otra cosa. Ese año tanto Ellie como Brenda tenían novios que estaban en la escuela secundaria y el problema de qué regalarles y qué clase de regalo les harían ellos provocó especulaciones y peleas sin fin. Como siempre, las peleas se debían a que su madre se quejaba de que casi no había dinero suficiente para hacer regalos de Santa Claus a las pequeñas y menos aún para comprar discos o camisas a un par de chicos a los que jamás había visto.

—¿Qué vas a regalar a tu chica, Jess? —le preguntó Brenda haciendo aquel gesto tan feo y tan peculiar suyo con la cara.

Intentó no hacerle caso. Leía un libro que le había prestado Leslie y las aventuras de un porquero eran mucho más importantes para él que los insolentes comentarios de Brenda.

—Pero ¿no lo sabes, Brenda? —Ellie dio otro toque—. Jess no tiene chica.

—Pues por una vez tienes razón. Nadie con dos dedos de frente le llamaría chica a ese palo.

Brenda acercó su cara a la de Jess y con sus grandes labios pintados hizo una mueca al decir «chica». Jess sintió que le hervía la sangre y si no hubiera saltado de la silla para marcharse le habría dado una bofetada.

Más tarde intentó explicarse por qué se había puesto así. En parte, desde luego, era porque una chica tan tonta como Brenda creyera que podía burlarse de Leslie. Cielos, le dolía el estómago de pensar que Brenda fuera de su misma sangre y que, en cambio, a los ojos de los demás, entre Leslie y él no hubiera ninguna clase de vínculo. Se imaginó que tal vez fuera uno de esos niños abandonados que aparecen en los cuentos. Hacía mucho tiempo, cuando aún había agua en el arroyo, llegué hasta aquí flotando en una cesta forrada con alquitrán para impermeabilizarla. Mi papá me encontró y me llevó a casa porque siempre había deseado un hijo y sólo tenía unas hijas estúpidas. Mis verdaderos padres, hermanos y hermanas viven muy lejos: más allá de West Virginia o incluso de Ohio. En alguna parte tengo una familia que tiene la casa llena de libros y que todavía está triste porque le robaron a su niño.

Intentaba comprender por qué se había irritado tanto. También estaba enfadado porque se acercaban las navidades y no tenía nada que regalarle a Leslie. No es que ella fuera a esperar algo muy caro; se trataba de que sentía tanta necesidad de darle algo como de comer cuando tenía hambre.

Pensó en hacerle un libro con sus dibujos. Llegó a robar papel y ceras en la escuela para hacerlo. Pero nada de lo que dibujaba le parecía bueno y terminó haciendo garabatos y tirando los papeles a la estufa para que se quemaran.

Cuando llegó la última semana de clases antes de las vacaciones se sintió muy desanimado. No podía pedir ayuda o consejos a nadie. Su papá le dijo que le daría un dólar por cada miembro de la familia, pero aunque hiciera trampa con los regalos no le sobraría lo bastante como para comprarle a Leslie algo que valiera la pena. Además, May Belle se empeñó en una muñeca Barbie y ya había prometido juntar su dinero con el de Ellie y Brenda para comprársela. Luego resultó que el precio había subido y se dio cuenta de que tenía que restar de los dólares para los demás para poder pagar el precio total de la muñeca. Realmente, ese año May Belle necesitaba algo especial. Siempre estaba triste. No podía jugar con él y Leslie, pero era muy difícil explicárselo. ¿Por qué no jugaba con Joyce Ann? Él no podía estar entreteniéndola siempre. Pero era necesario comprarle la Barbie.

Así que no había dinero y encima se quedaba como paralizado cuando intentaba hacer algo para Leslie. Ella no era como Brenda o Ellie. No se reiría de él, le comprara lo que le comprase. Pero por amor propio tenía que regalarle algo de lo que pudiera sentirse orgulloso.

Si tuviera dinero le compraría un televisor. Uno pequeño, japonés, que pudiera guardar en su habitación sin molestar a Judy y a Bill. No le parecía justo que con todo el dinero que tenían prescindieran de la tele. No se trataba de que Leslie mirara la tele como Brenda, que se pasaba las horas delante de ella con la boca abierta y los ojos saltando como si fueran pececillos. Pero así los chicos de la clase tendrían una cosa menos de la que burlarse. Pero, claro, no había forma de comprársela. Hasta era una tontería pensar en ello.

Caramba, qué estúpido era. Miró tristemente por la ventanilla del autobús. Era un milagro que una chica como Leslie le hiciera caso. Si ella hubiera encontrado a otro en esa horrible escuela; era tan estúpido que casi había pasado de largo ante el cartel sin darse cuenta. Pero algo en un rincón de su cabeza se puso en movimiento y se levantó de un salto, empujando al pasar a Leslie y a May Belle.

—Nos veremos más tarde —masculló, y a base de empujones atravesó el pasillo lleno de piernas desparramadas—. Déjeme bajar aquí, señora Prentice, por favor.

—Ésta no es tu parada.

—Tengo que hacer un recado para mi madre —mintió.

—Con tal de que no me líes. —Empezó a frenar.

—Qué va. Gracias.

Saltó del autobús antes de que se hubiera parado completamente y volvió corriendo en dirección al anuncio.

«Cachorros», decía. «Gratis».

Jess le dijo a Leslie que se encontrarían en el castillo la tarde del día de Nochebuena. Toda la familia se había ido a Millsburg Plaza a hacer compras de última hora, pero él se quedó en casa. El perro era una cosita parda y negra con grandes ojos castaños. Jess robó un lazo del cajón de Brenda, cruzo los campos y bajó la cuesta corriendo, con el cachorrito moviéndose en sus brazos. Antes de llegar al cauce seco del arroyo, el cachorrito le había dejado la cara casi despellejada de tanto lamerla y le había llenado la chaqueta de baba, pero era imposible enfadarse con él. Lo apretó bajo el brazo y se columpió hasta el otro lado del arroyo tan suavemente como pudo. Podía haber cruzado el cauce a pie. Hubiera sido más fácil pero había que seguir la costumbre de que sólo se podía entrar en Terabithia por la entrada convenida. No podía dejar que el cachorro incumpliera las normas. Podía traerles mala suerte a los dos.

En el castillo puso el lazo en el cuello al cachorro, echándose a reír cuando se libró de él y se puso a masticar las puntas. Era una cosita espabilada, llena de vida, un regalo del que podía sentirse orgulloso. La alegría de Leslie era evidente. Se puso de rodillas sobre la tierra fría, tomando al cachorro y acercándolo a su cara.

—Ten cuidado —le advirtió Jess—. Moja más que una pistola de agua.

Leslie lo alejó de sí un poco.

—¿Es macho o hembra?

Muy de vez en cuando podía enseñarle algo a Leslie.

—Macho —respondió contento.

—Entonces le llamaremos Príncipe Terrien y lo nombraremos guardián de Terabithia.

Puso el cachorrito en el suelo y se levantó.

—¿Adónde vas? —preguntó él.

—Al bosquecillo de pinos —contestó Leslie—. Es un momento de mucha alegría.

Más tarde Leslie dio a Jess su regalo. Era una caja de acuarelas con veinticuatro tubos de color, tres pinceles y un cuaderno para dibujar.

—¡Cielos! —exclamó—. Gracias.

Intentó buscar otra forma de decirlo pero no la encontró.

—Gracias —repitió.

—No es un regalo tan bueno como el tuyo —dijo Leslie humildemente—, pero espero que te haya gustado.

Quería decirle lo orgulloso y bueno que le había hecho sentirse, que lo que restaba de las navidades no le importaba porque aquél era un día maravilloso, pero le faltaban las palabras.

—Oh sí, sí —dijo, y luego se puso de rodillas y empezó a ladrarle al Príncipe Terrien.

El cachorro corría dando vueltas a su alrededor, aullando encantado.

Leslie se reía. El perrito incitaba a Jess. Imitaba todo lo que hacía y al final se dejó caer con la lengua fuera. Leslie se reía tanto que no podía hablar.

—Estás loco. ¿Cómo vamos a enseñarle a ser un noble guardián? Lo estás convirtiendo en un payaso.

«Rrrrrrr», gimoteó el Príncipe Terrien, girando los ojos hacia el cielo.

Jess y Leslie se dejaron caer al suelo. Se sentían enfermos de tanto reír.

—Tal vez —concluyó Leslie— sería mejor convertirlo en el bufón de la corte.

—¿Y el nombre?

—Bueno, le dejaremos quedarse con su nombre. Hasta un príncipe —y eso lo dijo con la voz propia de Terabithia— puede ser tonto.

Aquella noche siguió sintiéndose lleno del resplandor de la tarde. Ni siquiera le afectaron las riñas de sus hermanas sobre cuándo se debían abrir los regalos. Ayudó a May Belle a envolver sus miserables regalitos y hasta cantó Santa Claus llegó a la ciudad con ella y con Joyce Ann. Después, Joyce Ann se echó a llorar porque no tenían chimenea y Santa Claus no podría entrar en su casa, y de repente Jess se sintió triste porque la niña había ido a Millsburg y contemplado todas aquellas cosas esperando que un sujeto vestido de rojo le fuera a regalar todos sus sueños. May Belle, con sus seis años, ya sabía bastante. Lo único que esperaba era que le dieran una muñeca Barbie. Estaba contento por haberse gastado tanto en comprársela. A Joyce no le importaría que sólo le hubiera podido comprar un sujetador para el pelo. Le echaría la culpa de ser tan tacaño a Santa Claus y no a él. Rodeó torpemente con su brazo a Joyce Ann.

—Ven, Joyce Ann, no llores. Santa Claus sabe cómo entrar. No necesita usar la chimenea, ¿no es cierto, May Belle?

May Belle le miraba con sus ojos grandes y solemnes. Jess le hizo un guiño cómplice por encima de la cabeza de Joyce Ann. La niña se derritió de felicidad.

—Nooo, Joyce Ann. Él sabe el camino. Lo sabe todo.

Torció la mejilla en un vano esfuerzo por devolverle el guiño. Era una buena chica. Le caía pero que muy bien la pequeña Belle.

A la mañana siguiente le ayudó a vestir y desvestir a su muñeca Barbie por lo menos treinta veces. Deslizar el delgado vestido sobre la cabeza y los brazos de la muñeca y cerrar los minúsculos corchetes era demasiado difícil para sus dedos regordetes.

Le regalaron un juego de coches de carreras que intentó montar para complacer a su padre. No era de esos lujosos que se ven en la tele, pero era eléctrico y sabía que papá se había gastado más de la cuenta. Pero aquellos estúpidos coches se salían del carril continuamente en las curvas, acabando con la paciencia de su padre, que se puso a maldecirlos.

Jess estaba ansioso por que todo saliera bien. Deseaba que su padre se sintiera orgulloso de su regalo como él lo estaba con el del cachorro.

—Es estupendo. Es que todavía no sé manejarlo bien.

Tenía la cara enrojecida y se apartaba continuamente el pelo de los ojos mientras se inclinaba sobre la pista de plástico en forma de ocho.

—Basura barata. —Su padre dio una patada en el suelo peligrosamente cerca de la pista—. Las cosas se están poniendo cada vez más caras.

Joyce Ann se tumbó en la cama llorando porque había arrancado la cuerda de su muñeca parlante y ya no hablaba. Brenda hacía pucheros porque a Ellie le habían regalado unos leotardos y a ella sólo unos calcetines. Ellie no ayudaba a arreglar las cosas pavoneándose por la casa con los leotardos nuevos puestos y haciendo grandes alardes de que ayudaba a mamá con el jamón y los boniatos que había de cena. Dios, a veces Ellie era tan presumida como Wanda Kay Moore.

—Jess Oliver Aarons, si pudieras dejar de jugar con esos estúpidos coches e ir a ordeñar la vaca te lo agradecería mucho. Miss Bessie no libra los días festivos como tú.

Jess se levantó de un salto, encantado de tener un pretexto para dejar la pista que no podía hacer funcionar como a su padre le hubiera gustado. Su madre no pareció darse cuenta de lo rápido que había respondido, porque comenzó a gimotear.

—No sé qué haría sin Ellie. Es la única de todos mis hijos que se preocupa por mí.

Ellie sonrió, poniendo cara de ángel de plástico, primero a Jess y luego a Brenda, que la miró con expresión de odio.

Leslie debía de estar pendiente de él porque tan pronto como comenzó a cruzar el patio la vio salir a toda prisa de la vieja casa de los Perkins, con el cachorro haciéndola trastabillar al correr en círculos en torno a ella.

Se encontraron en el establo de Miss Bessie.

—Creí que no ibas a salir nunca esta mañana.

—Ya sabes, es Navidad.

El Príncipe Terrien comenzó a mordisquear las pezuñas de Miss Bessie, que pateó molesta. Leslie lo cogió para que Jess pudiera ordeñar. El cachorro se removía, la lamía, casi no la dejaba hablar. Se rió, feliz.

—Perro tonto —dijo con orgullo.

—Sí. —Otra vez parecía Navidad.