Capítulo 4

Soberanos de Terabithia

Como el curso había comenzado el primer martes después de la Fiesta del Trabajo, la semana fue corta. Y menos mal, porque cada día era peor que el anterior. Leslie seguía juntándose con los chicos a la hora del recreo y les ganaba. Al llegar el viernes, muchos de los de cuarto y quinto habían abandonado y se fueron a jugar al Rey de la Montaña en la cuesta entre los dos campos. Como sólo quedaban unos cuantos ni siquiera eran necesarias las carreras eliminatorias y casi toda la emoción desapareció. Correr ya no era divertido. Y toda la culpa la tenía Leslie.

Jess sabía que nunca sería el mejor corredor de cuarto y quinto y su único consuelo era que tampoco lo sería Gary Fulcher. Participaron con desgana en las carreras del viernes, pero al terminar, cuando Leslie hubo ganado una vez más, todos, sin decírselo, comprendieron que aquello se había acabado.

Por lo menos era viernes y la señorita Edmunds había vuelto. A quinto le tocó música nada más terminar el recreo. Jess vio a la señorita Edmunds en el pasillo y ella la detuvo interesándose por lo que había hecho.

—¿Has dibujado este verano?

—Sí, señorita.

—¿Me dejarás ver tus dibujos o son algo muy personal?

Jess apartó los cabellos de su frente enrojecida.

—Se los mostraré.

En su rostro apareció una hermosa sonrisa que resaltó su preciosa dentadura, y sacudió sobre los hombros su resplandeciente cabellera negra.

—Estupendo. Hasta pronto.

Hizo un movimiento con la cabeza y respondió a su sonrisa. Un cálido estremecimiento le recorrió de los pies a la cabeza.

Después, sentado en la alfombra de la sala de profesores, la misma agradable sensación se apoderó de él al escuchar su voz. Hasta el timbre de su voz, cuando simplemente hablaba, le parecía rico y melodioso.

La señorita Edmunds afinó un momento la guitarra, hablando mientras tensaba las cuerdas; se escuchaba el retintín de sus pulseras y el sonido de los acordes. Llevaba sus habituales vaqueros y estaba sentada con las piernas cruzadas, como si ésa fuera la postura normal de los profesores.

Preguntó a unos cuantos cómo estaban y cómo habían pasado el verano. Contestaron mascullando de modo ininteligible. No le habló a Jess pero le dirigió una mirada con sus ojos azules que le hizo vibrar como una cuerda de guitarra.

Se fijó en Leslie y pidió que se la presentaran, cosa que hizo una de las chicas con mucho remilgo. Luego sonrió a Leslie y ésta le devolvió la sonrisa: fue la primera vez que Jess la vio sonreír, después de su triunfo en la carrera del martes pasado.

—¿Qué te gusta cantar, Leslie?

—Oh, cualquier cosa.

La señorita Edmunds rasgueó unos acordes y comenzó a cantar más bajo de lo que requería aquella canción en concreto:

Veo una tierra radiante y clara

y el tiempo se acerca

en que viviremos en esa tierra

tú y yo, de las manos…

Los chicos empezaron a unirse a la canción, tranquilamente al principio imitando su tono, pero al terminar, cuando tomó más fuerza, sus voces lo hicieron también, así que cuando llegaron al final «Libres para ser tú y yo» les oyó toda la escuela. Lleno de entusiasmo, Jess se volvió y sus ojos se encontraron con los de Leslie. Le sonrió. ¿Por qué no? No había ninguna razón para no hacerlo. ¿De qué tenía miedo? Dios, a veces se comportaba como un perfecto estúpido. Inclinó la cabeza y le sonrió otra vez y ella le devolvió la sonrisa. Allí, en la sala de profesores, tuvo la sensación de que había comenzado una nueva etapa de su vida y que quería que fuera así.

No era preciso que le dijera a Leslie que había cambiado su opinión sobre ella. Ya lo sabía. Ella se dejó caer en el asiento, al lado del suyo en el autobús y se apretujó contra él para hacerle sitio a May Belle. Ella le habló de Arlington, del gigantesco colegio en un barrio residencial donde había estudiado y de su magnífica sala de música, pero también de que allí no había ninguna profesora tan guapa ni tan simpática como la señorita Edmunds.

—¿Había gimnasio?

—Sí. Creí que todos los colegios lo tenían. O por lo menos casi todos.

Suspiró.

—Cómo lo echo de menos. Soy bastante buena gimnasta.

—Me figuro que odias esto.

—¡Sí!

Se quedó en silencio un momento, pensando, supuso Jess, en su antiguo colegio, que él imaginaba luminoso y nuevo, con un fulgurante gimnasio, mayor que el de la escuela secundaria consolidada.

—Supongo que tenías un montón de amigos allí también.

—Sí.

—¿Por qué viniste aquí?

—Mis padres están reconsiderando sus sistemas de valores.

—¿Qué dices?

—Decidieron que estaban demasiado atrapados por el dinero y por el éxito y por eso compraron esa vieja granja y van a empezar a cultivar y a pensar en cosas importantes.

Jess la miró boquiabierto. Se dio cuenta, pero era incapaz de contenerse. Era la cosa más ridícula que había oído en su vida.

—Pero eres tú quien lo sufre.

—Ya lo sé.

—¿Por qué no piensan en ti?

—Lo hablamos —explicó con paciencia—. Yo también quise venir. —Sus ojos resbalaron sobre él para mirar a través de la ventanilla—. Antes de que ocurra nunca sabes cómo va a ser una cosa realmente.

El autobús se detuvo. Leslie tomó de la mano a May Belle y la ayudó a bajar. Jess aún no lograba entender por qué dos personas mayores y una niña inteligente como Leslie habían dejado una vida cómoda en un barrio residencial para ir a vivir a un sitio como aquél.

Miraron el autobús, que arrancó con esfuerzo.

—Las granjas ya no son negocio, ¿sabes? —dijo Jess por fin—. Mi padre tiene que ir a Washington a trabajar, sin eso no tendríamos suficiente dinero…

—El problema no es el dinero.

—Claro que es el problema.

—Quiero decir —explicó—, no para nosotros.

Tardó un momento en entenderla. No conocía a nadie que no tuviera problemas de dinero.

—¡Oh!

A partir de aquel momento siempre intentó recordar que no debía hablar con ella de cuestiones de dinero.

Pero Leslie tenía otros problemas en Lark Creek que provocaron más jaleo que la falta de dinero. Por ejemplo, el asunto de la televisión.

Todo comenzó cuando la señora Myers leyó en voz alta una redacción que Leslie había hecho sobre su pasatiempo favorito. Jess escribió sobre rugby, que realmente no le interesaba nada, pero tenía suficiente sentido común para saber que si escribía sobre pintura todos se reirían de él. Casi todos los chicos juraban que ver por la tele al equipo de los Pieles Rojas de Washington era su pasatiempo preferido. Las chicas estaban divididas: a las que no les importaba mucho lo que pensara la señora Myers escogieron los programas de juegos en la tele y las que, como Wanda Kay Moore, querían conseguir un sobresaliente, escogieron «Buenos Libros». Pero la señora Myers no leyó en voz alta más que la redacción de Leslie.

—Quiero leeros esta redacción. Por dos razones. Una, que está espléndidamente escrita. Y la segunda, porque habla de un pasatiempo poco habitual en una chica. —La señora Myers dedicó su sonrisa de primer día de clase a Leslie, quien clavó sus ojos en el pupitre.

—Pesca submarina, por Leslie Burke.

La aguda voz de la señora Myers cortó las oraciones de Leslie en pequeñas frases extrañas, pero, pese a ello, la fuerza de las palabras de ésta arrastró a Jess bajo las oscuras aguas, junto a ella. De repente, sintió dificultades para respirar. ¿Qué pasaría si al sumergirte tu máscara se llenara de agua y no pudieras llegar a tiempo a la superficie? Se atragantaba y sudaba. Intentó librarse del pánico. Ése era el pasatiempo preferido de Leslie Burke. Nadie imaginaría que la pesca submarina fuera su pasatiempo predilecto pero así era. Eso significaba que Leslie lo practicaba con frecuencia. Que no tenía miedo a bajar a mucha profundidad, a un mundo sin aire y casi sin luz. Cielos, qué cobarde era él. ¿Cómo era que hasta temblaba de miedo con sólo escuchar a la señora Myers describirlo? Era más bebé que Joyce Ann. Su padre esperaba que fuera un hombre. Pero él en cambio pasaba un susto de muerte con sólo oír la narración de una niña, que ni siquiera había cumplido los diez años, de cómo era la vida submarina. Tonto, tonto y más que tonto.

—Estoy segura —dijo la señorita Myers— de que todos vosotros habéis quedado tan favorablemente impresionados como yo por esta emocionante redacción de Leslie.

Impresionado. Vaya. Si casi se había ahogado.

En la clase se oía un arrastrar de pies y crujir de papeles.

—Ahora os voy a poner unos deberes para casa —quejas por lo bajo— que estoy segura os gustarán —murmullos de desconfianza—. Esta tarde en el séptimo canal a las ocho emitirán un programa especial sobre el famoso explorador submarino Jacques Cousteau. Quiero que todos lo miréis. Después, escribid una hoja contando lo que habéis aprendido.

—¿Una hoja entera?

—Sí.

—¿Cuentan las faltas de ortografía?

—¿No cuentan siempre las faltas de ortografía, Gary?

—¿La hoja por las dos caras?

—Por una cara es suficiente, Wanda Kay. Pero los que hagan más trabajo recibirán una nota más alta.

Wanda Kay sonrió presuntuosamente. Ya se podían ver las diez hojas que se empezaban a formar dentro de aquella puntiaguda cabeza.

—Señora Myers.

—Sí, Leslie.

Cielos, la señora Myers era capaz de estropearse la cara si seguía sonriendo de esa manera.

—¿Qué pasará si no se puede ver el programa?

—Explícales a tus padres que forma parte de los deberes de clase. Estoy segura de que no tendrán inconveniente.

—Y si… —la voz de Leslie vacilaba; luego sacudió la cabeza y se aclaró la voz para que las palabras le salieran con más fuerza—. ¿Y si no tienes televisor?

«Caramba, Leslie. No digas eso. Siempre puedes verlo en el mío». Pero era demasiado tarde para salvarla. Los murmullos de incredulidad fueron aumentando poco a poco hasta convertirse en murmullos de desprecio.

La señora Myers pestañeó.

—Bueno. Bueno. —Volvió a pestañear.

Uno se podía dar cuenta de que ella estaba pensando también en cómo salvar a Leslie.

—Bueno. En ese caso escribe una redacción de una página sobre otra cosa. ¿De acuerdo? —Intentó sonreírle a Leslie a través del alboroto que se había levantado en el aula pero fue inútil.

—¡Silencio! ¡Silencio! —La sonrisa para Leslie se trocó repentina y ominosamente en un ceño que silenció el temporal.

Repartió hojas ciclostiladas de operaciones de aritmética. Jess miró furtivamente a Leslie. Su rostro, con los ojos clavados en la hoja, estaba enrojecido y furioso.

A la hora del recreo, cuando jugaba al Rey de la Montaña, vio a Leslie rodeada de un grupo de niñas encabezado por Wanda Kay. No pudo oír lo que le decían pero adivinó por la manera con que Leslie erguía la cabeza, llena de orgullo, que las otras se estaban burlando de ella. En aquel momento, Gregg Williams le agarró y mientras peleaban Leslie desapareció. Realmente, no tenía por qué meter la nariz, pero tumbó a Gregg con todas sus fuerzas y gritó a quien quisiera oírle:

—¡Me voy!

Se colocó frente al servicio de las chicas. Leslie salió en seguida. Vio que había estado llorando.

—Oye, Leslie —la llamó suavemente.

—¡Vete! —Se dio la vuelta bruscamente y se dirigió rápidamente por otro lado. Con el ojo puesto en la puerta de la oficina, corrió tras ella. Estaba prohibido quedarse en los pasillos durante el recreo.

—Leslie, ¿qué te pasa?

—Tú sabes perfectamente bien lo que me pasa, Jess Aarons.

—Sí. —Se rascó la cabeza—. Si hubieras mantenido la boca cerrada. Sabes que puedes verlo en mi…

Pero ella volvió a darse la vuelta y salió zumbando por el pasillo. Antes de que tuviera tiempo de terminar la frase y alcanzarla cerró la puerta del servicio de las chicas en sus narices. No podía arriesgarse a que el señor Turner le viera merodeando cerca del servicio de las chicas como si fuera un pervertido o algo por el estilo.

Al terminar las clases, Leslie subió al autobús antes que él y fue como una flecha a sentarse en el asiento trasero: el asiento de los de séptimo. Él le hizo una señal con la cabeza para advertirle que se sentara más adelante, pero ella ni siquiera le miró. Veía a los de séptimo dirigirse hacia el autobús —las de séptimo, tetonas y mandonas, y los chicos, antipáticos, flacos y de expresión ceñuda—. La matarían por sentarse en su territorio. Se levantó de un salto y corrió hacia la parte de atrás asiendo a Leslie por el brazo.

—Tienes que sentarte en tu asiento de siempre, Leslie.

Mientras hablaba oía a los chicos mayores abriéndose paso por el estrecho pasillo a empujones. Janice Avery, que era la chica más matona de séptimo, que disfrutaba con asustar a cualquiera más pequeño que ella, estaba justo detrás de él.

—Muévete, niño —dijo.

Se plantó con toda la fuerza de que era capaz aunque su corazón golpeaba contra su nuez de Adán.

—Vamos, Leslie —dijo, y luego se obligó a volverse y lanzar a la Avery una mirada que fue desde su rizado pelo rubio, pasando por su blusa demasiado ceñida y vaqueros de grandes culeras, hasta sus enormes playeras.

Cuando terminó tragó saliva y le miró fijamente a la cara ceñuda y dijo, casi sin vacilar:

—Me parece que no hay suficiente sitio atrás para ti y Janice.

Alguien abucheó diciendo:

—¡Los del Control de Pesos te esperan, Janice!

Janice le miró llena de odio pero se apartó para dejar que Jess y Leslie pasaran a sus asientos habituales.

Leslie echó un vistazo hacia atrás mientras se sentaban y luego se inclinó hacia él.

—Te lo va a hacer pagar, Jess. Caray, está furiosa.

A Jess le gustó el tono de respeto que había en su voz, pero no se atrevió a mirar hacia atrás.

—Qué diablos —dijo—. ¿Crees que me va a asustar una estúpida vaca como ella?

Cuando por fin bajaron del autobús su saliva pasaba por la nuez de Adán sin atragantarse. Hasta hizo un pequeño saludo hacia el asiento trasero cuando el autobús arrancó.

Leslie le sonreía mirándole por encima de la cabeza de May Belle.

—Bueno —dijo feliz—. Hasta luego.

—Oye, ¿crees que podemos hacer alguna cosa esta tarde?

—¡Yo también! Quiero hacer algo yo también —chilló May Belle.

Jess miró a Leslie. Sus ojos decían que no.

—Esta vez no, May Belle, Leslie y yo tenemos que hacer algo solos hoy. Puedes llevarte mis libros a casa y decir a mamá que estoy en casa de los Burke. ¿Vale?

—No tenéis nada que hacer. No tenéis nada pensado.

Leslie se acercó y se inclinó sobre May Belle, colocando la mano en el delgado hombro de la niña.

—May Belle, ¿te gustaría que te diera unos muñecos recortables nuevos?

May Belle volvió los ojos desconfiadamente hacia ella.

—¿Cómo son?

—La vida en la América Colonial.

May Belle dijo que no con la cabeza.

—Quiero la Novia o Miss América.

—Puedes hacer como que son recortables de novias. Tienen muchos vestidos largos preciosos.

—¿Qué les pasa?

—Nada. Son nuevos.

—¿Por qué tú no los quieres si son tan estupendos?

—Cuando llegues a mi edad —Leslie lanzó un pequeño suspiro— no te gustará jugar con recortables. Mi abuela me los envió. Ya sabes lo que pasa: las abuelas siempre se olvidan de que sigues creciendo.

La única abuela que tenía May Belle estaba en Georgia y nunca le había enviado nada.

—¿Los has recortado ya?

—No, te lo juro. Y puedes recortar toda la ropa también. Son de ésos en que ni siquiera tienes que utilizar tijeras.

Se dieron cuenta de que empezaba a flaquear.

—¿Por qué no bajas a verlos —comenzó Jess— y si te gustan te los llevas a casa cuando vayas a decir a mamá dónde estoy?

Una vez que May Belle hubo subido la cuesta a toda velocidad agarrando su nuevo tesoro, Jess y Leslie se dieron la vuelta para cruzar corriendo el baldío que había detrás de la vieja casa de los Perkins y bajaron al cauce seco de un arroyo que separaba las tierras de la granja del bosque. Había un viejo manzano silvestre, justo a orillas del lecho del arroyo, en el cual alguien había colgado una cuerda olvidada hacía tiempo.

Se turnaron columpiándose en la cuerda por encima del barranco. Era un glorioso día de otoño y si mirabas hacia arriba mientras te columpiabas tenías la sensación de flotar. Jess echó la cabeza y la espalda hacia atrás para poder perderse en la contemplación del magnífico color claro del cielo. Flotaba, flotaba como una nube blanca, gorda y perezosa de un lado a otro del cielo.

—¿Sabes lo que necesitamos? —Leslie le llamó. Estaba tan extasiado en la contemplación del cielo que no se podía imaginar necesitando nada.

—Necesitamos un lugar —dijo ella— que sea sólo para nosotros. Será tan secreto que jamás contaremos a nadie en el mundo que existe. —Al columpiarse hacia atrás Jess arrastró los pies para frenar. Ella le habló, casi susurrando—. Debería ser un país secreto —prosiguió— y tú y yo seríamos los soberanos.

Sus palabras hicieron que algo se removiera en su interior. Le gustaría ser el soberano de algo. Hasta de algo que no fuera real.

—Vale —dijo—, ¿dónde podríamos tenerlo?

—En el interior del bosque, donde nadie pueda venir a estropearlo.

Había partes del bosque que no le gustaban nada a Jess. Sitios oscuros donde era como estar debajo del agua, pero no se lo dijo.

—Ya sé. —Leslie se estaba entusiasmando—. Podría ser un país mágico como Narnia y que la única manera de entrar fuera cruzando el arroyo columpiándose en esta cuerda encantada. —Sus ojos brillaban. Agarró la cuerda—. Vamos —dijo—. Vamos a buscar un lugar para construir nuestro castillo.

Habían penetrado sólo unos metros en el interior del bosque más allá del lecho del arroyo, cuando Leslie se detuvo.

—¿Qué te parece este lugar? —preguntó.

—Muy bien —dijo Jess, dando su aprobación rápidamente, aliviado de no tener que adentrarse más en el bosque.

Por supuesto, la llevaría más adentro, no era tan cobarde como para tener miedo de explorar de vez en cuando los lugares más profundos entre las cada vez más sombrías columnas de altos pinos. Pero como cosa habitual, sitio permanente era ése el lugar que hubiera escogido: aquí donde los cerezos silvestres y las secuoyas jugaban al escondite entre los robles y el follaje y el sol derramaba sus rayos dorados salpicando alegremente sus pies.

—Estupendo —repitió afirmando vigorosamente con la cabeza. La maleza estaba seca y era fácil de limpiar. La tierra era casi lisa—. Será un buen lugar para construir.

Leslie puso el nombre de Terabithia a la tierra secreta y prestó a Jess todos sus libros sobre Narnia para que aprendiera cómo se vivía en los reinos mágicos: cómo se protegía a los animales y a los árboles y cómo tenía que comportarse un soberano. Esto último era lo más difícil. Cuando Leslie hablaba, las palabras le salían con majestad, parecía una verdadera reina. Pero él, bastantes problemas tenía para hablar un inglés normal como para encima emplear el lenguaje de un rey.

En cambio, sabía fabricar cosas. Bajaron arrastrando unas tablas y otros materiales del montón de chatarra que estaba cerca del campo de la señorita Bessie y construyeron su castillo en el lugar que habían encontrado en el bosque. Leslie llenó una lata grande de café con galletas saladas y otra más pequeña con cordeles y clavos. Encontraron cinco botellas viejas de Pepsi que lavaron y llenaron de agua para el caso, como dijo Leslie, de que «hubiera un asedio».

Al igual que Dios en la Biblia, contemplaron lo que habían hecho y lo encontraron muy bien.

—Tienes que hacer un dibujo de Terabithia para colgar en el castillo —dijo Leslie.

—No puedo. —¿Cómo explicarle a Leslie de manera que lo entendiera cuánto deseaba alcanzar y apoderarse de la vida que vibraba en torno a él y que cuando lo intentaba se escurría entre sus dedos, dejando un seco fósil en la página?—. Es que se me escapa la poesía de los árboles —dijo.

Ella movió la cabeza.

—No te preocupes —dijo—. Algún día lo harás.

La creyó porque allí en la sombreada luz del castillo todo parecía posible. Los dos juntos eran los dueños del mundo y ningún enemigo, ni Gary Fulcher, ni Wanda Kay Moore, ni Janice Avery ni los temores y carencias de Jess, ni los adversarios que Leslie imaginaba atacando Terabithia podrían derrotarles nunca.

Unos días después de haber terminado su castillo, Janice Avery se cayó en el autobús y chilló gritando que Jess le había puesto la zancadilla cuando ella pasaba. Armó tal escándalo que la señora Prentice, la conductora, ordenó a Jess que bajara del autobús, así que tuvo que recorrer a pie las tres millas hasta su casa.

Cuando Jess por fin llegó a Terabithia, Leslie estaba acurrucada junto a una de las grietas que había en el tejado intentando aprovechar la luz para leer. El libro tenía en la portada el dibujo de una ballena atacando a un delfín.

—¿Qué haces? —Entró y se sentó a su lado en el suelo.

—Leyendo. Tenía que hacer algo. ¡Vaya chica! —estalló llena de ira.

—No me importa. No me molesta mucho andar. —¿Qué era un paseíto al lado de las otras cosas que podía haberle hecho Janice Avery?

—Ése es el principio de las cosas, Jess. Eso es lo que tienes que entender, tienes que pararle los pies a gente como ella. Si no convierten en tiranos y dictadores.

Se agachó y tomó de sus manos el libro de la ballena, fingiendo fijarse en el sangriento dibujo de la portada.

—¿Sacaste alguna idea?

—¿De qué?

—Yo creía que estabas buscando ideas de cómo pararle los pies a Janice Avery.

—No, tonto. Estamos intentando salvar a las ballenas. Pueden extinguirse.

Le devolvió el libro.

—Salvas a las ballenas y disparas contra las personas, ¿no?

Por fin ella sonrió.

—Algo por el estilo, supongo. Oye, ¿conoces la historia de Moby Dick?

—¿Quién es?

—Bueno, había una enorme ballena blanca llamada Moby Dick…

Y Leslie contó la increíble aventura de una ballena y de un loco capitán de barco que se desvivía por matarla. Los dedos de Jess vibraban de deseo de ponerlo sobre una hoja de papel. Quizá si tuviera unas verdaderas pinturas podría hacerlo. Tenía que existir alguna manera de pintar una ballena resplandeciente de blancura contra las aguas oscuras.

Al principio evitaban estar juntos durante las horas de colegio, pero ya para octubre no les importaba que los demás conocieran su amistad. Gary Fulcher, al igual que Brenda, gozaba tomándole el pelo a Jess, hablándole de su «novia». Jess casi no le hacía caso. Sabía que una «novia» era alguien que te acecha durante los recreos e intenta cogerte y darte un beso. Le era tan difícil imaginarse a Leslie corriendo detrás de algún chico como pensar en la señora Doble Papada Myers trepando al mástil de una bandera. Que Gary Fulcher se fuera al infierno.

Como no había más tiempo libre durante las horas de clase que el del recreo y ya no había carreras, Jess y Leslie solían buscar un lugar tranquilo en el campo para sentarse y charlar. Salvo la mágica media hora de los viernes, el recreo era la única cosa que Jess esperaba con ilusión durante las horas de clase. Leslie siempre podía pensar en algo gracioso que hacía más llevaderos los largos días. Muchas veces era alguna broma sobre la señora Myers. Leslie era una persona que se estaba muy callada en su pupitre, nunca se ponía a cuchichear o a pensar en las musarañas o a masticar chicle, y hacía estupendamente su trabajo, pero pese a ello su cabeza estaba llena de travesuras, de manera que si la profesora hubiera mirado bajo aquella máscara de perfección se habría quedado horrorizada.

A Jess le era difícil mantener la cara seria durante la clase cuando se imaginaba qué ideas se le podían estar ocurriendo a Leslie detrás de aquella mirada angelical. Una mañana entera, según le contó Leslie durante el recreo, la pasó imaginando a la señora Myers en una de esas granjas para adelgazar que hay en Arizona. En sus fantasías la señora Myers era una glotona que escondía tabletas de chocolate en los lugares más impensables —como en el grifo del agua caliente— y siempre la descubrían y la humillaban públicamente delante de las otras mujeres gordas. Aquella tarde, Jess imaginó a la señora Myers vistiendo sólo una faja rosada, en una báscula. «¡Has vuelto a hacer trampa, Gussie!», le decía la directora, que era muy flaca. La señora Myers estaba al borde de las lágrimas.

—¡Jess Aarons!

La aguda voz de la maestra reventó su ensueño. Era incapaz de mirar a su rechoncha cara. Se partiría de risa. Clavó los ojos en el desigual dobladillo.

—Sí, señora.

Tendría que recibir lecciones de Leslie. La señora Myers siempre le pillaba cuando estaba distraído, pero nunca parecía sospechar que Leslie no estuviera atenta. Miró a hurtadillas en su dirección. Leslie estudiaba con gran interés en su libro de geografía o eso hubiera creído alguien que no la conociera.

En Terabithia hizo frío en noviembre. No se atrevieron a prender una hoguera dentro del castillo aunque a veces hacían una afuera y se acurrucaban frente a ella. Durante algún tiempo, Leslie guardó dos sacos de dormir en el castillo, pero en diciembre su padre se dio cuenta de que habían desaparecido y tuvo que devolverlos. La verdad es que fue Jess quien le obligó a devolverlos. No es precisamente que tuviera miedo de los Burke. Los padres de Leslie eran jóvenes, con dentaduras fuertes y blancas y mucho pelo los dos. Leslie les llamaba Judy y Bill, cosa que molestaba bastante a Jess. No es que fuera asunto suyo cómo llamaba Leslie a sus padres. Pero no podía acostumbrarse.

Tanto su padre como su madre eran escritores. La señora Burke escribía novelas y, según Leslie, era más conocida que el señor Burke, que escribía sobre política. Era increíble ver las estanterías donde tenían puestas sus obras. La señora Burke se llamaba «Judith Hancock» en la portada, cosa que le desconcertó hasta que miró la contraportada con su fotografía de persona muy joven y seria. El señor Burke iba y venía a Washington para terminar un libro que estaba escribiendo con otra persona, pero había prometido a Leslie que después de las Navidades se quedaría en casa para empezar a arreglar y cultivar su jardín y escuchar música y leer libros en voz alta y escribir sólo cuando le sobrara tiempo.

No encajaban con la idea que Jess se hacía de los ricos, pero hasta él se dio cuenta de que los vaqueros que llevaban no los habían comprado en el almacén de Newberry. Los Burke no tenían televisión pero en cambio había un montón de discos y un equipo estereofónico que parecía salido de Star Trek. Y aunque su automóvil era pequeño y estaba lleno de polvo era italiano y tenía aspecto de ser caro.

Siempre eran muy amables con Jess cuando iba a su casa, pero de pronto se ponían a hablar de política francesa o de cuartetos de cuerda (al principio Jess creyó que se trataba de una caja cuadrada hecha de cuerda), o de cómo salvar a los lobos grises, a las secuoyas o a las ballenas, y le asustaba abrir la boca y demostrar lo tonto que era.

Tampoco se sentía a gusto cuando Leslie venía a casa. Joyce Ann la miraba con el dedo metido en la boca y babeando, Brenda y Ellie siempre buscaban la forma de hacer algún comentario sobre su «novia». Su madre se comportaba de manera afectada y extraña como cuando iba a la escuela para hablar de alguna cosa. Después hablaba de la ropa «vulgar» de Leslie. Leslie siempre llevaba pantalones, hasta para asistir a clase. Su pelo era «más corto que el de un niño». Sus padres no eran más que unos «hippies». May Belle intentaba jugar con ellos o se ponía mohína cuando no le hacían caso. Su padre había visto a Leslie sólo unas cuantas veces y la saludó con un movimiento de cabeza para mostrar que sabía que existía, pero la madre decía que estaba segura de que se sentía preocupado porque su único hijo no hacía más que jugar con chicas y tanto ella como él miraban con aprensión lo que podía salir de aquello.

A Jess no le preocupaba nada «lo que pudiera salir de aquello». Por primera vez en su vida se levantaba con ilusión. Leslie era algo más que su amiga. Era su otro yo, más interesante: el paso a Terabithia y a todos los mundos del más allá.

Terabithia era su secreto, y menos mal que era así, porque ¿cómo podía explicárselo a un extraño? Con sólo ir caminando cuesta abajo hacia el bosque la sangre de Jess corría por sus venas más alegre y más rápida.

Tomaba el cabo de la cuerda y se balanceaba hasta la otra orilla, reventando de alegría y luego caía suavemente de pie, sintiéndose más alto, más fuerte y más sabio en aquella tierra misteriosa.

El lugar que más le gustaba a Leslie después del castillo era el pinar. Las copas de los árboles eran tan densas que a través de ellas no podía pasar la luz del sol. Ni arbustos ni yerbas crecían, faltos de luz, y el suelo estaba alfombrado de agujas doradas.

—Antes creía que este sitio estaba encantado —le confesó Jess a Leslie la primera tarde que reunió el valor suficiente para llevarla hasta allí.

—Pues lo está —dijo ella—. No tienes por qué tener miedo. No está encantado con cosas malas.

—¿Cómo lo sabes?

—Puedes sentirlo. Escucha.

Al principio escuchó el silencio. Era el mismo silencio que antes le asustaba, pero ahora le parecía como el silencio que se producía cuando la señorita Edmunds terminaba una canción, cuando las cuerdas de la guitarra dejaban de sonar. Leslie tenía razón. Permanecieron de pie, muy quietos, para que el crujido de las agujas bajo sus pies no rompiera el hechizo. De lejos, de su mundo anterior, llegó el graznido de los gansos que volaban hacia el sur.

Leslie respiró profundamente.

—Éste no es un lugar cualquiera —susurró—. Hasta los soberanos de Terabithia no entran en este sitio más que en momentos de profunda tristeza o de alegría. Nuestro deber es que siga siendo sagrado. No sería bueno que molestáramos a los espíritus.

Asintió con un movimiento de cabeza y sin hablar volvieron a la orilla del arroyo, donde celebraron una solemne comida de galletas saladas y frutos secos.