Leslie Burke
A las siete, Ellie y Brenda todavía no habían vuelto. Jess terminó de ordeñar y ayudó a su madre a enlatar las judías.
Sólo enlataba cuando hacía un calor sofocante, y la cocción convirtió la cocina en un infierno. Por supuesto que estaba de un humor terrible y le estuvo dando gritos a Jess toda la tarde y ahora se sentía demasiado cansada para hacer la cena.
Jess preparó unos bocadillos de manteca de cacahuete para él y las pequeñas y como la cocina seguía estando caliente y el olor a judías era casi nauseabundo, los tres salieron afuera para comer.
El camión de las mudanzas seguía en lo de los Perkins. No se veía a nadie por allí; seguramente habían terminado la mudanza.
—Espero que haya una niña de seis o siete años —dijo May Belle—. Necesito alguien con quien jugar.
—Tienes a Joyce Ann.
—Odio a Joyce Ann. No es más que un bebé.
Joyce Ann empezó a hacer pucheros. Los dos vieron cómo temblaban sus labios. A continuación su rechoncho cuerpecito se estremeció y empezó a chillar.
—¿Quién está haciendo rabiar al bebé? —gritó la madre a través de la puerta de alambre. Jess suspiró y metió lo que le quedaba de su bocadillo en la boca abierta de Joyce Ann. Los ojos de ésta se abrieron como platos y sus mandíbulas se cerraron sobre el inesperado regalo. A lo mejor ahora se quedaba tranquila.
Jess cerró suavemente tras de sí la puerta de alambre y pasó sin hacer ruido junto a su madre, que se mecía en la silla de la cocina mirando la tele. En la habitación que compartía con las pequeñas rebuscó bajo el colchón y sacó un cuaderno de dibujo y unos lápices. Después se echó boca abajo en la cama y se puso a dibujar.
Jess dibujaba como otros beben whisky. La paz llegaba a su confuso cerebro y pasaba a través de su cuerpo tenso y cansado. Cielos, cómo le gustaba dibujar. Sobre todo animales. No animales corrientes como Miss Bessie, o gallinas, sino animales chiflados, con problemas; por alguna secreta razón le gustaba meter a sus bestezuelas en apuros imposibles. Ahora se trataba de un hipopótamo que caía dando vueltas —representadas por una serie de líneas curvas— por un acantilado hacia el mar, donde saltaban unos sorprendidos peces de grandes ojos. Un globo pendía sobre el hipopótamo —donde debía estar su cabeza pero estaba su trasero—. «¡Oh!», se dijo, «me parece que he olvidado las gafas».
Jesse comenzó a sonreír. Si se decidía a enseñárselo a May Belle tendría que explicarle el chiste, pero una vez hecho, se reiría como una loca.
Le habría gustado enseñar los dibujos a sus padres, pero no se atrevía. Una vez, cuando estaba en primero, le dijo a su padre que de mayor quería ser artista. Pensó que le gustaría. Pero no fue así. «¿Qué le estarán enseñando en esa maldita escuela?», preguntó. «Una pandilla de viejas convirtiendo a mi hijo en un…». Se detuvo antes de pronunciar la palabra, pero Jess entendió el mensaje. No lo había olvidado, ni siquiera después de cinco años.
Lo malo es que a ninguno de sus profesores normales le gustaban sus dibujos. Cuando le pillaban haciendo garabatos siempre ponían el grito en el cielo hablando de desperdicio, desperdició de tiempo, de papel, de talento. Salvo la señorita Edmunds, la profesora de música. A ella era a la única a la que le agradaba enseñarle sus dibujos; llevaba un año en el colegio y venía sólo los viernes.
La señorita Edmunds era uno de sus secretos. Estaba enamorado de ella. No una de esas bobadas que provocaban las risitas de Ellie y Brenda hablando por teléfono. Era demasiado real y demasiado profundo para hablar de ello, ni siquiera para pensarlo mucho. Tenía una larga melena negra y unos ojos azules, azules. Tocaba la guitarra como una de esas estrellas que graban discos y tenía una voz tan suave que hacía que Jess se derritiera por dentro. Cielos, era maravillosa. Y a ella él le gustaba también.
Un día del pasado invierno le había regalado uno de sus dibujos. Se lo puso en la mano al terminar la clase y salió corriendo. Al viernes siguiente ella le pidió que se quedara un minuto después de la clase. Le dijo que tenía «un talento fuera de lo corriente» y que esperaba que nunca se desanimara sino que «siguiera adelante». Eso quería decir, según Jess, que era el mejor. Pero no la clase de mejor que contaba en el colegio o en casa sino auténtico, de verdad. Guardó lo que sabía dentro de sí como si fuera un tesoro de piratas. Era rico, muy rico, pero nadie debería saberlo excepto su compinche, Julia Edmunds.
«Parece una de esas tipo hippie», comentó su madre cuando se la describió Brenda, que el año pasado estaba en séptimo.
A lo mejor era cierto. Jess no lo negaba porque la consideraba una hermosa criatura salvaje, atrapada momentáneamente en aquella vieja y sucia jaula que era el colegio, quizá por equivocación. Pero esperaba, rezaba para que nunca saliera y escapara volando. Podía aguantar toda la aburrida semana de clases gracias a aquella media hora de los viernes por la tarde, cuando se sentaban en la deshilachada alfombra de la sala de profesores (no había ningún otro sitio en todo el edificio donde la señorita Edmunds pudiera colocar todas sus cosas) a cantar canciones como Mi hermoso globo, Esta tierra es tu tierra, Libres para ser tú y yo, Soplando en el viento y como el señor Turner, el director, se empeñaba, Dios bendiga a América.
La señorita Edmunds tocaba la guitarra y dejaba que los niños tocaran el arpa, los triángulos, los címbalos, la pandereta y el bongo. ¡Vaya ruido que metían! Todos los profesores odiaban los viernes. Y muchos niños también fingían odiarlos.
Pero Jess sabía que eran unos mentirosos. Al oler que era «hippie» y «pacifista» aunque ya había terminado la guerra de Vietnam y ya no era malo que gustara la paz, los niños se burlaban de los labios sin pintar de la señorita Edmunds y del estilo de sus vaqueros.
Por supuesto, era la única profesora que habían visto en la Escuela Elemental de Lark Creek llevando pantalones. En Washington y sus barrios elegantes, hasta en Millsburg, aquello estaría bien, pero Lark Creek era de lo más atrasado para el asunto de las modas. Les costaba mucho tiempo aceptar lo que la tele les mostraba que se llevaba en otras partes.
Así que los estudiantes de la Escuela Elemental de Lark Creek se pasaban el viernes sentados frente a sus pupitres, sus corazones latiendo de ansiedad mientras escuchaban el alegre pandemonio que salía de la sala de profesores hasta que llegaba la hora que les daba la señorita Edmunds, hechizados por su salvaje belleza y contagiados de su entusiasmo, y después salían de allí como si a ellos ninguna hippie de vaqueros bien ajustados, con los ojos muy pintados pero la boca al natural, pudiera embobarles.
Jess prefería callarse. Defender a la señorita Edmunds contra sus ataques injustos e hipócritas no iba a arreglar las cosas. Además, ella estaba por encima de un comportamiento tan estúpido. No le hacía mella. Pero siempre que le era posible aprovechaba unos cuantos minutos los viernes para estar junto a ella y escuchar su voz, suave y lisa como la seda, diciéndole que era un «chico estupendo».
Somos parecidos, se decía Jess para sus adentros, yo y la señorita Edmunds. Julia la hermosa. Las sílabas vibraban en su cabeza como las cuerdas de la guitarra. No tenemos nada que ver con Lark Creek, Julia y yo. «Eres el típico diamante en bruto», le había dicho tocándole la nariz ligeramente con su dedo electrizante. Pero era ella el diamante que resplandecía en medio de este lugarejo lleno de barro, yermo, de sucios ladrillos.
—¡Jess-see!
Jess metió el cuaderno y los lápices debajo del colchón y se tumbó estirado, el corazón latiendo contra el edredón.
Su madre se asomó a la puerta.
—¿Has terminado de ordeñar?
Saltó de la cama.
—Voy ahora mismo.
Salió esquivándola, tomando el cubo de al lado de la pila y la banqueta que había junto a la puerta, antes de que tuviera tiempo de preguntarle qué hacía.
Se veían luces en las tres plantas de la vieja casa de los Perkins. Estaba casi oscuro. Las ubres de Miss Bessie estaban henchidas y se removía inquieta. Tenía que haberla ordeñado un par de horas antes. Se acomodó en la banqueta y comenzó a apretar; la cálida leche zumbaba al caer en el cubo. Abajo, por la carretera, de vez en cuando pasaba un camión con las luces encendidas. Pronto su padre estaría de vuelta en casa y también las listillas de las niñas, que se las arreglaban para pasarlo bien y dejarles a él y a su madre todo el trabajo. Se preguntó qué se habrían comprado con aquel dinero. Daría cualquier cosa por un cuaderno nuevo con verdadero papel como el que usaban los artistas y un juego de rotuladores, el color de los cuales se extendía en un momento por la página. Lo contrario de aquellas ceras de colegio, sin punta, que tenías que apretar con toda tu fuerza hasta que alguien se quejaba de que las estabas destrozando.
Un coche giró para entrar. Era el de los Timmons. Las chicas habían llegado antes que papá. Jess escuchó sus alegres voces cuando las puertas del automóvil se cerraron con estrépito. Mamá les haría la cena y cuando entrara con la leche se las encontraría a todas riendo y charlando. Hasta mamá se olvidaría de que estaba cansada y enfadada. Sólo él tenía que aguantar aquello. A veces se sentía muy solo entre tantas mujeres; hasta el único gallo que tenían había muerto y aún no habían comprado otro. Su padre estaba fuera desde el amanecer hasta muy pasado el atardecer; ¿quién se preocupaba de cómo se sentía? Los fines de semana no era mejor. Su padre quedaba tan agotado del desgaste de su trabajo diario y de intentar poner al día las cosas necesarias para la conservación de la casa que cuando no estaba metido en alguna tarea, se dormía ante la tele.
—Oye, Jess. —May Belle. La muy tonta ni siquiera te dejaba pensar a solas.
—¿Qué quieres ahora?
Vio cómo se encogía.
—Tengo que decirte algo. —Bajó la cabeza.
—Deberías estar en la cama —dijo irritado consigo mismo por haberla asustado.
—Ellie y Brenda llegan a casa.
—Llegaron, llegaron a casa.
¿Por qué no podía dejarlo en paz? Pero las noticias que traía eran demasiado sabrosas como para no compartirlas con él.
—Ellie se ha comprado una blusa transparente, ¡y a mamá casi le ha dado un ataque!
«Muy bien», pensó.
—Eso no es como para que te alegres —dijo.
Paraví, paraví, paraví.
—¡Papá! —May Belle chilló alegremente y corrió hacia la carretera.
Jess vio cómo su padre detenía la camioneta y se inclinaba a abrir la puerta para que May Belle pudiera subir. Se volvió. Pequeña con suerte. Ella podía correr tras él y cogerle y besarle. Jess sentía un dolor por dentro cuando veía a su padre subir a las pequeñas en sus hombros o se agachaba para darles un abrazo. Le parecía que creían que era demasiado grande para esas cosas desde que nació.
Cuando el cubo estuvo lleno le dio una palmadita a Miss Bessie para que se alejara. Puso la banqueta bajo su brazo izquierdo, llevando con cuidado el pesado cubo para que la leche no se derramara.
—Has terminado muy tarde de ordeñar, ¿no, hijo? —fue lo único que su padre le dijo directamente en toda la noche.
A la mañana siguiente casi no se levantó al oír la camioneta. Antes incluso de despertarse del todo ya se dio cuenta de lo cansado que estaba. Pero May Belle le sonreía, apoyándose en un codo.
—¿No vas a correr? —le preguntó.
—No —dijo, apartando las sábanas—. Voy a volar.
Como estaba más cansado de lo normal, tenía que esforzarse más todavía. Hizo como si Wayne Pettis estuviera allí, justamente delante de él, y no podía ceder ni un ápice. Sus pies golpeaban con fuerza el suelo irregular y sacudía los brazos enérgicamente. Le alcanzaría. «Cuidado, Wayne Pettis», dijo entre dientes. «Te voy a pillar. No podrás ganarme».
—Si tienes tanto miedo de la vaca —dijo una voz—, ¿por qué no saltas la valla?
Se detuvo cuando ya estaba en el aire, como en una toma televisiva a cámara lenta, y se volvió, casi perdiendo el equilibrio, para mirar a su interrogador, que estaba sentado en la valla más próxima a la casa de los Perkins, con las piernas morenas y desnudas colgando. Quienquiera que fuese tenía el cabello castaño, muy corto, con puntas aquí y allá, y llevaba puesta una especie de camiseta azul con unos vaqueros desteñidos cortados por encima de las rodillas. Realmente, no se podía saber si era un chico o una chica.
—Hola —dijo él o ella, señalando con la cabeza la vieja casa de los Perkins—. Acabamos de instalarnos.
Jess se quedó quieto donde estaba, mirando fijamente.
Él o ella se deslizó para bajar de la valla y caminó hacia él.
—Creo que estaría bien que nos hiciéramos amigos —dijo—. No hay nadie más por aquí cerca.
Era una chica, decidió. Sin duda era una chica, pero no podría saber explicar por qué se sintió tan seguro de repente. Era más o menos de su misma estatura, aunque cuando la tuvo más cerca descubrió con satisfacción que no era tan alta.
—Me llamo Leslie Burke.
Para colmo tenía uno de esos estúpidos nombres que valen tanto para chicos como para chicas.
—¿Ocurre algo?
—¿Qué?
—Que si ocurre algo.
—Sí. No. —Señaló con el pulgar hacia su casa y luego se apartó el cabello de la frente—. Jess Aarons. (Qué lástima que la niña de May Belle no fuera del tamaño adecuado). Bueno, bueno. —Hizo un movimiento con la cabeza—. Hasta luego. —Volvió hacia su casa. Ya no podía correr más esa mañana. Mejor sería que ordeñara a Miss Bessie para quitarse aquello de encima.
—¡Oye! —Leslie estaba en pie, en mitad del campo de las vacas, la cabeza inclinada y las manos en las caderas—. ¿Adónde vas?
—Tengo trabajo —le gritó por encima del hombro. Cuando volvió más tarde con el cubo y la banqueta, la chica había desaparecido.