Capítulo 1

Jesse Oliver Aarons, Jr.

Barabúm, barabúm, bum bum bum. Barabúm, barabúm bum bum. Burum, burum, burum, buuuurum, rum, rum, rum.

Bien. Su padre había puesto en marcha el motor de la camioneta. Ahora ya se podía levantar. Jess se deslizó fuera de la cama y se puso los zahones. Ni siquiera se pondría camisa porque una vez que empezara a correr sudaría a chorros aunque el aire de la mañana fuera fresco, ni tampoco zapatos porque las plantas de sus pies eran tan duras como la suelas de sus desgastadas playeras.

—¿Te vas, Jess? —May Belle se incorporó soñolienta en la cama doble donde dormían Joyce Ann y ella.

—Chiss —le advirtió.

Las paredes eran delgadas. Mamá se pondría tan furiosa como una mosca atrapada en un bote de mermelada si la despertaban temprano.

Le dio unas palmaditas a May Belle en la cabeza y subió las arrugadas sábanas hasta su pequeña barbilla.

—Sólo hasta el prado de las vacas —susurró.

May Belle sonrió y se acurrucó bajo las sábanas.

—¿Pa correr?

—A lo mejor.

Por supuesto que iba a correr. Se levantaba temprano todos los días del verano para ir a correr. Imaginaba que si se entrenaba bien —y caramba, cómo lo hacía— podría llegar a ser el corredor más rápido de quinto cuando empezara el curso. Tenía que ser el más rápido —no uno de los más rápidos, ni el segundo más rápido sino el más rápido—. El mejor.

Salió de casa de puntillas. Estaba tan destartalada que chirriaba cada vez que se daba un paso, pero Jess había descubierto que si caminaba de puntillas sólo se oía un débil crujido y normalmente podía salir sin despertar a mamá, Ellie, Brenda o Joyce Ann. Con May Belle la cosa era distinta. Iba a cumplir siete años y le adoraba, lo que a veces estaba muy bien. Cuando eres el único chico, espachurrado entre cuatro hermanas, y las dos mayores hacen como si no existieras desde que te negaste a que te vistieran y a que te pasearan en su oxidado y viejo cochecito de muñecas, y la más pequeña se echa a llorar si la miras bizqueando los ojos, es bonito que alguien te adore. Aunque en ocasiones es incómodo.

Comenzó a trotar cruzando el patio. Su aliento salía a bocanadas y hacía frío para ser el mes de agosto. Pero aún era temprano. Al mediodía, cuando su madre le mandara a trabajar, ya haría más calor.

Miss Bessie le miró soñolienta mientras trepaba por un montón de chatarra, sobre la empalizada, y se metía en el prado de las vacas. «Muuuuu», dijo, mirándole exactamente igual que otra May Belle, con sus grandes, lánguidos ojos castaños.

—Ea, miss Bessie —dijo suavemente—, vuélvete a dormir.

Miss Bessie se fue caminando lentamente hasta un trozo verduzco —la mayor parte del campo era pardo y seco— y tomó un bocado.

—Eso es lo que tienes que hacer. A tomar el desayuno. No te preocupes por mí.

Siempre comenzaba en el extremo noroeste del prado, agachado como los corredores que veía en «El ancho mundo del deporte».

—¡Bang! —dijo, y salió disparado a dar vueltas al prado.

Miss Bessie caminó lentamente hacia el centro, siguiéndole todavía con su lánguida mirada mientras masticaba poco a poco. No tenía aspecto de ser muy espabilada, ni siquiera para una vaca, pero lo era lo suficiente como para apartarse del camino de Jess.

Sus cabellos de color pajizo le golpeaban la frente, y los brazos y las piernas se movían cada cual a su aire. Nunca había aprendido cómo se debe correr pero tenía piernas largas para un chico de diez años y no había otro tan resistente como él.

La escuela primaria de Lark Creek carecía de todo, especialmente de equipamiento para atletismo, así que a la hora del recreo, después de almorzar, los mayores se quedaban con las pelotas. Si algún chico de quinto empezaba el recreo con una pelota, seguro que se la quitaba alguno de sexto o de séptimo antes de llegar a la mitad. Los chicos mayores se adueñaban siempre del centro del campo de arriba para jugar a la pelota, mientras que las chicas exigían la pequeña superficie superior para jugar a la rayuela, saltar a la comba y andar por allí parloteando. De ese modo los chicos de los cursos inferiores habían empezado con lo de correr. Se ponían en fila en la parte más alejada del campo de abajo, donde había barro o profundos surcos costrosos. Earle Watson, que no valía nada como corredor pero que chillaba muy bien, gritaba «¡Bang!» y todos corrían hasta una línea que habían trazado con los pies en el otro extremo.

Una vez, el año pasado, Jess había ganado. No sólo la primera eliminatoria sino toda la carrera. Una vez únicamente. Pero había saboreado el gustillo de la victoria. Desde primero le llamaban «ese pequeño chiflado que se pasa el día dibujando». Pero un día —fue el 22 de abril, un lunes en que lloviznaba— corrió pasándolos a todos, los agujeros de sus playeras chapoteando en el barro rojo.

Durante el resto de aquel día y hasta después del almuerzo del día siguiente había sido «el chico más rápido de tercero, cuarto y quinto», y eso estando aún en cuarto. El martes, Wayne Pettis volvió a ganar, como de costumbre. Pero este año Wayne Pettis estaría en sexto. Jugaría al rugby hasta las navidades y luego béisbol hasta junio, con los mayores. Cualquiera tendría la oportunidad de convertirse en el corredor más rápido y, por Miss Bessie, que este año lo sería él, Jesse Oliver Aarons, Jr.

Jess flexionó los brazos con más fuerza y agachó la cabeza, apuntando hacia la distante empalizada. Era ya como si estuviera escuchando a los chicos de tercero animándole. Andarían detrás de él como si fuera una estrella de la música country. Y May Belle se pondría tan ancha que se le saltarían los botones. Su hermano era el más rápido, el mejor. Los de primero estarían hablando de eso todo el día.

Hasta su padre se sentiría orgulloso. Jess dio la vuelta a la esquina. No podía sostener la misma velocidad pero siguió corriendo durante un rato: le fortalecía. Sería May Belle la que se lo diría a papá y así él, Jess, no parecería un presumido. Tal vez papá se sentiría tan orgulloso que se olvidaría del cansancio de su largo camino de ida y vuelta a Washington y de estar excavando y cargando todo el día. Se tumbaría en el suelo para pelear con él, como hacían antes. El Viejo quedaría sorprendido de ver lo fuerte que se había puesto en los últimos años.

Su cuerpo le pedía que se detuviera, pero Jess tiró de él. Tenía que enseñar a su débil pecho quién mandaba.

—¡Jess! —era May Belle gritando desde el otro lado del montón de chatarra—. Mami dice que vuelvas y desayunes. Que ordeñes más tarde.

Maldita sea. Había corrido durante demasiado tiempo. Ahora todos sabrían que había estado fuera y le darían la lata.

—Sí, vale. —Se dio la vuelta, corriendo todavía, y se dirigió hacia el montón de chatarra.

Sin romper el ritmo subió la cerca, gateó rápidamente sobre el montón, dio un golpecito a May Belle en la cabeza («¡Aaay!») y trotó hacia la casa.

—Vaaya, aquí tenemos a la gran estrella olímpica —dijo Ellie, dejando sobre la mesa dos tazas con tal fuerza que se derramó el café fuerte y negro—. Sudando como una mula patizamba.

Jess apartó sus cabellos húmedos de la frente y se sentó ruidosamente en el banco de madera. Echó dos cucharadas de azúcar en la taza y sopló para que el café caliente no le quemara la boca.

Ooooh, Mami, apesta. —Brenda se tapó la nariz delicadamente—. Mándale que se lave.

—Vete al fregadero y lávate —dijo su madre sin levantar los ojos de la cocina—. Y rápido. Esta sémola se está quemando en el fondo de la olla.

—¡Mami! Otra vez —gimoteó Brenda.

Dios, qué cansado se sentía. Le dolían todos los músculos del cuerpo.

—Ya has oído lo que ha dicho mami —chilló Ellie a su espalda.

—¡No lo puedo aguantar, mami! —dijo Brenda de nuevo—. Dile que aparte su mal olor de este banco.

Jess hizo descansar su mejilla sobre la madera desnuda de la mesa.

—¡Jess-see! —Su madre le estaba mirando—. Y ponte una camisa.

—Sí, señora. —Marchó arrastrando los pies hasta el fregadero. El agua que se echó en el rostro y en los brazos le quemó como si fuera hielo. Su piel caliente hormigueó al recibir las gotas frías.

May Belle estaba de pie en el umbral de la cocina, mirándole.

—Tráeme una camisa, May Belle.

Parecía como si su boca fuera a decir que no pero en lugar de eso le dijo: «No tienes por qué andar dándome golpes en la cabeza», y se fue obedientemente a buscar la camiseta. Buena chica, May Belle. Si hubiera sido Joyce Ann estaría llorando todavía por el golpecito. Las de cuatro años son inaguantables.

—Hay mucho que hacer esta mañana —anunció su madre cuando terminaron la sémola y la salsa roja. Su madre procedía de Georgia y aún cocinaba como la gente de allí.

—¡Oh, mami!

Ellie y Brenda gimieron a coro. Aquéllas sabían escabullirse del trabajo con más rapidez que un saltamontes se te escapa de entre los dedos.

—Mami, nos prometiste a mí y a Brenda que podríamos ir a Millsburg de tiendas para la vuelta al colegio.

—¡No tenéis que gastar ni un céntimo en cosas de colegio!

Mami. Sólo vamos a mirar. —Cielos, cómo deseaba que Brenda dejara de gimotear—. ¡Jo! No quieres que pasamos bien.

Que lo pasemos bien —la corrigió escrupulosamente Ellie.

—Oh, cierra el pico.

Ellie no le hizo caso.

—La señora Timmons viene a buscarnos. El domingo le dije a Lollie que tú nos habías dicho que bueno. Me sentiré como una tonta si ahora tengo que llamarla para decir que has cambiado de opinión.

—Oh, muy bien. Pero no tengo ni un céntimo para daros.

Ni un céntimo, algo susurró en la cabeza de Jess.

—Ya sé, mami. Sólo nos llevaremos los cinco dólares que papi nos prometió. Nada más.

—¿Qué cinco dólares?

—Oh, mami, recuerda. —La voz de Ellie era más dulce que un caramelo derretido—. Papá nos dijo la semana pasada que las chicas íbamos a necesitar algo para el colegio.

—Tómalo —dijo la madre con irritación, alcanzando su cuarteado bolso de vinilo, colocado en un estante sobre la estufa. Contó cinco billetes arrugados.

—Mami —empezó Brenda otra vez—, ¿no nos puedes dar uno más? ¿Para que cada una podamos tener tres?

—¡No!

—Mami, no se puede comprar nada con dos dólares y medio. Hasta un paquete de hojas de cuaderno ahora cuesta…

—¡No!

Ellie se levantó ruidosamente y comenzó a limpiar la mesa.

—Brenda, te toca fregar —dijo en voz alta.

—Baaaj, Ellie.

Ellie la pinchó con una cuchara. Jess se dio cuenta de aquella mirada.

Brenda acalló a duras penas un gemido que iba a salir de su boca pintada de color rosa lustroso. Aunque no era tan espabilada como Ellie, sabía cuándo no podía seguir jugando con la paciencia de su madre.

Eso significaba que Jess tendría que hacer el trabajo, como de costumbre. Mami no mandaba nunca a las pequeñas a ayudarle, aunque solía arreglárselas para que May Belle hiciera algo. Apoyó la cabeza en la mesa. La carrera de esa mañana lo había dejado agotado. Por el otro oído le llegó el sonido del viejo Buick de los Timmons («Necesita aceite», hubiera dicho su padre) y el alegre zumbido de las voces que venían de detrás de la puerta de alambre, mientras Ellie y Brenda se apretujaban entre los Timmons.

—Muy bien, Jess. No seas vago y levántate del banco. Las ubres de Miss Bessie ya deben de estar arrastrándose por el suelo.

Vago. Él era el vago. Dejó descansar un momento más su cabeza sobre el tablero.

—¡Jesssee!

—Sí, mami. Ya voy.

Fue May Belle quien bajó hasta el campo de las judías para decirle que había gente instalándose en la antigua casa de los Perkins, en la granja de al lado. Jess se separó el pelo de los ojos y miró. Era cierto. Había un camión de mudanzas frente a la puerta. Era uno de esos grandes y articulados. Aquella gente tenía un montón de cachivaches. Pero no aguantaría mucho tiempo. La de los Perkins era una de esas viejas y cochambrosas casas de campo donde te instalas porque no tienes un sitio decente adonde ir y de donde te largas tan pronto como puedes. Más tarde pensó lo extraño que fue que a aquello, que probablemente fuera el acontecimiento más importante de su vida, no le hubiera dado la menor importancia.

Las moscas zumbaban en torno a su rostro y sus hombros sudorosos. Dejó caer las judías en el cubo e intentó quitarse las moscas de encima.

—Tráeme la camiseta, May Belle. —Las moscas eran más importantes que cualquier camión de mudanzas.

May Belle trotó hasta el final de la fila y recuperó la camiseta de donde la había dejado. Volvió trayéndola, con el brazo muy estirado.

Uf, qué mal huele —exactamente igual que hubiera hecho Brenda.

—Cierra el pico —masculló, y le arrebató la camiseta con brusquedad.