Capítulo 9

Llegaron órdenes desde Richmond de que la Legión se dirigiera a Manassas Junction, donde se cruzaban la línea de Orange y Alexandría y la de Manassas Gap. Las órdenes no llegaron hasta tres días después de que Washington Faulconer regresara de la capital, e incluso entonces el permiso parecía haber sido concedido a regañadientes. La orden iba dirigida simplemente al oficial al mando del regimiento de Faulconer County, como si las autoridades de Richmond se negaran a reconocer el éxito de Washington Faulconer al reclutar la Legión; pero al menos se permitía que ésta se uniera al ejército de Virginia del Norte del general Beauregard, como había solicitado el propio Faulconer. El general Lee incluyó una breve nota lamentando no haber podido agregar al «regimiento de Faulconer County» a ningún cuerpo en particular del ejército de Beauregard, debido a que la disponibilidad del regimiento no había sido dada a conocer a las autoridades hasta el último momento. Señalaba también que, al no haber seguido el regimiento ningún tipo de instrucción de brigada, dudaba que pudiera ser utilizado para otra cosa que «tareas independientes». A Washington Faulconer le gustó esta última expresión hasta que el mayor Pelham le informó en tono seco de que, por lo general, las tareas independientes consistían en vigilar la impedimenta, poner centinelas en las líneas férreas o escoltar a prisioneros de guerra.

Si la nota de Lee había tenido como propósito molestar a Washington Faulconer, lo consiguió, aunque el coronel declaró que no podía esperarse otra cosa de los mequetrefes de Richmond. El general Beauregard, Faulconer estaba seguro, se mostraría mucho mejor dispuesto en cuanto comprobara la calidad de sus legionarios. La mayor preocupación del coronel era llegar a Manassas antes de que finalizara la guerra. Las tropas del Norte habían cruzado el Potomac, y se decía que se aproximaban lentamente a las filas confederadas, y en Richmond corrían rumores de que Beauregard planeaba lanzar un movimiento envolvente masivo para aplastar a los invasores nordistas. Los rumores precisaban que, si la derrota no decidía a la Unión a pedir la paz, Beauregard cruzaría el Potomac y entraría en Washington. El coronel Faulconer soñaba con ascender, montado en su corcel negro Saratoga, los escalones del edificio aún no terminado del Capitolio, y para hacer realidad ese sueño estaba dispuesto a tragarse los peores insultos de Richmond, de modo que al día siguiente de la llegada de aquella ofensiva orden, la Legión tocó diana dos horas antes del alba con órdenes de recoger las tiendas de campaña y cargarlas en carretas con el resto de la impedimenta. El coronel había previsto una rápida marcha hasta la estación de ferrocarril de Rosskill, pero por alguna razón todo se retrasó mucho más de lo esperado. Nadie estaba del todo seguro de cómo había que desarmar las once gigantescas estufas de hierro forjado compradas por Faulconer para el campamento, ni a nadie se le había ocurrido ningún sistema de transporte de la munición almacenada en seco en el arsenal de Seven Springs.

La noticia de la marcha provocó también que las madres, novias y esposas de los soldados corrieran a presentarse con un último regalo al campamento. Los hombres, ya cargados con bolsas de comidas, armas, mochilas, mantas y cajas de cartuchos, se vieron obsequiados con bufandas de lana, chaquetas, capas, revólveres, navajas, potes de conservas, sacos de café, galletas y chalecos de piel de búfalo, y mientras tanto el sol ascendía cada vez más, y las estufas del campamento seguían sin ser desmontadas, y uno de los caballos de tiro perdió una herradura, y Washington Faulconer se enfureció, y Pecker Bird cacareó, y el mayor Pelham sufrió un ataque al corazón.

—¡Oh, Cristo bendito! —exclamó Little, el director de la banda de música, que se había estado quejando a Pelham de que en los carros no había bastante sitio para sus instrumentos, cuando de pronto el veterano oficial hizo un extraño raido con la garganta, trató desesperadamente de tragar una gran bocanada de aire, y cayó a plomo desde lo alto de su silla de montar. Los hombres dejaron lo que estaban haciendo para amontonarse alrededor de aquel cuerpo flaco e inmóvil, y Washington Faulconer se abrió paso entre los mirones boquiabiertos apartándolos con su fusta.

—¡Volved a vuestras tareas! ¡Fuera! ¿Dónde diablos está el doctor Danson? ¡Danson!

Llegó Danson y se agachó junto al cuerpo inerte de Pelham. Al poco, declaró que estaba muerto.

—¡Se ha apagado como una vela! —Danson se puso en pie con esfuerzo y volvió a guardarse en un bolsillo el estetoscopio—. Un modo condenadamente bueno de irse, Faulconer.

—Hoy no, no lo es. ¡Maldita sea! ¡Volved al trabajo! —Apuntó con su fusta a un soldado que miraba—. ¡Vamos, largo de aquí! ¿Quién diablos se lo va a decir a la hermana de Pelham?

—Yo no —dijo Danson.

—¡Maldita sea! ¿Por qué no podía haber muerto en plena batalla? —Faulconer hizo dar la vuelta a su caballo—. ¡Adam! ¡Este es un trabajo para ti!

—Tengo órdenes de dirigirme a la estación de Rosskill, señor.

—Que vaya Ethan.

—Está cargando la munición.

—¡Al infierno con Rosskill! Quiero que vayas a ver a la señorita Pelham. Exprésale mi más sentidas condolencias, ya sabes lo que quiero decir. Llévale unas flores. Mejor aún, llévate contigo a Moss y que te acompañe. Si un predicador no vale para consolar a los afligidos, ¿para qué demonios sirve?

—¿Quieres que vaya a Rosskill después?

—Manda a Starbuck. Dile lo que tiene que hacer.

Starbuck no figuraba entre los santos de la devoción del coronel desde que en Richmond pasó fuera una noche entera, sin volver hasta bien pasada la hora del desayuno; y más aún cuando luego se negó a decir dónde había estado.

—No es que haga falta que cuente lo que ha estado haciendo —había gruñido el coronel a su hijo aquella mañana—, porque apesta a una milla de distancia, pero podría tener la decencia de decirnos quién es ella.

Ahora Nate recibió la orden de cabalgar hasta el apeadero de Rosskill del ferrocarril de Orange y Alexandría, y de comunicar al jefe de estación que estuviera preparado para la llegada de la Legión. Faulconer, que era el director de la compañía, ya había despachado una carta en la que, anticipándose a las órdenes de Richmond, requería que se dispusieran dos convoyes para el transporte de la Legión; pero ahora alguien había de cabalgar hasta el apeadero y ordenar a los maquinistas que encendieran ya las calderas, para que el vapor fuera adquiriendo presión. Uno de los convoyes incluiría el vagón del director de la compañía, reservado para Faulconer y sus ayudantes, y un número de vagones de pasajeros de segunda clase suficiente para transportar a los novecientos treinta y dos hombres de la Legión, en tanto que el segundo convoy estaría compuesto por vagones cerrados de mercancías para los suministros y los caballos, y vagones abiertos para los carros de la Legión y los cañones, trenes de munición y cureñas. Adam pasó a Starbuck una copia de la carta de su padre, y otra con las órdenes escritas enviadas al apeadero al amanecer.

—La compañía de Rosswell Jenkins tiene que estar allí hacia las once, aunque Dios sabe si serán puntuales. Prepararán rampas.

—¿Rampas?

—Para meter a los caballos en los vagones —explicó Adam—. Deséame suerte. La señorita Pelham no es la más dócil de las mujeres. Dios bendito.

Starbuck deseó buena suerte a su amigo, y luego ensilló a Pocahontas y abandonó al trote el campamento sumido en el caos, cruzó la población y tomó la carretera de Rosskill. La ciudad, en la que se encontraba la estación de ferrocarril más próxima a Faulconer County, doblaba en tamaño a Faulconer Court House y estaba situada en la transición entre el piedemonte de las colinas y la extensa llanura que se prolongaba hasta el lejano mar. Fue un cómodo paseo colina abajo. El día era caluroso, y en los prados las vacas o bien buscaban la sombra de los árboles, o se tumbaban para refrescarse el vientre en el agua de los arroyos. Los lados del camino estaban alfombrados de vistosas flores, los árboles lucían su exuberante follaje y Starbuck era feliz.

Llevaba una carta para Sally en la alforja de su silla de montar. Ella le había pedido que le enviara cartas, y él le prometió escribirle tan a menudo como le fuera posible. La primera carta le contaba los últimos días de instrucción y que el coronel le había regalado la yegua Pocahontas. Había escrito la carta en un estilo sencillo, con palabras cortas y letras grandes y redondas. Decía a Sally cuánto la amaba, y lo decía en serio, aunque se trataba de una clase extraña de amor, más parecida a la amistad que la pasión destructiva que había sentido por Dominique. Starbuck aún se sentía dominado por los celos cuando pensaba en los hombres con los que se acostaba Sally, como sin duda los sentiría cualquier hombre, pero Sally no había de enterarse de esos celos. Ella necesitaba su amistad como él necesitaba la de ella, porque se habían unido a la luz del relámpago y con el estruendo del trueno, como dos niños solitarios en busca de consuelo, y después, tendidos en la cama y felices, habían fumado cigarros y oído la lluvia en la madrugada, y habían acordado escribirse, o más bien Starbuck había dicho que escribiría y Sally le había prometido que intentaría leer sus cartas, y algún día incluso probaría a escribirle con la condición de que Starbuck le prometiera por su honor que no se reiría de sus esfuerzos.

Se detuvo en la oficina de correos de Rosskill para certificar la carta, y luego se acercó al apeadero y habló con el jefe, un hombre gordo y sudoroso llamado Reynolds.

—No hay trenes —fue el saludo de Reynolds a Starbuck en su pequeño despacho contiguo a la oficina del telégrafo.

—Pero el señor Faulconer, el coronel Faulconer, ha ordenado de forma específica dos convoyes de vagones, ambos con su locomotora…

—¡Ni aunque lo ordene Dios Todopoderoso! —el rollizo Reynolds, que sudaba embutido en su uniforme de lana de los ferrocarriles, estaba evidentemente harto de las exigencias con las que la guerra había trastornado el escrupuloso cumplimiento de sus horarios—. En toda la compañía hay sólo dieciséis locomotoras, y diez se dirigen en este momento al norte transportando tropas. Se supone que los ferroviarios tenemos que cumplir las órdenes con eficiencia, pero ¿cómo puedo hacerlo si todo el mundo quiere locomotoras? ¡No puedo ayudarle! ¡No me importa si el señor Faulconer es uno de los directores, no me importa que todos los directores me pidan trenes, no puedo hacer nada!

—Tiene usted que colaborar… —dijo Starbuck.

—¡No puedo sacarme trenes de la manga, mozalbete! ¡No puedo hacer aparecer locomotoras! —Reynolds se inclinó sobre su mesa, con el sudor bajando a chorros por la cara, la barba y los mostachos rojizos—. ¡No soy un mago capaz de hacer milagros!

—Pero yo sí —dijo Starbuck, y sacó el enorme revólver Savage de la funda de su cinto, apuntó a un lado de Reynolds y apretó el gatillo. El humo y el estruendo llenaron la habitación, y la pesada bala atravesó la pared de troncos dejando un agujero de bordes astillados. Starbuck enfundó el arma humeante.

—No soy un mozalbete, señor Reynolds —dijo con calma al boquiabierto y aterrorizado jefe de estación—, sino un oficial del ejército de los Estados Confederados de América, y si vuelve usted a insultarme lo colocaré contra esa pared y le dispararé.

Durante un segundo, Starbuck creyó que Reynolds iba a seguir al mayor Pelham a una tumba prematura.

—¡Está loco! —dijo por fin el ferroviario.

—Opino que probablemente tiene razón —asintió Starbuck con placidez—, pero disparo mejor cuando estoy loco que cuerdo, de modo que ahora mismo vamos a tratar de dar con el modo de transportar a la Legión Faulconer al norte hasta Manassas Junction, ¿de acuerdo?

Sonrió. Era Sally, decidió, la que le había dado aquella inyección de confianza en sí mismo. Se estaba divirtiendo. Al cuerno con todo, pensó, iba a ser un buen soldado.

Pero Reynolds insistió en que no había vagones de pasajeros disponibles en un radio de cincuenta millas. Todo lo que le quedaba eran diecisiete viejos coches—casa.

—¿Qué son coches—casa? —preguntó Starbuck con cortesía, y el asustado jefe de estación señaló un vagón cerrado de mercancías al otro lado de la ventana.

—Los llamamos coches—casa —dijo con la misma voz nerviosa con la que había tranquilizado al telegrafista y sus dos ayudantes cuando se precipitaron en el despacho a preguntar por el tiroteo.

—¿Cuántos hombres puede meter en un coche—casa? —preguntó Starbuck.

—Cincuenta, sesenta tal vez.

—Entonces tenemos suficientes.

La Legión no había alcanzado el objetivo de Faulconer de sumar mil hombres, pero había conseguido reunir a más de novecientos voluntarios, un número formidable para un regimiento.

—¿Qué otros vagones tiene disponibles? —preguntó Starbuck.

Había dos coches—góndola, que eran simples vagones abiertos, y eso era todo. Uno de los coches—góndola y ocho vagones cerrados andaban necesitados de reparaciones urgentes, pero Reynolds creía que servirían, aunque sólo si el tren circulaba a la velocidad más baja posible. No había, dijo, locomotoras disponibles, pero cuando Starbuck se llevó la mano al enorme revólver Savage, Reynolds se acordó de pronto de que una locomotora pasaría por el apeadero camino de Lynchburg, donde había de ser enganchada a un tren con destino a la costa con una carga de troncos aserrados, destinados a construir refugios para la artillería.

—¡Bien! —dijo Starbuck—. Detenga a esa locomotora y hágale dar la vuelta.

—No tenemos plataforma giratoria aquí.

—¿El tren puede ir marcha atrás?

—Sí, señor —admitió Reynolds.

—¿Y a qué distancia está Manassas?

—A unos ciento cincuenta kilómetros, señor.

—Entonces iremos a la guerra marcha atrás —dijo Starbuck alegre.

Washington Faulconer, al llegar a Rosskill al frente de la unidad de caballería de la Legión al mediodía, se puso furioso. Esperaba ver dos trenes a punto, uno de ellos con el vagón privado del director enganchado, y en su lugar se encontró con un maquinista indignado y una sola locomotora en posición inversa, con su ténder y diecisiete furgones más dos coches—casa, mientras el telegrafista trataba de explicar a Lynchburg por qué no iba a llegar la locomotora esperada y Reynolds se esforzaba en dejar libre la vía en el tramo al norte de Charlotteville.

—¡Por el amor de Dios, Nate! —explotó el coronel—. ¿Qué es todo este desbarajuste?

—La guerra, señor.

—¡Maldita sea! ¡Te he dado unas órdenes claras! ¿No eres capaz de llevar a cabo la cosa más sencilla?

Y picó espuelas para ir a abroncar al maquinista gruñón.

Adam dirigió una mirada a Starbuck y se encogió de hombros.

—Lo siento. Padre no está contento.

—¿Cómo te ha ido con la señorita Pelham?

—Horrible. Sencillamente horrible. —Adam sacudió la cabeza—. Y pronto, Nate, habrá decenas de mujeres que recibirán la misma noticia. Cientos.

Adam se volvió a mirar el extremo de la calle de la estación de Rosskill, por donde empezaban a aparecer los primeros infantes de la Legión. La columna en marcha iba flanqueada por dos procesiones de esposas, madres e hijas, algunas cargadas con mochilas para descargar a sus hombres del peso del equipo.

—Buen Dios, esto es un caos —dijo Adam—. ¡Se suponía que teníamos que estar embarcados hace tres horas!

—Según me han dicho, en esta guerra nada sucede conforme a lo previsto —dijo Starbuck alegre—, y cuando sucede, lo más probable es que te castiguen a ser azotado por ello. Tendremos que acostumbrarnos al caos, y aprender a sacar el mejor partido posible de él.

—A padre eso no se le da nada bien —confesó Adam.

—Entonces es una suerte que me tenga a mí.

Starbuck sonrió con placidez a Ethan Ridley, que cabalgaba al frente de la Legión en marcha. Starbuck había decidido comportarse con mucha amabilidad con Ridley desde ahora hasta el próximo final de la vida de Ridley. Como de costumbre, Ridley le ignoró.

El plan original del coronel era efectuar el transporte de la Legión con toda comodidad a las diez de la mañana, pero hasta las cinco de la tarde no inició su lenta marcha el renqueante tren, en dirección norte y con la máquina al revés. Había sitio suficiente para la infantería, víveres para tres días y toda la munición de la Legión, pero apenas para nada más. Los caballos de los oficiales y los ordenanzas fueron colocados en los dos coches góndola. El coronel viajaría en el furgón de cola que había llegado acompañando a la locomotora, y los hombres ocuparían los vagones cerrados. Faulconer, consciente de sus responsabilidades como director de la compañía, dio órdenes estrictas de que todos los vagones tenían que llegar a Manassas Junction intactos, pero apenas lo hubo dicho el sargento Truslow encontró un hacha y abrió un boquete en un costado de su vagón.

—Un hombre necesita luz y aire —dijo ceñudo al coronel, y empuñó de nuevo el hacha. El coronel dio media vuelta, y simuló no darse cuenta de la orgía de destrucción con que la Legión acometió la tarea de ventilar los vagones de madera.

No había sitio en el tren para la caballería de la Legión, que hubo de ser dejada atrás junto con los dos cañones de seis libras, sus cureñas y trenes de munición, las estufas de campamento de hierro colado y todos los carros. Las tiendas de campaña fueron cargadas en el último momento en los vagones, y Little, el director de la banda de música, consiguió colar también sus instrumentos haciéndolos pasar por suministros médicos. Las banderas de la Legión estuvieron a punto de quedarse en tierra debido a la confusión, pero Adam vio las dos fundas de piel con las banderas abandonadas sobre la cureña de un cañón, y se las llevó al furgón de los oficiales. La estación se sumió en el caos cuando mujeres y niños la invadieron para despedirse de sus hombres mientras éstos, después de haberse bebido toda el agua de sus cantimploras, intentaban rellenarlas en la manguera suspendida del depósito de agua. Faulconer voceó las últimas instrucciones a la caballería, la artillería y los carros de la impedimenta, que viajarían por su cuenta en dirección norte por la carretera. Calculó que el viaje les llevaría tres días, mientras que el tren, a pesar de los ejes averiados de los vagones, podría hacerlo en uno.

—Nos veremos en Manassas —dijo el coronel al teniente Davies, que había quedado al mando del convoy—. ¡O puede que en Washington!

Anna Faulconer llegó de Faulconer Court House conduciendo su pequeño dócar, e insistió en hacer ondear unos banderines confederados que ella y sus sirvientas habían bordado en Seven Springs. Su padre, impaciente por el retraso, ordenó al maquinista que tocara el silbato para llamar a los hombres a embarcar en los vagones, pero el silbido agudo del vapor asustó a algunos caballos de los coches góndola, y un ordenanza negro se rompió una pierna al ser coceado por la yegua del capitán Hinton. El ordenanza fue sacado del tren, y en ese lapso dos hombres de la compañía E decidieron que no querían luchar y desertaron, aunque otros tres hombres insistieron en que se les permitiera unirse a la Legión allí mismo, y subieron al tren.

Por fin, a las cinco en punto el tren inició su viaje. No podía marchar a más de quince kilómetros por hora debido a los vagones con los ejes partidos, de modo que se arrastró hacia el norte con las ruedas chirriando al pasar por las junturas de los raíles y la campana sonando tediosa sobre los pastos húmedos y los campos verdeantes. El coronel seguía furioso por el retraso, pero los hombres estaban alegres y cantaban con entusiasmo mientras el tren se alejaba muy despacio de las colinas y el humo de su chimenea se prendía de las ramas de los árboles. Habían dejado atrás el convoy de carros, los cañones y la caballería, y avanzaban lentamente hacia la noche.

El viaje en tren duró casi dos días. Los vagones abarrotados hubieron de esperar detenidos doce horas en el empalme de Gordonsville, tres más en Warrenton, y otros interminables minutos mientras se cargaba el ténder de combustible o se llenaba de agua la caldera, pero por fin, una calurosa tarde de sábado llegaron a Manassas Junction, donde tenía su cuartel general el ejército de Virginia del Norte. En Manassas nadie estaba enterado de la llegada de la Legión ni sabía qué hacer con ella, pero finalmente un oficial de Estado Mayor condujo a la Legión en dirección nordeste desde la pequeña ciudad, por un camino rural que serpenteaba entre colinas. Había más tropas acampadas en los prados, y piezas de artillería apostadas a la puerta de las granjas, y la presencia de aquellas otras tropas imbuyó en la Legión un sentimiento de aprensión por haberse sumado a alguna empresa gigantesca que ninguno de ellos entendía del todo. Hasta ahora, ellos habían sido la Legión Faulconer, a salvo en Faulconer Court House y al mando del coronel Faulconer, pero el tren los había arrojado de improviso a un lugar extraño en el que se sentían perdidos en un proceso incomprensible e incontrolable.

Casi había anochecido ya, cuando el capitán de Estado Mayor señaló una granja que se alzaba a la derecha del camino, en un alto amplio y despejado.

—La granja aún está ocupada —dijo a Faulconer—, pero nadie utiliza estos prados, de modo que considérense en su casa.

—Tengo que ver a Beauregard.

Faulconer habló en tono irritado, por lo incierto de aquella jornada. Quería saber dónde estaba exactamente, y el oficial de Estado Mayor no lo sabía, y quería saber qué se esperaba en concreto de su Legión, pero el oficial de Estado Mayor tampoco podía decírselo. No había mapas, ni órdenes, ni sensación de que alguien estuviera organizando todo aquello.

—Debería ver a Beauregard esta misma noche —insistió Faulconer.

—Me consta que el general estará encantado de entrevistarse con usted, coronel —dijo con tacto el oficial—, pero tal vez sea preferible esperar a mañana por la mañana. ¿Digamos a las seis?

—¿Hay expectativas de entrar en acción? —preguntó Faulconer en tono pomposo.

—Creo que sí, en algún momento del día de mañana. —El brillo rojizo de la punta del cigarro del oficial de Estado Mayor se avivó—. Los yanquis están por ahí —señaló vagamente hacia el este con su cigarro encendido—, y tengo entendido que cruzaremos el río para darles un meneo, pero el general no dará órdenes concretas hasta mañana por la mañana. Le diré cómo encontrarlo, y usted se presenta allí a las seis, coronel. Eso dejará a sus muchachos tiempo para un servicio religioso antes de ponerse en movimiento.

—¿Un servicio religioso?

El tono de Faulconer sugería que el oficial de Estado Mayor no estaba bien de la cabeza.

—Mañana es el día del Señor, coronel —aclaró el oficial en tono de reproche.

Y así era, porque el día siguiente era el domingo 21 de julio de 1861.

Y América iba a quedar partida en dos en la batalla.

* * *

A las dos de la madrugada del domingo, hacía ya un calor sofocante y no corría la más leve brisa. El sol tardaría aún dos horas y media en aparecer, y el cielo estaba despejado y brillante, tachonado de estrellas. La mayor parte de los hombres, incluidos los que habían cargado con las tiendas a lo largo de los ocho kilómetros de camino desde el empalme ferroviario hasta la granja, dormían al raso. Starbuck despertó y vio resplandecer el cielo con una luz blanca y fría, más hermosa que nada que fuera posible encontrar sobre la tierra.

—Hora de levantarse —oyó decir a Adam, a su lado.

Ya había hombres moviéndose por toda la cima de la colina. Tosían y maldecían, con voces roncas por el nerviosismo. En algún lugar del valle en tinieblas, ludieron unas cadenas y un caballo relinchó. Una trompeta tocó diana en un campamento lejano, y su sonido despertó ecos en la ladera del lado contrario. Cantó un gallo en la granja de la colina, y aparecieron luces débiles detrás de las cortinas de las ventanas. Los perros ladraron, y resonaron con un entrechocar metálico las sartenes y las pavas empuñadas por los cocineros.

—«Los armeros. —Starbuck estaba aún tendido boca arriba, mirando el brillo agudo de las estrellas— acabando de equipar a los caballeros, dan un terrible aviso de los preparativos que se hacen con el ruido de sus activos martillos, que cierran las charnelas de las armaduras».

A Adam le habría complacido en circunstancias normales captar aquella cita de Shakespeare, pero se sentía desanimado y abatido, y no dijo nada. En todo el espacio ocupado por la Legión humeaban ya las fogatas, cuya viva luz de pronto hacía emerger a la vida a hombres en mangas de camisa, hileras de pabellones de rifles y blancas tiendas cónicas. El humo espeso ocultó las estrellas. Starbuck seguía contemplando el cielo.

—«La imponente noche de marcha tardía —citó de nuevo—, semejante a una sucia y horrible hechicera, se arrastra penosamente con paso cojo».

Recitaba aquellos fragmentos[1] para disimular sus nervios. «Hoy —pensaba—, voy a ver el elefante».

Adam no dijo nada. Se sentía al borde de un terrible caos, como el abismo al que había caído Satán en el Paraíso perdido, y eso era exactamente lo que significaba esta guerra para América, pensó Adam con tristeza: la pérdida de la inocencia, la pérdida de la dulce perfección. Se había unido a la Legión para complacer a su padre, y ahora iba a tener que pagar el precio de ese compromiso.

—¿Café, massa? —Nelson, el ordenanza de Faulconer, traía dos tazas de café de la fogata que había alimentado toda la noche detrás de la tienda del coronel.

—Eres un gran hombre y un hombre bueno, Nelson.

Starbuck se incorporó y extendió el brazo hacia el café.

El sargento Truslow gritaba en la compañía K; alguien se había quejado de que no había cubo para acarrear el agua, y Truslow abroncaba al hombre diciéndole que dejara de lloriquear y afanara un condenado cubo de donde fuera.

—No parece que estés nervioso. —Adam sorbió el café, y su sabor amargo le provocó una mueca.

—Pues claro que estoy nervioso —dijo Starbuck. Lo cierto era que la aprensión le cosquilleaba en las tripas como una serpiente retorciéndose en un pozo—. Pero tengo la sensación de que puedo ser un buen soldado.

¿Era verdad, se preguntó, o sólo lo decía porque deseaba que fuera verdad? ¿O porque había presumido de serlo delante de Sally? ¿A eso se reducía todo? ¿Una fanfarronada para impresionar a una chica?

—Yo no tendría que estar aquí —declaró Adam.

—Tonterías —se apresuró a decir Starbuck—. Sobrevive un día, Adam, tan sólo un día, y luego ayudarás a hacer la paz.

Pocos minutos después de las tres, aparecieron dos jinetes en el campamento. Uno de ellos llevaba una linterna con la que alumbrarse mientras recorría la cima de la colina.

—¿Quiénes sois vosotros? —aulló el segundo hombre.

—¡La Legión Faulconer! —gritó Adam en respuesta.

—¿La Legión Faulconer? ¡Dios del cielo! ¿Tenemos una legión de nuestra condenada parte ahora? Los malditos yanquis ya pueden rendirse.

Quien hablaba era un hombre bajo y calvo, con ojos negros pequeños y vivos y un pronunciado ceño en la cara sin lavar, sobre un bigote negro y sucio y una barba hirsuta y revuelta. Se deslizó de su silla de montar y se acercó al fuego, mostrando unas piernas esqueléticas y torcidas como conchas de almeja que parecían del todo insuficientes para soportar el peso de su enorme barriga y su torso ancho y musculoso.

—¿Quién está al mando aquí? —preguntó aquel hombre extraño.

—Mi padre —dijo Adam—, el coronel Faulconer.

Señaló con el brazo extendido la tienda de su padre.

—¡Faulconer!

El extraño se volvió hacia la tienda. Vestía un astroso uniforme confederado, y llevaba encasquetado un sombrero de fieltro tan raído y mugriento que podía haber sido adecuado para un espantapájaros.

—¡Aquí! —El interior de la tienda estaba iluminado con linternas que proyectaban sombras grotescas cada vez que el coronel pasaba delante de sus llamas—. ¿Quién me llama?

—Evans. Coronel Nathan Evans. —Evans no esperó a ser invitado y se coló dentro de la tienda de Faulconer—. He oído que habían llegado tropas aquí la noche pasada, y me ha parecido buena idea acercarme a saludar. Tengo media brigada allá arriba junto al puente de piedra, y si los bastardos yanquis deciden utilizar el camino del portazgo de Warrenton, ustedes y nosotros seremos el único obstáculo entre Abe Lincoln y las putas de Nueva Orleans, ¿Es eso café, Faulconer, o whisky?

—Café.

El tono de voz de Faulconer era distante, y sugería que no le gustaba la brusca familiaridad de Evans.

—Yo tengo mi propio whisky, pero me tomaré primero un café, y gracias por su amabilidad, coronel. —Starbuck vio la sombra de Evans bebiéndose el café del coronel—. Lo que quiero que haga, Faulconer —dijo Evans después de apurar la taza—, es que baje a sus muchachos hasta la carretera y luego los haga subir hasta el puente de madera, aquí. —Era evidente que había desplegado un mapa sobre la cama de Faulconer—. Hay cantidad de madera alrededor del puente, y apuesto a que si tiene a sus chicos bien agazapados los hijoputas yanquis no se enterarán de que están ahí. Por supuesto, puede que, a fin de cuentas, no seamos de más utilidad que un par de pelotas a un fraile piadoso en Cuaresma, pero también cabe la posibilidad de que no sea así.

El oficial que acompañaba a Evans encendió un cigarro y dirigió a Adam y Starbuck una mirada distraída. Thaddeus Bird, Ethan Ridley y por lo menos una veintena de hombres más estaban atentos a la conversación que se desarrollaba en el interior de la tienda.

—No comprendo —dijo Faulconer.

—Pues no es difícil. —Evans hizo una pausa y se oyó el ruido de rascar cuando prendió un fósforo para encender su cigarro—. Los yanquis están al otro lado del río, y tienen intención de avanzar hacia Manassas Junction. Si lo capturan, conseguirán interponerse entre nosotros y el ejército del valle. Beauregard les hace frente, pero no es del tipo de los que esperan a recibir el primer golpe, de modo que su plan es atacar el flanco izquierdo de ellos, el derecho nuestro. —Evans indicaba los movimientos en el mapa—. De modo que Beauregard ha desplegado la mayor parte de nuestro ejército en el flanco derecho. Muy hacia el este, a tres kilómetros por lo menos, y si consigue abrocharse los pantalones antes del mediodía, es probable que ataque esta misma tarde. Tomará la espalda a esos bastardos y matará a tantos como pueda. Lo cual me parece un plan cojonudo, Faulconer, pero suponga que los hijos de puta deciden atacarnos ellos primero. Y suponga que no son tan zoquetes como suelen serlo los norteños, y en lugar de marchar directamente a darse de morros con nosotros, deciden dar un rodeo por nuestro flanco izquierdo. En ese caso, seremos las únicas tropas para detenerles. Lo cierto es que no hay nada entre nosotros y México, Faulconer, de modo que ¿qué pasa si esos bastardos podridos de sífilis deciden atacar en este flanco? —Evans soltó una risita—. Por eso estoy encantado de que esté usted aquí, coronel.

—¿Me está diciendo que me han agregado a su brigada? —preguntó Faulconer.

—No traigo órdenes, si es eso lo que me pregunta, pero ¿por qué demonios lo han colocado aquí, si no?

—Estoy citado a las seis de la mañana con el general Beauregard para averiguar precisamente esa cuestión —dijo Faulconer.

Hubo una pausa mientras Evans desenroscaba un frasco de licor, bebía un sorbo y luego volvía a enroscar el tapón.

—Coronel —dijo por fin—, ¿por qué, en nombre del diablo, cree que lo han colocado aquí? Esto es el flanco izquierdo. Somos los últimos hijos de puta que alguien pensó en situar en posición. Nos han puesto aquí, coronel, por si los condenados yanquis atacan siguiendo el portazgo de Warrenton.

—Todavía no he recibido mis órdenes —insistió Faulconer.

—¿Y qué está esperando? ¿Un coro de condenados ángeles? ¡Por el amor de Cristo, Faulconer, necesitamos hombres en este flanco del ejército! —El mal genio de Nathan Evans estaba próximo al estallido, pero hizo un esfuerzo para explicar de nuevo las cosas con calma—. Beauregard planea avanzar hacia el norte por nuestra derecha, de modo que, ¿qué pasa si esos yanquis pringados de mierda deciden atacar en dirección sur por la suya? ¿Qué se supone que he de hacer yo en ese caso? ¿Tirarles besos? ¿Pedirles que paren la guerra hasta que usted haya recibido sus condenadas órdenes?

—Recibiré esas órdenes de Beauregard —dijo Faulconer, terco—, y de nadie más.

—Entonces, mientras va a recibir sus malditas órdenes, ¿por qué no mueve su maldita Legión hasta el puente de madera? De ese modo, si llega el caso, podrá marchar hasta el puente de piedra sobre el Run y echar una mano a mis muchachos.

—No me moveré —insistió Faulconer— hasta recibir oficialmente órdenes.

—Oh, Dios bendito —murmuró Adam ante la tozudez de su padre.

La discusión siguió durante un par de minutos, pero ninguno de los dos hombres cedió. Por su posición, Faulconer no estaba acostumbrado a recibir órdenes, y menos aún de brutos enanos, malolientes, zambos y deslenguados como Nathan Evans, que, renunciando a sus intentos de incorporar la Legión a su brigada, salió disparado de la tienda y montó en la silla.

—Vámonos de aquí, Meadows —gruñó a su ayudante, y los dos hombres partieron al galope hasta perderse en la oscuridad.

—¡Adam! —gritó Faulconer—. ¡Pecker!

—Ah, el segundo en el mando es llamado por el gran caudillo —dijo Bird, cáustico, y siguió a Adam al interior de la tienda.

—¿Habéis oído eso? —preguntó Faulconer.

—Sí, padre.

—Entonces queda entendido por vosotros dos que, sea lo que sea lo que ordene ese hombre, habéis de ignorarlo. Yo traeré las órdenes directamente de Beauregard.

—Sí, padre —repitió Adam.

El mayor Bird no fue tan obsequioso.

—¿Me estás ordenando que desobedezca una orden directa de un oficial superior?

—Te estoy diciendo que Nathan Evans es un tarugo adicto al whisky barato —dijo el coronel—, y que no he gastado una maldita fortuna en un regimiento selecto sólo para ver cómo lo desbarata con sus manos de borracho.

—Así pues, ¿he de desobedecer sus órdenes? —insistió el mayor Bird.

—Lo que digo es que tienes que obedecer las órdenes que doy yo, y las de nadie más —dijo el coronel—. Maldita sea, si la batalla se da en el flanco derecho, es allí donde tenemos que estar, y no plantados en el izquierdo haciendo compañía a la escoria del ejército. Quiero la Legión formada dentro de una hora. Tiendas recogidas, orden de batalla.

La Legión formó en orden de batalla a las cuatro y media, cuando una claridad fantasmal bañaba ya la cumbre de la colina y las sombras oscuras de las alturas más lejanas se oscurecían más y más, hasta que no hubo otra cosa que una tiniebla opaca en la que el brillo apagado de unos misteriosos puntos de luz sugería la posición de lejanos fuegos de campamento. Una tenue luz grisácea permitía adivinar que el paisaje más próximo estaba alfombrado de carros y carretas que daban a la escena un extraño parecido a un festejo campestre celebrado por la mañana después del servicio religioso, salvo por el hecho de que entre esas carretas se adivinaba la forma diabólica de las cureñas, las forjas portátiles y los cañones. El humo de los moribundos fuegos de campamento flotaba sobre las hondonadas como una neblina que se extendía bajo las últimas estrellas aún no desvanecidas. En algún lugar, una banda de música tocaba «Hogar, dulce hogar» y un hombre de la compañía B se puso a recitar la letra, sin cantar, hasta que un sargento le ordenó cerrar el pico.

La Legión esperó. Los pesados bultos con las mantas y los jergones habían sido apilados con las tiendas detrás de la banda de música, para que en la batalla los hombres cargaran tan sólo con las armas, las mochilas y las cantimploras. En torno a ellos, invisible en su mayor parte, un ejército tomaba posiciones. Las patrullas escrutaban la otra orilla del río, los artilleros sorbían café al pie de sus monstruosas armas, los soldados de caballería abrevaban sus monturas en la docena de arroyos que cruzaban los pastos, y los ayudantes de los cirujanos rasgaban sábanas para preparar vendas o afilaban los bisturíes y las sierras de huesos. Algunos oficiales galopaban a través de los campos con aire urgente, y se desvanecían en las tinieblas lejanas para cumplir sus misteriosos encargos.

Starbuck montaba a Pocahontas detrás de los abanderados de la Legión, y se preguntaba si soñaba. ¿De verdad iba a librarse una batalla? El irascible Evans así lo había dado a entender, y todo el mundo parecía esperarla, pero no había la menor señal del enemigo. Esperaba a medias que las expectativas resultaran ciertas, y a medias le aterraba que fuese así. Su inteligencia le decía que la batalla era caótica, cruel y acerba, pero no llegaba a librarse del todo de la convicción de que podía ser también gloriosa, empenachada, extrañamente tranquila. En los libros, hombres de rostro impávido esperaban a ver el blanco de los ojos de los enemigos para disparar, y alcanzaban grandes victorias. Los caballos piafaban y las banderas ondeaban al viento sin humo ni polvaredas, mientras los muertos yacían decorosamente en tierra y los moribundos exentos de dolor hablaban con cariño de su país natal y de sus madres. Los hombres morían tan sencillamente como lo había hecho el mayor Pelham. Oh, dulce Jesús, rezó Starbuck al sentir un repentino escalofrío de terror que sacudió sus pensamientos, no dejes que muera. Me arrepiento de todos mis pecados y de cada uno de ellos, incluida Sally, y nunca volveré a pecar si tan sólo me dejas vivir.

Temblaba a pesar de estar sudando bajo la guerrera y los pantalones de su grueso uniforme de lana. En algún lugar a su izquierda, un hombre gritó una orden, pero el sonido le llegó distante y apagado, como la voz oída junto al lecho de un enfermo en una habitación lejana. El sol todavía no había salido, pero por el este el horizonte se había teñido ahora de un color rosado brillante y la luz bastó para que el coronel Faulconer realizara una lenta inspección de las filas de su Legión. Recordó a los hombres alineados los hogares que habían dejado en Faulconer County, y a sus esposas, norias e hijos. Les aseguró de nuevo que el Sur no había deseado esta guerra, que la decisión había venido del Norte.

—Nosotros sólo queríamos que nos permitieran ser quienes somos, ¿es ésa una ambición tan terrible? —preguntó. No es que los hombres necesitaran que el coronel les tranquilizara al respecto, pero Faulconer sabía que de un oficial al mando se espera que eleve el espíritu de sus hombres la mañana de la batalla, de modo que aseguró a la Legión que su causa era justa, y que los hombres que luchan por una causa justa no han de temer la derrota.

Adam había estado supervisando el empaquetado del equipaje de la Legión, pero ahora colocó su montura al lado de la de Starbuck. El caballo de Adam era uno de los mejores de las cuadras de Faulconer, un corcel alto, bayo, lustroso, un aristócrata desdeñoso entre los animales, que destacaba como los Faulconer destacaban entre los hombres comunes. Adam señaló con la cabeza la pequeña granja con sus ventanas tenuemente iluminadas que se recortaba en la cima plana de la colina.

—Han enviado a un criado a preguntarnos si será seguro para ellos quedarse ahí.

—¿Qué les has dicho?

—No podía decirles nada. No sé lo que ocurrirá hoy. Pero ¿sabes quién vive ahí?

—¿Cómo puedo saberlo?

—La viuda del cirujano del Constitution. ¿No es curioso? El cirujano Henry, lo llamaban. —La voz de Adam sonaba afectada, como si estuviera echando mano de toda su autodisciplina para contener sus emociones. Había vestido la guerrera de militar por consideración a su padre, y llevaba los tres galones metálicos de capitán en el cuello porque hacerlo era más sencillo que vestir la túnica del martirio, pero hoy iba a pagar el precio real por su compromiso, y la idea le ponía enfermo. Se abanicó la cara con el sombrero de ala ancha y miró hacia el este, donde el cielo despejado parecía una lámina de plata batida con una orla resplandeciente de oro intenso.

—¿Te imaginas el calor que hará a mediodía? —preguntó Adam.

Starbuck sonrió.

—«Como se junta plata, cobre, hierro, plomo y estaño en el horno, y se atiza el fuego por debajo para fundirlo todo, así os reuniré yo en mi cólera y mi furor; os pondré y os fundiré». —Se imaginó a sí mismo deshaciéndose entre las llamas de un horno al rojo, un pecador que ardía en castigo por sus iniquidades—. Ezequiel —explicó a Adam, cuya expresión indicaba que no había localizado la cita.

—No es un mensaje muy alegre para una mañana de domingo —dijo Adam, que se estremeció de forma incontrolable al imaginar lo que podía traerle aquel día—. ¿De verdad crees que puedes ser un buen soldado? —preguntó.

—Sí.

En todo lo demás había fracasado, pensó Starbuck con amargura.

—Por lo menos tienes todo el aspecto de un soldado —dijo Adam, con cierta envidia.

—¿Qué aspecto tiene un soldado? —preguntó Starbuck, divertido.

—El de un personaje de una novela de Walter Scott —respondió rápidamente Adam—. ¿Ivanhoe, tal vez?

Starbuck se echó a reír.

—Mi abuela MacPhail siempre me decía que yo tenía cara de predicador. Como mi padre.

Y Sally le había dicho que tenía los ojos de Truslow.

Adam volvió a ponerse el sombrero.

—Supongo que tu padre estará predicando la condenación para todos los esclavistas esta mañana.

Tan sólo hablaba por decir algo, cualquier cosa que distrajera su mente de los horrores de la guerra.

—Llamará a la condenación y al fuego del infierno en apoyo de la causa del Norte, en efecto —asintió Starbuck, y de pronto le asaltó la visión de su confortable hogar de Boston, en el que sus hermanos y hermanas menores estarían en aquel momento levantándose de la cama y aseándose para los primeros rezos en familia de la mañana. ¿Se acordarían hoy de rezar por él? La mayor de sus hermanas, no. A los diecinueve años, Ellen Marjory Starbuck ya había interiorizado las rígidas opiniones propias de una edad mediana mezquina. Estaba prometida a un ministro congregacionista de Nueva Hampshire, un hombre de un rencor infinito y de una descortesía calculada, y en lugar de implorar la protección divina para Nathaniel, sin duda preferiría rezar por su hermano mayor, James, que, suponía Starbuck, vestiría el uniforme, aunque no conseguía imaginarse al estirado y puntilloso James en una batalla. James sólo sería un oficial valioso en los cuarteles de Washington o de Boston, confeccionando listas inacabables y haciendo cumplir escrupulosamente los reglamentos.

Los chicos más jóvenes sí rezarían por Nathaniel, pero se verían obligados a hacerlo en silencio para no provocar la ira del reverendo Elial. Estaba Frederick George, de dieciséis años, que había nacido con el brazo izquierdo inútil; la quinceañera Martha Abigail, la más parecida a Nathaniel por su físico y su carácter, y por fin el pequeño Samuel Washington Starbuck, de doce años, que quería ser capitán de un ballenero. Otros cinco hermanos habían muerto en la infancia.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Adam con brusquedad, en una explosión de nervios.

—Pensaba en la historia de las familias —dijo Starbuck—, y en lo constrictiva que resulta.

—¿Constrictiva?

—Limitante. La mía, por lo menos.

Y la de Sally, pensó. Y puede que también la de Ridley, pero Starbuck no estaba dispuesto a compadecer en lo más mínimo al hombre al que tenía que matar. ¿Tenía? Miró de reojo a Ethan Ridley, inmóvil sobre su montura a la luz del amanecer. Una cosa era proponerse matar, decidió Starbuck, y otra muy distinta hacerlo.

Una ráfaga de disparos lejanos de mosquete agitó las últimas sombras de la noche en retirada.

—Oh, Dios.

Adam pronunció esas palabras como una oración por su país. Miraba hacia el este, pero ni una sola hoja se movía en las lejanas hondonadas boscosas que, por fin, la luz naciente empezaba a hacer brillar con un verde vivido entre los grises moribundos. En algún lugar de aquellas colinas y bosques aguardaba un enemigo, pero nadie podía decir si el tiroteo era la primera chispa de la batalla o únicamente fruto de la tensión.

Un nuevo brote de terror estremeció el cuerpo de Starbuck. Temía morir, pero más aún le aterraba exhibir su miedo. Si había de morir, prefería una muerte romántica con Sally a su lado. Intentó recordar la dulzura de aquella noche sacudida por los truenos en que la tuvo en sus brazos y, como dos niños, habían mirado los relámpagos que desgarraban el cielo. ¿Cómo una noche podía cambiar tanto a un hombre? Dios bendito, pensó Starbuck, aquella noche había sido como nacer de nuevo, y aquélla era la herejía más malvada que podía imaginar, pero no había ninguna otra descripción que se ajustara más exactamente a lo que había sentido. Fue transportado de la duda a la certidumbre, de la aflicción al gozo, de la desesperación a la gloria. Fue la conversión mágica que predicaba su padre y por la que Nate había rezado tan a menudo, una conversión que por fin había experimentado, sólo que fue la conversión al diablo lo que inundó su alma de serenidad, y no la gracia del Salvador lo que le cambió.

—¿Me estás escuchando, Nate? —Adam sin duda le había hablado, pero infructuosamente—. Padre está allí. Nos hace señas de que vayamos.

—Desde luego.

Starbuck siguió a Adam hasta el flanco derecho de la Legión, ocupado por la compañía A, donde el coronel había dado por finalizada su inspección.

—Antes de ir a hablar con Beauregard —dijo Faulconer dubitativo, como inseguro de sí mismo—, me parece conveniente llevar a cabo un reconocimiento en esa dirección. —Señaló al norte, bastante más allá de las posiciones ocupadas por el flanco izquierdo del ejército. La voz del coronel sonaba como la de un hombre que intentara convencerse a sí mismo de que era un militar auténtico en un campo de batalla real—. ¿Os gustaría venir? Quiero asegurarme de que Evans está equivocado. No vale la pena que nos quedemos aquí si no hay yanquis en esos bosques. ¿Te apetece un galope, Nate?

Starbuck pensó que el coronel debía de estar de mejor humor de lo que parecía, si le llamaba Nate en lugar del más distante Starbuck.

—Me gustaría, señor.

—Vamos entonces. Tú también, Adam.

Padre e hijo cabalgaron delante de Starbuck colina abajo, hasta el lugar en que se alzaba una casa de piedra a la sombra de los árboles, junto a un cruce de caminos. Dos piezas de artillería avanzaban por el camino del portazgo en dirección este, entre crujidos y chirridos, tiradas por caballos cansados. El coronel pasó al galope entre las dos piezas y luego, en el cruce, tomó el camino que llevaba al norte. La ruta ascendía por una larga loma entre pastos umbríos, hasta culminar en una cresta arbolada en la que el coronel detuvo su montura.

Faulconer sacó de su funda de cuero un catalejo plegable, lo extendió y lo apuntó al norte en dirección a una altura lejana coronada por una sencilla iglesia de madera. Nada agitaba las sombras sosegadas de aquella colina distante, y tampoco ningún otro sector de aquel amable panorama. A lo lejos se divisaba una granja pintada de blanco rodeada de un follaje denso, y ningún movimiento de tropas enturbiaba aquella escena bucólica. El coronel miró larga y atentamente en dirección a la lejana iglesia de la colina, y luego plegó su catalejo.

—Según el mapa de aquel tarugo de Evans, aquello es la iglesia de Sudley. Por ahí abajo hay varios vados, y ningún yanqui a la vista. Excepto tú, Nate.

Starbuck se tomó las últimas palabras como una broma.

—Soy un virginiano honorario, señor. ¿Recuerda?

—Ya no, Nate —dijo Faulconer con firmeza—. Esto no es un reconocimiento, Nate. Los yanquis no llegarán hasta tan lejos. Por eso te he traído hasta aquí, para decirte adiós.

Starbuck se quedó mirando al coronel, preguntándose si aquello era un chiste retorcido. No lo parecía.

—¿Adiós, señor? —consiguió balbucear.

—Esta no es tu guerra, Nate, y Virginia no es tu país.

—Pero, señor…

—Por eso te envío de vuelta a tu hogar.

El coronel descartó la débil objeción de Starbuck con firme amabilidad, en el tono en que podría haber hablado a un perrillo faldero que ya no le divertía y al que se disponía a despachar con un tiro en la cabeza.

—No tengo hogar.

Starbuck intentó que sus palabras sonaran desafiantes, pero el resultado se pareció más a un quejido patético.

—Claro que lo tienes, Nate. Escribí a tu padre hace seis semanas y ha tenido la bondad de responderme. Su carta me fue entregada bajo bandera de tregua la semana pasada. Aquí está.

El coronel extrajo un papel plegado de una bolsa que llevaba a la cintura y lo tendió a Starbuck.

Starbuck no se movió.

—Tómalo, Nate —urgió Adam a su amigo.

—¿Tú sabías esto? —se revolvió Starbuck contra Adam, temiendo la traición de su amigo.

—Se lo he dicho a Adam esta mañana —intervino el coronel—. Pero ha sido obra mía, no de Adam.

—¡Pero usted no lo entiende, señor! —suplicó Starbuck al coronel.

—¡Sí lo entiendo, Nate! ¡Sí! —El coronel Faulconer sonrió, condescendiente—. Eres un joven impetuoso, y no hay nada de malo en eso. Yo también he sido impulsivo, pero no puedo permitir que tus ímpetus juveniles te arrastren a la rebelión. No lo haré, por mi alma que no lo haré. Un hombre no debe luchar contra su propio país por culpa de un error de juventud. De modo que he decidido yo tu destino. —El coronel hablaba con una gran firmeza, y de nuevo tendió la carta a Starbuck que, en esta ocasión, se sintió obligado a tomarla—. Tu hermano James está con el ejército de McDowell —siguió diciendo el coronel—, y ha incluido un salvoconducto que te permitirá cruzar con toda seguridad las líneas nordistas. Una vez hayas pasado las patrullas, busca a tu hermano. Me temo que tendrás que devolverme la espada y la pistola, pero puedes quedarte a Pocahontas. Y la silla de montar. Es una silla cara, Nate.

Añadió las últimas palabras como si fueran un aliciente que pudiera reconciliar a Starbuck con su inesperado destino.

—Pero, señor… —Starbuck intentó razonar de nuevo su protesta, y esta vez había lágrimas en sus ojos. Se sintió avergonzado por aquellas lágrimas e intentó secarlas, pero una de ellas tembló un instante en su ojo derecho y resbaló por su mejilla—. ¡Señor! He dedicado todo este tiempo… ¡Quiero quedarme a su lado! Quiero luchar con la Legión.

Faulconer sonrió.

—Es muy amable por tu parte, Nate, realmente muy amable. Me conmueve que pienses así, lo digo de verdad. Pero no. Esta no es tu guerra.

—Puede que en el Norte piensen de otra forma.

Starbuck intentó ahora mostrarse desafiante y sugerir que el coronel podía crearse un enemigo peligroso al echarlo de su lado.

—Lo pensarán, Nate, lo pensarán sin duda. Y si te ves forzado a luchar contra nosotros, rezaré para que vivas y puedas reunirte después con tus amigos de Virginia. ¿No es así, Adam?

—Así es, en efecto, padre —dijo Adam con calor, y tendió su mano a Starbuck para que la estrechara.

Starbuck no respondió. Lo que le ofendía de aquel insulto no era verse expulsado de la Legión Faulconer, sino que el coronel tuviera una opinión tan mala de él, y por eso intentó explicarle sus florecientes esperanzas de llegar a ser un buen soldado.

—Creo seriamente, señor, que puedo llegar a hacer carrera como militar. Deseo serle útil. Quiero agradecerle su hospitalidad, su amabilidad, mostrándole lo que soy capaz de hacer.

—¡Nate! ¡Nate! —le interrumpió el coronel—. Tú no eres un militar. Eres un estudiante de teología que cayó en una trampa. ¿Es que no lo ves? Pero tu familia y tus amigos no van a dejar que eches a perder tu vida por culpa de una mujer fácil. Has recibido una dura lección, pero ahora es tiempo de que vuelvas a Boston y aceptes el perdón de tus padres. ¡Y te labres un nuevo futuro! Tu padre declara que debes abandonar las esperanzas de llegar a ser ministro, pero tiene otros planes para ti, y hagas lo que hagas, Nate, estoy seguro de que lo harás bien.

—Yo estoy seguro de ello, Nate —dijo Adam con calor.

—Déjeme quedarme tan sólo un día más, señor —suplicó Starbuck.

—No, Nate, ni siquiera una hora. No debes entrar en combate. No puedo convertirte en traidor a los ojos de tu familia. No sería actuar como un cristiano. —El coronel se inclinó hacia Starbuck—. Desabrocha el cinto de tu espada, Nate.

Starbuck obedeció. En todo lo que había intentado, pensó, había fracasado. Ahora, con su carrera militar arruinada antes de empezar, desabrochó con torpeza la espada, liberó la pesada pistola de su raída funda de cuero y tendió ambas armas a su legítimo propietario.

—Me gustaría que lo reconsiderara, señor.

—He sopesado este asunto con el mayor cuidado, Nate —dijo impaciente el coronel, y añadió, en un tono menos irritado—: Eres un hombre de Boston, un hombre de Massachusetts, y eso te hace distinto de nosotros los sureños. Tu destino no está aquí, Nate, sino en el Norte. Sin duda serás un gran hombre algún día. Eres listo, puede que demasiado listo, y no te conviene desperdiciar tu inteligencia en la guerra. De modo que vuelve a Massachusetts y sigue el destino que tu padre ha labrado para ti.

Starbuck no supo qué decir. Se sentía menospreciado. Deseaba con desesperación hacerse con el control de su propia vida, pero siempre había necesitado el dinero de alguna otra persona para sobrevivir: primero el de su padre, luego el de Dominique, y ahora el del coronel Faulconer. Adam Faulconer dependía de la familia tanto como Starbuck, pero Adam encajaba en su sociedad con una soltura probada, mientras que Starbuck siempre se había sentido torpe y fuera de lugar. Aborrecía ser joven, pero el abismo existente entre la juventud y la edad adulta le parecía demasiado profundo para intentar salvarlo, salvo que en las últimas semanas había pensado que podría llegar a ser un buen soldado y labrarse de ese modo un futuro independiente.

El coronel empujó hacia adelante la cabeza de Pocahontas.

—Por aquí no hay tropas del Norte, Nate. Sigue el camino hasta llegar a los vados más próximos a aquella iglesia, cruza el río y sigue marchando hacia el sol naciente. No encontrarás yanquis durante un buen trecho, y podrás acercarte a ellos desde su retaguardia, por lo que no correrás peligro de que te dispare algún centinela nervioso. Y quítate esa guerrera, Nate.

—¿Debo hacerlo?

—Claro que debes. ¿Quieres que el enemigo piense que eres un sudista? ¿Quieres que te maten por nada? Quítatela, Nate.

Starbuck se despojó de su guerrera gris con el solitario galón metálico que lo identificaba como subteniente. En realidad, nunca se había sentido un oficial, ni siquiera un modesto subteniente, pero sin su guerrera no era sino un fracasado al que enviaban a su casa con el rabo entre las piernas.

—¿Dónde va a librarse la batalla, señor? —preguntó con una vocecita de niño pequeño.

—Lejos, lejos en esa dirección. —El coronel señaló hacia el este, donde el sol despuntaba por fin en el horizonte con su brillo incandescente como el de un horno. Era allí, en la posición del flanco derecho confederado, donde Washington Faulconer esperaba unirse al ataque que aplastaría a los yanquis—. Aquí no va a pasar nada —dijo Faulconer—, y por ese motivo han colocado a ese truhán inútil de Evans en este flanco.

—¿Me permite que le desee buena suerte, señor? —preguntó Starbuck en tono muy formal, mientras tendía la mano.

—Gracias, Nate. —El coronel consiguió parecer agradecido a aquellos buenos deseos—. ¿Tendrás la amabilidad de aceptar este último detalle?

Le tendió una pequeña bolsa de tela, pero Starbuck se sintió incapaz de aceptar el regalo. Necesitaba desesperadamente el dinero, pero era demasiado orgulloso para aceptarlo.

—Me las arreglaré, señor.

—¡Tú lo sabrás mejor!

El coronel sonrió y retiró la bolsa.

—Y Dios te bendiga, Nate —dijo Adam Faulconer con énfasis a su amigo—. Cuidaré de tus pertenencias y te las enviaré cuando haya acabado la guerra. Antes de fin de año, con toda seguridad. ¿A la casa de tu padre?

—Sí, supongo que sí.

Starbuck estrechó la mano de su mejor amigo, hizo volver la cabeza a su caballo y hundió las espuelas en su flanco. Se fue tan deprisa que los Faulconers no llegaron a ver sus lágrimas.

—Se lo ha tomado mal —dijo el coronel Faulconer cuando Starbuck estuvo fuera del alcance de su voz—, ¡condenadamente mal! —Faulconer parecía asombrado—. ¿De verdad creía que iba a tener éxito como militar?

—Es lo que me ha dicho esta misma mañana, ¡y por dos veces!

El coronel Faulconer sacudió la cabeza con tristeza.

—Es un norteño, y en tiempos como éstos uno confía en los suyos, no en extraños. Quién sabe en dónde se sitúan en realidad sus lealtades.

—Con nosotros —dijo Adam con tristeza, mientras veía a Nate alejarse al trote largo colina abajo, hacia los bosques que rodeaban la iglesia—. Y es un hombre honesto, padre.

—Desearía compartir tu confianza en él. No puedo probar que Nate hiciera mangas y capirotes con nuestro dinero, Adam, pero me siento más tranquilo sin él. Sé que es tu amigo, pero no le hacíamos ningún favor reteniéndolo lejos de los suyos, de su casa.

—De eso estoy convencido —dijo Adam reverente, porque creía sinceramente que Starbuck tenía que hacer las paces con su familia.

—Esperaba mucho de él —dijo el coronel en tono sentencioso—, pero esos hijos de predicador son todos iguales. En cuanto ven abierta la puerta del aprisco, tiran al monte. Caen en todos los pecados que sus padres no quisieron o no pudieron o no se atrevieron a cometer. Es como si te llevan delante de una pastelería y te dicen que no comas jamás pasteles, de modo que no me extraña que caigan de hocicos en el momento mismo en que se sienten libres. —Faulconer encendió un cigarro y exhaló una bocanada de humo hacia el alba—. Lo cierto de todo este asunto, Adam, es que la sangre cuenta, y me temo que por las venas de tu amigo corre una sangre poco fiable. No pasará la prueba, esa familia nunca lo ha hecho. ¿De dónde proceden los Starbucks? ¿Cuáqueros de Nantucket?

—Eso tengo entendido, sí —dijo Adam en tono reservado. Le disgustaba lo que acababan de hacer, a pesar de estar convencido de que era lo mejor para su amigo.

—Y el padre de Nate abandonó a los cuáqueros para ser calvinista, y ahora Nate huye de los calvinistas para ser, ¿qué? ¿Un sudista? —El coronel soltó una carcajada—. No habría funcionado, Adam, sencillamente no habría funcionado. ¡Señor, si incluso esa zorra de la compañía del Tío Tom le dio con la puerta en las narices! Es demasiado inestable. Completamente inestable, y los buenos militares han de ser gente firme. —El coronel tomó las riendas—. ¡El sol ya ha salido! ¡Es hora de soltar a los perros!

Dio media vuelta y dirigió su caballo hacia el sur, al lugar donde el ejército confederado se preparaba para la batalla, a orillas de un modesto río llamado Bull Run, situado unos cuarenta kilómetros al oeste de Washington D.C., próximo al pueblo de Manassas Junction en el Estado soberano de Virginia, el cual había formado parte de los Estados Unidos de América, que ahora eran dos naciones divididas y dispuestas a iniciar una guerra entre ellas.

* * *

Starbuck descendió al galope la larga pendiente hasta los bosques, y allí se salió del camino de tierra y se adentró en la espesura. Tiró con demasiada fuerza de las riendas para girar y Pocahontas protestó dolorida antes de disminuir el paso hasta detenerse. «No me importa, que te zurzan», gruñó Starbuck a la yegua, y luego sacó de un tirón el pie derecho del estribo y se apeó de la silla. Un pájaro le chilló desde el sotobosque. No supo identificarlo. Podía reconocer a los jilgueros, los arrendajos, los carboneros y las gaviotas. Eso era todo. Pensaba que reconocería a un águila si la veía, pero cuando en Faulconer Court House comentó que había visto una, los hombres de la compañía C se rieron de él. No era un águila, le dijeron, sino un esparvero chico. Hasta un tonto lo sabía, pero no el subteniente Starbuck. Cristo, pensó, era un fracasado en todo.

Anudó las riendas del caballo en una rama baja, se apoyó en el tronco de un árbol y se deslizó hasta quedar sentado en la hierba. Una chicharra empezó a cantar cuando sacó los arrugados papeles del bolsillo. El sol naciente inundaba de luz las copas de los árboles, y a través de las hojas se filtraba un esplendor verde. Starbuck tenía miedo de leer la carta, pero sabía que habría de afrontar antes o después la ira de su padre, y era preferible hacerlo sobre el papel que en el estudio de Boston rancio y abarrotado de libros en el que el reverendo Elial colgaba sus bastones como otros hombres cuelgan sus cañas de pescar o sus espadas. «Asegúrate de que tu pecado te encuentre ausente». Ese era el texto favorito del reverendo Elial, la cantilena de la infancia de Starbuck y la música de fondo constante de sus frecuentes zurras con los bastones que guardaba colgados de un gancho. Starbuck desplegó las hojas de papel grueso.

Del reverendo Elial Starbuck al coronel Washington

Faulconer, de Faulconer County, Virginia.

Querido señor:

Acuso recibo de su atenta del 14, y mi esposa se une a mí en la apreciación cristiana de los sentimientos expresados en ella. No puedo ocultar a nadie, y a mí mismo menos aún, mi profunda decepción respecto de Nathaniel. Es un joven que ha gozado de los más inestimables privilegios: criado en una familia cristiana, acogido en una sociedad creyente y educado sin regatear cuantos esfuerzos estaban a nuestro alcance. Dios le ha concedido una aguda inteligencia y el afecto de una familia íntimamente unida, y durante largos años mi piadoso deseo ha sido que Nathaniel siguiera mis pasos en el ministerio de la palabra de Dios, pero, ay, por el contrario, ha decidido seguir la senda de la iniquidad. No soy insensible a los apasionados sentimientos de la juventud, pero ¡abandonarlos estudios por una mujer! ¡Y descender al comportamiento de un ladrón! Es suficiente para partir el corazón de un padre, y el dolor que ha infligido Nathaniel a su madre sólo lo supera, estoy seguro, la tristeza que ha provocado en Nuestro Señor y Salvador.

Pero no ignoramos nuestro deber de cristianos respecto de los remordimientos de un pecador y si, como usted sugiere, Nathaniel está dispuesto a una confesión completa de sus pecados en el espíritu de un humilde y genuino arrepentimiento, nosotros no seremos un obstáculo interpuesto en el camino de su redención. Si bien nunca podrá esperar recuperar por entero el tierno afecto que antes nos unía a él, y tampoco podrá tenerse por digno de un puesto en el ministerio de Dios. He entregado a ese hombre, Trabell, la suma que él le robó, pero ahora insisto en que Nathaniel me pague a mí su deuda hasta el último céntimo, para lo cual habrá de ganarse el pan con el sudor de su trabajo. Le hemos buscado un empleo en el bufete de abogado del primo de mi esposa, en Salem, y allí, Dios mediante, Nathaniel podrá corresponder a la liberalidad de nuestro perdón con una atención diligente a sus nuevas responsabilidades.

El hermano mayor de Nathaniel, James, un buen hombre y buen cristiano, está ahora en nuestro ejército, atento a su triste deber, y Dios mediante buscará la forma de que esta misiva llegue sin tropiezo a sus manos. Dudo que usted y yo podamos ponernos de acuerdo respecto de los trágicos acontecimientos que afligen actualmente a nuestra nación, pero sé de cierto que le une a mí la confianza plena en el Dispensador de todos los bienes, en cuyo Santo Nombre llegaremos algún día, y para ello rezo continuamente, a soslayar un conflicto fratricida y traer a nuestra infeliz nación una paz justa y honorable.

Le reitero mi agradecimiento por sus múltiples bondades para con mi hijo, y ruego con fervor porque esté usted en lo cierto al describir su disposición a solicitar el perdón de Dios. Ruego también por todos nuestros hijos, para que sus vidas sean preservadas en estos tiempos infaustos.

Respetuosamente suyo,

el Reverendo Elial Joseph Starbuck.

Boston, Mass. Jueves 20 de junio de 1861

Post scriptum: Mi hijo, el capitán James Starbuck, del ejército de los Estados Unidos, me asegura que incluirá un «pase» que permitirá a Nathaniel cruzar las líneas de nuestras tropas.

Starbuck desplegó el salvoconducto incluido, que rezaba así:

Permítase al Portador Libre Ingreso en las Líneas del Ejército de los Estados Unidos,

autorizado por el abajo firmante,

Capitán James Elial MacPhail Starbuck,

Sous-adjutant del Brigadier General Irvin McDowell.

A Starbuck le hizo sonreír la pomposa rúbrica de la firma de su hermano. ¿De modo que James se había convertido en un oficial de Estado Mayor del comandante del ejército nordista? Bien por James, pensó Starbuck, y luego pensó que en realidad no le sorprendía en absoluto, porque su hermano era tan ambicioso como diligente, buen abogado y cristiano sincero; en realidad, James era todo lo que su padre deseaba que fueran todos sus hijos, y en cambio ¿qué era Starbuck? Un rebelde expulsado del ejército rebelde. Un hombre que se enamoraba perdidamente de la primera puta con la que se cruzaba. Un fracaso.

Dejó las dos hojas de papel sobre la hierba. En alguna parte, muy lejana, sonó una ráfaga de mosquetería, pero el ruido quedó ahogado por la calidez de la atmósfera que le rodeaba y le pareció imposiblemente remoto al ex subteniente Nathaniel Starbuck. ¿Qué le depararía ahora la vida?, se preguntó. Al parecer, no iba a ser ministro de la palabra de Dios y tampoco militar, sino pasante de abogado en el bufete del primo Harrison MacPhail de Salem, Massachusetts. Oh, Dios querido, pensó Starbuck, ¿iba a caer bajo la tutela de aquel seco, mezquino y despiadado baluarte de la rectitud moral? ¿A ese triste destino se vería abocado un hombre por haberse mostrado demasiado sensible al susurro de unas enaguas ilegítimas?

Se puso en pie, desató las riendas de Pocahontas y caminó despacio hacia el norte. Se quitó el sombrero y se abanicó la cara con él. El caballo le seguía mansamente, y sus cascos caían con pesadez sobre el polvo del camino, que descendía suavemente entre bosques sin vallar y pequeños claros herbáceos. La sombra de los árboles acariciaba los prados agostados del verano. Lejos, a su derecha, Starbuck vio una granja pintada de blanco y un gran almiar. La granja parecía deshabitada. Sonó una descarga de fusilería y el ruido se fue desvaneciendo poco a poco en el aire pesado, y Starbuck pensó en lo feliz que había sido en las últimas semanas. Fueron una época saludable pasada al aire libre jugando a los soldados, y ahora todo había acabado. Se abatió sobre él una oleada de autocompasión. Era un hombre sin amigos, un indeseable, un inútil; una víctima, igual que Sally, y recordó su promesa de matar a Ridley. Cuántos sueños estúpidos, pensó, cuántos sueños estúpidos.

El camino ascendía entre más bosques… y luego bajaba hacia una línea férrea inacabada al otro lado de la cual estaban los dos vados de Sudley. Montó a Pocahontas y cruzó el brazo más estrecho, levantó la vista hacia la iglesia blanca que coronaba la colina, y giró hacia el este para cruzar el Bull Run, más ancho y profundo. Dejó que el caballo bebiera. El agua corría veloz entre los guijarros redondeados. El sol le daba directamente en los ojos, enorme, brillante, cegador, como el fuego de Ezequiel que había de fundir los metales en el horno.

Espoleó al caballo para salir del río, cruzó unos pastos y entró de nuevo en la sombra agradable del bosque. Acortó allí el paso, como una rebelión instintiva contra la vida decente que describía la carta de su padre. ¡No tomaría ese camino, no lo haría! En su lugar, decidió Starbuck, se enrolaría en el ejército nordista, como soldado raso en algún regimiento de extranjeros. Pensó en la promesa hecha a Sally, matar a Ethan, y lamentó no poder cumplirla, pero luego imaginó que se encontraba frente a Ridley en la batalla y lo clavaba en el suelo con la punta de su bayoneta. Siguió cabalgando despacio, imaginándose a sí mismo como un soldado del Norte que luchaba por su propio pueblo.

El estruendo de la mosquetería había cambiado de un modo sutil. Aquel ruido se había desvanecido en el bochorno del verano, pero ahora volvía a oírse más fuerte, más rítmico, más preciso. No prestó atención a aquel cambio, inmerso como estaba en la autocompasión, pero al tomar un recodo del camino, vio que el nuevo ruido no era de mosquetería, sino de hachas,

Hachas de soldados.

Starbuck detuvo su caballo y se quedó mirando. Los hombres de las hachas estaban a unos cien pasos de distancia. Iban desnudos hasta la cintura, y el sol arrancaba destellos brillantes de las hojas de sus hachas que hacían saltar astillas de madera a cada poderoso golpe. Estaban delante de una enorme barricada de árboles caídos que bloqueaba por completo el estrecho camino. La mitad de los caminos de Virginia del Norte habían sido obstruidos con barricadas parecidas por los patriotas, para impedir la invasión nordista, y por un momento Starbuck supuso que acababa de tropezar con paisanos del lugar que colocaban otro obstáculo del mismo tipo, pero luego se preguntó por qué quienes construían una barricada la atacaban con hachas. Y detrás de los leñadores había parejas de caballos equipados con arneses provistos de cadenas para arrastrar los troncos de los árboles derribados fuera del camino; y detrás de los caballos, oculta a medias en las sombras de la espesura, había una multitud de hombres uniformados de azul, por encima de los cuales sobresalía una bandera que quedó iluminada de pronto por un rayo del sol en ascenso. Era la bandera de las barras y las estrellas, y Starbuck se dio cuenta con un sobresalto de que había yanquis, nordistas, en un camino en el que se suponía que no tenía que haber ningún nordista, y que no era simplemente un grupo pequeño, una patrulla, sino todo un regimiento de soldados de uniforme que esperaban pacientemente a que sus batidores despejaran el estrecho camino.

—¡Eh, tú! —gritó a Starbuck un hombre con galones de oficial desde el otro lado de la barricada medio desmantelada—. ¡Quieto ahí! ¡Quieto! ¿Me oyes?

Starbuck seguía como un bobo con la boca abierta, pero lo cierto es que se dio perfecta cuenta de todo lo que estaba ocurriendo. Los nordistas habían engañado al Sur. Su plan no consistía en avanzar prosaicamente en dirección a Manassas Junction, ni en esperar a que los sudistas atacaran su flanco izquierdo, sino en atacar desde allí el indefenso flanco izquierdo confederado, para luego penetrar profundamente en las tripas del ejército secesionista y romper, desgarrar, destrozarlo todo hasta que el último vestigio de la rebelión del Sur pereciera en el torbellino de horror de un sangriento día de Sabbath. Era, y Starbuck lo captó al instante, la versión del brigadier general McDowell de las Termopilas, el rodeo por sorpresa que daría a los yanquis persas la victoria sobre los confederados griegos.

Y Starbuck, al comprender todo aquello, comprendió también que ya no necesitaba convertirse en soldado nordista ni romper su promesa a una puta del Sur. Estaba salvado.