El día de la Independencia amaneció despejado. Prometía ser caluroso, pero soplaba una bendita brisa de las montañas, y las únicas nubes eran delgadas y muy altas, y pronto desaparecieron.
Por la mañana, la Legión limpió sus uniformes. Se utilizaron cepillos de alambre, pega para botones, betún y jabón hasta que las guerreras y los pantalones de lana, las botas y los correajes de cuero estuvieron tan impolutos y relucientes como podía conseguirse con un honesto esfuerzo. Se embetunaron las cartucheras, se frotaron las cantimploras y se adecentaron las mochilas, y se intentó alisar los fondos y las viseras de cuero y cartón de las gorras de faena. Se abrillantaron las hebillas de los cinturones y las insignias de los sombreros, y luego se aceitaron las culatas de madera de avellano de los rifles hasta hacerlas brillar. A las once en punto, previendo que las muchachas estarían ya empezando a reunirse en los campos de Seven Springs, las compañías formaron con el uniforme y el equipo completo. Los cincuenta jinetes compusieron una undécima compañía que formó delante de las demás, mientras que los dos cañones, después de ser levantados de los surcos que sus ruedas habían dejado en la hierba crecida y fijados a sus cureñas, desfilaron con la banda del regimiento a la cola de la Legión.
El coronel esperaba en Seven Springs, y había dejado al mayor Pelham temporalmente al mando. A las once y cinco minutos, Pelham ordenó a la Legión atención, presentar armas, calar bayonetas y luego armas al hombro. Desfilaron ochocientos setenta y dos hombres. No eran todos los efectivos de la Legión, pero los reclutas demasiado bisoños para haber asimilado la instrucción en orden cerrado fueron enviados por delante a Seven Springs, y empleados allí en clavar tiras de bayeta roja a los bancos de la iglesia, tomados en préstamo para el almuerzo comunitario. Se habían alzado dos grandes tiendas de campaña en el extremo sur del prado para ofrecer sombra a los visitantes, y junto a los establos se habilitó una cocina en la que sudorosos marmitones, también secundados por reclutas de la Legión, habían empezado a asar un par de bueyes y seis puercos. Las damas de la ciudad habían aportado ollas de habichuelas, boles de ensalada, bandejas de pasteles de maíz y barriles de orejones. También llegaron banastas repletas de hogazas de pan de maíz y cajas con jamones cocidos, y pavo y venado ahumado. Había buey fiambre con salsa de manzana, pepinillos encurtidos y, para los niños, bandejas de rosquillas espolvoreadas de azúcar. Para los abstemios había limonada y agua fresca de la mejor fuente de Seven Springs, y el resto podía elegir entre barricas de cerveza y de sidra fuerte traídas de la bodega de la taberna de Greeley. También tenían a su disposición vino en la casa, pero pasadas experiencias indicaban que sólo un puñado de invitados se molestaba en elegir una bebida tan refinada. Las provisiones eran generosas y la decoración atractiva, como siempre en Seven Springs para festejar el día de la Independencia, pero este año, en un intento de demostrar que la Confederación era la auténtica heredera del espíritu revolucionario de América, Washington Faulconer se había superado a sí mismo en esplendidez.
A las once y ocho minutos, el sargento mayor Proctor ordenó a la Legión ponerse en marcha y la banda, dirigida por el director August Little, tocó «Dixie» mientras los cincuenta jinetes encabezaban el desfile de la Legión. Los jinetes desfilaron con los sables desenvainados, y las compañías con las bayonetas caladas. La ciudad estaba desierta porque todos sus habitantes se habían trasladado a Seven Springs, pero las tropas dieron un bello espectáculo al saludar la bandera colocada en la fachada del edificio del Juzgado y al desfilar bajo los gallardetes que adornaban las calles, y se contemplaron a sí mismos a su paso por delante de la tienda de legumbres secas de Sparrow, que contaba con un gran escaparate formado por ocho láminas de vidrio traídas de Richmond tan sólo un año antes, lo bastante grandes para servir de espejo gigante en el que las compañías pudieron admirar sus propias efigies tan sólo ligeramente distorsionadas. La marcha era ruidosa, no porque los hombres hablaran, sino porque aún no estaban acostumbrados a marchar cargados con todo su equipo. Las cantimploras chocaban con las tazas de latón que colgaban de las mochilas, y éstas a su vez resonaban al golpear las cartucheras.
Los primeros espectadores esperaban justo delante de las puertas blancas de la finca de Seven Springs. En su mayoría eran niños que, enarbolando banderas de papel de la Confederación, corrieron junto a las tropas que desfilaban por la avenida de los robles, que conducía desde la carretera de Rosskill hasta la puerta principal de Seven Springs. La Legión no desfiló hasta la casa, sino que giró en el lugar en que se había practicado un hueco en el seto que flanqueaba la fila de árboles, y rodeó de ese modo la casa para dirigirse a los prados del sur, por entre una doble fila cada vez más espesa de espectadores que aplaudían la gallardía de los soldados. La caballería, que refrenaba a sus excitadas monturas para obligarles a mantener la formación, proporcionó un espectáculo especialmente vistoso al pasar frente a la tribuna presidida por Washington Faulconer y por un político que hasta la secesión había ocupado un escaño en el Congreso de los Estados Unidos. Acompañaban a Faulconer y al antiguo congresista el reverendo Moss, el juez Bulstrode y el coronel Roland Penycrake, que tenía noventa y siete años de edad y había sido teniente en el ejército de George Washington, en Yorktown.
—No me importa que se acuerde de Yorktown —comentó Washington Faulconer al capitán Ethan Ridley, que era el ayudante de turno del coronel en el día de la Independencia—, pero preferiría que no nos lo recordara a nosotros tantas veces.
Pero ese día, entre todos los días, habría sido grosero negar a aquel hombre su momento de gloria.
Adam, enfundado en su elegante uniforme, desfilaba al frente de la caballería. El mayor Pelham montaba una yegua dócil a la cabeza de las diez compañías, y el mayor Pecker Bird, cuyo espléndido uniforme había llegado de Richmond para general regocijo de la Legión y disgusto de su cuñado, marchaba a pie delante de la banda. El subteniente Starbuck, al que no se había asignado ningún cometido especial en ese día, desfiló montado en la yegua Pocahontas inmediatamente detrás del mayor Bird, que no hacía el menor esfuerzo por seguir el paso marcado por el redoble del tambor, sino que avanzaba a largas zancadas con la misma tranquilidad con que daba sus cotidianos paseos por el campo.
Una vez en los prados del sur, la caballería, cuya función en ese día era puramente decorativa, dio una vuelta al galope al improvisado campo de maniobras, y desapareció para dejar los caballos en un establo. Los dos cañones fueron desmontados de sus cureñas y colocados a uno y otro lado de la tribuna frente a la cual, para delicia de los casi tres mil espectadores, desfiló la Legión para iniciar las maniobras.
Marcharon en columna de cuatro en fondo, por compañías, y luego se desplegaron en doble línea de batalla. No había espacio suficiente a los lados del campo acotado para desplegar toda la doble línea, pero el sargento Truslow, suboficial de la compañía K, tuvo el buen sentido de retrasar a sus hombres, lo cual deslució en parte el siguiente despliegue, el orgullo de Pelham, consistente en formar un cuadro para rechazar a la caballería enemiga. Al final el cuadro quedó bastante decentemente formado, y sólo un auténtico experto habría notado que una esquina de la formación quedaba un poco desordenada. Los oficiales, todos ellos a caballo excepto el mayor Bird, quedaron encerrados en el centro del cuadro con la banda de música, que tocó una versión melancólica de «Massa in the Cold Cold Ground». Luego la Legión deshizo el cuadro para formar en dos columnas por compañías, y la banda aceleró el ritmo para tocar «Hail Columbia», la multitud vitoreó, el coronel se esponjó, y el capitán Murphy, que se había nombrado a sí mismo jefe de la artillería de la Legión, se adelantó con sus artilleros.
Los dos cañones fueron cargados con pólvora, pero sin bala ni proyectil de ninguna clase. La Legión no disponía aún de los nuevos detonadores de fricción para la ignición de la pólvora, de modo que Murphy utilizó detonadores caseros hechos con tubos de paja rellenos con pólvora de fusil. Los tubos se introdujeron en el oído del arma y se conectaron con la pólvora agujereando las bolsas introducidas en la recámara; luego, a una señal dada por el coronel, y en el momento justo en el que Little, el director de la banda, acabó de interpretar «Hail Columbia», los artilleros aplicaron la llama de unos fósforos a los detonadores.
Hubo dos gloriosas explosiones, dos llamaradas, dos nubes ardientes de humo de un blanco grisáceo, y una bandada de pájaros asustados voló de las ramas de los árboles situados detrás de la tribuna. Los espectadores quedaron satisfactoriamente impresionados.
A los disparos de los cañones sucedieron los discursos. Por suerte, el del coronel Penycrake fue breve, porque al anciano le faltaba el aliento; luego el antiguo congresista se enredó en una casi interminable perorata, y finalmente Washington Faulconer pronunció un discurso elegante e ingenioso en el que primero lamentó la necesidad de la guerra, para luego describir el nido de víboras del Norte, con sus fauces silbantes y sus lenguas agudas y su aliento venenoso que esparcía su nauseabunda ponzoña por la superficie de la tierra.
—¡Pero nosotros los sureños sabemos cómo tratar a las serpientes!
La muchedumbre aplaudió. Incluso los esclavos negros llevados a aquel lugar por sus propietarios para la fiesta anual y relegados a un espacio marginal delimitado por cuerdas, en un rincón alejado de la tribuna, aplaudieron las sentidas palabras del coronel. Con una voz lo bastante potente para ser percibida por toda la asamblea, Faulconer habló de las dos razas que habían surgido en América, razas que, a pesar de venir de un tronco común, se habían ido separando debido al clima, la moral y la religión, y así habían crecido apartadas hasta que ahora, declaró, sus ideas acerca del honor, la verdad y la humanidad eran tan diferentes que ambas no podían convivir bajo el mismo gobierno.
—¡La raza norteña debe seguir su propio camino! —declaró el coronel—, mientras que nosotros, los sureños, que siempre hemos estado en la vanguardia de la lucha de América por la Libertad, la Verdad, la Decencia y el Honor, mantendremos vivo el sueño radiante de los Padres Fundadores. ¡Su espada ha pasado a nosotros!
Desenvainó la hoja reluciente que regaló Lafayette a su abuelo, y la multitud aplaudió la idea de que no los degenerados ciudadanos del Norte, polvorientos y sudorosos por el trabajo en las fábricas, carentes de educación e infestados por el catolicismo romano, sino ellos mismos, eran los auténticos herederos de aquellos grandes revolucionarios virginianos, George Washington, Thomas Jefferson y James Madison.
El coronel concluyó su arenga diciendo que estaba convencido de que la lucha no sería larga. El Norte había bloqueado los puertos del Sur, y el Sur había respondido con la prohibición de exportar algodón, lo que significaba que los grandes molinos de Inglaterra quedarían inevitablemente inactivos, e Inglaterra, recordó al auditorio, moriría sin algodón con que alimentar sus molinos. Si no se levantaba el bloqueo en pocas semanas, la mayor armada del mundo se presentaría ante las costas de la Confederación, y los yanquis habrían de volverse a sus puertos como las serpientes a sus nidos. Pero el Sur no debía mirar hacia Europa, se apresuró a añadir Faulconer, no necesitaba mirar hacia Europa, porque los guerreros del Sur expulsarían a los yanquis del suelo sureño sin la ayuda europea. Pronto, dijo el coronel, los yanquis lamentarán su temeridad, porque los obligaremos a huir de aquí con todo el equipo y a la carrera, llorando y gimiendo. A la multitud le gustó aquello.
La guerra acabaría en pocas semanas, prometió el coronel, y todos los hombres que contribuyeran a alcanzar la victoria serían honrados en la nueva Confederación, cuya bandera ondearía para siempre entre las banderas de las naciones. Ésa fue la señal para que las banderas de la Legión se alzaran y se presentaran. Y, cosa asombrosa, la esposa del coronel se levantó de su lecho del dolor para donar en persona las banderas en la ceremonia.
Miriam Faulconer resultó ser una mujer delgada de cabello negro y tez muy pálida, en cuyo rostro los ojos parecían desmesuradamente grandes. Iba vestida de seda púrpura tan oscura que parecía negra, y se protegía el rostro con un velo oscuro semitransparente prendido del sombrero. Caminaba muy despacio, hasta el punto de que muchos espectadores pensaron que se desvanecería antes de llegar a la tribuna principal. Iba acompañada por su hija y por las seis damas de la localidad que habían sido las principales responsables de coser las dos grandes enseñas de seda espléndidamente orlada que, en adelante, serían las banderas de batalla de la Legión.
La primera era la nueva bandera confederada. Tenía tres anchas bandas horizontales, la superior y la inferior rojas y blanca la del centro, mientras que en el cuadrante superior izquierdo habían sido bordadas sobre un campo azul las siete estrellas blancas que representaban a los siete primeros Estados en escindirse. La segunda bandera era una adaptación del blasón de los Faulconer, y en ella aparecían tres crecientes rojos sobre campo blanco, con el lema de la familia, «Forever Ardent», «por siempre ardientes», bordado en letras de seda negra funérea a lo largo del borde inferior.
La banda de música, al carecer de un himno nacional que poder tocar, guardó silencio a excepción de los tambores, que saludaron con un redoble solemne la presentación de las banderas. Adam, designado jefe de la escuadra de abanderados, se adelantó a recibir las enseñas acompañado por los dos hombres elegidos para llevarlas. Uno era Robert Decker, cuya cara magullada resplandecía de sincero orgullo al adelantarse junto a Adam, y el otro era Joe Redrojo Sparrow, que se hizo cargo de la bandera Faulconer después de que Anna la puso en las manos de su hermano. Adam alisó los pliegues de seda y pasó a su vez el estandarte a Joe Sparrow, que casi sucumbió bajo el considerable peso de la enseña.
Entonces Miriam Faulconer, ayudada por las demás damas, se adelantó con la bandera confederada orlada de amarillo. Por un momento, Adam pareció reacio a recibirla de su madre; tras cogerla, dio un paso atrás y pasó la bandera a Robert Decker, que la levantó orgullosamente en alto.
Los espectadores lanzaron vítores, que se vieron ahogados en cierto desánimo cuando la multitud se dio cuenta de que el reverendo Moss, que había esperado pacientemente ese momento durante todo el día, comenzaba el sermón de la bendición. Fue un sermón tan largo que algunos espectadores creyeron que Joe Sparrow se derrumbaría sin remedio antes de que concluyera la ceremonia. Peor aún, el olor de la carne asada resultaba cada vez más tentador, y sin embargo Moss insistía en llamar la atención del Todopoderoso hacia la Legión, sus dos banderas, sus oficiales, y hacia el enemigo, que Moss rezó porque fuera aplastado por el poderoso empuje de aquellos hombres. Podía haber seguido así hasta la eternidad de no haber hecho una pausa para recuperar el aliento, pausa que dio pie al viejo coronel Penycrake a intervenir con un «Amén» en voz sorprendentemente fuerte, coreado con tanto entusiasmo por la muchedumbre que Moss se vio obligado a suprimir el resto de su prédica. El coronel, incapaz de dejar pasar la ocasión sin decir la última palabra, gritó que la Legión volvería a casa con las banderas desplegadas tan pronto como los yanquis fueran rotundamente derrotados.
—¡Y no tardaremos en verlo! ¡Por éstas que no!
Y la multitud le vitoreó, e incluso los criados negros del coronel le aplaudieron mientras la banda entonaba los primeros compases de «Dixie».
Luego el coronel desfiló con las banderas delante de la Legión, dejando que todos los hombres vieran de cerca las dos enseñas, y luego, como ya eran casi las dos y uno de los bueyes olía más a ofrenda incinerada que a comida, el juez Bulstrode pronunció el Juramento de Lealtad a la Confederación, que los hombres prestaron con voces altas y confiadas, y luego, cumplida así su promesa al país recién nacido, dieron tres hurras al coronel y a su esposa y, concluidos los hurras, se dio a los legionarios la orden de romper filas, juntar las armas en pabellones y dejar las mochilas, de modo que quedaron libres para ir a buscar su merecido almuerzo.
Adam condujo a Starbuck a la tienda abierta reservada a los invitados de honor.
—Tienes que conocer a mi madre.
—¿De verdad tengo que hacerlo?
La pálida Miriam Faulconer tenía un aspecto formidable envuelta en su vestido oscuro.
—¡Pues claro que sí!
Adam se detuvo a saludar a la anciana hermana mayor del mayor Pelham, una solterona alta y de porte lleno de dignidad cuyas ropas descoloridas revelaban su esfuerzo ímprobo por guardar las apariencias; luego Starbuck y él se llevaron la mano a los sombreros en honor de la esposa del antiguo congresista, que se quejó de lo mucho que lamentaba abandonar la sofisticada sociedad de Washington por la vida más hogareña de los alrededores de Richmond, y por fin Adam consiguió llevar a su amigo hasta el lugar de la tienda en el que reinaba su madre, en medio de una corte de damas de compañía. Miriam Faulconer había sido entronizada en una silla con brazos de respaldo alto, traída para ella de la casa, y la pálida y tímida Anna, sentada a su lado en una silla mucho más pequeña, refrescaba el rostro de su madre con un abanico de filigrana de marfil.
—Madre —dijo Adam con orgullo—, éste es mi amigo Nate Starbuck.
Los grandes ojos, tan extrañamente luminosos bajo las sombras profundas del sombrero de púrpura oscura, se alzaron hacia Starbuck. Este calculó que la madre de Adam debía de tener por lo menos cuarenta años, pero, para asombro de Starbuck, apenas parecía tener más de veinte. Su piel era tan suave, blanca y clara como la de una niña, la boca ancha y llena, y los ojos misteriosamente tristes. El tacto de su mano enguantada le resultó a Starbuck tan leve como el de un pajarillo.
—Señor Starbuck —dijo en voz muy baja y anhelosa—. Es usted bienvenido.
—Gracias, señora. Es para mí un honor.
—¿Conocerme? No lo creo. Soy una persona de lo más insignificante. ¿No soy insignificante, Anna?
—Claro que no, mamá. Eres la persona más significante aquí.
—No te oigo, Anna, habla más alto.
—¡Digo que eres significante, madre!
—¡No grites! —Miriam Faulconer dio un respingo para apartarse de la voz casi inaudible de su hija, y volvió de nuevo su mirada a Starbuck—. Me veo afligida por la mala salud, señor Starbuck.
—Siento mucho oírlo, señora.
—No tan cerca, Anna.
La señora Faulconer hizo el gesto de apartar el abanico de su mejilla, y luego retiró el velo que colgaba del ala de su sombrero. Su aspecto, pensó Starbuck con un sentimiento de culpabilidad, era muy hermoso y muy vulnerable. No era de extrañar que el joven Washington Faulconer se hubiera enamorado de esa chica de pueblo, hija del jefe de correos de Rosskill, y se casara con ella a pesar de la oposición de sus padres. Era una cosa rara, frágil y encantadora, más rara aún cuando Starbuck intentó imaginarla como Miriam Bird, hermana del puntilloso Thaddeus.
—¿Le gusta a usted Virginia, señor Starbuck? —preguntó Miriam Faulconer con su voz baja y fatigada.
—Sí señora, mucho. Su marido ha sido muy amable conmigo.
—He olvidado lo amable que puede ser Washington —dijo Miriam Faulconer en voz baja, tan baja que Starbuck se vio forzado a inclinarse para oír su vocecita. El aire remansado del interior de la tienda de campaña olía a hierba recién segada, a agua de colonia y a alcanfor, y este último aroma, supuso Starbuck, ascendía de los pliegues tiesos del vestido púrpura de Miriam Faulconer, que debía de haber sido sumergido en el líquido para repeler a los insectos. Al estar tan incómodamente próximo a la señora Faulconer, Starbuck se maravilló de que alguien pudiera tener la piel tan blanca y suave. Como la de un cadáver, pensó.
—Adam me ha dicho que es usted un muy buen amigo suyo —dijo el cadáver en voz muy baja.
—Me siento orgulloso al oírlo, señora.
—¿Cree usted que es más importante la amistad que el deber filial? —En la pregunta había una intención sutilmente agresiva, como el zarpazo repentino de un gato juguetón.
—No me siento competente para juzgarlo —dijo Starbuck, cortésmente a la defensiva.
—Más cerca, Anna, más cerca. ¿Quieres que me muera de calor? —Miriam Faulconer se pasó la lengua por los labios exangües, con sus grandes ojos fijos aún en Starbuck—. ¿Ha pensado alguna vez en la angustia de una madre, señor Starbuck?
—Es un tema que mi propia madre gusta de recordarme continuamente, señora.
Starbuck había contestado con otro zarpazo disimulado. Miriam Faulconer se limitó a seguir mirándolo sin parpadear, como si sopesara a Starbuck y no acabara de gustarle lo que veía.
—No tan cerca, Anna, vas a arañarme.
Miriam Faulconer apartó una vez más el abanico de su hija apenas un par de centímetros. Llevaba un anillo con una piedra negra en uno de sus dedos delgados, curiosamente por fuera del guante de encaje negro. Colgaba de su cuello un collar de perlas negras, y un broche de azabache tallado estaba sujeto a los pesados pliegues de su vestido de seda púrpura.
—Tengo entendido —dijo Miriam Faulconer a Starbuck con una inequívoca nota de disgusto en la voz— que es usted un aventurero.
—¿Tan malo es serlo, señora?
—Por lo general es algo propio de gente egoísta.
—Madre… —intervino Adam.
—Cállate, Adam, no he pedido tu opinión. Más cerca, Anna, acerca más ese abanico. Los aventureros no son personas de fiar, señor Starbuck.
—Estoy seguro, señora, de que ha habido muchos grandes hombres fiables que no han hecho ascos a la aventura. Nuestros propios Padres Fundadores, por ejemplo.
Miriam Faulconer ignoró las palabras de Starbuck.
—Le haré responsable de la seguridad de mi hijo, señor Starbuck.
—Madre, por favor… —Adam intentó intervenir de nuevo.
—Si necesito tu opinión, Adam, puedes estar seguro de que te la pediré, pero hasta entonces ten la bondad de estar callado. —Las garras eran bien visibles ahora, relucientes y afiladas—. No quiero, señor Starbuck, que arrastre usted a mi hijo a dichas aventuras. Me habría hecho feliz que siguiera su vocación pacífica en el Norte, pero al parecer el partido de los beligerantes ha acabado por convencerle. Ese partido, creo, le incluye a usted, y no se lo agradezco. De modo que puede estar seguro, señor Starbuck, de que les haré a usted y a mi marido responsables conjuntos de la seguridad de mi hijo.
—Me siento honrado por su confianza, señora.
Al principio Starbuck había juzgado a aquella mujer como una belleza vulnerable y digna de compasión; ahora la consideraba una bruja rabiosa.
—Encantada de haberle conocido —dijo la señora Faulconer en el mismo tono que habría empleado para expresar su satisfacción por haber visto a una fiera exótica en un circo ambulante; acto seguido, desvió la mirada, y una sonrisa radiante asomó a su rostro cuando tendió ambas manos a Ethan Ridley.
—¡Mi querido Ethan! Me había resignado a que Washington te tuviera apartado de mí, ¡pero veo que por fin has venido! He estado hablando con el señor Starbuck, y como es lógico ahora necesito que me cuenten algo divertido. Ven y siéntate aquí, coge la silla de Anna.
Adam se llevó de allí a Starbuck.
—Santo Dios, cuánto lo siento —dijo—. Sé lo difícil que puede llegar a ser, pero no sé por qué razón ha elegido éste entre todos los días.
—Estoy acostumbrado —dijo Starbuck—. Yo también tengo una madre.
Pero la madre de Starbuck no era nada en comparación con la frágil Miriam Faulconer y su voz mortecina. Jane Abigail MacPhail Starbuck era alta, entrada en carnes y de voz estentórea, grande en todos los aspectos, excepto en la generosidad de su espíritu.
—Madre se siente mal con mucha frecuencia. —Adam todavía quería excusarse por su madre—. Sufre de algo llamado neuralgia.
—Eso me contó Anna.
Adam caminó en silencio, con la vista fija en el suelo, y al fin sacudió la cabeza:
—¿Por qué tienen que ser tan difíciles las mujeres?
Lo preguntó con tanto desánimo que Starbuck no pudo evitar soltar una carcajada.
El abatimiento de Adam no duró mucho tiempo, porque volvía a encontrarse con viejos amigos de toda la región, y pronto encabezó a un grupo de jóvenes en las distintas atracciones dispuestas en el parque de Washington Faulconer. Había dianas colocadas en unos maniquíes de paja vestidos con ropas rotas y sombreros de copa que se suponía representaban a yanquis, y cualquier hombre alistado en la Legión podía disparar un rifle Modelo 1841 contra uno de esos blancos yanquis. Si un recluta colocaba una bala en el centro de la diana sujeta al pecho de uno de los hombres de paja, ganaba un dólar de plata. Había abrevaderos de caballos llenos de agua hasta el borde, en los que los niños podían meter la cabeza para pescar una manzana con la boca, una carrera de obstáculos a caballo para oficiales y aspirantes, concursos de jalar la cuerda para las diez compañías de infantería y un ganderpull o descabeza gansos.
—¿Ganderpull? —preguntó Starbuck.
—¿No conocéis el ganderpull en Boston? —replicó Adam.
—No, pero conocemos la civilización. Tenemos cosas tales como bibliotecas e iglesias, escuelas y universidades…
Adam dio un empellón a su amigo, y recibió otro en justa correspondencia.
—Te gustará el ganderpull. Cuelgas un ganso, le engrasas el pescuezo con manteca, y el primero que consigue descabezar el animal de un tirón se lo lleva a casa para la cena.
—¿Un ganso vivo? —dijo Starbuck horrorizado.
—¡Sería demasiado fácil si estuviera muerto! —contestó Adam—. ¡Pues claro que vivo!
Pero antes de que los dos amigos pudieran saborear alguna de aquellas diversiones, tuvieron que pasar por el pabellón en el que un par de fotógrafos habían instalado sus sillas, trípodes, marcos y un cuarto oscuro para el revelado. Los dos hombres, especialmente traídos de Richmond a expensas de Washington Faulconer, tenían el encargo de hacer un retrato a todos los hombres de la Legión que lo desearan. Las fotografías, después de impresas y colocadas en unos artísticos marcos, serían una prenda estimada para las familias que dejaban atrás, y un recuerdo de la ocasión para los hombres mismos en los años venideros. Los oficiales podían tener sus retratos impresos en caries de visite, una moda reciente que atraía sobremanera a Washington Faulconer, que fue el primero en sentarse en la silla del fotógrafo. El siguiente fue Adam.
El proceso era largo y complicado. Adam estaba sentado en una silla de respaldo alto en el que se insertaba un marco en el que debía apoyar la cabeza. El marco, oculto por sus cabellos y la gorra, mantenía la cabeza completamente inmóvil. Adam empuñaba el sable desenvainado en la mano derecha y una pistola en la izquierda.
—¿De verdad he de parecer tan belicoso? —preguntó a su padre.
—Es la moda, Adam. Además, algún día te sentirás orgulloso de este retrato.
Las dos banderas de la Legión estaban desplegadas detrás de Adam que, tieso y torpe, miraba fijamente la máquina del fotógrafo, mientras el sudoroso ayudante corría del cuarto oscuro al pabellón con la placa de vidrio húmeda. La placa fue colocada en la cámara, se pidió a Adam que aspirara hondo y retuviera luego la respiración, y se retiró la tapa del objetivo.
Todos contuvieron la respiración. Una mosca revoloteó delante de la cara de Adam, pero un segundo ayudante agitó una toalla y la ahuyentó.
—Si lo desea —dijo el fotógrafo a Adam—, puede respirar ahora, pero muy despacio. Cuide de no mover la mano derecha.
Pareció que aquello duraba una eternidad, pero tras unos minutos Adam pudo relajarse por fin; la placa de vidrio fue introducida de nuevo en su estuche de madera y llevada a toda prisa al cuarto oscuro para su revelado. Starbuck se sentó entonces y apoyó la cabeza en el marco, con el cráneo dolorosamente sujeto por los soportes metálicos, y también a él le colocaron sable y pistola en las manos y le pidieron que retuviera el aliento mientras la placa de cristal humedecido quedaba expuesta en el interior de la cámara de madera.
De inmediato, Adam empezó a hacer muecas por encima del hombro del fotógrafo. Hizo gestos, bizqueó, hinchó los carrillos y se estiró las orejas hasta que, para regocijo suyo, Starbuck no pudo contener la risa.
—¡No, no, no! —El fotógrafo estaba desolado y cerró de golpe la tapa del objetivo—. La exposición no ha durado el tiempo suficiente —se quejó—, y usted va a parecer un fantasma.
Pero a Starbuck le atraía la idea de parecer un espectro, y no necesitaba una carte de visite y menos aún un recordatorio para su familia, de modo que se sumó a la multitud y se comió una rebanada de pan con carne, mientras Adam iba a preparar su caballo para la carrera de obstáculos. El favorito era Ethan Ridley, y el premio una generosa bolsa de cincuenta dólares.
El sargento Thomas Truslow había estado jugando a las cartas con un grupo de amigos, pero ahora se incorporó para observar el paso de los caballos en la primera vuelta al circuito de la carrera de obstáculos.
—He apostado dinero por el chico —confió a Starbuck—. Billy Arkwright, el del negro. —Señaló a un jinete flaco que montaba un caballo negro de pequeña alzada. El chico no parecía tener mucho más de doce años, e iba a la cola de un grupo de oficiales y granjeros cuyos caballos volaban al saltar los grandes setos antes de girar en el extremo del prado para iniciar la segunda vuelta. Ridley iba distanciado en cabeza, y su montura de color avellana pasaba los obstáculos con soltura y apenas resoplaba después de concluida la primera vuelta al circuito, mientras que el de Billy Arkwright parecía demasiado apurado para remontar, casi ni siquiera para sobrevivir a la larga segunda vuelta.
—Parece que has perdido tu dinero —comentó Starbuck, alegre.
—Lo que sabes tú de caballos, chico, puedo escribirlo yo en el polvo con una sola meada floja. —Truslow rio divertido—. ¿Por cuál de ellos te jugarías tú el dinero?
—¿Quizá por Ridley?
—Es buen jinete, pero Billy le ganará.
Truslow siguió mirando hasta que los jinetes desaparecieron detrás de una loma, y luego dirigió a Starbuck una mirada suspicaz.
—He oído que has preguntado a Ridley por Sally.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Toda la condenada Legión está enterada, porque Ridley lo ha ido contando. ¿Crees que él sabe dónde está?
—Dice que no.
—Entonces me harás un favor si dejas en paz a las perras que duermen —<lijo Truslow ceñudo—. La chica se ha largado, y ahí se acaba el asunto. Estoy harto de ella. Le di una oportunidad, le di tierra, un techo, ganado, un hombre, pero nada mío fue nunca lo bastante bueno para Sally. Estará en Richmond ahora, ganándose la vida, y apuesto a que será una buena vida hasta que vuelva por aquí podrida de sífilis.
—Lo siento —dijo Starbuck, porque no se le ocurrió qué otra cosa podía decir. Se sintió aliviado al ver que Truslow no le preguntaba por qué se había enfrentado a Ridley.
—No se ha perdido nada —dijo Truslow—, salvo que la condenada se llevó el anillo de mi Emily. Tenía que habérmelo quedado yo. Si no muero con ese anillo en el bolsillo, Starbuck, no volveré a encontrar a mi Emily.
—Estoy seguro de que eso no será así.
—Pues yo estoy seguro de que sí. —Truslow se aferró con tozudez a su superstición, luego señaló con la cabeza hacia la izquierda—. Ahí están, ¿qué te dije?
Billy Arkwright había tomado tres cuerpos de ventaja sobre Ethan Ridley, cuya yegua estaba ahora cubierta de sudor. Ridley azotaba con su fusta los lomos exhaustos de la yegua, pero el pequeño y ligero caballo negro de Arkwright mantenía sin esfuerzo la ventaja, e incluso la aumentaba. Truslow se echó a reír.
—Ridley puede sacarle las tripas a ese animal, pero no lo hará ir más deprisa. No le queda combustible. ¡Vamos, Billy-boy! ¡Vamos, chico!
Truslow, seguro de haber ganado su apuesta, volvió la cabeza antes incluso de que la carrera terminara.
Arkwright ganó con cinco cuerpos de ventaja, y en su estela entraron en la meta un grupo de jinetes y caballos agotados y sucios de barro. Billy Arkwright recibió su bolsa de cincuenta dólares, aunque lo que de verdad deseaba era que le permitieran alistarse en la Legión.
—Puedo cabalgar y disparar, ¿qué más quiere usted, coronel?
—Tendrás que esperar a la próxima guerra, Billy, lo siento.
Después de la carrera de obstáculos, hubo cuatro ganderpulls. Colgaron las aves de un travesaño alto, les engrasaron los pescuezos, y uno tras otro los jóvenes del pueblo corrieron y saltaron. Algunos marraron por completo, otros agarraron el cuello, pero, al estar resbaladizo por la manteca, se les escapó la presa, y otros aún se llevaron un recuerdo del duro pico de los gansos y se marcharon chupándose la sangre, pero al final las aves fueron decapitadas. La multitud vitoreó a los ganadores manchados de sangre cuando se marcharon con sus apetitosos premios.
Al anochecer, empezó el baile. Dos horas más tarde, ya de noche cerrada, estallaron los fuegos artificiales, que iluminaron desde lo alto toda la hacienda de Seven Springs. Starbuck había bebido mucho vino y se sentía un poco mareado. Después de los fuegos, recomenzó el baile con un cotillón para los oficiales. Starbuck no bailó con nadie; en vez de eso, se refugió en un rincón tranquilo bajo el tronco de un árbol y observó desde allí el círculo de bailarines bajo los farolillos de papel asediados por las mariposas nocturnas. Las mujeres llevaban vestidos blancos con cintas azules y rojas en honor a la festividad, y los hombres lucían sus uniformes grises, y los sables envainados revoleaban a sus costados mientras giraban al compás de la música.
—No está bailando usted —dijo a su lado una voz queda.
Starbuck se volvió y se encontró frente a Anna Faulconer.
—No —dijo.
—¿Puedo invitarle a bailar? —Le tendió la mano. Detrás de ella, las ventanas de Seven Springs aparecían iluminadas por candelillas festivas. La casa tenía un aspecto muy hermoso, casi mágico—. He tenido que acompañar a madre a acostarse —explicó Anna—, de modo que me he perdido el comienzo.
—No bailo, gracias.
Starbuck ignoró la mano tendida que le invitaba a entrar en el cotillón.
—¡Qué poco galante por su parte! —dijo Anna, en tono de dolorido reproche.
—No es por falta de galantería —explicó Starbuck—, sino porque no sé bailar.
—¿No sabe bailar? ¿No baila la gente en Boston?
—La gente sí, pero mi familia no.
Anna hizo un gesto de comprensión.
—No puedo imaginarme a su padre bailando. Adam dice que es un hombre feroz.
—Lo es, sí.
—Pobre Nate —dijo Anna. Vio como Ethan Ridley colocaba su mano entre los dedos de una belleza alta y flexible, y en su rostro aleteó durante un instante una tristeza atónita—. Madre ha sido muy descortés con usted —dijo a Starbuck, aunque su mirada seguía fija en Ridley.
—Estoy seguro de que no ha querido serlo.
—¿Lo está? —preguntó Anna con intención. Luego se encogió de hombros—. Cree que está tentando a Adam para que se vaya lejos de aquí —explicó.
—¿A la guerra?
—Sí. —Anna apartó por fin la vista de Ridley y miró a Starbuck a la cara—. Pero él no puede hacerlo, ¿verdad? No puede quedarse a salvo en casa mientras otros jóvenes van a enfrentarse al Norte.
—No, no puede.
—Pues madre no lo ve así. Sólo piensa en que si se queda en casa no correrá peligro alguno. Pero a mí me parece que un hombre no puede vivir con eso. —Alzaba la vista hacia Starbuck y sus ojos brillaban a la luz de los farolillos que, extrañamente, acentuaban su ligero estrabismo—. ¿De modo que nunca ha bailado? —preguntó—. ¿De verdad es eso cierto?
—Nunca he bailado —admitió Starbuck—. Ni un solo paso.
—¿Tal vez yo podría enseñarle a bailar?
—Sería muy amable por su parte.
—¿Podemos empezar ahora? —ofreció Anna.
—Creo que no, gracias.
El cotillón acabó, los oficiales se inclinaron, las damas correspondieron con una reverencia y luego las parejas se dispersaron por el prado. El capitán Ethan Ridley ofreció su brazo a la muchacha alta y la acompañó a las mesas, y allí se inclinó cortés cuando ella tomó asiento. Luego, después de unas breves palabras con un hombre que debía de ser el padre de la muchacha, se volvió y recorrió el prado iluminado por los farolillos hasta ver a Anna. Cruzó el césped, ignoró a Starbuck y tendió el brazo a su prometida.
—¿Te parece que vayamos a cenar algo? —sugirió Ridley. No estaba bebido, pero tampoco del todo sobrio.
Pero Anna no estaba dispuesta a marcharse aún.
—¿Sabías, Ethan, que Starbuck no sabe bailar? —preguntó, no con intención de burlarse, sino sencillamente por decir algo. Ridley miró de reojo a Starbuck.
—No me sorprende. Los yanquis no saben hacer casi nada. Excepto predicar, quizá. —Ridley soltó una carcajada. Y casar. He oído que es muy bueno casando a la gente.
—¿Casando a la gente? —preguntó Anna, y mientras lo repetía su prometida, Ridley pareció darse cuenta de que había hablado de más. Pero no tuvo la menor oportunidad de retractarse ni de enmendar su afirmación, porque Starbuck pasó delante de Anna y sujetó a Ridley por los correajes.
Anna gritó cuando Starbuck empezó a zarandear a Ridley. Una veintena de personas se volvieron al oír el grito, pero Starbuck no se dio cuenta del interés que despertaba.
—¿Qué has dicho, hijo de puta? —preguntó a Ridley.
La cara de Ridley había palidecido.
—Suéltame, macaco.
—¿Qué has dicho?
—¡He dicho que me sueltes! —aulló Ridley. Se llevó la mano al cinto en el que tenía su revólver enfundado. Adam corrió hacia los dos hombres.
—¡Nate! —Tomó la mano de Starbuck y con suavidad le hizo soltar su presa—. Vete, Ethan —dijo Adam, y apartó la mano de Ridley de la culata del revólver. Ridley se resistió, con ganas evidentes de prolongar el enfrentamiento, pero Adam repitió su orden con mayor dureza. El altercado había sido breve, pero lo bastante dramático para que un escalofrío de interés recorriera la multitud agrupada en torno a la pista de baile.
—¿Quieres pelea, Reverendo? —insistió Ridley.
—¡Vete! —Adam mostraba una autoridad sorprenden— te—. Los dos habéis bebido demasiado —añadió en voz lo bastante alta para satisfacer la curiosidad de los espectadores—. ¡Vete ya! —repitió a Ridley, y lo observó mientras se alejaba del brazo de Anna—. Ahora cuéntame qué ha pasado —pidió luego a Starbuck.
—Nada —dijo Starbuck. Washington Faulconer le miraba con desaprobación desde el extremo del prado, pero a Starbuck no le importó. Había encontrado un enemigo, y le asombró la fuerza pura del odio que sentía—. Nada en absoluto —insistió, sin embargo.
Adam no quiso aceptar la negativa.
—¡Cuéntamelo!
—Nada, ya te lo he dicho. Nada.
Pero era evidente que Ridley sabía que Starbuck había celebrado un simulacro de boda para Decker y Sally. Aquella ceremonia había quedado en secreto. Nadie lo sabía en la Legión. Truslow nunca hablaría de lo que ocurrió aquella noche, y tampoco lo habían hecho Decker ni Starbuck, pero Ridley estaba enterado, y sólo podía habérselo contado una persona, y esa persona era Sally. Lo que significaba que Ridley había mentido al afirmar que no había visto a Sally desde su matrimonio. Starbuck se volvió a Adam.
—¿Querrás hacer una cosa por mí?
—Sabes bien que sí.
—Convence a tu padre de que me envíe a Richmond. No me importa la razón, busca sólo un trabajo para mí allí, y haz que me lo encargue.
—Lo intentaré. Pero dime por qué, por favor.
Starbuck dio unos pasos en silencio. Recordó haber sentido algo parecido en las dolorosas noches de espera frente al Lyceum Hall de New Haven, impaciente porque apareciera Dominique.
—Supón —dijo finalmente a Adam— que alguien te ha pedido ayuda y que tú has prometido dársela, y que tienes motivos para pensar que esa persona está metida en problemas. ¿Qué harías?
—La ayudaría, desde luego.
—Entonces encuentra la manera de que yo vaya a Richmond.
Era una locura, por supuesto, y Starbuck lo sabía. La chica no significaba nada para él, y él no significaba nada para ese pequeño demonio de seducción, pero de nuevo, igual que en New Haven, estaba dispuesto a jugarse la vida entera a una sola carta. Sabía que era pecado perseguir a Sally como lo hacía, pero saber que jugaba con el pecado no hacía más fácil resistirse a él. Y tampoco deseaba resistirse. Iría detrás de Sally a pesar de todos los peligros, porque, mientras entreviera un atisbo de esperanza, aunque no fuera mayor que la chispa de una luciérnaga en la noche eterna, correría el riesgo. Lo correría aunque perseguir a Sally desembocara en su propia destrucción. Eso al menos sabía de sí mismo, y racionalizó su estupidez pensando que si América se abocaba a su propia destrucción, ¿por qué no iba Starbuck a permitirse el mismo acto gozoso? Starbuck miró a su amigo.
—No lo vas a entender —dijo.
—Déjame probarlo, por favor —rogó Adam, cortés.
—Es por el puro gozo de la autodestrucción.
Adam frunció la frente, y al poco sacudió la cabeza.
—Tienes razón, no lo entiendo. Explícamelo, por favor.
Pero Starbuck se limitó a echarse a reír.
* * *
La cuestión del viaje a Richmond acabó por resolverse con facilidad, aunque Starbuck hubo de esperar diez largos días hasta que Washington Faulconer encontró un motivo para viajar a la capital del Estado.
El motivo fue la gloria, o más exactamente el peligro de que se negara a la Legión su parte correspondiente en la gloriosa victoria que había de sellar la independencia de la Confederación. Algunos rumores, que parecieron quedar confirmados por las informaciones de la prensa, hablaban de una batalla inminente. Se estaba reuniendo un ejército confederado en el norte de Virginia para enfrentarse al ejército federal desplegado en Washington. Nadie sabía si el propósito de aquella concentración de fuerzas sudistas era preparar un ataque sobre Washington, o bien si su objetivo era prevenir una eventual invasión yanqui, pero una cosa era segura: la Legión Faulconer no había sido llamada a sumarse a las unidades convocadas.
—Quieren quedarse toda la gloria para ellos —se quejaba Washington Faulconer, y declaró que los impresentables mequetrefes de Richmond estaban haciendo todo lo posible para frustrar las ambiciones de la Legión. Pecker Bird señaló en privado que Faulconer había tenido tanto éxito en mantener su regimiento al margen de la intervención gubernamental, que mal podía quejarse si ahora el gobierno evitaba las interferencias de Washington Faulconer en su propio ejército; pero incluso Bird se preguntó si no estarían apartando deliberadamente a la Legión de la guerra cuando, a mediados de julio, aún no había llegado ninguna convocatoria del ejército. Faulconer, consciente de la necesidad de humillarse delante de las aborrecibles autoridades del Estado, declaró entonces que iría en persona a Richmond para ofrecer la Legión al servicio de la Confederación. Y pidió a su hijo que le acompañara.
—No te importa que Nate venga también, ¿verdad? —preguntó Adam.
—¿Nate? —frunció Faulconer el entrecejo—. ¿No nos sería más útil Ethan?
—Te agradeceré que lleves a Nate, padre.
—Lo que tú digas. —A Faulconer le costaba negarse a cualquier petición de Adam—. Por supuesto.
Richmond le pareció extrañamente desierto a Starbuck. La ciudad estaba aún llena de hombres uniformados, pero en su mayor parte eran oficiales de Estado Mayor o tropas de intendencia, porque casi todos los combatientes habían sido enviados al norte, a Manassas Junction donde Pierre Beauregard, un militar profesional de Luisiana y el héroe de la toma incruenta de Fort Sumter, estaba reuniendo el ejército de Virginia del Norte. También se estaba organizando otra fuerza confederada de menores dimensiones, el ejército del Shenandoah, al mando del general Joseph Johnston, que concentraba todas las fuerzas rebeldes del valle del Shenandoah, pero Faulconer quería que la Legión se uniera a las fuerzas de Beauregard, porque el ejército de Virginia del Norte estaba más cerca de Washington y en consecuencia, en opinión de Faulconer, era más probable que entrara en acción.
—¿Lo cree de verdad? —preguntó Belvedere Delaney. El abogado había recibido encantado a un nervioso Starbuck cuando éste, confiando en que Delaney recordara su breve encuentro anterior, llamó a la puerta de los apartamentos de Grace Street la tarde misma de su llegada a Richmond. Delaney insistió en invitarlo a cenar.
—Escriba una nota a Faulconer. Diga que ha encontrado a un viejo amigo de Boston. Diga que le ha invitado a asistir a una conferencia sobre la Biblia en la iglesia baptista. Es una excusa perfectamente creíble y nadie se preocupará de confirmarla. Mi criado llevará la nota. Pase, pase y póngase cómodo. —Delaney vestía uniforme de capitán confederado—. No haga caso. Se supone que soy oficial jurídico del ministerio de la Guerra, pero la verdad es que sólo lo llevo para calmar a las damas sedientas de sangre que me acosan a preguntas sobre cuándo pienso dar la vida por Dixie. Pero pase, por favor.
Starbuck se dejó convencer y subió las escaleras que conducían a la cómoda estancia. Delaney pidió disculpas por la cena.
—Será sólo cordero, me temo, pero mi criado lo prepara con una vinagreta delicada que le agradará. He de confesar que mi mayor decepción en Nueva Inglaterra fue la cocina. ¿Se debe tal vez a que, como no tienen esclavos, han de depender de las esposas para sus vituallas? Dudo que hiciera una sola comida decente en todo el tiempo que pasé en el Norte. ¡Y en Boston! ¡Dios del cielo, pero si una dieta de col, habichuelas y patatas no puede ser llamada dieta en absoluto…! Lo veo distraído, Starbuck.
—Lo estoy, señor, sí.
—No me llame «señor», por el amor de Dios. Creía que éramos amigos. ¿Es la perspectiva de la batalla lo que le preocupa? ¡La semana pasada vi a unos soldados tirar al cubo de la basura los dados y las barajas! Decían que querían estar en estado de gracia para presentarse ante su Creador. Un inglés dijo en cierta ocasión que la perspectiva de morir en la horca la mañana siguiente otorga una maravillosa concentración a la mente de un hombre, pero no estoy seguro de que a mí me hiciera tirar a la basura mis naipes. —Trajo a Starbuck papel, tinta y una pluma—. Escriba su nota. ¿Tomará una copa de vino mientras esperamos la cena? Espero que sí. Asegure que está absorbido por el estudio de la Biblia.
Starbuck se abstuvo de utilizar la parte más fantasiosa de la excusa de Delaney, y se limitó a explicar a Washington Faulconer que había encontrado a un viejo amigo y por tanto no iría a cenar a Clay Street.
La nota fue enviada, y Starbuck se quedó a compartir la cena de Delaney, aunque no resultó una compañía muy brillante para el rollizo y astuto abogado. La noche era calurosa y apenas circulaba la brisa a través de las cortinas de gasa, colocadas para impedir el paso de los insectos en las ventanas abiertas de par en par; incluso Delaney parecía demasiado alicaído para comer, aunque mantuvo una interesante, si bien prácticamente unilateral, conversación. Preguntó por Thaddeus Bird y le encantó saber que el maestro de escuela representaba una continua fuente de irritación para Washington Faulconer.
—Me habría gustado sobremanera asistir a la boda de Thaddeus, pero ¡ay! el deber me llamó a otra parte. ¿Es feliz?
—Parece muy feliz. —Starbuck estaba demasiado nervioso para seguir la conversación, pero se esforzó al máximo—. Los dos parecen muy felices.
—Pecker tiene vocación de marido, y eso es una suerte para ella. Y por supuesto Washington Faulconer se opuso al matrimonio, lo que significa que Pecker se anotó un buen punto. Pero dígame, ¿qué piensa usted de Washington Faulconer? Quiero que me cuente sus opiniones más salaces, Starbuck, quiero que me cuente algún chismorreo interesante a cambio de su cena.
Starbuck se ahorró los chismorreos, y en su lugar expresó una opinión convencional y admirativa de Faulconer, que no convenció del todo a Delaney.
—No conozco muy bien a ese hombre, desde luego, pero siempre me ha parecido vacío. Completamente hueco. ¡Y desea con tanta desesperación ser admirado! Esa es la razón por la que liberó a sus esclavos.
—Lo cual es admirable, sin duda.
—Oh, con toda seguridad —dijo Delaney en tono de desaprobación—, salvo que la causa inmediata de la manumisión fue la injerencia de una mujer del Norte que era demasiado beata para recompensar a Faulconer con sus encantos, y el pobre individuo se ha pasado diez años desde entonces intentando convencer a sus colegas terratenientes virginianos de que no es ningún radical peligroso. La verdad es que sólo es un niño rico que no ha crecido del todo, y no estoy seguro de que debajo de su brillante apariencia externa haya algo más que un exceso de dinero.
—Se ha portado bien conmigo.
—Y lo seguirá haciendo mientras usted lo admire. Pero ¿después? —Delaney tomó el cuchillo de plata para la fruta e hizo con él el gesto de rebanarse la garganta—. Por Dios bendito, qué calurosa está la noche. —Se echó atrás en su silla y extendió los brazos—. El verano pasado fui a Charleston por un asunto, y cené en una casa en la que todos los comensales teníamos a nuestra espalda un esclavo cuyo cometido era abanicarnos. Las costumbres de ese tipo han quedado un tanto desfasadas en Richmond, por desgracia.
Y siguió hablando de sus viajes por Carolina del Sur y Georgia, mientras Starbuck picoteaba el cordero, bebía demasiado vino, probaba apenas un bocado de la tarta de manzana, y por fin dejaba a un lado su plato.
—¿Un cigarrillo? —sugirió Delaney—. ¿O un cigarro? ¿O todavía se niega a fumar? Se equivoca al rechazarlo. El tabaco es un gran sedante. Nuestro Padre celestial, de ello estoy convencido, ha dispuesto todas las cosas terrenas con una utilidad específica para la Humanidad, de modo que, por ejemplo, nos dio el vino para excitarnos, el brandy para inflamarnos y el tabaco para calmarnos. Tenga. —Delaney alcanzó su humidificador de plata, cortó la punta de un cigarro y lo tendió a Starbuck—. Enciéndalo, y luego me dirá qué le preocupa tanto como para mantenerle en ese estado de aparente obnubilación.
Delaney sabía que algún suceso extraordinario tenía que haber impulsado a Starbuck a aquella risita desesperada. El muchacho parecía estar al borde de la enfermedad.
Starbuck se dejó convencer y aceptó el cigarro, aunque no por la promesa de que el tabaco era un agente tranquilizante. El humo hizo que los ojos le escocieran y medio se atragantó al notar aquel regusto amargo, pero persistió. De haberlo rechazado, se habría mostrado como un hombre inmaduro, y en esta noche en que sabía que se estaba comportando como un chico atolondrado, necesitaba disfrazarse con las galas de una persona adulta. Empezó con una introducción elíptica a exponer la delicada cuestión que le había traído a la puerta de Delaney.
—¿No cree que también el diablo ha puesto algunas cosas en este mundo para tentarnos?
Delaney encendió un cigarrillo, y le dirigió una sonrisa de complicidad.
—¿Quién es ella?
Starbuck no contestó. Se sintió estúpido, pero una compulsión irresistible le había arrastrado a esa estupidez, del mismo modo que le condujo a destruir su carrera en beneficio de Dominique Demarest. Washington Faulconer le había dicho que esas obsesiones destructivas eran una enfermedad juvenil, pero de ser así, eran una enfermedad que Starbuck no podía ni curar ni aliviar, y que ahora le forzaba a comportarse como un estúpido delante de ese abogado astuto, que con tanta paciencia esperaba su respuesta. Starbuck aún esperó un poco más, pero al fin, consciente de que su silencio no iba a servirle de nada, admitió:
—Se llama Sally Truslow.
Delaney le dedicó la más leve y privada de sus sonrisas.
—Continúe.
Starbuck temblaba. El resto de América hacía equilibrios al borde de la guerra, a la espera del momento terrible en que la escisión se ahogara en un mar de sangre, pero todo lo que podía hacer él era temblar por una muchacha a la que sólo había conocido en una noche lamentable.
—Creí que podría encontrarse aquí. En estas habitaciones —dijo, sin convicción.
Delaney exhaló una larga bocanada de humo que hizo vacilar las llamas de las velas colocadas sobre la pulida mesa del comedor.
—Me huelo que mi hermano anda metido de alguna manera en este asunto. Cuéntemelo todo.
Starbuck lo contó todo, y la historia resultó tan patética como en el día ya lejano en que confesó su locura a Washington Faulconer. Ahora vaciló al hablar de una promesa hecha una noche oscura, de una obsesión que no pudo encontrar palabras para describir y que no supo justificar, y de la que en realidad no consiguió decir otra cosa salvo que la vida no tendría sentido para él hasta que consiguiera encontrar a Sally.
—¿Y usted pensó que podría estar aquí? —le preguntó Delaney en tono amistosamente burlón.
—Sé que le dieron esta dirección —señaló Starbuck con énfasis.
* * *
—Y por eso ha venido a verme —dijo Delaney—, lo cual es sensato. ¿Qué es lo que quiere de mí?
Starbuck lo miró desde el otro lado de la mesa. Para su sorpresa, había fumado todo el cigarro dejando únicamente una colilla de una pulgada de largo, que ahora abandonó junto a los restos revueltos de su tarta.
—Quiero saber si puede decirme cómo encontrarla —dijo, y pensó hasta qué punto su búsqueda era fútil, y degradante. En cierta forma, antes de llegar a esa elegante sala, Starbuck se había convencido de que buscar a Sally era un ensueño práctico, pero ahora, obligado a confesar su obsesión a este hombre, que era casi un extraño, Starbuck se dio cuenta de que era pura locura. También se percató de la inutilidad de buscar a una muchacha perdida en una ciudad de cuarenta mil almas—. Lo siento —dijo—, nunca debí venir aquí.
—Me parece recordar que le recomendé que me pidiera ayuda si la necesitaba —apuntó Delaney—, si bien es cierto que los dos estábamos bastante ebrios en aquel momento. Estoy encantado de que haya venido.
Starbuck clavó la vista en su benefactor.
—¿Puede ayudarme?
—Por supuesto que puedo ayudarle —dijo Belvedere Delaney con mucha calma—. De hecho, sé exactamente dónde se encuentra su Sally.
Starbuck sintió la euforia del éxito, y de inmediato el terror de contrastar ese éxito y descubrir que era un engaño. Le pareció que se encontraba al borde de un abismo, y no sabía si estaba a punto de saltar al cielo o al infierno.
—¿De modo que está viva? —preguntó.
—Venga a verme mañana al atardecer —dijo Delaney soslayando la respuesta, y alzó la mano para detener cualquier otra pregunta—. Venga aquí a las cinco. Pero…
Dijo la última palabra en tono de advertencia.
—¿Sí?
Delaney lo señaló con su cigarrillo desde el otro lado de la mesa.
—Me deberá un favor por esto, Starbuck.
Starbuck se estremeció, a pesar del calor. Había vendido su alma, se temió, pero ¿a qué precio? Aunque lo cierto era que no le importaba, porque mañana encontraría a Sally. Tal vez la culpa era del vino, o del mareo de aquel primer cigarro, o bien de la idea de que sus sueños iban a concretarse por fin, pero el caso es que no le importaba.
—Entendido —dijo despacio, pero la verdad era que no entendía nada.
Delaney sonrió, y el hechizo se quebró.
—¿Una copa de brandy? Y otro cigarro, supongo.
Iba a ser divertido, pensó Delaney, corromper al hijo del reverendo Elial Starbuck. Además, para ser sincero, a Delaney le gustaba bastante Nathaniel Starbuck. El muchacho era ingenuo, pero duro como el acero por dentro, y tenía una inteligencia muy viva, aunque ahora estuviera ofuscada por el deseo. En pocas palabras, Starbuck podía serle útil algún día, y si Delaney precisaba alguna vez de esa utilidad, bastaría con recordarle la deuda a que lo abocaban esta noche su obsesión y su desesperación juvenil.
Porque ahora Delaney era un agente del Norte. Un hombre había ido a visitarle a su apartamento, simulando ser un cliente, y le había mostrado una copia de la carta de Delaney en la que se ofrecía a espiar para el Norte. La copia fue quemada, y la vista del papel ardiendo había provocado un escalofrío en los nervios y el alma de Delaney. A partir de aquel momento sabía que era un hombre marcado, merecedor de la pena de muerte, pero también sabía que por la recompensa a su lealtad al Norte valía la pena correr el riesgo.
Y el riesgo, lo sabía muy bien, podía ser breve. Delaney no creía que la rebelión durara más allá de finales del mes de julio. El nuevo ejército del Norte arrollaría majestuosamente a las patéticas fuerzas rebeldes reunidas en el norte de Virginia, la secesión se hundiría, y luego los políticos sudistas gimotearían que nunca habían pretendido llamar a la rebelión. ¿Y qué sería de la gente menuda traicionada por esos políticos? Starbuck, supuso Delaney, sería enviado de vuelta a su diabólico padre, y ahí terminaría la aventura del muchacho. De modo que podía brindarle un último y exótico momento que recordar a lo largo de la triste vida que le esperaba, y si se daba el caso de que la rebelión se prolongara aún durante unos meses más, pues bien, Starbuck sería su aliado en aquellos asuntos, lo quisiera o no.
—Mañana al atardecer, entonces —dijo Delaney malicioso, y alzó su copa de brandy—. A las cinco.
Starbuck pasó el día siguiente atormentado por la aprensión. No se atrevió a contar a Washington Faulconer lo que le preocupaba, ni siquiera quiso contárselo a Adam, y guardó un silencio febril mientras acompañaba a padre e hijo al Salón de la Mecánica de Franklin Street, donde había instalado sus oficinas Robert Lee. El general había sido ascendido ahora, de jefe de las fuerzas armadas de Virginia a alto consejero militar del presidente de la Confederación, pero todavía ocupaba buena parte de su tiempo en tareas para el gobierno del Estado, y según le contaron a Faulconer, había salido de la capital para inspeccionar unas fortificaciones que defendían la boca del río James. Un oficinista muy atareado y sudoroso, que les recibió en el despacho exterior, les dijo que se esperaba de vuelta al general aquella misma tarde, o tal vez al día siguiente, y que no, no era posible fijar ninguna cita previa. Todos los solicitantes tenían que esperar. Había ya una veintena de personas en la antesala o en las amplias escaleras. Washington Faulconer se irritó al verse tratado de solicitante, pero de alguna manera consiguió no perder la paciencia mientras el reloj seguía con su tictac y negros nubarrones se amontonaban en el cielo de Richmond.
A las cinco menos cuarto, Starbuck pidió permiso para irse. Faulconer se volvió furioso a su ayudante, decidido a negárselo, pero Starbuck balbuceó una excusa. No se sentía bien.
—Mi estómago, señor.
—Vete —dijo Faulconer en tono irritado—, vete.
Esperó hasta que Starbuck hubo bajado las escaleras, y se volvió a Adam.
—¿Qué diablos le ocurre? El estómago no es, con toda seguridad.
—No lo sé, padre.
—¿Una mujer? Eso es lo que creo. Dice que se encontró con un viejo amigo. ¿Quién? ¿Y por qué no nos lo presenta? Alguna buscona. Ya te digo, una buscona.
—No tiene dinero para eso —dijo Adam con frialdad.
—Yo no estaría tan seguro.
Washington Faulconer se acercó a la ventana situada en un extremo de la antesala y miró ceñudo hacia la calle, donde un carro cargado de tabaco que había perdido una rueda atraía a su alrededor a un grupo numeroso de negros que daban consejos al carretero.
—¿Por qué no estarías seguro, padre? —preguntó Adam.
Faulconer refunfuñó en voz baja unos instantes, y luego se volvió a su hijo.
—¿Te acuerdas de la incursión? ¿Sabes por qué Nate desobedeció mis órdenes? Para que Truslow pudiera robar a los pasajeros de los vagones. ¡Buen Dios, Adam, eso no es hacer la guerra! Es bandidaje puro y simple, y tu amigo lo aprobó. Puso en peligro el éxito de todo lo que habíamos conseguido, y se convirtió en un ladrón.
—¡Nate no es un ladrón! —protestó enérgicamente Adam.
—Y yo, ingenuo de mí, le confié unos asuntos aquí en Richmond —dijo Washington Faulconer—, ¿y cómo sé que las cuentas que me dio son cabales?
—¡Padre! —dijo Adam, furioso—. Nate no es un ladrón.
—¿Y qué hizo con ese tipo de la compañía del Tío Tom?
—Eso fue… —empezó a decir Adam, pero no supo cómo continuar, porque lo cierto es que su amigo sí robó el dinero del mayor Trabell—. No, padre —insistió Adam en su tozuda negativa, aunque en un tono bastante más débil.
—Me gustaría poder compartir tu seguridad. —Faulconer clavó la vista, ceñudo, en el suelo de la antesala, sucio de jugo de tabaco seco que no había aterrizado en las escupideras—. Ni siquiera estoy ya seguro de que Nate sea leal al Sur —añadió pesaroso, y luego levantó la vista al oír el resonar de botas y el murmullo de conversaciones que ascendían de la escalera.
Robert Lee había llegado por fin, y los pormenores relativos a Starbuck quedaron momentáneamente olvidados, a fin de que la Legión pudiera ser ofrecida para la batalla.
* * *
George, el esclavo doméstico de Belvedere Delaney, había llevado a Starbuck hasta la puerta principal de la casa de Marshall Street, donde fue recibido por una mujer de mediana edad, aspecto severo y aparente respetabilidad.
—Me llamo Richardson —dijo a Starbuck—, y el señor Delaney me ha dado instrucciones detalladas. Por aquí, señor, si es tan amable.
Era un burdel. El asombrado Starbuck pudo darse cuenta mientras era escoltado a través del vestíbulo y más allá de un salón, en el que un grupo de muchachas esperaban sentadas, luciendo corpiños de encaje y ropa interior blanca. Algunas le sonrieron, otras no llegaron siquiera a levantar la mirada de sus manos de naipes, pero Starbuck se sintió desfallecer al comprender el negocio que se desarrollaba en aquella casa confortable, lujosa incluso con sus alfombras de tonos oscuros, sus paredes empapeladas y sus paisajes al óleo en marcos dorados. Era uno de los antros de iniquidad contra los que su padre clamaba en sus prédicas con amenazas de torturas sempiternas, un lugar de horrores infernales y desenfrenos pecaminosos. En un mueble barnizado del vestíbulo provisto de perchas de bronce, un paragüero y un espejo biselado, contó tres sombreros de oficiales, un sombrero de copa de seda y un bastón.
—Puede quedarse tanto tiempo como guste, joven —dijo la señora Richardson, que se detuvo junto al mueble para detallarle las instrucciones de Delaney—, y la casa correrá con los gastos. Por favor, tenga cuidado con el baldosín suelto del peldaño de la escalera.
La señora Richardson y Starbuck subieron por una escalera de paredes empapeladas e iluminadas por una lámpara de aceite, que colgaba de una larga cadena de bronce suspendida del alto techo de la escalera. Starbuck vestía de uniforme, y su sable envainado chocaba una y otra vez contra los balaustres. Un arco cubierto por una cortina le esperaba en lo alto de la escalera, y al otro lado la luz era más tenue incluso, aunque no tanto como para que Starbuck no pudiera observar los grabados enmarcados que colgaban de la pared. Representaban parejas desnudas y al principio no creyó lo que veía, pero volvió a mirar y enrojeció al comprobar que había visto bien. La parte más rígida de su conciencia le conminó a dar media vuelta de inmediato. Durante toda su vida, Starbuck se había debatido entre el pecado y la virtud, y sabía mejor que ningún otro hombre que el precio del pecado es la muerte eterna, pero por más que todos los coros celestiales y todos los predicadores terrenales atronaran sus oídos con aquel mensaje, Starbuck jamás habría dado media vuelta en aquel momento.
Siguió a la enlutada señora Richardson por un largo pasillo. Del otro extremo, venía una criada negra empujando un carrito con un bol cubierto por una servilleta; se hizo a un lado para dejar paso a la señora Richardson, y luego dirigió a Starbuck una sonrisa mofletuda. Se oían risas en una de las habitaciones, y en otra la voz de un hombre que jadeaba de excitación. Starbuck sintió que la cabeza le daba vueltas, como si fuera a desmayarse, mientras seguía a la señora Richardson, que giró en un recodo y bajó un tramo corto de escaleras. Doblaron luego otra esquina, subieron un nuevo tramo de escaleras y entonces por fin la señora Richardson extrajo su manojo de llaves, seleccionó una de ellas y la introdujo en la cerradura de una puerta. Se detuvo un instante, dio luego la vuelta a la llave y la puerta se abrió.
—Entre, señor Starbuck.
Starbuck entró nervioso en la habitación. La puerta se cerró a su espalda, la llave giró en la cerradura…, y allí estaba Sally. Viva. Sentada en una silla con un libro en el regazo y más hermosa aún de como la recordaba. Durante semanas había intentado conjurar aquel rostro en sus sueños, pero ahora, enfrentado de nuevo a la realidad de su belleza, se dio cuenta de lo inadecuado de aquellas imágenes recordadas. Se sintió abrumado por la presencia de aquel capricho de la naturaleza.
Los dos se miraron con fijeza. Starbuck no supo qué decir. La vaina de su sable produjo un ruido sordo al chocar con la puerta. Sally lucía un vestido azul oscuro y llevaba el cabello peinado en un gran moño alto, sujeto con cintas de color azul celeste. Tenía en la mejilla una cicatriz reciente, que no le restaba hermosura, sino que, extrañamente, aumentaba su fascinación. La cicatriz era una huella blanca que le cruzaba la mejilla izquierda hasta la oreja. Ella lo miraba, tan sorprendida al parecer como nervioso estaba él. Luego, ella cerró el libro y lo colocó sobre la mesa, a su lado.
—¡Si es el predicador!
Parecía contenta de verle.
—¿Sally?
La voz de Starbuck era insegura. Estaba tan nervioso como un chiquillo.
—Ahora me llamo Victoria. Como la reina. —Sally se echó a reír—. Me han dado un nuevo nombre, ¿ves? De modo que ahora soy Victoria. —Hizo una pausa—. Pero tú puedes llamarme Sally.
—¿Te han encerrado?
—Sólo para que los clientes no interrumpan. A veces los hombres se ponen como locos, por lo menos los militares. Pero poco que soy una prisionera. Tengo una llave, ¿ves? —Sacó una llave del bolsillo de su vestido—. Y no debo decir «poco que soy», a la señora Richardson no le gusta. Dice que no debo decir «poco que soy», y tampoco «negro». No es bonito, ¿sabes? Y también me está enseñando a leer. —Enseñó el libro a Starbuck. Era Primeras lecturas de McGuffey, el primero de la serie de libros que Starbuck había hojeado cuando tenía tres años—. Me estoy portando bien de verdad —dijo Sally entusiasta.
Starbuck sintió ganas de echarse a llorar por ella. Sin saber muy bien por qué. Tenía buen aspecto, incluso parecía feliz, pero en aquel lugar había algo patético que le impulsaba a odiar a todo el mundo.
—Estaba preocupado por ti —le dijo, plañidero.
—Eres muy amable. —Le dedicó una media sonrisa, y se encogió de hombros—. Pero estoy bien, bien de verdad. Sólo que apuesto a que ese mierda de Ethan Ridley no está preocupado por mí.
—No, no creo que lo esté.
—Le veré en el infierno.
Sally habló con amargura. Retumbó un trueno sobre la ciudad, seguido un momento después por el ruido de un aguacero. Las gotas caídas salpicaron las cortinas de gasa clavadas a las dos ventanas abiertas para ahuyentar los insectos. Oscurecía, y los relámpagos de aquella tormenta de verano iluminaban el cielo por el oeste.
—Tenemos vino —dijo Sally, de nuevo alegre—, y un poco de pollo frío, ¿ves? Y pan. Y aquí hay frutas escarchadas, ¿ves? Y nueces. La señora Richardson me ha dicho que iba a venir una visita especial, y las chicas han traído todo esto. Cuidan bien de verdad de nosotras, ¿ves?
Se puso de pie, se acercó a una de las ventanas y miró a través de la gasa los pálidos fogonazos de los relámpagos, que parpadeaban en la oscuridad creciente. El aire del verano pesado y bochornoso, cargado del olor al tabaco de Richmond, llenaba la espaciosa habitación de Sally que, para la inocente mirada de Starbuck, tenía un aspecto desoladoramente ordinario, y no el de una habitación bien amueblada de un hotel. Observó una pequeña reja para un fuego de carbón en una chimenea metálica negra, un guardafuegos de bronce y el papel floreado de las paredes, en las que colgaban paisajes de montaña enmarcados. Había dos sillas, dos mesas y algunas alfombras, y las ineludibles escupideras sobre el suelo de madera brillante. También había una gran cama con una cabecera de madera tallada y varios almohadones blancos. Starbuck se esforzó en no mirar la cama mientras Sally seguía observando por la ventana el horizonte occidental iluminado por los relámpagos.
—A veces, cuando miro hacia allí, pienso en casa.
—¿La echas de menos?
Ella se echó a reír.
—Me gusta estar aquí, predicador.
—Nate, llámame Nate.
Ella se apartó de la ventana.
—Siempre quise ser una dama elegante, ¿sabes? Me gustaban todas las cosas bonitas. Ma solía hablarme de una casa bonita de verdad en la que estuvo una vez. Dijo que tenía velas y cuadros y alfombras suaves, y yo siempre quise tener todo eso. Odiaba vivir allá arriba. Levantada a las cuatro de la madrugada y acarreando agua, y siempre con aquel frío que mordía en invierno. Y las manos siempre hinchadas. Sangrando, incluso. —Hizo una pausa y le enseñó las manos, ahora blancas y suaves, y luego sacó un cigarro de un pote colocado sobre la mesa en la que habían dispuesto la cena—. ¿Quieres fumar, Nate?
Starbuck cruzó la habitación, cortó el cigarro de Sally, se lo encendió, y luego tomó otro para sí mismo.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Sally.
—Fui a preguntar al hermano de Ethan Ridley.
—¿Ese Delaney? Un tipo bien raro —dijo Sally—. Me gusta y creo que yo también le gusto, pero no es como Ethan. Te digo una cosa, si vuelvo a ver a Ethan juro que mato a ese hijo de puta. No me preocupa que luego me cuelguen, Nate, lo mato. La señora Richardson me ha prometido que no le permitirán verme si viene por aquí, pero espero que lo haga. Espero que ese hijo de puta se presente aquí para matarlo a cuchilladas como a un cerdo, eso es lo que haré.
Chupó el cigarro, y la punta brilló con un tono rojo intenso.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Starbuck.
Ella se encogió de hombros, se sentó en una silla junto a la ventana y le contó cómo había venido a Richmond en busca de Ethan Ridley. Durante tres o cuatro días él estuvo amable, incluso cariñoso con ella, pero luego le dijo que iban a ir en coche a ver unas habitaciones que tenía intención de alquilar para ella. Sólo que no hubo habitaciones, sino dos hombres que la encerraron en un sótano en los barrios extremos del este de la ciudad y allí la pegaron, la violaron y volvieron a pegarla hasta que aprendió a ser obediente.
—Perdí el niño —dijo con desmayo—, pero era lo que querían ellos, supongo. Quiero decir que embarazada no les servía para nada… aquí. —Mostró con un gesto la habitación, como alusión a su nuevo oficio—. Y por supuesto, él lo planeó todo.
—¿Ridley?
Ella asintió.
—Lo tenía todo planeado. Quería librarse de mí, ¿sabes? De modo que hizo que esos dos hombres me raptaran. Uno era un negro, quiero decir de color, y el otro un traficante de esclavos, de modo que ya ves, sabían muy bien cómo romper por la mitad a una persona, igual que Pa sabe cómo domar un caballo. —Se encogió de hombros y volvió la vista hacia la ventana—. Supongo que yo me merecía que me rompieran.
—¡No digas eso! —Starbuck estaba espantado.
—¡Vamos, cariño! —le sonrió Sally—. ¿Cómo diablos iba a conseguir lo que quiero en este mundo? ¿Me puedes contestar a eso? Poco que he nacido con dinero, poco que me han educado para tener dinero, lo único que sí tengo es lo que los hombres quieren. —Chupó el cigarro y tomó el vaso de vino que le tendió Starbuck—. Muchas de las chicas que hay aquí empezaron de la misma forma. Quiero decir que tuvieron que romperlas. Poco que fue agradable, y no me importará no volver a ver en mi vida a esos dos hombres, pero ahora estoy aquí, y me he reformado.
—¿Te hicieron ellos esa cicatriz?
—Diablos, sí. —Se acarició la mejilla izquierda—. Eso no fue tan malo, ¿sabes? Me hicieron otras cosas. ¿Te imaginas no poder abrir la boca? Tenían esa máquina que se usa para que los esclavos no hablen. Te la colocan alrededor de la cabeza y tiene una pieza de hierro aquí. —Se señaló los labios con el cigarro, y luego se encogió de hombros—. Dolía. Pero, en cuanto aprendí a portarme bien, dejaron de usarla.
Starbuck se sentía cada vez más indignado.
—¿Quiénes eran esos dos hombres?
—Hombres nada más, Nate. No importa. —Sally hizo un gesto de pasar página, como si de verdad no les culpara por lo que había ocurrido—. Luego, pasado un mes, el señor Delaney fue a aquella casa y me dijo que estaba furioso de verdad por lo que hacían conmigo, y dijo que todo era culpa de Ethan, y la señora Richardson también me visitó, y me sacaron de allí y se preocuparon mucho por mí y me trajeron aquí; la señora Richardson me dijo que, tal como estaban las cosas, no tenía mucho donde elegir. Podía quedarme aquí y ganar dinero, o me ponían de patitas en la calle. Y aquí sigo.
—Pero puedes volverte a tu casa —sugirió Starbuck.
—¡No! —dijo Sally con vehemencia—. ¡No quiero volver a casa, Nate! Padre siempre quiso que yo fuera un chico. A él le parece que todo el mundo ha de ser feliz con una cabaña de troncos, dos perros de caza, un hacha y un rifle, pero yo no pienso igual.
—¿Quieres irte de aquí? —le preguntó Starbuck—. ¿Conmigo?
Ella le dirigió una sonrisa compasiva.
—¿Cómo vamos a vivir, cariño?
—No lo sé. Nos iremos de aquí, simplemente. Iremos al Norte, a pie. —Con un gesto señaló hacia el cielo ya oscuro y la lluvia que volvía a caer con fuerza, y mientras hablaba se dio cuenta de la inutilidad de su propuesta.
Sally se echó a reír al pensar en irse a pie de la casa de la señora Richardson.
—¡Aquí tengo todo lo que siempre he deseado!
—Pero…
—He conseguido lo que quería —insistió ella—. Escucha, la gente no es distinta de los caballos. Unos son especiales, otros bestias de carga. La señora Richardson dice que yo puedo ser especial. No me presenta a todos los clientes, sólo a los especiales. Y dice que podré irme de aquí si un hombre me quiere y está a dispuesto a pagar por mí lo que es justo. También puedo marcharme si quiero, pero ¿dónde voy a ir? ¡Mírame! Tengo vestidos, vino, cigarros y dinero. Y no voy a hacer esto toda la vida. ¿Te has fijado en las mujeres que acompañan en sus carruajes a los tipos ricos? ¡La mitad de ellas empezaron como yo, Nate! —Hablaba con mucha amabilidad, y se echó a reír al ver el desconsuelo de él—. Escucha, quítate esa espada, siéntate como es debido y háblame de la Legión. Si quieres hacerme feliz de verdad, cuéntame que Ethan se ha pegado un tiro. ¿Sabes que ese hijo de puta se llevó mi anillo? ¿El anillo de plata?
—Yo te lo devolveré.
—¡No! —Sacudió la cabeza—. Ma no querría que el anillo estuviera en este lugar, pero puedes devolvérselo a Pa. —Lo pensó un segundo, y sonrió con desmayo—. El quería a Ma, sabes, la quiso de verdad.
—Lo sé. Lo vi delante de su tumba.
—Claro que lo viste. —Tomó una guinda escarchada y la mordió, y luego estiró las piernas hasta colocar los pies sobre la silla—. ¿Por qué dijiste que eras un predicador? Muchas veces me lo he preguntado.
Starbuck le habló de Boston, y del reverendo Elial Starbuck, y de la casa grande y triste de Wallnut Street que siempre parecía llena de los peligrosos silencios de la ira paterna, y del olor de la cera y el aceite aplicados a la madera, y de Biblias, y de humo de carbón. La oscuridad caía sobre Richmond, pero ni Starbuck ni Sally se levantaron a encender una vela; en vez de eso, siguieron hablando de su infancia y de sus sueños rotos, y de cómo el amor siempre se escurría entre los dedos cuando parecía que lo habías atrapado.
—Cuando Ma murió fue cuando todo empezó a torcerse para mí —dijo Sally, que exhaló un largo suspiro y se volvió a mirar a Starbuck en la oscuridad—. ¿Y piensas quedarte aquí? ¿En el Sur?
—No lo sé. Creo que sí.
—¿Por qué?
—Para estar cerca de ti.
Lo dijo en tono alegre, como un amigo, y ella se echó a reír al oírlo. Starbuck se inclinó hacia adelante, extendió sus largas piernas y se preguntó si su respuesta era cierta—. No sé qué demonios voy a hacer —dijo en voz baja—. Sé que no voy a ser un predicador, y la verdad es que no sé qué otra cosa puedo hacer. Podría ser maestro de escuela, supongo, pero no estoy seguro de querer serlo. No soy bueno para los negocios, por lo menos no creo que lo sea, y no tengo bastante dinero para ser abogado.
Calló, y encendió su tercer cigarro de aquella noche. Delaney tenía razón, le relajaba.
—Entonces ¿qué vas a vender, cariño? —le preguntó Sally, irónica—. Me han enseñado bien de verdad lo que tengo yo para vender, pero ¿y tú? Nadie nos busca por nada, Nate. Eso es lo que he aprendido. Seguramente Ma lo hizo conmigo, pero está muerta, y Pa… —Sacudió la cabeza—. Lo único que quería de mí es que cocinara, matara los puercos, cuidara las vacas y me casara con un granjero. Eso no era para mí. Y si tú no eres un abogado, o un predicador o un maestro, ¿qué diablos es lo que vas a hacer?
—Esto. —Señaló el sable que se había desabrochado del cinto y reposaba en su vaina barata contra el alféizar de la ventana—. Seré soldado. Seré un magnífico soldado. —Era extraño, pensó, pero nunca había dicho antes aquello, ni siquiera a sí mismo, y sin embargo de pronto le pareció lleno de sentido—. Seré famoso, Sally. Cabalgaré a través de esta guerra como un, como un… —Se detuvo para elegir la palabra apropiada, y de pronto el estruendo de un trueno, sobre sus cabezas, hizo retemblar toda la casa, y en el mismo instante un relámpago rasgó el cielo de Richmond como una lengua de fuego blanco—. ¡Así! —dijo Starbuck—. ¡Seré exactamente así!
Sally sonrió. Sus dientes eran muy blancos en la oscuridad, y su cabello, cuando el fogonazo del relámpago iluminó la noche, tenía reflejos de oro oscuro.
—Poco que te harás rico como soldado, Nate.
—No, supongo que no.
—Y yo soy cara, cariño.
Sólo se burlaba de él a medias.
—Conseguiré el dinero de alguna manera.
Ella se desperezó en la oscuridad; aplastó primero la colilla del cigarro, y luego alargó sus esbeltos brazos hacia Nate.
—Te han regalado esta noche. No sé por qué, me imagino que le caes bien a Delaney, ¿verdad?
—Supongo que sí. —El corazón de Starbuck se disparó en su pecho. Pensó en lo ingenuo que había sido con respecto a Delaney, y luego en lo mucho que le debía a ese hombre, y en lo poco que sabía de él. Qué ciego había sido, pensó, qué ingenuo y confiado.
—¿Es Delaney el propietario de este lugar? —preguntó.
—Creo que tiene una parte, no sé cuánto. Pero te ha regalado esta noche, cariño, toda la noche hasta que amanezca. ¿Y luego?
—He dicho que conseguiré el dinero.
La voz de Starbuck era entrecortada, y todo su cuerpo temblaba.
—Yo puedo decirte cómo ganarlo de una vez por todas. Para todo el tiempo que tú y yo sigamos deseándolo.
Sally hablaba en voz baja y en la oscuridad, mientras una lluvia torrencial descargaba su furia en la calle y en el tejado.
—¿Cómo? —Fue un milagro que Starbuck consiguiera siquiera hablar, y aun así su voz sonó como un graznido—. ¿Cómo? —repitió.
—Mata a Ethan… por mí.
—Matar a Ethan —dijo Starbuck como si no lo hubiera oído bien, y como si no hubiera pasado los últimos días convenciéndose a sí mismo de que Ethan era su enemigo, e imaginando en sus sueños juveniles cómo podría destruir a ese enemigo—. ¡¿Matarlo?! —preguntó, sobrecogido.
—Mata a ese hijo de puta por mí. Mátalo por mí, y basta. —Sally hizo una pausa—. Poco que me importa estar aquí, Nate, la verdad es que seguramente es el mejor lugar posible para mí, pero odio a ese hijo de puta por contarme mentiras, por engañarme; y odio que piense que se ha salido con la suya contándome mentiras, y quiero ver muerto a ese hijo de puta y que la última cosa que oiga en este mundo sea mi nombre, para que no olvide nunca por qué se ha ido al infierno. ¿Harías eso por mí?
Dios del cielo, pensó Starbuck, ¿pero cuántos pecados iba a acarrearle un solo paso en falso? ¿Cuántas entradas estaría anotando el ángel en el registro divino del Libro de su vida? ¿Qué esperanza de redención había para un hombre que se proponía matar a otro, y no digamos si llevaba a cabo su propósito? ¿Cómo se abrirían de par en par las puertas del infierno, cómo le morderían las llamas, qué torturas le esperarían en el lago de fuego, y cómo se prolongaría aquel tormento toda la eternidad si no se levantaba ahora mismo, recogía su sable y huía de aquel antro de iniquidad a la lluvia purificadora? Dios querido, rezó, me encuentro en una situación terrible, y si me salvas ahora nunca volveré a pecar, nunca jamás.
Miró a los ojos de Sally, a sus preciosos ojos.
—Lo mataré por ti, Sally. Lo haré —se oyó decir a sí mismo.
—¿Quieres cenar antes, cariño? ¿O prefieres después?
Iba a ser tan grandioso como la luz blanca de un relámpago en el cielo en tinieblas.