Capítulo 4

El reverendo Elial Starbuck se echó adelante en su púlpito y aferró el atril con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Algunas personas de su congregación, sentadas cerca del gran hombre, pensaron que el atril se iba a romper. Los ojos del reverendo estaban cerrados y su rostro alargado, huesudo, de barba blanca, aparecía contraído por la pasión con la que buscaba la palabra exacta que inflamaría a sus oyentes de virtud vengadora hasta hacer vibrar la iglesia entera.

El silencio reinaba en el alto edificio. Todos los asientos estaban ocupados, y llenos los bancos de la galería superior. La iglesia era de planta cuadrada, desnuda de decoración, tan sencilla y funcional como el evangelio que se rezaba desde el púlpito pintado de blanco. Había un coro que vestía ropajes negros, un armonio moderno y ventanales altos de cristales transparentes. La iluminación procedía de unas lámparas de gas, y una gran estufa negra y panzuda podía proporcionar un calor ruidoso, aunque esa mínima comodidad no iba a ser necesaria todavía durante bastantes meses. Dentro de la iglesia el ambiente era ahora caluroso; no tanto como en pleno verano, cuando la atmósfera llegaba a resultar asfixiante, pero en aquel día templado de primavera el calor era suficiente para que las devotas se abanicaran, aunque el dramático silencio del reverendo Elial se alargó tanto que, uno tras otro, los abanicos de papel se posaron en los regazos, de modo que pareció que todas las personas presentes en el severo interior de aquella iglesia mantenían una inmovilidad de estatuas.

Todos esperaban, atreviéndose apenas a respirar. El reverendo Elial, cabellos blancos, barba blanca, ojos llameantes, severo, alargó el silencio mientras saboreaba la palabra en su interior. Había encontrado la palabra precisa decidió, una buena palabra, una palabra oportuna, una palabra extraída del texto sagrado, de modo que con una profunda aspiración alzó despacio la mano hasta que pareció que todos los corazones presentes entre los altos muros de aquel edificio retenían sus latidos.

—¡Vómito! —aulló el reverendo Elial, y un niño de la galería rompió a llorar en voz alta, asustado por el poder explosivo de aquella palabra. Algunas mujeres tragaron saliva.

El reverendo Elial golpeó con su puño derecho la barandilla del púlpito, con tanta fuerza que el ruido levantó ecos en toda la iglesia como si fuera un disparo. Al terminar un sermón, era frecuente que tuviera las manos magulladas, y el poder de su predicación rompía cada año los lomos de media docena de Biblias por lo menos.

—¡La esclavocracia no tiene más derecho a llamarse cristiana que un perro a llamarse a sí mismo caballo! ¡O un mono a llamarse hombre! ¡Pecado y perdición! ¡Pecado y perdición! ¡La esclavocracia está enferma de pecado, contaminada de perdición!

El sermón había alcanzado ese punto en que ya no necesitaba resultar coherente, porque ahora la lógica de su exposición podía dar paso a una serie de evocaciones emocionales que remacharían con fuerza el mensaje en los corazones de los oyentes y les fortalecería contra una semana más de tentaciones mundanas. El reverendo Elial había estado predicando durante hora y cuarto, y aún seguiría durante al menos media hora más, pero en los siguientes diez minutos su intención era arrastrar a la congregación a un frenesí de indignación.

La esclavocracia, les dijo, estaba condenada a los abismos más profundos del infierno, a ser arrojada al lago de azufre hirviente en el que los condenados sufren tormentos de dolor indescriptible para toda la eternidad. El reverendo Elial Starbuck solía adornar sus sermones con descripciones del infierno que hacían rechinar los dientes, y ahora ofreció un repaso en cinco minutos de aquel lugar de horrores, provocando en su auditorio una repugnancia tal que algunos de los hermanos más débiles de la congregación llegaron al borde del desmayo. En una parte de la galería superior, se sentaban esclavos del Sur liberados, todos ellos protegidos de alguna manera por la iglesia, y aquellos hombres repitieron como un eco las palabras del reverendo, formando un contrapunto que las engalanó y enriqueció de tal modo que la iglesia pareció henchida del Espíritu.

Y a pesar de todo, el reverendo Elial aún consiguió elevar más y más la emoción. Dijo a sus oyentes cómo había sido ofrecida a la esclavocracia la mano tendida de la amistad del Norte, y extendió su propia mano magullada como para ilustrar la bondad pura de aquella oferta.

—¡Les fue ofrecida libremente! ¡Les fue ofrecida justamente! ¡Les fue ofrecida honestamente! ¡Les fue ofrecida amorosamente! —Su mano se tendió más y más hacia la congregación, mientras detallaba la generosidad de los estados del Norte—. ¿Y qué hicieron ellos con nuestra oferta? ¿Qué hicieron? ¿Acaso sabéis qué hicieron? —La última repetición de la pregunta se convirtió en un grito agudo que inmovilizó al auditorio. El reverendo Elial paseó su mirada por la iglesia, desde los bancos de los ricos en las primeras filas hasta los de los pobres en la parte trasera de las galerías, y luego descendió hasta el banco de su propia familia en el que se sentaba su hijo mayor, James, rígido en su nuevo uniforme azul—. ¿Qué hicieron ellos? —La mano del reverendo Elial tajó el aire al responder a su pregunta—. ¡Volvieron a su insensatez! «Porque como el perro vuelve a su vómito, vuelve el necio a su insensatez». —Aquel era el texto escogido por el reverendo Elial Starbuck, tomado del versículo once del capítulo veintiséis del Libro de los Proverbios. Sacudió la cabeza con tristeza, alzó de nuevo la mano y repitió la horrenda palabra en un tono de resignación y perplejidad—. Vómito, vómito, vómito.

La esclavocracia, dijo, se enfangaba en su propio vómito. Se revolcaba en él. Se deleitaba en él. Un cristiano, declaró el reverendo Elial Starbuck, sólo tenía una elección posible en estos días de pesadumbre. Un cristiano debía acorazarse a sí mismo con el escudo de la fe, armarse con las armas de la virtud, y marchar al sur para liberar aquella tierra de los perros sureños que se tragaban su propio vómito. Y los miembros de la esclavocracia son perros, recalcó a sus oyentes, y deben ser azotados igual que perros, castigados como perros hasta oírles proferir sus gañidos de perros.

—¡Aleluya! —se oyó gritar a alguien en la galería, mientras en el banco de los Starbuck, justo debajo del púlpito, James Starbuck sintió un hormigueo de satisfacción piadosa porque se disponía a llevar a cabo la obra de Dios en el ejército de su país, y a continuación se sintió acometido por un acceso contrapuesto de miedo, ante el temor de que la esclavocracia no encajara los azotes con la docilidad de un perro asustado. James Elial MacPhail Starbuck tenía veinticinco años, pero lo escaso de sus cabellos negros y su perpetua expresión de preocupación dolorida le hacían parecer diez años mayor. Podía consolarse de su calvicie con el espesor frondoso de su barba, que casaba bien con su considerable estatura y su corpulencia. Más parecido a la familia de su madre que a la del padre, sin embargo estaba dotado de la constancia paterna en el trabajo y, a pesar de que sólo hacía cuatro años que se había graduado en leyes en la Dane Law School de Harvard, se hablaba ya de él como futuro miembro de la Comunidad de Massachusetts, y su reputación, sumada a las solicitaciones de su famoso padre, le había valido un puesto en el Estado Mayor del general Irvin McDowell. Aquel sermón iba a ser el último que James oiría de su padre en muchos meses, porque a la mañana siguiente viajaba en diligencia a Washington para hacerse cargo de sus nuevas tareas.

—¡Debemos obligar al Sur a gañir como el perro que vuelve sobre su propio vómito!

El reverendo Elial empezó la recapitulación que, a su vez, había de dar paso a la conclusión vibrante y emotiva del sermón, pero uno de los fieles no esperó a los consabidos fuegos artificiales del final. En la galería baja del fondo de la iglesia, la puerta de uno de los bancos cerrados se abrió, y un hombre joven se levantó, recorrió de puntillas los pocos pasos que le separaban de la puerta, y salió por ella al vestíbulo. Las pocas personas que se dieron cuenta de su marcha supusieron que se encontraba mal, aunque lo cierto era que Adam Faulconer no estaba físicamente enfermo, sino apenado. Se detuvo en los escalones que daban a la calle para respirar a fondo, mientras a su espalda la voz del predicador se alzaba y descendía, amortiguada ahora por los muros de granito de la iglesia.

Adam se parecía a su padre hasta un punto asombroso. Tenía los mismos hombros anchos, su corpulencia y la expresión resuelta de su rostro, el mismo cabello rubio, ojos azules y barba cuadrada bien recortada. Su rostro era serio e inspiraba confianza, aunque en ese momento era también un rostro lleno de confusión.

Adam había venido a Boston después de recibir una carta de su padre en la que le describía la llegada de Starbuck a Richmond. Washington Faulconer aludía de pasada a los problemas de Nate, y continuaba así su carta: «En tu honor, voy a ofrecerle refugio y todo cuanto necesite. Doy por supuesto que se quedará aquí todo el tiempo que juzgue oportuno, e incluso deseo que sea para siempre, pero sospecho que lo único que le retiene en Virginia es el miedo a su familia. Tal vez, si consigues distraer un poco de tiempo a tus empeños», Adam advirtió el rencor latente de su padre en la elección de esa última palabra, «podrías informar a la familia de Nate de que su hijo se encuentra arrepentido, humillado y depende de la caridad ajena, para ver si de ese modo consigues su perdón».

Adam había querido visitar Boston. Sabía que era la ciudad más influyente del Norte, un lugar donde brillaban la ciencia y la piedad, y donde esperaba encontrar a hombres capaces de darle alguna esperanza de paz; pero también esperaba encontrar allí algo de paz para Nate Starbuck, y con esa finalidad se había dirigido a la casa del reverendo Elial Starbuck, pero el reverendo, advertido del objetivo de Adam, se negó a recibirlo. Ahora que Adam había oído predicar al padre de su amigo, se convenció de que había tan pocas esperanzas de paz para América como para Nate. A medida que el veneno iba desparramándose desde lo alto de aquel púlpito, Adam comprendió que, en tanto que ese encono no encontrara un exutorio, no habría ningún acuerdo de compromiso. La Comisión para la Paz Cristiana no servía de nada, porque las distintas iglesias de América eran tan impotentes para traer la paz como la llama de una vela para fundir el lago Wenham en mitad del invierno. América, la tierra sagrada de Adam, debía ir a la guerra. Aquello carecía de sentido para él, porque no entendía cómo podían unos hombres decentes llegar a pensar que la guerra era capaz de resolver los problemas mejor que la razón y la buena voluntad; pero poco a poco y a regañadientes, Adam empezó a comprender que los principales estímulos de la Humanidad no eran la buena voluntad y la razón, y que la pasión, el amor y el odio eran los deleznables combustibles que impulsaban ciegamente la historia hacia delante.

Adam paseó por las prósperas y bien ordenadas calles del Boston residencial, bajo los árboles engalanados con un follaje renovado y junto a las altas y limpias casas alegremente decoradas con banderas y gallardetes patrióticos. Incluso los carruajes que esperaban para devolver a los fieles a sus cómodos hogares lucían banderas americanas. Adam amaba aquella bandera, y sentía que se le humedecían los ojos al pensar en todo lo que representaba, pero ahora reconocía en sus estrellas brillantes y sus anchas barras un emblema tribal que se enarbolaba con odio, y supo que todo aquello por lo que había trabajado estaba a punto de verse fundido en el crisol. Iba a haber guerra.

* * *

Thomas Truslow era un hombre robusto de pelambrera oscura, rostro afilado de pedernal y mirada hostil, con la piel mugrienta y las ropas relucientes de grasa. Llevaba el pelo negro largo y revuelto, igual que la espesa barba, que sobresalía pugnaz de su rostro curtido. Calzaba unas botas claveteadas de suela gruesa, iba tocado con un sombrero de ala ancha y vestía unos pantalones vaqueros de Kentucky muy sucios y una camisa de confección casera, arremangada, que mostraba los fibrosos músculos de sus brazos. En el antebrazo derecho llevaba tatuado un corazón con la extraña leyenda «Emly» en su interior, y a Starbuck le costó unos segundos darse cuenta de que debía de tratarse de un «Emily» mal escrito.

—¿Te has perdido, chico?

Aquella criatura de aspecto tan rudo y poco atractivo se dirigía ahora a Starbuck. Truslow tenía en las manos un antiguo mosquete de chispa con una boca amenazadoramente oscurecida que apuntaba sin temblar a la cabeza de Starbuck.

—Busco al señor Thomas Truslow —dijo Starbuck.

—Yo soy Truslow.

La boca del mosquete no se apartó, y tampoco aquellos ojos de un tono extrañamente claro. Cuando todo quedó dicho y hecho, Starbuck pensó que aquellos ojos fueron lo que más le desconcertó. Podías lavar a aquel bruto, recortarle la barba, frotarle la cara y vestirlo con un traje de domingo, y aquellos ojos salvajes seguirían irradiando el mensaje estremecedor de que Thomas Truslow no tenía nada que perder.

—Le traigo una carta de Washington Faulconer.

—¡Faulconer! —La repetición del nombre fue acompañada por una carcajada desprovista de alegría—. Quiere que me aliste en su legión, ¿no es así?

—Así es, señor Truslow, sí.

Starbuck se esforzaba en hablar en tono normal y disimular el miedo que le producían aquellos ojos y la violencia latente que emanaba de Truslow, tan espesa como el humo de una hoguera de leña verde. Tenía la sensación de que en cualquier momento algún mecanismo mal ajustado podía activar, en el cerebro oscuro que había detrás de aquellos ojos pálidos, la chispa que desencadenaría una explosión de violencia destructiva y arrasadora. Era una amenaza muy próxima a la de la locura, y muy alejada del mundo razonable de Yale y de Boston, y de la agradable mansión de Washington Faulconer.

—Se ha tomado su tiempo antes de venir a buscarme, ¿eh? —dijo Truslow en tono suspicaz.

—Ha estado en Richmond. Pero envió en su busca a un hombre llamado Ethan Ridley la semana pasada.

El nombre de Ridley hizo que Truslow saltara como una serpiente hambrienta. Agarró la chaqueta de Starbuck con la mano izquierda, y dio un tirón tal que Starbuck apenas pudo mantener un equilibrio precario en la silla. Notó el olor a tabaco rancio del aliento de Truslow, y vio las migajas de comida prendidas de los rizos de su barba de alambre. Los ojos enloquecidos traspasaron el rostro de Starbuck.

—¿Ridley estuvo aquí?

—Tengo entendido que le visitó, sí.

Starbuck trataba de mostrarse cortés e incluso digno, pero se acordó de una ocasión en que su padre intentó predicar a unos estibadores inmigrantes medio borrachos que trabajaban en los muelles de la bahía de Boston, y cómo incluso el impresionante reverendo Elial apenas pudo mantener la compostura delante de aquellos brutos maníacos. La buena crianza y la educación, reflexionó Starbuck, son de muy poca ayuda cuando uno ha de enfrentarse a la naturaleza en bruto.

—Dijo que usted no estaba.

Truslow soltó la chaqueta de Starbuck con la misma brusquedad con la que la había agarrado, y al mismo tiempo hizo un ruido gutural, a medias de amenaza y de desconcierto.

—Yo no estaba —dijo, pero en un tono distante, como si intentara asimilar una información nueva e importante—, pero tampoco me ha dicho nadie que él viniera aquí. Vamos, chico.

Starbuck se colocó bien su chaqueta, y al hacerlo removió ligeramente su revólver Savage en la funda.

—Como le decía, señor Truslow, le he traído una carta del coronel Faulconer…

—¿Ahora es coronel? —rio Truslow. Había empezado a caminar delante de Starbuck, obligando al norteño a seguirle a un claro del bosque bastante amplio en el que se alzaba su casa. En una parcela de cultivo, las hortalizas bien regadas se alineaban en largas hileras, y había también un pequeño huerto con frutales en flor de un blanco luminoso. La casa era una simple cabaña de troncos, de una sola planta, coronada por una robusta chimenea de piedra, de la que ascendía un hilo de humo. La cabaña tenía un aspecto destartalado y la rodeaban pilas desordenadas de leña, carretas rotas, caballetes para serrar y barriles. Un perro manchado, al ver a Starbuck, se puso a ladrar y a tirar con furia de la cadena que lo sujetaba, dispersando a una bandada de gallinas asustadas que picoteaban en el polvo.

—Bájate del caballo, chico —ordenó Truslow a Starbuck.

—No quiero entretenerle, señor Truslow. Aquí tengo la carta del señor Faulconer.

Starbuck buscó en el interior de su chaqueta.

—¡He dicho que te bajes del maldito caballo! —Truslow repitió la orden con tal aullido de furia que incluso el perro, que parecía más salvaje que su propio amo, calló de repente y volvió con el rabo entre las piernas a la sombra del porche desvencijado—. Tengo trabajo para ti, chico —añadió Truslow.

—¿Trabajo?

Starbuck se apeó de la silla preguntándose a qué clase de infierno había ido a parar. Truslow se apoderó de las riendas del caballo y las ató a un poste.

—Estoy esperando a Roper —dijo por toda explicación—, pero mientras llega, tú mismo servirás. Es ahí, chico.

Señaló un pozo profundo abierto más allá de las carretas rotas. Era un pozo de serrar, de unos dos metros y medio de hondo, y atravesado por un tronco de árbol en el que estaba profundamente hundida una sierra de doble mango.

—¡Salta, chico! Tú serás el hombre de abajo —ordenó Truslow.

—¡Señor Truslow! —Starbuck hizo un intento de conjurar aquella locura apelando a la razón.

—¡Salta de una vez, chico!

El tono de voz habría hecho obedecer al mismo diablo, y Starbuck dio un paso involuntario hacia el borde del pozo, pero luego se impuso su tozudez innata.

—No he venido aquí para trabajar.

Truslow sonrió.

—Tienes un arma, chico. Será mejor que te prepares para utilizarla.

—Sólo he venido a traerle esta carta.

Starbuck extrajo el sobre del bolsillo interior.

—Podrías matar un búfalo con esa pistola, chico. ¿Quieres usarla contra mí? ¿O prefieres trabajar para mí?

—Quiero que lea esta carta…

—O trabajas o luchas, chico. —Truslow se acercó un par de pasos a Starbuck—. Me importa un saco de mierda lo que quieres, pero no voy a esperar todo el día a que te decidas por una cosa u otra.

Había un tiempo para luchar, pensó Starbuck, y un tiempo para decidir que iba a ser el hombre de abajo en un pozo para serrar. Saltó, y aterrizó en una mezcla de barro, serrín y virutas.

—Quítate la chaqueta, chico, y dame también esa cochina pistola.

—¡Señor Truslow! —Starbuck hizo un último esfuerzo para mantener siquiera un atisbo de control sobre aquella entrevista—. ¿Querrá usted leer esta carta?

—Escucha, chico, esa carta no es más que palabras, y las palabras aún no han llenado la tripa de nadie. Tu coronel de opereta me está pidiendo un favor, y tendrás que trabajar para merecer una respuesta. ¿Me has entendido? De haber venido el mismísimo Washington Faulconer, también le habría hecho bajar al fondo de este pozo, de modo que deja de gimotear, quítate la chaqueta, agarra el mango y trabaja.

De modo que Starbuck dejó de gimotear, agarró el mango de la sierra y trabajó.

* * *

A Starbuck le pareció estar hundido en el fango debajo de un demonio maldiciente y vengativo. La gran sierra, al morder el tronco, arrojaba continuamente sobre él una ducha de polvo y virutas que se metían en sus ojos e inundaban su boca y sus narices, pero cada vez que apartaba una mano del mango de la sierra para limpiarse la cara, Truslow lanzaba un reniego.

—¿Qué te pasa, chico? ¿Me estás vacilando? ¡Trabaja!

El tronco de pino atravesado sobre el pozo debía de ser, a juzgar por su tamaño, más viejo que la República. Truslow informó refunfuñando a Starbuck de que tenía intención de cortarlo en planchas destinadas al suelo nuevo que estaban instalando en los grandes almacenes de Hankey's Ford, y no pensaba retrasarse en la entrega.

—Con éste y dos troncos más será suficiente —anunció Truslow, antes incluso de que llegaran a la mitad del primer corte, en cuyo momento a Starbuck le dolían los músculos y las manos como si les hubieran prendido fuego.

—¡Tira, chico, tira! —gritó Truslow—. ¡No puedo cortar recto si tú estás pensando en las musarañas!

La hoja de la sierra tenía tres metros de largo y se suponía que debía ser impulsada por igual por el hombre de arriba y el de abajo, pero era Thomas Truslow, plantado encima del tronco con sus botas de clavos, quien hacía la mayor parte del trabajo. Starbuck intentaba ayudar. Comprendió que su papel consistía en tirar fuerte hacia abajo, porque ése era el movimiento con mayor poder de corte, y si intentaba empujar demasiado hacia arriba corría el peligro de mellar la sierra, de modo que era preferible dejar que fuera Truslow quien tirara de la gran hoja de acero en esa dirección; pero aunque el movimiento de ascenso daba a Starbuck un instante de alivio agradecido, de inmediato daba paso al decisivo y brutal tirón hacia abajo. Starbuck estaba ya empapado de sudor.

Pudo haber parado. Pudo negarse a trabajar un solo instante más, y soltar el gran mango de madera para gritar a aquel loco que, aunque de forma inexplicable, el coronel Faulconer le ofrecía una prima de cincuenta dólares por enrolarse como soldado, pero se dio cuenta de que Truslow le estaba poniendo a prueba, y de pronto se sintió molesto por esa actitud típicamente sureña que daba por supuesto que él era un debilucho de Nueva Inglaterra, demasiado educado para resultar fiable en un trabajo para hombres de verdad. Había sido engañado por Dominique, condenado como beato por Ethan Ridley, y ahora se veía ridiculizado por aquel bandido mugriento que apestaba a tabaco, barbudo y andrajoso, y la rabia de Starbuck le hizo tirar hacia abajo de la sierra una y otra y otra vez, de modo que la gran hoja metálica cantaba al cortar el corazón del tronco como la campana de una iglesia.

—¡Ahora lo has cogido! —gruñó Truslow.

—Y maldito, maldito, maldito seas —decía Starbuck entre dientes, jadeante. Se sintió enormemente osado al perjurar de esa manera, aunque fuera entre dientes, porque aunque el diablo situado encima de él no podía oír sus insultos, su ángel de la guarda sí podía hacerlo desde el cielo, y Starbuck era consciente de estar añadiendo otro pecado a la enorme lista de los que figuraban ya a su cargo. Y perjurar era uno de los pecados más graves, casi tan malo como robar. A Starbuck le habían enseñado a odiar la blasfemia y a despreciar a los maldicientes, e incluso las semanas de profanidad transcurridas junto a la deslenguada compañía teatral del mayor Trabell no habían acallado su mala conciencia en relación con los juramentos; pero de alguna forma necesitaba desafiar a Dios tanto como a Truslow en aquel momento, y por eso siguió escupiendo el insulto para darse ánimos.

—¡Para! —gritó de pronto Truslow, y Starbuck temió por un instante que hubiera oído los insultos que murmuraba, pero el alto sólo se debía a la necesidad de ajustar la posición del tronco. La sierra había cortado hasta llegar a escasos centímetros del borde del pozo, de modo que ahora había que desplazar el tronco.

—¡Sujeta ahí, chico! —Truslow señaló una rama gruesa que acababa en una horcajadura—. Agarra fuerte el extremo, y álzalo cuando yo te diga.

Starbuck lo levantó, y el enorme tronco se movió penosamente pulgada a pulgada hasta su nueva posición. Luego hubo un respiro mientras Truslow clavaba cuñas con un mazo en el corte de la sierra.

—¿Y qué es lo que me ofrece Faulconer? —preguntó Truslow.

—Cincuenta dólares. —Starbuck habló desde el fondo del pozo y se preguntó cómo habría adivinado Truslow que le ofrecían algo más que al resto de los mortales—. ¿Quiere que le lea yo la carta?

—¿Estás sugiriendo que no sé leer, chico?

—Pues deje al menos que le dé la carta.

—Cincuenta, ¿eh? Cree que puede comprarme, ¿verdad? Faulconer piensa que puede comprar lo que se le antoje, ya sea un caballo, un hombre o una puta. Pero al final se cansa de todo lo que compra, y tú y yo no seremos diferentes.

—A mí no me ha comprado —dijo Starbuck, y su mentira fue recibida con un silencio burlón por Truslow—. El coronel Faulconer es un buen hombre —insistió Starbuck.

—¿Sabes por qué razón liberó a sus negros? —preguntó Truslow.

Pecker Bird le había dicho que el motivo de la manumisión fue enfurecer a la esposa de Faulconer, pero Starbuck no había dado crédito a esa historia, y no tenía intención alguna de repetirla.

—Porque era lo correcto —dijo, desafiante.

—Pudo haber sido por eso —admitió Truslow—, pero lo hizo por otra mujer. Roper te lo contará. Ella era un pimpollito de iglesia de Filadelfia que vino a decirnos a los del Sur cómo debíamos organizar nuestras vidas, y Faulconer se dejó engatusar por ella. Lo convenció de que tenía que liberar a sus negros antes de acostarse con ella, y él cumplió su parte del trato, pero ella no. —Truslow soltó una gran carcajada, como mofándose de esa prueba de tontería supina—. Ella se rio de él delante de toda Virginia, y por eso se ha puesto a montar su Legión, para restablecer su orgullo. Se imagina como un héroe de guerra virginiano… Ahora sujeta, chico.

Starbuck sintió que tenía que defender a su héroe.

—¡Es un buen hombre!

—Puede permitirse ser bueno. Es más rico que listo… sujeta ahora, chico. ¿O te asusta trabajar duro, es eso? Te digo una cosa, chico, el trabajo tiene que ser duro. No hay pan que sepa bien si se gana con facilidad. De modo que sujeta. Roper llegará enseguida. Me dio su palabra, y Roper no falta a su palabra. Pero has de seguir con esto hasta que llegue.

Starbuck sujetó, tensó, empujó, y recomenzó de nuevo el mismo ritmo infernal. No se atrevió a pensar en las ampollas que se estaban formando en sus manos, ni en los músculos de la espalda, los brazos y las piernas, que le ardían. Se concentró sólo, ciegamente, en tirar hacia abajo de la sierra, romper con los dientes de acero la madera amarilla y cerrar los ojos ante la lluvia continua de serrín. En Boston, pensó, tenían grandes sierras circulares movidas a vapor que podían partir una docena de troncos y convertirlos en planchas en el mismo tiempo que costaba un solo corte con aquella sierra de mango, de modo que ¿por qué, en nombre de Dios, todavía había hombres que seguían utilizando los pozos de serrar?

Hicieron una nueva pausa mientras Truslow clavaba más cuñas en el tronco cortado.

—¿Y para qué se hace esta guerra, chico?

—Por los derechos de los Estados —fue todo lo que pudo contestar Starbuck.

—¿Qué demonios quiere decir eso?

—Quiere decir, señor Truslow, que en América no hay consenso sobre cómo debe ser gobernada América.

—Podrías llenar un tonel con todas esas palabras, chico, y ni siquiera tendríamos un dedal de sustancia. Creía que ya teníamos una Constitución que nos decía cómo gobernarnos a nosotros mismos.

—La Constitución nos ha fallado, señor Truslow.

—¿Quieres decir que no vamos a luchar para quedarnos con nuestros negros?

—Oh, Dios bendito —suspiró Starbuck. En una ocasión había prometido solemnemente a su padre que jamás permitiría que se pronunciara esa palabra en su presencia, pero desde que conoció a Dominique Demarest había ignorado su promesa. Starbuck sintió que toda su rectitud, todo su honor, se le escurrían como arena entre los dedos.

—Bueno, chico, ¿vamos a luchar por nuestros negros, o no?

Starbuck se recostó exhausto en la pared de tierra del pozo. Se obligó a sí mismo a responder.

—Una facción del Norte desea con ardor la abolición de la esclavitud, sí. Otros sólo desean impedir que se extienda hacia el oeste, pero lo único que pretende la mayoría es que los Estados esclavistas no dirijan la política del resto de América.

—¿Qué les importan los negros a los yanquis? Ellos no tienen.

—Es una cuestión de moralidad, señor Truslow —dijo Starbuck, mientras intentaba enjugar el sudor mezclado con serrín de sus ojos con una manga cubierta también de serrín.

—¿Dice la Constitución algo que valga una cagada de castor sobre moralidad? —preguntó Truslow con aire de hablar en serio.

—No, señor. No, señor, no lo dice.

—Siempre que un hombre me habla de moral, acabo por comprobar que no sabe de lo que está hablando. A menos que sea un predicador. De modo que ¿qué piensas que tendríamos que hacer con los negros, chico? —preguntó Truslow.

—Pienso, señor… —Starbuck pensaba más que en ninguna otra cosa que desearía estar en cualquier otra parte antes que en aquel pozo de barro y serrín, contestando las preguntas de aquel blasfemo—, pienso, señor… —repitió mientras buscaba con desesperación algún argumento que tuviera sentido— que todos los hombres, de cualquier color, tienen los mismos derechos ante Dios y ante los hombres, y merecen la misma proporción de dignidad y de felicidad.

Starbuck se dio cuenta de que estaba hablando como su hermano mayor, James, que podía hacer que cualquier frase en sus labios sonara pomposa y carente de vida. Su hermano habría hablado sobre los derechos de las personas de color con una voz apta para suscitar ecos en los coros angélicos, pero a Starbuck le faltaba la energía necesaria para ese género de desafío.

—En resumen, ¿a ti te gustan los negros?

—Creo que son criaturas de Dios como nosotros, señor Truslow.

—Los puercos también son criaturas de Dios, pero no por eso dejo de matarlos cuando llega la época de las bayas. ¿Apruebas la esclavitud, chico?

—No, señor Truslow.

—¿Por qué no, chico?

La voz rasposa y burlona le llegaba de lo alto, del cielo luminoso. Starbuck intentó recordar los argumentos de su padre, no sólo el fácil de que ningún hombre tiene derecho de propiedad sobre otro, sino los más complejos, como que la esclavitud esclaviza al propietario tanto como a la víctima, y lo degrada, y niega la dignidad divina de hombres que son la imagen en ébano de Dios; o que la economía esclavista se empobrece al obligar a los artesanos blancos a emigrar hacia el norte y el oeste. Pero ninguna de esas respuestas complejas y convincentes le pareció adecuada para la ocasión, y se limitó a una simple condena:

—Porque está mal.

—Hablas como una mujer, chico —rio Truslow—. Así que Faulconer cree que yo debería luchar por sus amigos esclavistas, cuando en estas montañas nadie puede permitirse alimentar y dar de beber a un negro. Dime, ¿por qué he de luchar yo para ellos que sí que pueden hacerlo?

—No lo sé, señor, de verdad que no lo sé. —Starbuck estaba demasiado cansado para discutir.

—Entonces se supone que he de luchar por cincuenta pavos, ¿no es eso? —La voz de Truslow era mordaz—. Sujeta fuerte, chico.

—Oh, Dios.

Las ampollas de las manos de Starbuck se habían reventado dejando tiras de piel desgarrada y de carne viva que rezumaba sangre, pero no le quedó más opción que aferrar el mango de la sierra y tirar hacia abajo. El dolor del primer tirón le hizo gemir en voz alta, pero aquel sonido lo avergonzó y le ayudó a soportar la agonía, mientras los dientes de acero mordían con rabia la madera.

—¡Eso es, chico! ¡Vas aprendiendo!

Starbuck se sintió morir, como si todo su cuerpo se hubiera convertido en un tallo dolorido que se agachaba y empujaba, se agachaba y empujaba, y perdida la vergüenza dejó descansar el peso de su cuerpo contra el mango de la sierra después de cada tirón hacia abajo, de forma que Truslow captara su cansancio y le concediera un respiro de unos instantes antes de empujar de nuevo hacia abajo la sierra. El mango estaba empapado de sangre, el aliento le quemaba en la garganta, las piernas apenas le sostenían, y sin embargo el acero dentado seguía mordiendo arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo sin compasión.

—¿No estarás cansado ya, chico?

—No.

—Apenas hemos empezado. Ve a ver la iglesia del pastor Mitchell en Nellysford, chico, y allí verás el suelo de pino que mi papi y yo serramos en un solo día. ¡Tira, chico, tira!

Starbuck nunca había trabajado de ese modo. A veces, en invierno, había ido a la casa de su tío Matthew en Lowell a serrar hielo del lago helado para llenar de hielo la casa de la familia, pero esas excursiones habían sido una ocasión para divertirse, hacer batallas de nieve o patinar por las orillas del lago bajo los carámbanos que colgaban de las ramas de los árboles. Esta forma de serrar la madera era implacable, cruel, despiadada, pero no quería darse por vencido porque era consciente de que todo su ser, su futuro, su carácter, su alma misma estaban siendo pesados en la furiosa balanza del desprecio de Thomas Truslow.

—Sujeta ahí, chico, es el momento para otra cuña.

Starbuck soltó el mango de la sierra, se tambaleó, tropezó y medio se cayó contra la pared del pozo. Las manos le dolían demasiado para doblarlas. Le faltaba el aliento. Se dio cuenta a medias de que había otro hombre de pie junto al pozo y de que había estado charlando con Truslow a lo largo de los últimos penosos minutos, pero no quiso mirar arriba ni ver a quien estaba siendo testigo de su humillación.

—¿Has visto alguna vez algo parecido, Roper? —sonó la voz de Truslow, burlona.

Starbuck siguió sin alzar la vista.

—Éste es Roper, chico —dijo Truslow—. Salúdale.

—Buenos días, señor Roper —consiguió decir Starbuck.

—¡Te ha llamado señor! —Truslow lo encontró divertido—. Dice que vosotros los negros sois criaturas de Dios, Roper. Dice que tenéis los mismos derechos que él mismo ante Dios. ¿Crees que es así como lo ve Dios, Roper?

Roper examinó al agotado Starbuck unos instantes, antes de contestar.

—Creo que Dios me acogerá en su seno mucho antes de que él haya acabado de serrar ese tronco —dijo por fin, y Starbuck levantó por fin de mala gana la vista y vio que Roper era un hombre negro y alto que parecía de lo más divertido con la declaración de derechos de Starbuck—. No parece servir para gran cosa, ¿verdad? —añadió Roper.

—No es mal trabajador —dijo Truslow, saliendo de forma asombrosa en defensa de Starbuck; y éste, al oírlo, se sintió como si nunca en la vida hubiese recibido un cumplido la mitad de valioso. Truslow, una vez pronunciado el elogio, saltó al fondo del pozo—. Ahora te enseñaré cómo se hace, chico.

Truslow aferró el mango lleno de sangre de la sierra, hizo una seña a Roper y de pronto la gran hoja de acero empezó a subir y bajar velozmente al imprimirle los dos hombres un ritmo ya muy practicado.

—¡Así es como se hace! —gritó Truslow por encima del chirrido de la sierra al embobado Starbuck—. ¡Deja que sea el acero el que trabaje! No te pelees con él, deja que se deslice por la madera. Roper y yo podemos cortar la mitad de los bosques de América sin perder el resuello.

Truslow utilizaba sólo una mano y se había colocado a un lado del tronco, de modo que la lluvia de polvo y virutas no le caía en la cara.

—¿Y qué es lo que te ha traído aquí, chico?

—Ya se lo he dicho, una carta de…

—Quiero decir, ¿qué hace un yanqui en Virginia? Tú eres un yanqui, ¿verdad?

Starbuck se acordó del comentario de Washington Faulconer de que ese hombre odiaba a los yanquis, pero decidió desafiarlo.

—Y estoy orgulloso de serlo.

Truslow escupió jugo de tabaco hacia un rincón del pozo.

—¿Y qué has venido a hacer aquí?

Starbuck decidió que no era el momento de hablar de Mademoiselle Demarest ni de la compañía del Tío Tom, y ofreció una versión abreviada y menos patética de su historia:

—He roto con mi familia, y el señor Faulconer me ha acogido en su casa.

—¿Por qué él?

—Soy buen amigo de Adam Faulconer.

—¿De verdad? —Truslow pareció aprobar aquello—. ¿Y dónde está Adam ahora?

—Lo último que hemos sabido de él es que estaba en Chicago.

—¿Qué hacía allí?

—Trabaja con la Comisión para la Paz Cristiana. Se reúnen para rezar y para intentar llegar a acuerdos.

Truslow se echó a reír.

—Ni los acuerdos ni los rezos servirán de nada, porque América no quiere la paz, chico. Vosotros los yanquis queréis decirnos cómo hemos de vivir nuestras vidas, igual que hicieron los ingleses el siglo pasado, y nosotros no estamos dispuestos a escuchar, ni ahora ni entonces. Y tampoco es asunto vuestro. El dueño de la casa usa siempre la mejor escoba, chico. Te voy a decir lo que quiere el Norte. —Mientras hablaba, Truslow seguía empujando la sierra arriba y abajo con el mismo ritmo incansable—. El Norte quiere darnos más gobierno, eso quiere. Son esos prusianos, les tengo calados. Se empeñan en explicar a los yanquis cómo se puede mejorar el gobierno, y vosotros los yanquis sois tan tontos como para escucharles, pero te digo que ahora ya es demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde?

—No puedes recomponer un huevo roto, chico. América se ha partido en dos, y el Norte va a venderse a los prusianos, mientras que nosotros seguiremos haciendo lo que nos dé la gana, igual que ahora.

Starbuck estaba demasiado cansado para profundizar en las extraordinarias teorías de Truslow sobre Prusia.

—¿Y la guerra?

—Tenemos que ganarla. Echar a los yanquis. Yo no les digo a ellos cómo deben vivir, de modo que tampoco quiero que ellos intenten siquiera decírmelo a mí.

—Entonces, ¿luchará? —preguntó Starbuck, que empezó a abrigar una débil esperanza de que su misión tuviera éxito.

—Pues claro que lucharé. Pero no por cincuenta dólares.

Truslow se tomó un descanso mientras Roper clavaba una cuña en el nuevo corte. Starbuck, que poco a poco iba recuperando el aliento, frunció el ceño.

—No estoy autorizado para subir la oferta, señor Truslow.

—No quiero más dinero. Lucharé porque quiero luchar, y si no quisiera luchar no me comprarían con cincuenta veces cincuenta dólares, pero Faulconer nunca entenderá eso. —Truslow se detuvo un instante para lanzar un nuevo salivazo viscoso de jugo de tabaco al rincón del pozo—. Su padre sí, su padre sabía que un mastín bien cebado no caza, pero ¿Washington? Es un tiquismiquis y está acostumbrado a pagar por todo lo que quiere, pero yo no estoy en venta. Lucharé para que América siga siendo como es, chico, porque tal como es ahora es el mejor condenado país de todo el condenado mundo, y si eso significa matar a un montón de norteños de mierda de pollo, pues adelante. ¿Estás listo, Roper?

La sierra volvió a chirriar, y Starbuck se preguntó por qué Washington Faulconer estaba dispuesto a pagar tanto dinero para alistar a Truslow. ¿Era sólo porque aquel hombre podía traer consigo a otros hombres duros de las montañas? Si ése era el caso, pensó Starbuck, sería dinero bien empleado, porque un regimiento de diablos muertos de hambre como Truslow sin duda sería invencible.

—Y tú, ¿para qué estás estudiando, chico? —Truslow siguió serrando mientras preguntaba.

Starbuck tuvo la tentación de mentir, pero no tenía ni energía ni ganas de inventar una historia falsa.

—Para predicador —dijo en tono cansado.

La sierra se detuvo bruscamente, y Roper empezó a protestar de que le había roto el ritmo. Truslow ignoró la protesta.

—¿Tú eres un predicador?

—Estaba estudiando para ser ministro de la Iglesia. —Starbuck utilizó ahora una definición más precisa.

—¿Un hombre de Dios?

—Supongo que sí… Sí, exactamente.

Salvo que ahora sabía que no era digno, y la conciencia de su degradación le amargaba.

Truslow miraba incrédulo a Starbuck y de pronto, en un gesto asombroso, se limpió las manos en la ropa mugrienta como si intentara adecentarse en honor de su visitante.

—Tengo trabajo para ti —anunció, decidido.

Starbuck echó una ojeada a la odiosa sierra dentada.

—Pero…

—Trabajo de predicador —dijo Truslow, en tono seco—. ¡Roper! La escalera.

Roper dejó caer al fondo del pozo una tosca escalera y Starbuck, vacilante por el dolor de sus manos, subió tanteando con cautela los travesaños sin pulir.

—¿Has traído tu libro? —preguntó Truslow mientras subía la escalera detrás de Starbuck.

—¿Qué libro?

—Todos los predicadores tienen libros. No importa, hay uno en casa. ¡Roper! ¿Puedes acercarte a caballo a casa de Decker? Di a Sally y a Robert que vengan enseguida. Coge el caballo de este hombre. ¿Cómo se llama usted, señor?

—Starbuck. Nathaniel Starbuck.

Era evidente que aquel nombre no significaba nada para Truslow.

—Llévate la yegua del señor Starbuck —gritó a Roper—, ¡y dile a Sally que no admito un «no» por respuesta! —Todas esas instrucciones fueron voceadas por Truslow por encima del hombro, mientras corría hacia su cabaña de troncos. El perro se apresuró a hacerse a un lado cuando pasó su amo, y luego clavó una mirada malévola en Starbuck, sin dejar de gruñir en tono bajo.

—¿No le importa que me lleve el caballo? —preguntó Roper—. No se preocupe. Lo conozco. Yo solía trabajar para el señor Faulconer. Conozco a esta yegua, se llama Pocahontas, ¿verdad?

Starbuck agitó débilmente una mano para indicar que estaba de acuerdo.

—¿Quién es Sally?

—La hija de Truslow. —Roper soltó una risita mientras desataba las riendas de la yegua y ajustaba la silla—. Es una salvaje, pero ya sabe lo que dicen de las mujeres. Son el anzuelo del diablo, y la joven Sally hará que se condenen unas cuantas almas antes de abandonar este mundo. Ahora no vive aquí. Cuando su madre agonizaba, se largó a la casa de la señora Decker, que no puede soportar a Truslow. —Roper parecía divertirse con los enredos de los humanos. Montó de un salto en la silla de Pocahontas—, ¡Me voy, señor Truslow! —gritó en dirección a la cabaña.

—¡Vete, Roper! ¡Aún estás aquí! —Truslow salió de la casa cargado con una enorme Biblia que había perdido la tapa de atrás y el lomo—. Tenga esto, señor.

Pasó la Biblia desvencijada a Starbuck, se agachó delante de un cubo de agua y se echó con las manos agua de lluvia por la cabeza. Luego procuró alisarse el pelo sucio y enredado para darle cierta apariencia de orden, y se encasquetó el sombrero grasiento antes de hacer una seña a Starbuck.

—Vamos, señor.

Starbuck siguió a Truslow a través del claro. Zumbaban las moscas en el aire caluroso de la tarde. El joven Nathaniel, con la Biblia reposando contra su antebrazo para no castigar más sus manos despellejadas, intentó explicar el malentendido a Thomas Truslow.

—No he sido aún ordenado ministro, señor Truslow.

—¿Qué quiere decir «ordenar»? —Truslow se había detenido en el borde del claro y se estaba desabrochando sus mugrientos pantalones. Miró a Starbuck, evidentemente a la espera de su respuesta, y empezó a orinar—. Mantiene a los ciervos fuera de los sembrados —explicó—. Y bien, ¿qué quiere decir «ordenar»?

—Quiere decir que no he sido llamado por una congregación para ser su pastor.

—Pero ¿te has estudiado el libro?

—Sí, la mayor parte.

—¿Y podrías ser ordenado?

Starbuck se sintió de inmediato asaltado por el sentimiento de culpa en relación con Mademoiselle Demarest.

—Ya no estoy seguro de querer serlo.

—¿Pero podrías? —insistió Truslow.

—Supongo que sí.

—Entonces eres lo bastante bueno para mí. Vamos.

Se abotonó los pantalones y señaló a Starbuck el lugar bajo los árboles donde, en un cuadrado de hierba bien cuidado y vallado, al pie de un árbol reluciente de capullos rojos, había una sencilla tumba. La lápida era una gruesa pieza de madera clavada en la tierra, y en ella había grabada una sola palabra, «Emly». La tumba no parecía antigua, porque en el pequeño túmulo de tierra apenas empezaba a crecer la hierba.

—Era mi mujer —dijo Truslow en un tono de voz sorprendentemente suave, casi tímido.

—Lo siento.

—Murió el día de Navidad.

Truslow parpadeó, y de pronto Starbuck sintió la oleada de pena que emanaba aquel hombre pequeño e imperioso, una oleada tan poderosa y abrumadora como la violencia habitual en Truslow. Éste parecía incapaz de hablar, como si no hubiera palabras para expresar lo que sentía.

—Emily fue una buena esposa —dijo por fin—, y yo fui un buen marido para ella. Ella me hizo bueno. Una buena mujer puede hacerlo con un hombre. Puede conseguir que sea un hombre bueno.

—¿Enfermó? —preguntó Starbuck, incómodo.

Truslow asintió. Se había quitado el sombrero grasiento, y ahora lo sostenía torpemente entre sus fuertes manos.

—Congestión cerebral. No fue una muerte fácil.

—Lo siento —dijo Starbuck incómodo.

—Había un hombre que podía haberla salvado. Un yanqui. —Truslow pronunció la última palabra con un odio concentrado que hizo estremecerse a Starbuck—. Era un doctor de moda, del Norte. Estaba visitando a unos parientes en el valle, el pasado día de Acción de Gracias. —Meneó la cabeza en dirección hacia el oeste para indicar el valle de Shenandoah, más allá de la cadena de montañas—. El doctor Danson me habló de él, dijo que era capaz de hacer milagros, de modo que fui a verle y le supliqué que subiera a ver a mi Emily. Ella no podía moverse, ya ves. Llegué incluso a ponerme de rodillas. —Truslow calló, al recordar la humillación, y luego sacudió la cabeza—. El hombre se negó a venir. Dijo que no podía hacer nada, pero la verdad es que no quiso despegar del sillón su culo gordo y montar a caballo en medio de la lluvia. Me echaron de su casa.

Starbuck no sabía de nadie que hubiera superado una congestión cerebral, y supuso que el doctor yanqui era muy consciente de que cualquier cosa que intentara sería una pérdida de tiempo, pero ¿cómo iba alguien a convencer a un hombre como Thomas Truslow de esa verdad?

—Murió el día de Navidad —siguió diciendo Truslow en voz baja—. La nieve lo cubría todo aquel día, como una alfombra. Estábamos solos ella y yo, la chica se había escapado, maldita sea su piel.

—¿Sally?

—Diablos, sí. —Truslow estaba ahora rígido y con las manos torpemente cruzadas sobre el pecho, casi como si imitara la posición de su querida Emily en la muerte—. Emily y yo no estábamos casados como es debido —confesó a Starbuck—. Se fugó conmigo el año antes de que me alistara como soldado. Yo tenía sólo dieciséis años y ella no era ni un día mayor que yo, pero ya estaba casada. Hicimos mal, y los dos lo sabíamos, pero fue como si no pudiéramos refrenarnos. —Había lágrimas en sus ojos, y a Starbuck le gustó saber que aquel hombre tosco y aparentemente indómito se había comportado en una ocasión de forma tan loca y estúpida como el propio Starbuck—. Yo la amaba —continuó Truslow—, y ésa es la verdad de todo el asunto, por más que el pastor Mitchell no quisiera casarnos porque éramos pecadores.

—Sé de cierto que él nunca debió juzgarles de esa mane: a —dijo Starbuck con voz grave.

—Me temo que sí. Era su deber juzgarnos. ¿Qué otra cosa ha de hacer un predicador, si no es enseñarnos a comportarnos? No me quejo, pero Dios nos castigó, señor Starbuck. Tuvimos muchos hijos, pero sólo una sobrevivió; nos rompió el corazón, y ahora Emily está muerta y yo me he quedado solo. De Dios no se burla nadie, señor Starbuck.

De pronto, inesperadamente, Starbuck sintió una inmensa corriente de simpatía hacia aquel hombre torpe, duro, de carácter difícil, plantado delante de la tumba que hubo de cavar él mismo. O tal vez le ayudó Roper, o uno de los otros fugitivos que vivían en ese valle fuera del alcance de los magistrados y de los recaudadores de impuestos que infestaban las llanuras. En Navidad además, en pleno invierno; Starbuck los imaginó llevando el cuerpo inerte a través de la nieve y sepultándolo en la tierra helada.

—No estábamos casados como es debido, y ella tampoco fue enterrada como es debido, con un hombre de Dios que la visitara en su casa, y eso es lo que quiero que haga por ella. Diga las palabras adecuadas, señor Starbuck. Dígalas por Emily, porque si dice las palabras justas, entonces Dios la tendrá a su lado.

—Estoy seguro de que Él lo hará.

Starbuck se sentía del todo indigno en aquella situación.

—Pues dígalas.

No había violencia ahora en Truslow, sólo una terrible vulnerabilidad.

Se hizo el silencio en el pequeño claro. Las sombras del atardecer se alargaban. Oh, Dios querido, pensó Starbuck, pero si no soy digno, no lo soy ni de lejos. Dios no me escuchará a mí, a un pecador, pero ¿no somos todos pecadores? Y lo cierto, seguramente, era que Dios había oído ya las plegarias de Thomas Truslow, porque la angustia de Truslow era más elocuente que cualquier letanía recitada por Starbuck con todos sus estudios. Pero Thomas Truslow necesitaba el consuelo del ritual, de las viejas palabras expresadas con amor, y Starbuck sujetó con fuerza el libro, cerró los ojos y alzó el rostro hacia las ramas en flor ensombrecidas por el crepúsculo; pero se sintió de pronto como un loco y un impostor, y las palabras no quisieron fluir. Abrió la boca, pero no pudo hablar.

—Está bien —dijo Truslow—, tómese su tiempo.

Starbuck intentó pensar en un pasaje de la Escritura que le diera pie. Tenía la garganta seca. Abrió los ojos y un versículo acudió a su mente.

—El hombre nacido de mujer —oyó su voz rasposa e incierta, de modo que volvió a empezar—: El hombre nacido de mujer, corto de días y harto de tormentos.

—Amén —dijo Thomas Truslow—, amén a eso.

—Como la flor, brota…

—Lo era, lo era, Dios sea loado, lo era.

—Y se marchita.

—El Señor se la llevó, el Señor se la llevó.

Truslow cerró los ojos y se balanceó a un lado y otro en un esfuerzo por concentrar toda su intensidad.

—Y huye como la sombra, sin detenerse.

—Dios nos ayude a los pecadores —dijo Truslow—. Dios nos ayude.

Starbuck se quedó de pronto en blanco. Había citado los dos primeros versículos del capítulo catorce del Libro de Job, y sólo se acordaba del cuarto versículo, que preguntaba quién podría sacar lo puro de lo impuro. Y la tajante respuesta: nadie. ¿No había sido impuro el hogar nunca bendecido de Truslow?

—Rece, señor, rece —le rogó Truslow.

—Oh, Señor Dios. —Starbuck entornó los ojos frente a la luz postrera del día moribundo—, recuerda a Emily, que fue tu servidora, que fue diligente, y a la que arrebataste de este mundo para conducirla a una gloria más grande.

—¡Así fue, así fue! —afirmó Truslow, casi entre gemidos.

—Recuerda a Emily Truslow… —siguió diciendo Starbuck, inseguro.

—Mallory —le interrumpió Truslow—, ése era su nombre auténtico, Emily Marjory Mallory. ¿Y no deberíamos arrodillarnos?

Se quitó el sombrero y se dejó caer de rodillas sobre el césped mullido.

Starbuck también se puso de rodillas.

—Oh, Señor —empezó de nuevo, y por un momento se quedó sin saber cómo continuar, pero entonces las palabras empezaron a fluir, de ninguna parte al parecer. Se sintió henchido de la pena de Truslow, y a su vez intentó trasladar esa pena al Señor. Truslow murmuraba mientras escuchaba la plegaria, y Starbuck alzaba la mirada hacia las hojas verdes como si pudiera proyectar sus palabras, provistas de unas fuertes alas, más arriba de los árboles, hacia el cielo que oscurecía, más allá de las primeras pálidas estrellas, hasta donde reinaba Dios en toda su terrible majestad. Fue una buena oración, Starbuck sintió su poder y se preguntó por qué no era capaz de rezar por sí mismo como lo hacía por aquella mujer desconocida.

—Oh, Dios —concluyó, y había lágrimas en su rostro al pronunciar las últimas palabras de su oración—, oh, Dios, escucha nuestra plegaria, escúchanos, escúchanos.

Y de nuevo se hizo el silencio, salvo por el viento entre las hojas y el aleteo de los pájaros, al que se sumó el ladrido de un perro solitario en algún lugar del valle. Starbuck abrió los ojos y vio que la cara sucia de Truslow estaba surcada de lágrimas, pero el hombrecillo parecía extrañamente feliz. Se inclinó y hundió sus cortos y fuertes dedos en la tierra suelta del túmulo como si, al tener en su mano la tierra que cubría el cadáver de Emily, pudiera comunicarse con ella.

—Me voy a la guerra, Emily —dijo, sin la menor incomodidad por el hecho de hablar a su mujer muerta en presencia de Starbuck—. Faulconer es un boceras y no es por él por quien voy; pero tenemos parientes en sus filas, y voy por ellos. Tu hermano se ha alistado en esa llamada Legión, y el primo Tom también está allí, y tú querrías que cuidara de ellos, muchacha, de modo que voy a hacerlo. No te preocupes por Sally, estará perfectamente. Ahora tiene un hombre que cuidará de ella, y tú podrás esperarme, querida, y yo iré contigo cuando Dios lo disponga. Éste es el señor Starbuck, que ha rezado por ti. Lo ha hecho bien, ¿verdad? —Truslow lloraba; sacó los dedos de la tierra donde los había enterrado y se limpió en los pantalones antes de enjugarse las mejillas—. Reza usted bien —dijo a Starbuck.

—Estoy convencido de que sus plegarias habrían sido escuchadas sin mí —dijo Starbuck, modesto.

—Un hombre nunca puede estar seguro del todo, ¿no es así? Y Dios va a quedarse sordo muy pronto de tantos rezos. Habrá guerra, y me alegra que hayamos podido hacer oír nuestra voz antes de que empiecen las batallas y sus oídos se taponen con tantas súplicas. Emily habría disfrutado con su oración. Siempre le gustaba una buena oración. Ahora quiero que rece por Sally.

Oh, Dios, pensó Starbuck, ¡eso ya era ir demasiado lejos!

—¿Quiere usted que haga qué, señor Truslow?

—Rezar por Sally. Ha sido una decepción para nosotros. —Truslow se puso de pie y se encasquetó el sombrero de ala ancha sobre los cabellos. Con la vista clavada en la tumba, siguió con su historia:

—No es como su madre, ni como yo. No sé qué mal viento nos la trajo, pero el caso es que vino, y prometí a Emily que cuidaría de ella, y voy a hacerlo. Apenas tiene quince años ahora y ya está preñada, ya ve.

—Oh.

Starbuck no supo qué otra cosa decir. ¡Quince años! La misma edad de su hermana menor, Martha, y Starbuck aún pensaba en Martha como si fuera una niña. A los quince años, pensó Starbuck, él todavía no sabía de dónde venían los niños, y creía que los traían las autoridades después de una ceremonia secreta en la que participaban las mujeres, la Iglesia y los doctores.

—Ella dice que el niño es del joven Decker, y puede que sea así. También puede que no. Usted me ha dicho que Ridley estuvo aquí la semana pasada. Eso me preocupa. Ha estado husmeando alrededor de Sally como si ella estuviera en celo y él fuera un perro. Yo bajé al valle la semana pasada por negocios, de modo que ¿quién sabe dónde estuvo ella?

El primer impulso de Starbuck fue aclarar que Ridley estaba prometido a Anna Faulconer, de modo que no podía ser el responsable del embarazo de Sally Truslow, pero de inmediato se le ocurrió que un argumento tan ingenuo sería acogido con alguna burla rabiosa, de modo que, como no supo qué otra cosa decir, prefirió no decir nada.

—No es como su madre —siguió diciendo Truslow, más para sí mismo que para Starbuck—. Hay algo salvaje en ella, ¿sabe? Puede que le venga de mí, no de Emily. Pero si ella dice que el niño es de Robert Decker, así será. Además, él la cree y dice que se casará con ella, de modo que también eso será así. —Truslow se agachó y arrancó un hierbajo del túmulo—. Allí es donde está Sally ahora —explicó a Starbuck—, con los Decker. Dijo que no podía soportarme, pero fue el dolor de su madre y su agonía lo que no pudo soportar. Y ahora está preñada, de modo que necesita casarse y tener una casa propia, no vivir de la caridad. Prometí a Emily que cuidaría de Sally, y eso es lo que voy a hacer. Les ofreceré esta casa a Sally y al chico, para que puedan criar aquí a su hijo. Ellos no me quieren a mí. Sally y yo nunca nos hemos entendido, de modo que ella y el joven Decker pueden quedarse en este lugar y vivir juntos como es debido. Y eso es lo que quiero que haga, señor Starbuck. Quiero que les case como es debido para que vivan con Dios. Ahora vienen hacia aquí.

—¡Pero yo no puedo casarles! —protestó Starbuck.

—Si ha podido enviar al cielo el alma de mi Emily, puede casar a mi hija con Robert Decker.

Starbuck se preguntó cómo, en el nombre de Dios, podía corregir el enorme desconocimiento de Thomas Truslow, tanto de la teología como de los poderes civiles.

—Si quiere casarse —insistió—, tiene que presentarse primero delante de un magistrado y…

—Dios puede más que un magistrado. —Truslow dio media vuelta y se alejó de la tumba—. Sally será casada por un hombre de Dios, y eso es más importante que ser casada por un picapleitos inútil al que lo único que le importa son sus honorarios.

—¡Pero no he sido ordenado!

—No empiece otra vez con esa excusa. Lo hará por mí. Le he escuchado rezar, señor Starbuck, y si Dios no atiende sus palabras no atenderá las de ningún hombre. Y si mi Sally ha de casarse, quiero que se case como es debido según la ley de Dios. No quiero verla zascandilear otra vez. Sé que ha sido una salvaje, pero es hora de que siente la cabeza. De modo que rece usted por ella.

Starbuck no estaba en absoluto seguro de que una oración fuera capaz de hacer que una muchacha dejara de «zascandilear», pero prefirió no decírselo así a Thomas Truslow.

—¿Por qué no la lleva abajo, al valle? Allí hay ministros de verdad que la casarán.

—Los ministros del valle, señor. —Truslow se había vuelto y golpeaba el pecho de Starbuck con el dedo extendido para dar más énfasis a sus palabras—, fueron demasiado elevados y condenadamente importantes para enterrar a mi Emily, de modo que créame, señor, serán también demasiado elevados y condenadamente importantes para casar a mi hija con su chico. ¿Y ahora va a decirme que también usted es demasiado bueno para gente como nosotros?

El dedo golpeó una última vez el pecho de Starbuck, y se quedó allí.

—Será un privilegio para mí celebrar esa ceremonia para su hija, señor —se apresuró a decir Starbuck.

Sally Truslow y su chico aparecieron justo después de oscurecer. Los trajo Roper, que llevaba a Sally en su caballo. Ella desmontó delante del porche de su padre, donde ardía la vela de una linterna. Mantuvo la cabeza gacha, sin atreverse a mirar a su Truslow a la cara. Iba tocada con un bonete negro y vestía un traje azul. Su cintura era esbelta y no mostraba ninguna señal del embarazo.

La acompañaba un joven de cara redonda e inocente. Iba bien rasurado, pero daba la impresión de que si no lo hacía, la barba tampoco le crecería. Podía tener dieciséis años, pero a Starbuck le pareció más joven incluso. Robert Decker tenía el cabello áspero de color de arena, unos ojos azules sinceros y una sonrisa fácil que se esforzaba en reprimir, mientras saludaba con cautela a su futuro suegro.

—Señor Truslow —dijo receloso.

—Robert Decker —dijo Truslow—, te presento a Nathaniel Starbuck. Es un hombre de Dios y ha accedido a casaros a ti y a Sally.

Robert Decker se inclinó alegre ante Starbuck, al tiempo que daba vueltas al sombrero redondo que sostenía frente a él con ambas manos.

—Encantado de conocerle, señor.

—¡Mírame, Sally! —gruñó Truslow.

—No estoy segura de querer casarme —protestó ella en tono quejicoso.

—Harás lo que te digan que hagas —gruñó su padre.

—¡Quiero casarme en la iglesia! —insistió la muchacha—. ¡Como Laura Taylor, con un predicador de verdad!

Starbuck apenas oyó lo que decía, ni le importó, porque miraba a Sally Truslow y se preguntaba por qué Dios había dispuesto semejante misterio. ¿Por qué una chica de campo, parida por una adúltera para un hombre duro de roer, resplandecía de tal forma que oscurecía al sol mismo? Porque Sally Truslow era hermosa. Sus ojos eran azules como el cielo sobre el mar de Nantucket, su rostro dulce como la miel, sus labios tan plenos e invitadores como podría desearlos un hombre en sus sueños. El cabello era castaño oscuro, con vetas más claras que relucían a la luz de la linterna.

—Una boda ha de hacerse como es debido —se quejaba ella—, y no saltando por encima del palo de una escoba.

Saltar por encima del palo de una escoba era la forma ceremonial de casarse en las zonas rurales, o el símbolo del matrimonio entre los esclavos.

—¿Tienes intención de criar el niño tú sola, Sally? —preguntó Truslow—. ¿Sin casarte?

—No puedes hacer eso, Sally —dijo Robert Decker con una ansiedad patética—. Necesitas a un hombre que trabaje para ti, que cuide de ti.

—A lo mejor no hay niño —dijo ella en tono petulante.

La mano de Truslow se movió con la velocidad del relámpago y golpeó con fuerza, abierta, la mejilla de su hija. El golpe sonó como el chasquido de una tralla.

—Mata a ese niño —amenazó—, y te arranco el pellejo de tal modo que tus huesos parecerán los listones de una cama. ¿Me oyes?

—No voy a hacer nada. —Lloraba, y se retorcía de dolor por el golpe. La cara se le había enrojecido, pero en sus ojos había aún una rebeldía obstinada.

—¿Sabes lo que hago con las vacas que no quieren llevar a sus crías? —le gritó Truslow—. Las mato. ¿Crees que le importará a alguien que sepulte bajo tierra a otra perra que abortó?

—¡No voy a hacer nada, te digo! ¡Seré una buena chica!

—Lo será, señor Truslow —dijo Robert Decker—. No va a hacer nada.

Roper, impertérrito, seguía colocado detrás de la pareja. Truslow fulminó a Robert Decker con la mirada.

—¿Por qué quieres casarte con ella, Robert?

—La quiero de verdad, señor Truslow. —Se sentía incómodo al admitir aquello, pero sonrió y miró de reojo a Sally—. Y el niño es mío. Lo sé de cierto.

—Voy a hacer que os caséis como es debido. —Truslow había vuelto la mirada hacia su hija—; lo hará el señor Starbuck, que sabe cómo hablar con Dios, y si rompes tu promesa, Sally, Dios te azotará hasta desollarte y dejarte seca de tanto sangrar. De Dios no se burla nadie, niña. Si le ofendes, acabarás como tu madre, muerta antes de que llegue tu hora y pasto para los gusanos.

—Seré una buena chica —protestó Sally, y miró de frente a Starbuck por primera vez, y Starbuck sintió que se le atragantaba la saliva al devolverle la mirada. En una ocasión, cuando Starbuck era aún un niño, su tío Matthew le llevó a Faneuil Hall para presenciar una demostración de la fuerza de la electricidad, y Starbuck juntó las manos con otros hombres en una cadena de espectadores, mientras el conferenciante hacía pasar la corriente a través de sus cuerpos en contacto. Sintió entonces algo parecido a lo que experimentaba ahora, un cosquilleo veloz que durante un instante hizo que el resto del mundo perdiera toda importancia. Luego, al darse cuenta de su excitación, cayó en una especie de desesperación. Aquel sentimiento era pecado. Era obra del demonio. ¿Acaso su alma estaba realmente enferma? Porque sin duda ningún hombre común, decente, entraría en trance delante de cada muchacha con una cara bonita. Luego se preguntó, envidioso, si serían ciertas las sospechas de Thomas Truslow de que Ethan Ridley había conseguido los favores de la muchacha, y una punzada corrosiva de celos lo penetró, aguda como la hoja de un puñal, seguida por la rabia de que Ridley fuera capaz de engañar tanto a Washington como a Anna Faulconer.

—¿Es usted un predicador de verdad? —preguntó Sally a Starbuck, arrugando la nariz.

—Si no lo fuera, yo no le habría pedido que te casara —insistió su padre.

—Se lo he preguntado a él —dijo ella desafiante, con la mirada clavada en Starbuck, y él supo que ella estaba leyendo en su alma como en un libro abierto. Ella veía su lujuria y su debilidad, su deseo pecaminoso y su miedo. Su padre le había advertido muchas veces sobre los poderes de las mujeres, y Starbuck creía haber padecido esos poderes en su forma más diabólica al conocer a Mademoiselle Dominique Demarest, pero Dominique no poseía nada comparable a la intensidad de aquella muchacha—. Si una chica no puede preguntarle al predicador que va a casarla qué clase de predicador es —insistió Sally—, entonces, ¿qué otra cosa le puede preguntar? —Su voz tenía un tono bajo, como la de su padre, pero mientras la de él generaba miedo, la de ella sugería algo infinitamente más peligroso—. De modo que ¿es usted un predicador como es debido, señor? —preguntó de nuevo a Starbuck.

—Sí.

Starbuck soltó aquella mentira para contentar a Thomas Truslow, pero también porque no quiso permitir que la verdad le esclavizara ante aquella muchacha.

—Supongo que entonces todos estamos dispuestos —dijo Sally, desafiante. No quería que la casaran, pero tampoco parecer intimidada—. ¿Tienes un anillo para nosotros, Pa?

La pregunta parecía casual, pero Starbuck se dio cuenta de inmediato de que llevaba implícita una intensa carga emotiva. Truslow miró desafiante a su hija, en cuya mejilla era visible aún la huella de su mano, pero ella no se plegó a su desafío. La mirada de Robert Decker iba de la hija al padre y del padre a la hija, pero tuvo el buen sentido de mantener la boca cerrada.

—Es un anillo especial —dijo Truslow.

—Lo guardabas para otra mujer, ¿verdad? —Sally hizo la pregunta en tono burlón, y por un segundo Starbuck pensó que Truslow iba a hacer algo más que abofetearla, pero lo que hizo en cambio fue meter la mano en un bolsillo de su chaqueta y sacar una bolsa pequeña de piel. Desató las cuerdas que la cerraban y sacó un bulto envuelto con paño azul, que retiró para mostrar un anillo. Brillaba en la oscuridad: era un anillo de plata, con algo grabado que Starbuck no pudo descifrar.

—Este era el anillo de tu madre —dijo Truslow.

—Y Ma siempre me dijo que sería para mí —insistió Sally.

—Debería haberlo enterrado con ella. —Truslow bajó la mirada para examinar el anillo, que sin duda era una reliquia de un significado muy hondo para él, pero de pronto, impulsivamente y como si pensara que más tarde lamentaría su decisión, tendió el anillo a Starbuck—. Diga las palabras —espetó Truslow en tono brusco.

Roper se quitó el sombrero, y el joven Decker procuró poner cara seria. Sally se mordió los labios y sonrió a Starbuck, que clavó la mirada en el anillo de plata colocado sobre la Biblia rota. Vio que en el anillo había grabadas algunas palabras, pero no pudo leerlas a la luz vacilante de la linterna. Dios mío, pensó, pero ¿qué sermón iba a pronunciar en ese simulacro de boda? Era una prueba más difícil que el pozo de serrar.

—Adelante, señor —gruñó Truslow.

—Dios ha dispuesto el matrimonio —se oyó decir Starbuck a sí mismo mientras intentaba desesperadamente acordarse de las ceremonias de boda a las que había asistido en Boston—, para que fuera un instrumento de su amor, y una institución en la que podemos traer a nuestros hijos al mundo para que le sirvan. Los mandamientos del matrimonio son sencillos: el primero, que os améis el uno al otro. —Había estado mirando a Robert Decker mientras hablaba, y el joven se apresuró a asentir, como si Starbuck necesitara asegurarse de su buena disposición; y Starbuck sintió una terrible ola de compasión por aquel bobo honesto que iba a unirse a una tentadora. Luego miró a Sally—: Y el segundo, que os seáis recíprocamente fieles hasta que la muerte os separe.

Ella sonrió a Starbuck, y fueran las que fuesen las palabras que él se disponía a decir, se desvanecieron como la niebla al sol del mediodía. Abrió la boca para hablar, pero no encontró nada que decir, y volvió a cerrarla.

—¿Has oído lo que ha dicho, Sally Truslow? —preguntó su padre.

—Diablo, sí, no soy sorda.

—Toma el anillo, Robert —ordenó Starbuck, y se asombró de su temeridad. Le habían enseñado en el seminario que los sacramentos son rituales solemnes ofrecidos a Dios por hombres especiales, los más cercanos a Dios de entre los hombres, y aquí estaba él, un pecador, inventándose una ceremonia indigna a la luz parpadeante de una linterna asediada por las falenas, bajo la luna en creciente de Virginia.

—Pon tu mano derecha sobre la Biblia —dijo a Robert, que plantó su mano sucia por las faenas de la granja en la Biblia familiar de lomo roto que Starbuck sostenía—. Repite conmigo —dijo Starbuck, y sin saber cómo improvisó un juramento de matrimonio que hizo repetir por turno a cada uno de ellos, y después dijo a Robert que pusiera el anillo en el dedo de Sally, y les declaró marido y mujer, cerró los ojos y alzó los párpados cerrados al cielo estrellado.

—Que la bendición de Dios Todopoderoso —dijo Starbuck—, y su amor, y su protección, os acompañen y os libren de todo mal desde este momento hasta el fin del mundo. Así lo pedimos en nombre de quien nos amó tanto que nos entregó a su único Hijo para nuestra redención. Amén.

—Amén a eso —dijo Thomas Truslow—, y amén.

—Así sea, amén —dijo Roper desde detrás de la pareja.

—Amén y amén. —El rostro de Robert Decker estaba bañado de felicidad.

—¿Eso es todo? —preguntó Sally Decker.

—Eso es todo lo que va a ser el resto de tu vida —estalló su padre—, y has prometido ser fiel, y vas a mantener esa promesa, chica, o sufrirás. —La agarró de la mano izquierda y, aunque Sally intentó soltarse, la atrajo hacia él. Miró el anillo de plata que llevaba puesto en el dedo—. Y cuida bien de ese anillo, chica, cuida bien de él.

Sally no contestó, y Starbuck tuvo la impresión de que, al quedarse el anillo de su padre, había conseguido una victoria sobre él, y que esa victoria tenía para ella mucha más importancia que la boda en sí. Truslow soltó la mano.

—¿Escribirá sus nombres en la Biblia? —preguntó a Starbuck—. ¿Para hacer las cosas como es debido?

—Desde luego —contestó Starbuck.

—Hay una mesa en la casa —dijo Truslow—, y un lápiz en el jarrón que está sobre el mantel. Dele una patada al perro si le molesta.

Starbuck entró con la linterna y la Biblia en la casa, que constaba de una sola habitación someramente amueblada. Había una cama-arcón, una mesa, una silla, dos baúles, un hogar con un caldero, un banco, una polea y un tamiz para grano, un armero con escopetas, una guadaña y un retrato enmarcado de Andrew Jackson. Starbuck se sentó a la mesa, abrió la Biblia y buscó el registro de la familia. Deseó disponer de tinta para escribir la entrada, pero el lápiz de Thomas Truslow bastaría. Miró los nombres del registro, que se remontaban a la época en que los primeros Truslow llegaron al Nuevo Mundo, en 1710, y vio que alguien había anotado el dato de la muerte de Emily Truslow en la última línea escrita del registro. El nombre estaba escrito en torpes mayúsculas, y se había añadido después Mallory entre corchetes, por si el buen Dios no sabía quién era en realidad Emily Truslow. Encima había una sencilla anotación que registraba el nacimiento de Sally Emily Truslow en mayo de 1846, y Starbuck se dio cuenta de que la muchacha había cumplido los quince años tan sólo dos días antes.

«Domingo, 26 de Mayo de 1861», escribió con dificultad, por el dolor que sentía en las manos llagadas. «Sally Truslow y Robert Decker, unidos en santo matrimonio». Había una columna en la que se suponía que debía inscribir su nombre el ministro que ofició la ceremonia. Starbuck vaciló, y luego puso allí su nombre: Nathaniel Joseph Starbuck.

—No eres un predicador auténtico, ¿verdad? —Sally había entrado en la casa y le desafiaba con la mirada.

—Dios hace de nosotros lo que somos, y lo que Dios ha hecho de mí no te incumbe —dijo Starbuck en tono tan seco como pudo, y se sintió horriblemente pomposo; pero temía el efecto que tendría sobre él aquella muchacha, y por eso buscaba refugio en la altivez.

Ella se echó a reír, segura de que él mentía.

—Tienes una voz muy bonita, eso he de reconocerlo. —Se acercó a la mesa y miró la Biblia abierta—. No sé leer. Un hombre me prometió que me enseñaría, pero aún no ha tenido tiempo de hacerlo.

Starbuck temió saber de qué hombre se trataba, pero aunque una parte de él no quería la confirmación, otra parte sí deseaba concretar lo que hasta entonces eran sólo sospechas.

—¿Fue Ethan Ridley quien te prometió eso? —le preguntó.

—¿Conoces a Ethan? —Sally pareció sorprendida, y luego asintió—. Ethan me prometió que me enseñaría a leer —dijo—, me prometió un montón de cosas pero no ha cumplido ninguna de sus promesas. Todavía no, en cualquier caso, pero aún hay tiempo, ¿no es cierto?

—¿Lo hay? —preguntó Starbuck. Se dijo a sí mismo que estaba indignado por la traición de Ridley a la gentil Anna Faulconer, pero también sabía que estaba horriblemente celoso de Ethan Ridley.

—Me gusta Ethan. —Ahora Sally estaba provocando a Starbuck—. El hizo mi retrato. Un retrato realmente bueno.

—Dicen que es un buen artista —dijo Starbuck, procurando no dar ninguna inflexión a su voz.

Sally estaba de pie, encima de él.

—Ethan dijo que algún día me llevará con él. Que me convertirá en una auténtica dama. Dijo que me regalará perlas, y un anillo… De oro. Un anillo de verdad, no como éste. —Extendió su dedo recién anillado y acarició con él la mano de Starbuck, lo que le provocó un escalofrío como un relámpago, directo a su corazón. Bajó la voz hasta un tono apenas más alto que un susurro entre conspiradores—. ¿Harías tú eso por mí, predicador?

—Estaré encantado de enseñarle a leer, señora Decker.

Starbuck sentía que la cabeza le daba vueltas. Sabía que debía apartar la mano de debajo de aquel dedo acariciador, pero no quería hacerlo, no podía. Estaba hechizado por ella. Miró el anillo. Las letras grabadas en la plata estaban desgastadas, pero aún eran legibles. «Je t'aime», decían. Era un anillo francés barato para enamorados, de poco valor excepto para el hombre cuyo amor lo había desgastado.

—¿Sabes lo que dice el anillo, predicador? —le preguntó Sally.

—Sí.

—Dímelo.

Él alzó los ojos para mirarla, e inmediatamente hubo de bajarlos otra vez. La lujuria era como una llaga que supuraba en su interior.

—¿Qué es lo que dice, señor?

—Está en francés.

—Pero ¿qué dice? —El dedo seguía ejerciendo una ligera presión sobre la mano.

—Dice «Te amo».

No pudo mirarla. Ella rio en tono muy bajo y acentuó la presión sobre su mano, resiguiendo la línea del dedo mayor de Starbuck.

—¿Me regalarías perlas? ¿Como dice Ethan que hará? —Se estaba burlando de él.

—Lo intentaría.

No debería haberlo dicho, ni siquiera estaba seguro de lo que había querido decir, tan sólo se oyó hablar a sí mismo, y en su voz había una gran tristeza.

—¿Sabes una cosa, predicador?

—¿Qué? —La miró, ahora.

—Tus ojos son iguales a los de Pa.

—¿De verdad?

El dedo seguía acariciando su mano.

—No estoy casada de verdad, ¿no es cierto? —Ahora ya no lo provocaba, sino que de pronto se había quedado pensativa. Starbuck no contestó y ella pareció dolida.

—¿Me ayudarás de verdad? —preguntó, y había una nota de auténtica desesperación en su voz. Había abandonado el flirteo y hablaba como una niña infeliz.

—Sí —dijo Starbuck, y supo que prometía más de lo que podía cumplir, y que su promesa era sólo un producto de la locura, pero aun así quería que ella confiara en él—. Te prometo que te ayudaré —dijo, y movió la mano para apoderarse de la de ella, pero ella apartó los dedos, justo en el momento en que la puerta de la cabaña se abrió.

—Ya que estás aquí, chica —dijo Truslow—, prepáranos algo de cena. Hay una gallina en el caldero.

—Yo no soy tu cocinera —se quejó Sally, y se echó a un lado cuando su padre levantó la mano. Starbuck cerró la Biblia y se preguntó si Truslow adivinaría su traición. La muchacha se puso a guisar, y Starbuck contempló el fuego, soñador.

A la mañana siguiente, Truslow entregó su casa y sus tierras y su mejor cinturón de cuero a Robert Decker. Lo único que encargó al muchacho fue que cuidara de la tumba de Emily.

—Roper te ayudará con la tierra. Sabe qué es lo que crece más deprisa y cómo, y conoce a las bestias que te dejo. Es tu aparcero, pero también es un buen vecino y te ayudará. Buenos vecinos hacen buena vida.

—Sí, señor.

—El cinturón es para que lo uses con Sally. No dejes que ella te domine. Unos azotes y aprenderá enseguida cuál es su lugar.

—Sí…, señor —repitió Robert Decker, pero sin convicción.

—Me voy a la guerra, chico —dijo Truslow—, y sólo el Señor sabe cuándo estaré de vuelta. Ni si volveré.

—Yo debería ir a luchar, señor. No es verdad que no pueda ir a la guerra.

—No puedes. —Truslow habló con brusquedad—. Tienes una esposa y un hijo que cuidar. Yo no. Ya he vivido mi vida, de modo que puedo emplear lo que me queda en enseñar a los yanquis a quitarnos de encima sus zarpas ladronas. —Hizo con el tabaco de masticar una bola en la mejilla, lo escupió a un lado y volvió a mirar a Decker—. Asegúrate de que cuida de ese anillo, chico. Perteneció a Emily, y no estoy seguro de que tenga que dárselo a ella, si no fuera por el hecho de que es lo que Emily deseaba.

Sally estaba dentro de la cabaña. Starbuck deseó que saliera. Quería compartir aún unos instantes con ella. Quería mirarla, decirle que entendía su infelicidad y la compartía, pero Sally no apareció y Truslow no pidió verla. Hasta donde Starbuck podía saberlo, Truslow ni siquiera se había despedido de su hija. En cambio, eligió un cuchillo de caza, un rifle largo y una pistola, y dejó el resto de las armas al cuidado de su yerno. Luego ensilló un caballo de aspecto hosco, pasó unos instantes de intimidad solo junto a la tumba de su Emily, y por fin encabezó la marcha hacia lo alto de la cadena montañosa, delante de Starbuck.

El sol brillaba y cuajaba de luz las hojas de los árboles. Truslow hizo una pausa en lo alto de la cadena, no para volverse hacia el hogar que abandonaba, sino para mirar hacia el este, donde la tierra aparecía luminosa y nítida, milla tras milla de América desplegándose hasta el mar, a la espera de que vinieran los carniceros a despiezarla.