Seven Springs, la casa de Washington Faulconer en Faulconer County, era todo lo que había soñado Starbuck que sería, todo lo que Adam le había contado que era, y todo lo que Starbuck pensaba que desearía que fuera una casa. Era, decidió desde el primer momento en que la vio aquella mañana de domingo de finales de mayo, sencillamente perfecta.
Seven Springs era un extenso edificio blanco de dos pisos, excepto por la torre blanca del reloj que coronaba una de las puertas de los establos y por una modesta cúpula, con una veleta, que adornaba la techumbre del cuerpo principal. Starbuck había imaginado algo mucho más pretencioso, algo con altos pilares y elegantes pilastras, pórticos con arcadas y frontones imponentes, y en cambio aquella gran mansión se parecía más a una granja próspera que con el paso de los años se hubiera extendido sin pretenderlo, y multiplicado y reproducido a sí misma hasta convertirse en un conjunto de tejados empinados, ángulos en sombra y muros cubiertos de enredaderas. El cuerpo principal estaba construido con grandes sillares de piedra, las galerías exteriores eran de madera, y las ventanas de postigos negros y barandillas de hierro forjado se abrían a la sombra de unos árboles de gran tamaño, bajo los que había instalados bancos pintados de blanco, columpios sujetos por largas cuerdas y mesas amplias. Otros árboles más pequeños resplandecían de flores rojas y blancas que ponían una nota alegre de color en contraste con el césped bien recortado. La casa y el jardín desprendían un maravilloso aroma de calidez hogareña y confort sin pretensiones.
Starbuck fue recibido en el vestíbulo por un criado negro que se hizo cargo de los paquetes envueltos en papel con los nuevos uniformes de Washington Faulconer; después, un segundo criado tomó el maletín que contenía el uniforme del propio Nate, y por fin una doncella tocada con un turbante se llevó los dos pesados paquetes de enaguas que tan molestos habían resultado colgados del pomo de la silla de montar de Starbuck.
Esperó. Un reloj de pared colocado en un rincón del vestíbulo dejaba oír un sonoro tictac; pintadas en su esfera había lunas, estrellas y cometas con sus órbitas. Las paredes estaban empapeladas con un dibujo floral, y en ellas colgaban retratos enmarcados de George Washington, Thomas Jefferson, James Madison y Washington Faulconer. El retrato de Faulconer lo mostraba montado en su magnífico caballo negro Saratoga, y señalando lo que Starbuck supuso que serían los campos que rodeaban Seven Springs. En la chimenea del vestíbulo permanecían las cenizas de un fuego, lo que sugería que las noches aún eran frías en aquellas tierras altas. Había flores frescas en un jarrón de cristal sobre una mesa, junto a dos periódicos plegados en cuyos titulares se celebraba la secesión formal de Carolina del Norte en favor de la causa confederada. La casa olía a almidón, a jabón de lejía y a manzanas. Starbuck paseaba inquieto mientras esperaba. No sabía muy bien qué es lo que se esperaba de él. El coronel Faulconer había insistido en que trajera los tres uniformes recién hechos directamente a Faulconer Court House, pero ignoraba todavía si venía a esta casa como invitado o si le asignarían un catre de campaña en el campamento de la Legión, y esa incertidumbre le ponía nervioso.
Un ruido de pasos en la escalera le hizo volverse. Una mujer joven de cabellos rubios, vestida de blanco y excitada, bajó a la carrera el tramo final y se detuvo de pronto en el primer escalón con la mano posada en el remate de la balaustrada pintada de blanco. Examinó solemnemente a Starbuck.
—¿Es usted Nate Starbuck? —preguntó por fin.
—En efecto, señora —contestó al tiempo que esbozaba una pequeña reverencia algo torpe.
—No me trate de señora, soy sólo Anna.
Bajó el último escalón. Era pequeña, no mediría mucho más de metro cincuenta de estatura, y su cara pálida y como desamparada mostraba tanta ansiedad que Starbuck, de no haber sabido que era una de las herederas más ricas de Virginia, la habría tomado por una huérfana.
El rostro de Anna le resultaba familiar por el retrato colgado en la casa de Richmond, pero a pesar de que la pintura reflejaba con precisión la cabeza estrecha y la sonrisa desconfiada, en cierta forma el artista no había conseguido mostrar la esencia de la muchacha, y esa esencia, decidió Starbuck, incitaba curiosamente a la compasión. Anna, pese a ser bonita, parecía infantilmente nerviosa, casi aterrada, como si esperara que el mundo se mofara de ella, la maltratara y la rechazara como algo sin valor. La extraordinaria timidez de su mirada era acentuada por una leve insinuación de estrabismo en el ojo izquierdo, aunque la desviación, si existía, era muy pequeña.
—Estoy muy contenta de que haya venido —dijo—, porque buscaba una excusa para no ir a la iglesia, y ahora puedo decir que tenía que ocuparme de recibirlo a usted.
—¿Le han entregado las enaguas? —preguntó Starbuck.
—¿Enaguas?
Anna se detuvo y frunció el ceño, como si la palabra no le resultara conocida.
—He traído las enaguas que pidió —explicó Starbuck, con la sensación de que hablaba con una niña un poco retrasada. Anna sacudió la cabeza.
—Las enaguas eran para padre, señor Starbuck, no para mí, aunque ignoro por completo para qué las quiere. ¿Puede que considere que el suministro se interrumpirá debido a la guerra? Madre dice que hemos de tener un buen repuesto de medicinas por la guerra. Ha encargado un quintal de alcanfor, y sólo el Señor sabe cuánto papel de nitrato potásico y amoníaco. ¿Calienta mucho el sol?
—No.
—No puedo exponerme mucho al sol, ya ve, porque me quema la piel. Pero ¿dice usted que no es muy fuerte?
Hizo la pregunta con mucha amabilidad.
—No, no lo es.
—Entonces, ¿podemos salir a dar un paseo? ¿Le gustaría?
Cruzó el vestíbulo, deslizó una mano bajo el antebrazo de Starbuck y tiró de él hacia la amplia puerta principal. Aquel gesto impetuoso resultaba extrañamente íntimo para una muchacha tan tímida, pero Starbuck sospechó que sólo revelaba una búsqueda patética de compañía.
—Tenía tantos deseos de conocerle —dijo Anna—. ¿No estaba previsto que llegara ayer?
—Los uniformes se retrasaron un día —mintió Starbuck. Lo cierto es que su comida con Thaddeus Bird y con el persuasivo Belvedere Delaney se había alargado desde poco después del mediodía hasta bastante más allá de la hora de la cena, de modo que no pudo comprar las enaguas hasta bien entrada la mañana del sábado; pero prefirió no hablar de aquella larga juerga.
—Bueno, ahora ya lo tenemos aquí —dijo Anna mientras llevaba a Starbuck hacia la luz del sol—, y yo me alegro mucho. Adam me ha hablado tanto de usted.
—También muchas veces me contaba cosas de usted —dijo Starbuck más galante que sincero, porque lo cierto es que Adam hablaba muy poco de su hermana, y nunca con un cariño auténtico.
—Me sorprende. Adam acostumbra a pasar tanto tiempo examinando su propia conciencia que apenas se da cuenta de la existencia de otras personas. —Con esas palabras reveló Anna una mentalidad bastante más escéptica de lo que había creído Starbuck, pero a pesar de ello se ruborizó, como si se disculpara por la dureza de su juicio—. Mi hermano es un Faulconer hasta el tuétano —explicó—. No es una persona muy práctica.
—Su padre sí es práctico, ¿no cree?
—Es un soñador —dijo Anna—, un romántico. Cree que todas las cosas buenas se materializarán si tenemos suficiente fe en ellas.
—Pero sin duda no fue tan sólo la fe lo que construyó esta casa.
Starbuck señaló con un amplio gesto la generosa fachada de Seven Springs.
—¿Le gusta la casa? —Ana pareció sorprenderse—. Madre y yo intentamos convencer a padre de que la derribe y edifique algo mucho más grande. ¿Algo italiano quizá, con columnas y una cúpula? Me gustaría tener un templo con columnas sobre una colina, en el jardín. Rodeado de flores, y muy grande.
—La casa me parece preciosa tal como está —dijo Starbuck.
Anna hizo una mueca para mostrar que desaprobaba el gusto de Starbuck.
—Fue nuestro tatarabuelo Adam quien la construyó, por lo menos la mayor parte. Era un hombre muy práctico, pero su hijo se casó con una dama francesa y la sangre de la familia se volvió etérea. Es lo que dice madre. Y ella tampoco es fuerte, de modo que su sangre no ha ayudado a remediar las cosas.
—Adam no me parece etéreo, y menos aún Washington Faulconer.
—Oh, sí que lo es —dijo Anna, y sonrió a Starbuck—. Me gustan las voces norteñas. Suenan mucho más inteligentes que nuestros acentos del país. ¿Me permitirá que le haga un retrato? No soy tan buena pintora como Ethan, pero me esfuerzo mucho. Podría sentarse a orillas del río Faulconer en una actitud melancólica, como un exiliado junto a las aguas de Babilonia.
—¿Quiere que cuelgue mi arpa de los sauces? —bromeó Starbuck algo inhibido.
Anna retiró su brazo y palmoteo encantada.
—Va a ser usted una compañía maravillosa. Todos son tan aburridos. Adam se ha ido a rezar al Norte, padre está atontado con la guerra, y madre se pasa todo el día envuelta en hielo.
—¿En hielo?
—Hielo de Wenham, de su Estado natal de Massachusetts. Supongo que si hay guerra ya no habrá hielo de Wenham y tendremos que contentarnos con la producción local. Pero el doctor Danson dice que el hielo podría curar la neuralgia de madre. La cura del hielo viene de Europa, de modo que tiene que ser buena.
Starbuck no había oído hablar nunca de la neuralgia, y no quiso preguntar por su naturaleza por si acaso resultaba ser una de las vagas e indescriptibles enfermedades femeninas que con tanta frecuencia tenían postradas a su propia madre y a su hermana mayor, pero Anna añadió por su cuenta que aquel mal era muy moderno y se caracterizaba por lo que ella describió como «jaquecas faciales». Starbuck murmuró unas palabras de condolencia.
—Pero padre cree que ella lo hace sólo para fastidiarle —concluyó Anna bajando un poco más su voz tímida.
—Estoy seguro de que no puede ser verdad —dijo Starbuck.
—Yo creo que sí es posible —dijo Anna con voz muy triste—. A veces me pregunto si los hombres y las mujeres siempre han de fastidiarse recíprocamente.
—No podría responder a eso.
—No tenemos una conversación muy alegre, ¿verdad? —preguntó Anna con cierto abatimiento, y en un tono que sugería que todas sus conversaciones acababan en parecidos accesos de melancolía. Parecía hundirse más y más en la desesperación a cada segundo que pasaba, y Starbuck recordó las maliciosas historias de Belvedere Delaney sobre la intensa repugnancia que producía la muchacha a su hermanastro, contrarrestada por la urgente necesidad que tenía Ridley de su dote. Starbuck confiaba en que esas historias no fueran más que un chismorreo malicioso, porque el mundo sería muy cruel, pensó, si convirtiera en una víctima a una muchacha tan espiritual y trémula como Anna Faulconer.
—¿De verdad dijo padre que las enaguas eran para mí? —preguntó ella de pronto.
—Lo dijo su tío.
—Oh, Pecker —exclamó Anna, como si eso lo explicara todo.
—Me pareció un encargo muy extraño —dijo Starbuck, galante.
—Pasan tantas cosas extrañas en estos días —dijo Anna abatida—, que no me atrevo a pedir a padre una explicación. No es feliz, ya ve.
—¿No?
—La culpa la tiene el pobre Ethan. No ha podido encontrar a Truslow, ya ve, y padre está empeñado en reclutar a Truslow. ¿Ha oído usted hablar de Thomas Truslow?
—Su tío me habló de él, sí. Lo describió como un hombre temible.
—Es que es temible. ¡Es horrible! —Anna se detuvo y miró a Starbuck a los ojos—. ¿Puedo confiar en usted?
Starbuck se preguntó qué nueva historia de horror iba a oír del siniestro Truslow.
—Me sentiré honrado por su confianza, señorita Faulconer —dijo en un tono muy formal.
—Llámeme Anna, por favor. Quiero que seamos amigos. Y le diré, en secreto por supuesto, que no creo que el pobre Ethan se acercara siquiera a la guarida de Truslow. Creo que a Ethan le aterra ese hombre. Todos temen a Truslow, incluso padre, por más que diga lo contrario. —La voz suave de Anna estaba cargada de misterio—. Ethan dice que subió hasta donde se supone que está su guarida, pero no creo que sea cierto.
—Estoy seguro de que lo es.
—Yo no. —Volvió a pasar su brazo por el de Starbuck y reanudó el paseo—. ¿Podría usted ir a buscar a Truslow, señor Starbuck?
—¿Yo? —preguntó Starbuck horrorizado.
La voz de Anna se animó de pronto.
—Considérelo una prueba. Todos los jóvenes caballeros de mi padre deben subir a las montañas y enfrentarse al monstruo, y aquel que lo traiga de vuelta demostrará ser el mejor, el más noble y más valiente de todos. ¿Qué le parece la idea, señor Starbuck? ¿Se sometería a esa prueba?
—Me suena a algo aterrador.
—Padre valoraría en mucho que fuera usted, estoy segura —dijo Anna, pero como Starbuck no contestó, se limitó a suspirar y tiró de él hacia la casa—. Quiero enseñarle a mis tres perros. Tiene que decirme que son los más bonitos de todo el mundo, y después iremos a recoger el cesto de mis pinturas y bajaremos al río para que cuelgue usted ese sombrero polvoriento de un sauce. Sólo que aquí no hay sauces, por lo menos me parece que no. No soy experta en árboles.
Pero no iba a haber reunión con los tres perros ni excursión para pintar, porque la puerta principal de Seven Springs se abrió de pronto y el coronel Faulconer salió a la luz del sol.
Anna tragó saliva, admirada. Su padre se había puesto uno de sus nuevos uniformes y su aspecto era sencillamente grandioso. Parecía, de hecho, que hubiera nacido para llevar aquel uniforme y conducir a hombres libres a través de verdes campos hacia la victoria. Su guerrera gris lucía un grueso brocado de cintas doradas y amarillas entrelazadas en un dibujo intrincado que ascendía desde los amplios puños hasta más arriba de los codos. Un par de guantes amarillos de cabritilla aparecían prendidos del reluciente cinturón negro, bajo el que resplandecía un fajín de seda roja con flecos. Las botas, negras y de caña alta, brillaban al sol, la vaina del sable había sido pulida hasta reflejar la luz como un espejo y la pluma amarilla del sombrero de ala ancha ondeaba al impulso de la brisa templada. Washington Faulconer estaba obviamente encantado consigo mismo mientras examinaba su imagen reflejada en el cristal de una de las ventanas altas.
—¿Y bien, Anna? —preguntó.
—¡Estás espléndido, padre! —dijo Anna con mucho más entusiasmo del que Starbuck la habría creído capaz. Dos criados negros salieron de la casa y expresaron su acuerdo con gestos.
—Esperaba los uniformes ayer, Nate. —Faulconer a medias preguntó y a medias acusó a Starbuck con aquella frase.
—En Shaffer's se retrasaron un día, señor —la mentira surgió espontánea—, pero se deshicieron en disculpas.
—Les perdono, a la vista de su excelente trabajo.
Washington Faulconer apenas podía apartar los ojos de su reflejo en el cristal de la ventana. El uniforme se completaba con espuelas de oro, cadenillas doradas para las espuelas, y tahalí también dorado para el sable. Incluía un revólver en una funda de cuero blando, y la culata del arma iba sujeta al cinturón con otra cadena de oro. Unos galones blancos y amarillos trenzados decoraban las costuras exteriores de los pantalones de montar, y las charreteras de la guerrera iban ribeteadas de amarillo con flecos de oro. Desenvainó el sable de empuñadura de marfil, quebrando el silencio de la mañana con el áspero roce del acero en la boca de la vaina. La luz del sol arrancó reflejos de la curva y pulida hoja.
—Es francés —dijo a Starbuck—, un regalo de Lafayette a mi abuelo. Ahora será empuñado en una nueva cruzada por la libertad.
—Es realmente impresionante, señor —dijo Starbuck.
—En la medida en que un hombre necesita vestir un uniforme para luchar, sin duda estos trapos valen tanto como cualquier otra cosa —dijo el coronel con falsa modestia, y luego azotó el aire con el sable—. ¿No estás cansado del viaje, Nate?
—No, señor.
—Entonces deja de dar el brazo a mi hija, y te encontraremos algún trabajo.
Pero Anna se resistió a dejar marchar a Starbuck.
—¿Trabajo, padre? Pero si es domingo.
—Y tú deberías estar en la iglesia, querida.
—Hace demasiado calor. Además, Nate me ha dado permiso para que le haga un retrato, y tú no irás a negarme ese pequeño placer.
—Sí que lo voy a hacer, querida. Nate se ha retrasado un día entero en venir aquí, y tenemos mucho trabajo por delante. ¿Por qué no vas a leerle un poco a tu madre?
—Porque está sentada a oscuras soportando la cura de hielo del doctor Danson.
—Danson es un idiota.
—Pero es el único idiota con título de doctor en medicina que tenemos —dijo Anna, mostrando un nuevo destello de vivacidad en su actitud por lo común lánguida—. ¿De verdad vas a llevarte a Nate, padre?
—De verdad voy a hacerlo, querida.
Anna se soltó del brazo de Starbuck y le dirigió una sonrisa de despedida.
—Está aburrida —dijo el coronel cuando Starbuck y él se encontraron de nuevo en el interior de la casa—. Puede pasarse el día entero charlando, casi siempre sobre nada. —Sacudió la cabeza con desaprobación mientras guiaba a Starbuck por un pasillo de cuyas paredes colgaban diversos arreos: bridas y bridones, riendas y bocados, baticolas y muserolas.
—¿Tuviste algún problema para encontrar donde dormir anoche?
—No, señor.
Starbuck había parado en una taberna de Scottsville, y nadie mostró curiosidad por su acento norteño ni le había pedido el pase que le proporcionó el coronel Faulconer.
—¿No hay noticias de Adam, supongo? —preguntó melancólico el coronel.
—Me temo que no, señor. Pero le escribí.
—Ah, bueno. Deben de haberse retrasado los correos del Norte. Es un milagro que aún sigan llegando. Ven. —Empujó la puerta de su estudio y la sostuvo abierta para que pasara—. Tenemos que encontrar un arma para ti.
El estudio era una habitación amplia y hermosa, que ocupaba el extremo occidental de la casa. Tenía ventanas enmarcadas por enredaderas en tres de sus cuatro paredes, y una gran chimenea en la cuarta. De las grandes vigas del techo colgaban fusiles antiguos de chispa, bayonetas y mosquetes; decoraban las paredes grabados de batallas, y sobre la repisa de la chimenea descansaban viejos pistolones y espadas con empuñaduras de piel de serpiente. Un perro labrador negro movió la cola como bienvenida cuando entró Faulconer, pero estaba demasiado viejo y enfermo para ponerse de pie. Faulconer se agachó y le rascó las orejas.
—Buen chico. Este es Joshua, Nate. En tiempos fue el mejor perro cazador de este lado del Atlántico. Fue el padre de Ethan quien lo crio. Pobre tipo. —Starbuck no estaba seguro de si el comentario se refería al perro o al padre de Ethan, pero las siguientes palabras del coronel revelaron que no era a Joshua a quien compadecía—. Mala cosa, la bebida —sentenció el coronel al tiempo que abría un amplio cajón del buró, que resultó estar lleno de pistolas—. El padre de Ethan se bebió las tierras de la familia. Su madre murió de fiebres cuando él nació, y tiene un hermanastro que se quedó con todo el dinero de la madre. Tiene un bufete de abogado en Richmond.
—Le conozco —dijo Starbuck.
Washington Faulconer se volvió a mirar ceñudo a Starbuck.
—¿Conoces a Delaney?
—El señor Bird me lo presentó en Shaffer's.
Starbuck no tenía intención de revelar que aquella presentación había tenido como secuela diez horas pasadas consumiendo los mejores platos y vinos de la carta del Spotswood House Hotel, todo ello cargado en la cuenta de Faulconer, ni cómo había despertado la mañana del sábado con una monumental jaqueca, la boca seca, ardor de estómago y un vago recuerdo de haber jurado amistad eterna al divertido y maligno Belvedere Delaney.
—Un mal tipo, ese Delaney. —El coronel parecía sentirse decepcionado con Starbuck—. Demasiado listo para su propio bien.
—Apenas llegué a conocerle, señor.
—Demasiado listo. Sé de abogados que estarían encantados si tuvieran una soga, un árbol lo bastante alto y al señor Delaney, las tres cosas bien atadas la una a la otra. Se quedó con todo el dinero de su madre y al pobre Ethan no le dejó ni un centavo. No es trigo limpio, Nate, no es trigo limpio en absoluto. Si Delaney tuviera una pizca de decencia, cuidaría de Ethan.
—Mencionó que Ethan es un gran artista —dijo Starbuck, con la esperanza de que el cumplido a su futuro yerno haría que el coronel recuperara su buen humor.
—Sí que lo es, pero con eso no se llena la despensa, ¿no te parece? Lo mismo le pasa a Pecker, que toca magníficamente el piano. Yo voy a decirte para lo que vale de verdad Ethan, Nate. Es uno de los mejores cazadores que nunca he visto, y probablemente el mejor jinete de la región. Y es un granjero condenadamente bueno. Se ha hecho cargo de lo que queda de las tierras de su padre en estos últimos cinco años, y dudo de que nadie se hubiera desenvuelto ni la mitad de bien que él.
Después de aquel generoso cumplido a Ridley, el coronel sacó del cajón un revólver de cañón largo e hizo girar durante unos momentos el tambor, antes de decidir que no era el arma adecuada.
—Ethan vale mucho, Nate, y será un buen soldado, un magnífico soldado, pero tengo que confesar que como oficial de reclutamiento deja mucho que desear. —Faulconer se dio la vuelta y dirigió a Starbuck una mirada sagaz—. ¿Has oído hablar de Truslow?
—Anna lo mencionó, señor. Y también lo hizo el señor Bird.
—Quiero a Truslow, Nate. Lo necesito. Si Truslow se alista, traerá con él a cincuenta montañeses. Hombres válidos, luchadores por naturaleza. Unos perfectos bribones, por supuesto, del primero al último de todos ellos, pero si Truslow les lee la cartilla, harán lo que él les diga. ¿Y si él no quiere alistarse? Entonces, la mitad de los hombres del condado tampoco lo harán, por miedo a que les robe el ganado. De modo que ya ves por qué resulta imprescindible para mi Legión.
Starbuck se dio cuenta de lo que vendría después, y sintió disiparse su confianza. Truslow era el enemigo jurado de los yanquis, el asesino, el diablo que acechaba en las montañas.
El coronel hizo girar el tambor de otro revólver.
—Ethan dice que Truslow ha salido a robar caballos, y que no volverá a su casa en varios días, tal vez semanas, pero yo tengo la sensación de que lo que hizo Truslow fue evitar a Ethan. Le vio llegar, supo lo que iba a pedirle, y se esfumó. Necesito que vaya alguien a quien Truslow no conozca. Alguien que pueda conversar con ese individuo y averiguar cuál es su precio. Todo hombre tiene un precio, Nate, y en especial un facineroso como Truslow.
Guardó el segundo revólver y sacó otro de aspecto todavía más letal.
—De modo que, ¿qué te parecería ocuparte de ese asunto, Nate? No voy a pretender que sea un trabajo fácil, porque Truslow no es el más amable de los hombres, y si me dices que no quieres ir no volveré a hablar de la cuestión. Pero, en caso contrario…
El coronel dejó la frase en el aire. Y Starbuck, forzado de ese modo a decidir, se dio cuenta de pronto de que deseaba ir. Quería demostrar que podía sacar al monstruo de su cubil y conducirlo hasta allí.
—Iré con mucho gusto, señor.
—¿De verdad? —El coronel pareció algo sorprendido.
—Por supuesto.
—Magnífico, Nate. —Faulconer empujó hacia atrás el martillo del revólver de aspecto letal, apretó el gatillo y decidió que tampoco era el arma adecuada—. Necesitarás una pistola, desde luego. A muchos de esos bandidos de las montañas no les gustan los yanquis. Llevarás tu pase, por supuesto, pero es raro que alguien sepa leer por aquí. Te aconsejaría llevar el uniforme, pero la gente como Truslow asocia los uniformes a los hombres del fisco y los recaudadores de impuestos, de modo que irás mucho más seguro con tu ropa de siempre. Todo lo que tendrás que hacer con esa gente es tranquilizarles con patrañas si se te enfrentan, y si eso no funciona, disparar contra ellos.
Soltó una risita, y Starbuck se estremeció al pensar en el encargo que acababa de aceptar. Aún no hacía seis meses, era un estudiante del Colegio Teológico de Yale, inmerso en el complejo estudio de la doctrina paulina de la expiación, ¿y ahora se suponía que tenía que abrirse paso a tiro limpio en una región de analfabetos que odiaban a los yanquis, para ir a buscar al ladrón de caballos y asesino más temido del distrito? Faulconer debió de darse cuenta de su aprensión, porque sonrió.
—No te preocupes, no te matará, a menos que intentes robarle a su hija o, peor aún, su caballo.
—Me alegra mucho saberlo, señor —dijo Starbuck en tono seco.
—Te escribiré una carta para ese bruto, aunque sólo Dios sabe si es capaz de leer. Le explicaré que eres un sudista honorario, y le haré una oferta. ¿Digamos cincuenta dólares, en concepto de prima de enganche? No le ofrezcas nada más, y por el amor de Dios no dejes que piense que quiero nombrarle oficial. Truslow será un buen sargento, pero nadie querría compartir con él la mesa a la hora de la cena. Su mujer ha muerto, de modo que eso no será un problema, pero tiene una hija que podría darnos quebraderos de cabeza. Dile que le encontraré trabajo en Richmond si quiere tenerla colocada. Probablemente será un adefesio, pero supongo que podrá coser o trabajar de dependienta en una tienda. —Faulconer dejó una caja de madera de nogal sobre la mesa y le dio la vuelta, de modo que Starbuck pudiera ver el interior al levantar la tapa—. No creo que sea apropiada para ti, Nate, pero échale un vistazo. Es preciosa.
Starbuck levantó la tapa de nogal y vio una hermosa pistola con una culata de cachas de marfil, que reposaba en un compartimiento de forma especial, forrado de terciopelo azul. En otros huecos también forrados de azul estaban el cuerno de la pólvora de la pistola, con reborde de plata; un molde para balas, y una escobilla. La leyenda en letras de oro grabada en el interior de la caja rezaba: «R. Adams, revólver patentado, 79 King William Street, Londres EC».
—La compré en Inglaterra hace dos años. —El coronel levantó el arma y acarició su cañón—. Es una hermosura, ¿verdad?
—Sí, señor, lo es.
Y en efecto, aquel arma le pareció hermosa a la suave luz de la mañana que se filtraba por entre las largas cortinas blancas. La forma del arma se adaptaba maravillosamente a su función, en un maridaje de técnica y diseño tan conseguido que, por unos segundos, Starbuck olvidó cuál era exactamente la función de la pistola.
—Muy hermosa —dijo reverente Washington Faulconer—. Me la llevaré al Baltimore and Ohio dentro de un par de semanas.
—Al Baltimore… —empezó a decir Starbuck, pero se calló bruscamente al darse cuenta de que no había oído mal. ¿De modo que el coronel todavía seguía con la idea de asaltar la línea del ferrocarril?
—Pero yo tenía entendido que nuestras tropas tenían bloqueada la línea en Harper's Ferry, señor.
—Yeso han hecho, Nate, pero he descubierto que los trenes siguen circulando hasta Cumberland, y desde allí los suministros continúan su viaje por carretera y por el canal. —Faulconer dejó en su caja la hermosa pistola Adams—. Ya mí me sigue pareciendo que la Confederación está demasiado quieta, demasiado temerosa. Tenemos que atacar, Nate, en lugar de quedarnos sentados esperando que sea el Norte quien nos golpee. ¡Necesitamos una victoria que ilumine al Sur! Hemos de demostrar al Norte que somos hombres, y no pasmarotes cobardes. ¡Necesitamos una victoria rápida, contundente, que aparezca en las portadas de todos los periódicos de América! ¡Algo que inscriba nuestros nombres en todos los libros de historia! Una victoria para empezar la historia de la Legión. —Sonrió—. ¿Cómo suena?
—Suena maravillosamente, señor.
—Y tú vas a venir con nosotros, Nate, te lo prometo. Tráeme a Truslow, y tú y yo cabalgaremos hasta la línea del ferrocarril y romperemos unas cuantas cabezas. Pero antes necesitas un arma, de modo que ¿qué te parece esta bestia?
El coronel ofreció a Nate un revólver tosco, de cañón largo, feo, con una culata en forma de gancho pasada de moda, un martillo incómodo de cuello de cisne y doble gatillo. El coronel le explicó que el gatillo colocado más abajo hacía girar el tambor y montaba el martillo, mientras que el gatillo superior disparaba el arma.
—Es un poco complicado de disparar —admitió Faulconer—, hasta que captas el truco de soltar el gatillo inferior antes de apretar el superior. Pero es robusto. Puede recibir unos cuantos golpes y seguir matando. Es pesado y eso hace que la puntería resulte difícil, pero te acostumbrarás a usarlo. Y asustarás a cualquiera cuando lo encañones con esto.
La pistola era un modelo Savage, americano, de un peso de kilo y trescientos gramos aproximadamente, y unos treinta centímetros de longitud. La preciosa Adams, con su cañón de un azul pavonado y su suave culata blanca, era más pequeña y más ligera, y disparaba las mismas seis balas, pero su aspecto no asustaba ni de lejos tanto como el de la Savage.
El coronel volvió a guardar la Adams en el cajón, y luego dio media vuelta y se puso la llave en el bolsillo.
—Ahora veamos…, es ya mediodía. Te encontraré un caballo fresco, te daré la carta y algunos víveres, y ya puedes marcharte. No es un viaje largo. Tendrías que estar allí a las seis, antes incluso. Voy a escribir esa carta, y te envío a la caza de Truslow. ¡A trabajar, Nate!
El coronel acompañó a Starbuck en la primera parte de su viaje, con indicaciones continuas para que se sentara mejor en la silla de montar.
—¡Talones abajo, Nate! ¡Talones abajo y espalda recta! —Al coronel le divertía la forma de montar de Starbuck, atroz según reconocía él mismo, en tanto que el coronel era un jinete magnífico. Montaba su garañón favorito, y con su nuevo uniforme y a lomos de aquel animal reluciente, su aspecto era majestuoso mientras cruzaba junto a Starbuck la ciudad de Faulconer Court House, pasaba frente al molino de agua y los establos, la posada y los juzgados, las iglesias baptista y episcopaliana, la taberna de Greeley y la herrería, el banco y la cárcel de la ciudad. Una muchacha con un bonete descolorido sonrió al coronel desde el porche de la escuela. El coronel la saludó con la mano, pero no se detuvo a conversar.
—Priscilla Bowen —informó a Starbuck, que no tenía idea de cómo se suponía que había de acordarse de la catarata de nombres con que lo abrumaban—. Es bastante bonita si las prefieres gorditas, pero sólo tiene diecinueve años y la muy tonta pretende casarse con Pecker. ¡Dios mío, no le costaría nada encontrar algo mejor! Se lo dije así mismo. No quise callarme, pero no le hizo el menor efecto. ¡Pecker le dobla la edad, se la dobla! A mí me parece que una cosa es llevarlas a la cama, Nate, y otra muy distinta casarse con ellas. ¿Te he ofendido?
—No, señor.
—Siempre me olvido de tus creencias, tan estrictas.
El coronel rio feliz. Habían cruzado la ciudad, que a Starbuck le pareció una comunidad próspera, confortable y mucho mayor de lo que había imaginado. La Legión, por su parte, estaba acampada al oeste del núcleo urbano, mientras que la casa de Faulconer quedaba hacia el norte.
—El doctor Danson consideró que los ruidos de la actividad militar serían nocivos para Miriam —explicó Faulconer—. Está delicada, ¿comprendes?
—Eso me dijo Anna, señor.
—Estoy pensando en mandarla a Alemania cuando Anna se case. Dicen que allí hay médicos maravillosos.
—Eso he oído, señor.
—Anna podría acompañarla. También está delicada, ¿sabes? Danson dice que necesita hierro. Dios sabe lo que quiere decir con eso. Pero podrán ir las dos si la guerra se ha acabado para el otoño. ¡Aquí es, Nate!
El coronel señaló un prado con cuatro hileras de tiendas plantadas en una suave pendiente, junto a un arroyo. Era el campamento de la Legión, coronado por la bandera de las tres bandas y las siete estrellas de la nueva Confederación. En la otra orilla del arroyo se alzaba un bosque espeso, y la ciudad quedaba oculta detrás. Por lo demás, el campamento tenía en cierto modo la alegre apariencia de un circo itinerante. En la parte más llana del prado, habían dibujado las líneas de un campo de béisbol, y algunos oficiales disputaban una carrera de campo a través a lo largo de la orilla del arroyo. Había chicas de la ciudad asomadas al escalón abrupto que formaba el límite oriental de la pradera, y la presencia de carruajes aparcados a lo largo del camino indicaba que la gente de las proximidades había convertido el campamento en el punto de destino de sus excursiones. Los hombres que corrían, jugaban o paseaban por los terrenos del campamento no mostraban una gran determinación, pero su indolencia, como Starbuck sabía bien, se debía a la filosofía militar del coronel Faulconer, que sostenía que con demasiada instrucción lo único que se conseguía era echar a perder el apetito de un hombre para la batalla. Ahora, a la vista de sus buenos sureños, el coronel se animó visiblemente.
—Sólo necesitamos doscientos o trescientos hombres más, Nate, y la Legión será invencible. Conseguir a Truslow será un buen comienzo.
—Haré todo lo posible, señor —dijo Starbuck, y se preguntó por qué demonios había accedido a enfrentarse al demonio de Truslow. Sus aprensiones se agravaron cuando Ethan Ridley, montado en un nervioso caballo de color avellana, apareció en la entrada principal del campamento. Starbuck se acordó de la afirmación confidencial de Anna Faulconer de que Ridley no se había atrevido a enfrentarse a Truslow, y aquello hizo crecer su inquietud. Ridley iba de uniforme, pero su capote gris de lana tenía un aspecto tristón al lado del resplandeciente nuevo uniforme del coronel.
—¿Qué piensas del trabajo de Shaffer's, Ethan? —preguntó el coronel a su futuro yerno.
—Está usted soberbio, señor —respondió Ridley con docilidad, y luego hizo un gesto de saludo en dirección a Starbuck, cuya yegua se apartó a un lado del camino y bajó la cabeza para ramonear la hierba mientras Washington Faulconer y Ridley hablaban. El coronel le decía que había descubierto dos cañones que podían intentar comprar, y preguntó si a Ridley le importaría ir a Richmond para cerrar la transacción y procurarse algo de munición. La visita a Richmond significaría que Ridley no podría tomar parte en la incursión contra el ferrocarril de Baltimore and Ohio, y el coronel se disculpó por negar a su futuro yerno la diversión que supondría la expedición, pero a Ridley no pareció importarle. De hecho, su rostro moreno de barba bien recortada resplandeció de alegría ante la idea de volver a Richmond.
—Mientras tanto, Nate irá a buscar a Truslow —dijo el coronel, para incluir a Starbuck en la conversación.
La expresión de Ridley se transformó al instante y expresó un visible recelo.
—Pierdes el tiempo, Reverendo. Ese hombre está fuera, robando caballos.
—Puede que sólo se haya escondido de ti, Ethan —sugirió Faulconer.
—Puede —gruñó Ridley—, pero sigo pensando que Starbuck perderá el tiempo. Truslow no puede soportar a los yanquis. Culpa a un yanqui de la muerte de su esposa. Te va a hacer pedazos, Starbuck.
Faulconer, evidentemente afectado por el pesimismo de Ridley, miró a Starbuck, ceñudo.
—Tú decides, Nate.
—Por supuesto que voy, señor.
Ridley frunció el entrecejo.
—Te digo que perderás tu tiempo, Reverendo —repitió, con una ligera insinuación de amenaza.
—Van veinte pavos a que no —se oyó decir Starbuck a sí mismo, y de inmediato lamentó su estúpida bravata. Era peor que estúpida, pensó, porque además era pecado. A Starbuck le habían enseñado que toda apuesta era pecaminosa a los ojos de Dios, pero no se le ocurrió ninguna manera airosa de retirar su impulsivo desafío.
Y tampoco estaba seguro de querer retirarlo porque Ridley dudó, y esa duda pareció confirmar la sospecha de Anna de que su prometido había evitado ir en busca del temible Truslow.
—A mí me parece una apuesta honesta —intervino el coronel, feliz.
Ridley clavó los ojos en Starbuck, y éste detectó una sombra de temor en su mirada. ¿Le asustaba que Starbuck dejara al descubierto su mentira? ¿O sólo tenía miedo de perder veinte dólares?
—Te va a matar, Reverendo.
—Van veinte dólares a que vuelvo con él antes de que acabe el mes —dijo Starbuck.
—Antes del fin de semana —replicó Ridley, como si buscara una forma de eludir el compromiso.
—¿Cincuenta pavos? —subió Starbuck la apuesta, implacable.
Washington Faulconer se echó a reír. Cincuenta dólares no significaban nada para él, pero eran una fortuna para jóvenes sin dinero como Ridley y Starbuck. Cincuenta dólares eran el salario de un mes de un buen trabajador, el precio de una calesa decente, el coste de un buen revólver.
Cincuenta dólares convertían la prueba quijotesca de Anna en una ordalía seria. Ethan Ridley vaciló, y luego pareció sentirse a sí mismo disminuido por esa duda, y tendió su mano enguantada.
—Tienes de plazo hasta el sábado, Reverendo, ni un minuto más.
—Trato hecho —dijo Starbuck, y estrechó la mano de Ridley.
—¡Cincuenta pavos! —exclamó Faulconer encantado, cuando Ridley se hubo alejado a caballo—. Veo que te sientes optimista, Nate.
—Haré todo lo posible, señor.
—No permitas que Truslow te intimide. Plántale cara, ¿me oyes?
—Lo haré, señor.
—Buena suerte, Nate. ¡Y talones abajo! ¡Talones abajo!
Starbuck cabalgó hacia las sombras de las montañas azules que se alzaban al oeste. Hacía un buen día, bajo un cielo casi sin nubes. La montura de Starbuck, una yegua resistente llamada Pocahontas, trotaba incansable a lo largo del borde herboso del camino polvoriento, que se empinaba a partir de la pequeña ciudad, bordeando huertos y prados vallados, hasta llegar a una región de colinas en la que predominaban las granjas de pequeño tamaño, con hierba abundante y arroyos de aguas rápidas. Aquel piedemonte de Virginia no era bueno para el tabaco, y menos aún para los cultivos más famosos del Sur, el añil, el arroz y el algodón, pero daba buenas nueces y excelentes manzanas, y mantenía una cabaña vacuna de calidad, además de producir grandes cantidades de maíz. Las granjas, aunque pequeñas, tenían un aspecto floreciente. Había grandes pajares, mullidos prados y rebaños de vacas gordas cuyas esquilas tenían un son lánguido muy agradable en el calor de las primeras horas de la tarde. A medida que el camino seguía trepando, las granjas se hicieron más pequeñas, hasta que fueron poco más que maizales rodeados por un bosque cada vez más espeso. Los perros de las granjas dormitaban junto al camino, y se despertaban apenas para saludar con un ladrido los cascos del caballo, al pasar Starbuck.
La aprensión del joven Nate aumentó a medida que subía hacia las montañas. Tenía la despreocupación y el engreimiento de los jóvenes, y se creía capaz de cualquier hazaña que se propusiera, pero a medida que el sol descendía empezó a percibir a Thomas Truslow como una gran barrera que iba a marcar todo su futuro. Si cruzaba esa barrera, la vida volvería a ser sencilla; si fracasaba, nunca podría volver a mirarse en un espejo y sentir respeto por sí mismo. Intentó prepararse para cualquier recibimiento hostil que le deparara Truslow, si en efecto Truslow estaba en las montañas, y luego trató de imaginar su regreso triunfal si el hosco demonio acudía dócil a alistarse en las filas de la Legión. Pensó en la alegría de Faulconer y en la desesperación de Ridley, y luego se preguntó cómo podría pagar la apuesta si perdía. Starbuck no tenía dinero, y aunque el coronel le había ofrecido pagarle un sueldo de veintiséis dólares al mes, Starbuck aún no había visto un solo centavo.
Mediada la tarde, el camino de tierra apisonada se había estrechado y era sólo una senda abrupta que bordeaba un río de montaña cuyas aguas se precipitaban coronando de espuma las rocas y sorteando los árboles caídos. Los bosques estaban cuajados de bayas de un rojo brillante, la ladera era empinada, las vistas espectaculares. Starbuck pasó delante de dos cabañas deshabitadas, y en una ocasión se sobresaltó al oír ruido de cascos y buscó precipitadamente su revólver, sólo para ver luego un ciervo de cola blanca que cruzaba veloz por entre los árboles. Había empezado a disfrutar del paisaje, y ese gozo le llevó a preguntarse si su destino no se encontraría en las tierras salvajes del oeste, en donde los americanos luchaban por arrancar un país nuevo de las garras de salvajes paganos. ¡Dios mío, pensó, nunca debería haberse dedicado a estudiar para ejercer el ministerio sagrado! Por las noches le asaltaba con frecuencia un sentimiento de culpa por la carrera que había abandonado, pero aquí, a la luz del día, con un arma en la cadera y una aventura por delante, Starbuck estaba dispuesto a enfrentarse al mismo diablo, y de pronto las palabras «rebelde» y «traición» no le parecieron tan malas después de todo. Se dijo a sí mismo que quería ser un rebelde. Quería probar el sabor del fruto prohibido contra el que predicaba su padre. Quería intimar con el pecado y asomarse al valle de sombras de la muerte, porque allí era donde conducían los sueños de un hombre joven.
Llegó a un aserradero en ruinas, y allí tomó un sendero en dirección sur. La cuesta era tan dura que Starbuck hubo de apearse del lomo de Pocahontas. Faulconer le había dicho que había otro camino, más fácil, pero que aquel sendero abrupto era un atajo que le llevaría directo a las tierras de Truslow. El calor se había hecho más intenso, y el sudor impregnaba la piel de Starbuck. Los pájaros chillaban entre las hojas nuevas de color verde pálido.
Ya avanzada la tarde llegó a la línea de cumbres, y allí volvió a montar a caballo y contempló el valle punteado de bayas rojas donde vivía Truslow. En aquel valle, le dijo el coronel, habían encontrado refugio a lo largo de los años fugitivos y maleantes de todo tipo; era un lugar sin ley en el que hombres vigorosos y sus toscas mujeres vivían de lo que daba un suelo poco productivo, pero felizmente situado lejos del alcance del largo brazo del Gobierno. Un valle alto frecuentado por los ladrones de caballos, que encerraban en corrales a los animales robados en las ricas tierras bajas de Virginia para llevarlos a vender más tarde al norte y al oeste. En este lugar sin nombre, Starbuck habría de enfrentarse al diablo que acechaba en las montañas, cuyo concurso era tan importante para el altanero Washington Faulconer. Se volvió a mirar atrás, contempló la gran extensión de tierras verdes que alcanzaban hasta el horizonte nebuloso, y luego miró de nuevo hacia el oeste, donde unas pocas columnas delgadas de humo delataban la posición de pequeñas granjas ocultas entre la espesura.
Guió a Pocahontas por la senda borrosa que descendía serpenteando entre los árboles. Starbuck se preguntó qué clase de árboles serían. Era un chico de ciudad y no distinguía un ciclamor de un olmo, o un roble de un cornejo blanco. No era capaz de matar un puerco, de cazar un ciervo, ni siquiera de ordeñar una vaca. En esta región de gente experta se sentía inútil, un hombre sin talento ni demasiada educación. Se preguntó si una infancia en la ciudad no incapacitaba a un hombre para hacer la guerra, mientras que por el contrario las gentes del campo eran, por su familiaridad con la muerte y por su conocimiento del paisaje, soldados natos. Y luego, como le sucedía a menudo, Starbuck se precipitó desde sus ideales románticos sobre la guerra a una súbita sensación de horror ante el conflicto inminente. ¿Cómo podía haber guerra en aquella tierra tan buena? Aquello eran los Estados Unidos de América, la culminación de los afanes del hombre por tener un gobierno perfecto y una sociedad regida por Dios. Los únicos enemigos que había visto aquella tierra feliz eran los ingleses y los indios, y tanto los unos como los otros, merced a la providencia divina y a la fortaleza americana, habían sido vencidos.
No, pensó, todas esas amenazas de guerra no podían ser reales. Eran simples exabruptos, política agriada, fiebre primaveral que desaparecería con la llegada del otoño. Los americanos podían luchar contra salvajes sin Dios en los desiertos incultos, y sentirse felices al dar muerte a los mercenarios de un nefasto rey extranjero, ¡pero nunca se volverían los unos contra los otros! El sentido común se impondría, se llegaría a un compromiso, Dios tendería sin duda su mano para proteger a su tierra prometida y a los hombres buenos que la habitaban. Aunque tal vez, y Starbuck sintió remordimientos por aquel resquicio de esperanza, habría tiempo primero para una aventura: una relampagueante incursión con banderas desplegadas y sables reluciendo al sol y al eco atronador de los cascos de los caballos, para hacer descarrilar trenes e incendiar puentes.
—Un paso más, chico, y te vuelo los condenados sesos como hay Dios —gritó de pronto una voz oculta.
—¡Oh, Cristo! —Starbuck se sorprendió tanto que no pudo reprimir aquella interjección blasfema, pero sí tuvo la presencia de ánimo suficiente para tirar de las riendas, y la yegua, bien enseñada, se detuvo.
—Aunque puede que te vuele los sesos de todas formas.
La voz era tan profunda y ronca como el ruido de las púas de un cepillo al rascar un hierro herrumbroso, y aunque Starbuck todavía no había visto al que le hablaba, sospechó que acababa de tropezar con su asesino. Había dado con Truslow.