Starbuck pasó sus primeros días en Richmond visitando en compañía de Ethan Ridley almacenes donde adquirir los suministros que habían de equipar a la Legión Faulconer. Ridley había apalabrado la compra de todo el equipo y ahora, antes de marcharse para empezar el grueso del trabajo de reclutamiento en Faulconer County, quería asegurarse de que Starbuck era capaz de asumir sus responsabilidades.
—No habrá necesidad de que te preocupes por las finanzas, Reverendo —dijo Ridley a Starbuck, llamándole por el apodo a medias burlón y a medias insultante que había adoptado para dirigirse al norteño—, sólo tendrás que encargarte del transporte.
Luego dejaba que Ridley paseara ocioso de un lado a otro en enormes almacenes llenos de ecos o en polvorientas oficinas, mientras el propio Ridley hablaba de negocios en el interior de un despacho privado para reaparecer finalmente con algún nuevo encargo del que informaba con displicencia a Starbuck.
—El señor Williams tendrá seis cajones listos para la entrega la semana próxima. ¿El jueves, Johnny?
—Estarán listos el jueves, señor Ridley.
El almacén de Williams vendía a la Legión Faulconer mil pares de botas, y otros comerciantes le suministraban los rifles del regimiento, uniformes, fulminantes, botones, bayonetas, pólvora, cartuchos y revólveres, tiendas de campaña, sartenes, mochilas y cantimploras, cazos de estaño, sogas de cáñamo y correajes: todo lo necesario en el mundo de la parafernalia militar, y todo ello procedente de almacenes privados porque Washington Faulconer se negaba a tratar con el gobierno de Virginia.
—Has de comprender, Reverendo —dijo Ridley a Starbuck—, que Faulconer no es demasiado amigo del nuevo gobernador, y el nuevo gobernador tampoco lo es de Faulconer. Faulconer piensa que el gobernador le dejará costear todos los gastos de la Legión y luego se la quitará de las manos, de modo que tenemos prohibida cualquier relación con el gobierno del Estado. No hemos de darles alas, ¿entiendes? Así que no podemos comprar material de los arsenales del Estado, cosa que nos complica mucho la vida.
A pesar de lo cual, estaba claro que Ethan Ridley había superado muchas de esas complicaciones, porque el cuaderno de notas de Starbuck se iba llenando de listados de cajones, cajas, barriles y sacos que habían de ser recogidos y luego entregados en Faulconer Court House.
—Dinero —le dijo Ridley—, ésa es la clave, Reverendo. Hay un millar de tipos intentando comprar equipo militar y todo escasea, de modo que has de tener los bolsillos bien llenos. Vamos a beber un trago.
Ethan Ridley sentía un placer perverso cuando hacía entrar a Starbuck en las tabernas de la ciudad, en particular en las casas de bebidas oscuras y malolientes de la orilla norte del río James.
—Esto no se parece a la iglesia de tu padre, ¿verdad, Reverendo? —le preguntaba Ridley en algún tugurio podrido e infestado de ratas, y Starbuck coincidía en que aquel cubil alcohólico estaba en efecto muy lejos de lo que había conocido en el curso de su bien ordenada educación bostoniana, cuando la limpieza había sido una señal de la gracia de Dios y la abstinencia una garantía de salvación eterna.
Era evidente que Ridley quería darse el placer de escandalizar al hijo de Elial Starbuck, pero incluso la más inmunda de las tabernas de Richmond agradaba a Nate precisamente por la enorme distancia que podía constatar entre aquellos lugares y la rigidez calvinista de su padre. No era tanto que en Boston no hubiera establecimientos de bebidas tan machacados por la miseria y la desesperación como el peor de Richmond, sino que Starbuck nunca había frecuentado los tugurios de Boston, y por esa razón le producían una extraña satisfacción las excursiones de mediodía con Ridley por los callejones malolientes de Richmond. Aquellas aventuras le parecían la prueba de que realmente había escapado de las garras heladas y desaprobadoras de su familia, pero el hecho de que Starbuck disfrutara de esas expediciones sólo conseguía que Ridley se esforzara aún más en escandalizarlo.
—Si te dejara solo en este lugar, Reverendo —amenazó Ridley a Starbuck en una taberna de marineros que apestaba a las aguas fecales vertidas al río por una herrumbrosa tubería de desagüe situada a menos de diez metros del establecimiento—, te rebanarían el pescuezo en menos de cinco minutos.
—¿Porque soy un norteño?
—Porque llevas zapatos.
—No me pasaría nada —fanfarroneó Starbuck. No iba armado, y la docena de hombres presentes en la taberna parecían capaces de rebanar toda una congregación de pescuezos respetables sin el menor remordimiento de conciencia, pero Starbuck no quiso aparentar miedo delante de Ethan Ridley—. Vete si quieres.
—No te atreverías a quedarte solo aquí —dijo Ridley.
—Adelante. Mira lo que me importa. —Starbuck se volvió hacia el patrón y chascó los dedos—. Pon otro vaso aquí. ¡Sólo uno!
Era pura bravuconada, porque Starbuck apenas bebía alcohol. Daba algún que otro sorbo de whisky, pero siempre era Ridley quien se acababa el vaso. El terror del pecado perseguía a Starbuck, y era precisamente ese terror el que daba aliciente a las excursiones por las tabernas, porque el licor era uno de los mayores pecados, y Starbuck había flirteado a medias y a medias resistido a su tentación.
Ridley se echó a reír ante el desafío de Starbuck.
—Tienes pelotas, Starbuck, al menos eso hay que reconocerlo.
—Pues déjame solo aquí.
—Faulconer no me perdonará si dejo que te maten. Eres su nuevo juguete favorito, Reverendo.
—¿Juguete favorito? —se picó Starbuck por el calificativo.
—No lo tomes a ofensa, Reverendo. —Ridley pisoteó con el tacón la colilla de su cigarro y encendió otro de inmediato. Era un hombre de apetitos impacientes—. Faulconer es un hombre solitario, y a los hombres solitarios les gustan los juguetes. Por eso está tan encariñado con la secesión.
—¿Porque se siente solo? —Starbuck no lo entendía.
Ridley sacudió la cabeza. Estaba recostado dando la espalda al mostrador, y miraba por el cristal sucio y roto de una ventana un barco de dos palos que atracaba con fuertes crujidos junto al desvencijado muelle del río.
—Faulconer presta apoyo a la rebelión porque piensa que eso le dará popularidad entre los viejos amigos de su padre. Se demostrará a sí mismo que es un sudista más fervoroso que cualquiera de ellos, y es que en cierto modo él no es sudista en absoluto, ¿sabes lo que quiero decir?
—No.
Ridley hizo una mueca, como si no deseara explicarse con más claridad, pero lo intentó de todos modos:
—Posee tierras, Reverendo, pero no les saca provecho. No las trabaja, no planta, ni siquiera las utiliza como pastos. Sólo las posee y las mira. No tiene negros, por lo menos no esclavos. Su dinero le viene de los ferrocarriles y las acciones, y las acciones dependen de Nueva York o de Londres. Probablemente se siente más en casa en Europa que aquí en Richmond, pero no por eso desea menos pertenecer a esta tierra. Quiere a toda costa ser un sureño, pero no lo es. —Ridley lanzó una voluta de humo de cigarro al aire, y luego volvió su mirada oscura y sardónica a Starbuck—. ¿Puedo darte un pequeño consejo?
—Por favor.
—Dale la razón en todo —dijo Ridley muy serio—. La familia puede llevar la contraria a Washington, y ésa es la razón por la que no pasa mucho tiempo con la familia, pero a los secretarios privados como tú y como yo no se les permite discrepar en nada. Nuestro trabajo consiste en admirarlo. ¿Me has entendido?
—Él es admirable, en cualquier caso —afirmó Starbuck, leal.
—Supongo que todos somos admirables —dijo Ridley, divertido—, en la medida en que podemos encontrar un pedestal lo bastante alto para encaramarnos encima. El pedestal de Washington es su dinero, Reverendo.
—¿Y el tuyo también? —preguntó Starbuck, beligerante.
—El mío no, Reverendo. Mi padre perdió todo el dinero de la familia. Mi pedestal, Reverendo, son los caballos. Soy el mejor condenado jinete que encontrarás a este lado del Atlántico. O en los dos lados, para el caso. —Ridley sonrió a su propia falta de modestia y se echó al coleto el vaso de whisky—. Vamos a ver si esos bastardos de Boyle and Gamble han conseguido encontrar los anteojos de campaña que me prometieron la semana pasada.
Por las noches, Ridley se eclipsaba en dirección a las habitaciones de su hermanastro en Grace Street, y dejaba que Starbuck volviera solo a la casa de Washington Faulconer por calles abarrotadas de criaturas de aspecto extraño venidas de los rincones más profundos y más alejados del Sur. Había hombres de piernas flacas y rostros chupados de Alabama, jinetes melenudos y curtidos de Texas y voluntarios barbudos de Misisipí vestidos con ropas cortadas en casa, todos ellos armados como bucaneros y dispuestos a beberse a sí mismos en un acceso de furia repentina. Las putas y los vendedores de bebidas alcohólicas ganaban pequeñas fortunas, los alquileres de la ciudad se doblaban y se cuadruplicaban, y el ferrocarril seguía vomitando nuevos voluntarios sobre Richmond. Habían venido, todos y cada uno de ellos, para proteger a la nueva Confederación de los yanquis, aunque a primera vista uno tenía la sensación de que la nueva Confederación obraría con sensatez si se protegía de sus propios protectores; pero luego, obedientes a los insistentes llamamientos del recién nombrado comandante militar del Estado, todos aquellos voluntarios andrajosos fueron trasladados a los terrenos del Ferial central, donde los cadetes del Instituto Militar de Virginia empezaron a impartirles la instrucción militar básica.
Ese nuevo comandante de las milicias de Virginia, el mayor general Robert Lee, insistió también en hacer una visita de cortesía a Washington Faulconer. Faulconer sospechaba que la visita propuesta era un pretexto del nuevo gobernador de Virginia para hacerse con el control de la Legión, pero, a pesar de sus recelos, mal podía negarse a recibir a un hombre que provenía de una familia virginiana tan antigua y prominente como la suya propia. Ethan Ridley se había ido de Richmond el día anterior a la visita de Lee, de modo que Faulconer solicitó la presencia de Starbuck en la reunión.
—Quiero que tomes nota de todo lo que se diga —le advirtió Faulconer, sombrío—. Letcher no es la clase de hombre que permite que un compatriota reclute un regimiento por su cuenta. Recuerda lo que te digo, Nate, ha enviado a Lee para que me quite la Legión de las manos.
Starbuck se sentó en un rincón del estudio con un cuaderno de notas abierto sobre las rodillas, aunque lo cierto es que no se discutió nada de gran importancia. Lee, un hombre de edad mediana vestido con ropas de civil y acompañado por un joven capitán de uniforme de la milicia del Estado, intercambió primero cumplidos con Faulconer y luego señaló, casi en tono de disculpa, que el gobernador Letcher le había dado el mando de las fuerzas de la milicia del Estado, y que su primera tarea consistía en alistar, equipar y entrenar a dichas fuerzas, a propósito de lo cual tenía entendido que el señor Faulconer estaba recluían do un regimiento en Faulconer County.
—Una legión —le corrigió Faulconer.
—Ah sí, en efecto, una legión.
La palabra pareció desconcertar a Lee.
—Y ni una sola de sus armas, ni un cañón, ni una silla de montar, ni tan siquiera un botón ni una cantimplora, es decir ni un solo artículo del equipo, correrá a cuenta del Estado —declaró orgulloso Faulconer—. Todo lo he pagado y pagaré yo, hasta el último cordón de las botas.
—Una empresa costosa, Faulconer, estoy seguro.
Lee le observaba ceñudo, como si le asombrara la generosidad de Faulconer. El general gozaba de gran prestigio, y en Richmond muchas personas habían sentido un gran alivio al saber que regresaba a su Estado natal en lugar de aceptar el mando que le había ofrecido Abraham Lincoln en el ejército del Norte; pero Starbuck, al observar a aquel hombre silencioso y pulido de barba gris, vio pocos indicios del supuesto genio del general. Lee se mostraba reticente hasta parecer tímido, y quedaba empequeñecido en comparación con la energía y el entusiasmo de Washington Faulconer.
—Ha mencionado usted cañones y caballería —dijo Lee, en tono dubitativo—. ¿Quiere eso decir que su regimiento, su legión quiero decir, contará con todas las armas?
—¿Todas las armas?
A Washington Faulconer no le resultaba familiar la expresión.
—¿La Legión no se compondrá únicamente de infantería? —explicó Lee en tono amable.
—En efecto, en efecto. Mi intención es ofrecer a la Confederación una unidad bien entrenada y equipada, lista para el combate. —Faulconer hizo una pausa para sopesar si era prudente lo que iba a decir a continuación, pero finalmente decidió que no vendría mal para la ocasión fanfarronear un poco—. Mi ilusión es que la Legión sea algo parecido a las tropas de élite de Bonaparte. Una guardia imperial para la Confederación.
—Ah, por supuesto.
Era difícil decir si a Lee aquella visión le había impresionado o espantado. Guardó silencio durante unos segundos, y luego señaló en tono tranquilo que aguardaba esperanzado el día en que aquella legión quedara plenamente asimilada a las fuerzas del Estado. Eso era precisamente lo que más temía Faulconer, que el gobernador John Letcher le arrebatara por las buenas el mando de su legión y la redujera de ese modo a uno más de los componentes de su mediocre milicia gubernamental. La visión de Faulconer era mucho más amplia que las tibias ambiciones del gobernador, y para defender esa visión no quiso responder a las palabras de Lee. El general frunció el entrecejo.
—¿Comprende usted, señor Faulconer, que necesitamos orden y jerarquía?
—¿Disciplina, quiere decir?
—Es la palabra exacta. Hemos de tener disciplina.
Washington Faulconer asintió cortésmente, y luego preguntó a Lee si el Estado querría asumir el coste de formar y equipar a la Legión Faulconer. Dejó en el aire durante unos segundos aquella pregunta peligrosa, y luego sonrió.
—Como he querido dejarle claro, Lee, mi ambición es proporcionar a la Confederación un producto acabado, una legión bien entrenada. Pero si el Estado va a intervenir —estuvo a punto de decir «interferir», pero tenía demasiado tacto para utilizar esa palabra—, en ese caso me parece justo que sea el Estado el que corra con los gastos necesarios, y en consecuencia me reembolse las cantidades que ya he adelantado. Mi secretario, el señor Starbuck, le proporcionará un listado exhaustivo.
Lee encajó la amenaza sin cambiar su plácida expresión, aunque con una ligera sombra de inquietud. Miró a Starbuck y pareció sentir cierta curiosidad por el ojo amoratado, ya bastante restablecido, del joven, pero no hizo ningún comentario. Volvió su mirada a Washington Faulconer:
—Pero ¿su intención es colocar la Legión a las órdenes de la autoridad constituida?
—En efecto, cuando esté adecuadamente entrenada. —Faulconer soltó una risita—. No tengo la menor intención de financiar una guerra privada contra los Estados Unidos.
Lee no sonrió al oír aquella pequeña broma; en vez de eso, hizo un pequeño gesto de abatimiento. Sin embargo, a Starbuck le pareció triunfalmente claro que Washington Faulconer había obtenido la victoria sobre el representante del gobernador Letcher y que la Legión Faulconer no sería asimilada a los nuevos regimientos que estaban siendo alistados precipitadamente por todo el territorio del Estado.
—¿Marcha bien su reclutamiento? —preguntó Lee.
—Tengo a uno de mis mejores oficiales supervisando el proceso. Sólo reclutamos hombres en el condado, y no fuera de él.
Eso no era del todo cierto, pero Faulconer pensaba que el gobierno respetaría sus derechos de propiedad en Faulconer County, mientras que si reclutaba demasiado abiertamente gente en otros lugares, el Estado podría quejarse de su intromisión.
Lee pareció satisfecho con aquella declaración.
—¿Y la instrucción? —preguntó—. ¿Estará en manos competentes?
—¡En extremo competentes! —dijo Faulconer con entusiasmo, pero sin dar los detalles que Lee manifiestamente deseaba oír. En ausencia de Faulconer, la instrucción de la Legión sería supervisada por el segundo en el mando, el mayor Alexander Pelham, un vecino de Faulconer veterano de la guerra de 1812. Pelham tenía ahora más de setenta años, pero Faulconer sostenía que era tan capaz y vigoroso como un hombre de la mitad de su edad. Por otra parte, Pelham era el único oficial relacionado con la Legión que tenía alguna experiencia directa de la guerra, aunque, como Ethan Ridley señaló con malicia a Starbuck, esa experiencia se limitaba a un solo día de acción, y esa única acción había sido la derrota de Bladensburg.
La visita de Lee concluyó con un intercambio intrascendente de puntos de vista acerca de la forma de dirigir la guerra. Faulconer sostuvo con vigor la necesidad de capturar la ciudad de Washington, mientras que Lee habló de la urgencia de reforzar la defensa de Virginia, y finalmente los dos hombres se separaron con protestas mutuas de buenos deseos. Washington Faulconer esperó hasta que el general hubo bajado por la famosa escalinata curva, y luego explotó delante de Starbuck:
—¿Qué posibilidades tenemos si se pone al mando a bobos como ése? Buen Dios, Nate, nosotros necesitamos hombres más jóvenes, hombres enérgicos que dirijan las operaciones con puño de hierro, ¡y no bufones descoloridos y cautelosos! —Recorrió la habitación con zancadas vigorosas, impotente para expresar todo el alcance de su frustración—. ¡Sabía que el gobernador intentaría secuestrar la Legión! ¡Pero tenía que haber enviado a alguien con las garras más afiladas! —Hizo un gesto despectivo en dirección a la puerta por la que había salido Lee.
—Los periódicos dicen que es el militar más admirado de América. —Starbuck no pudo resistir la tentación de subrayar sus palabras.
—¿Admirado por qué? ¿Por mantener limpios sus pantalones en México? Si va a haber una guerra, Nate, no se tratará de una gira campestre contra una panda de mexicanos mal armados. ¡No tienes más que escucharle, Nate! «La importancia esencial de impedir que las fuerzas del Norte ataquen Richmond». —Faulconer hizo una imitación bastante buena del tono bajo y tranquilo de Lee, y luego se lanzó a criticarlo con dureza—. ¡Defender Richmond no es en ningún modo esencial! Lo esencial es ganar la guerra, y eso significa golpear fuerte y rápido. ¡Significa atacar, atacar y atacar! —Miró la mesa colocada a un lado, sobre la que había desplegados mapas de la parte occidental de Virginia junto a una tabla de horarios del ferrocarril de Baltimore-Ohio. A pesar de haber negado tener la intención de lanzarse a una guerra privada contra el Norte, Washington Faulconer tramaba un ataque contra la línea del ferrocarril que proveía a la ciudad de Washington de suministros y reclutas procedentes de los Estados del oeste. Sus ideas sobre ese golpe de mano aún estaban en germen, pero partían de la concepción de una fuerza poco numerosa y rápida de soldados montados que incendiarían puentes, descarrilarían locomotoras y levantarían los raíles de la línea—. Espero que ese bobo no haya visto los mapas —dijo, repentinamente preocupado.
—Los tapé con mapas de Europa antes de que entrara el general Lee, señor —dijo Starbuck.
—¡Eres listo, Nate! ¡Bien hecho! Gracias a Dios tengo a mi lado a jóvenes como tú, y no a los zoquetes de Lee venidos de West Point. ¿Es ésa la razón por la que tenemos que admirarle? ¿Porque fue un buen superintendente de West Point? ¿Y qué es lo que significa eso? ¡Significa que es un maestro de escuela! —El desprecio de Faulconer era palpable—. Yo conozco bien a los maestros de escuela, Nate. Mi cuñado es un maestro de escuela, y ni siquiera sirve como cabo de cocina, pero el hombre insiste en que lo nombre oficial de la Legión. ¡Nunca! ¡Pecker es un bobo! ¡Un cretino! ¡Un zopenco! ¡Un lunático! Un monigote. Eso es lo que es mi cuñado, Nate, ¡un monigote!
Algo en la enérgica retahíla de Washington Faulconer trajo a la memoria de Starbuck el recuerdo de las divertidas historias que solía contarle Adam sobre su excéntrico tío, el maestro de escuela.
—Era el tutor de Adam, señor, ¿verdad?
—Fue el tutor tanto de Adam como de Anna. Ahora es el director de la escuela del condado, y Miriam está empeñada en que le nombre mayor.
Miriam era la esposa de Washington Faulconer, una mujer que vivía encerrada en el campo y sufría una increíble variedad de enfermedades misteriosas.
—¡Nombrar mayor a Pecker! —Faulconer rechazó con una carcajada burlona la simple idea—. Dios mío, no pondría a ese tonto peripatético ni siquiera al frente de un gallinero, ¡imagínatelo dirigiendo un regimiento de soldados! Es un pariente pobre, Nate. Eso es Pecker, un simple pariente pobre. ¡Bueno, a trabajar!
Había mucho trabajo por hacer. La casa se veía asediada por los solicitantes: unos pedían ayuda financiera para desarrollar un arma secreta que juraban que traería la victoria instantánea del Sur; otros pedían un nombramiento de oficial en la Legión. Muchos de estos últimos eran soldados profesionales europeos, a media paga en sus propios ejércitos, y a todos ellos se les dijo que la Legión Faulconer sólo elegiría a nativos del condado como oficiales de sus compañías, y que los ayudantes de Faulconer serían también todos virginianos.
—Tú serás la excepción, Nate —dijo Washington Faulconer a Starbuck—, en el caso de que te agrade continuar sirviendo a mi lado.
—Me sentiré honrado, señor.
Y Starbuck sintió una cálida corriente de gratitud por la amabilidad y la confianza que le demostraba Faulconer.
—¿No te resultará duro luchar contra los tuyos, Nate? —preguntó Faulconer solícito.
—Siento que ésta es mi casa, señor.
—Y así debe ser. El Sur es la América real, Nate, no el Norte.
Menos de diez minutos más tarde, Starbuck hubo de denegar su solicitud a un oficial de caballería austríaco cubierto de cicatrices que aseguraba haber participado en media docena de batallas encarnizadas en el norte de Italia. El hombre, al oír que únicamente los virginianos tendrían acceso a los puestos de mando de la Legión, preguntó con sarcasmo cómo podía llegar lo antes posible a Washington.
—¡Porque si aquí no me quiere nadie, entonces, by Gott, me iré a luchar al Norte!
A comienzos de mayo, corrió la noticia de que buques de guerra nordistas habían empezado a bloquear las costas de la Confederación. Jefferson Davis, el nuevo presidente del gobierno provisional de los Estados Confederados de América, replicó con la firma de una declaración de guerra a los Estados Unidos, aunque el Estado de Virginia parecía dubitativo en cuanto a su implicación en la guerra. Las tropas estatales se retiraron de Alexandría, una ciudad separada de Washington únicamente por el río Potomac, un acto que Washington Faulconer criticó con dureza como típico de la timidez escrupulosa de Letcher.
—¿Sabes lo que quiere el gobernador? —preguntó a Nate.
—¿Quitarle la Legión de las manos, señor?
—Quiere que el Norte invada Virginia, porque eso le permitirá escabullirse del compromiso sin tener que mojarse el culo. Nunca ha sido un partidario ferviente de la secesión. Es un rastrero, Nate, ése es su problema, un rastrero.
Pero el día siguiente trajo la noticia de que Letcher, lejos de esperar de brazos cruzados que el Norte restableciese la Unión, había ordenado a tropas de Virginia ocupar la ciudad de Harper's Ferry, ochenta kilómetros río arriba de Washington. El Norte abandonó la ciudad sin lucha, dejando atrás toneladas de material para la fabricación de armas en el arsenal federal. Richmond celebró la noticia, que en cambio entristeció a Washington Faulconer. Había estado acariciando la idea de un ataque al ferrocarril de Baltimore and Ohio, cuyo trazado cruzaba el Potomac por Harper's Ferry, pero ahora, con la ciudad y su puente a salvo en manos sudistas, no parecía haber ninguna necesidad de una incursión más al oeste en la línea. La noticia de la ocupación de la ciudad ribereña también originó una oleada de especulaciones acerca de la inminencia de un ataque preventivo de la Confederación al otro lado del Potomac, y Faulconer, temiendo que se negase a su Legión, en rápido crecimiento, el lugar que le correspondía en esa invasión victoriosa, decidió que su lugar se encontraba en Faulconer Court House, donde podría acelerar la instrucción de la Legión.
—Te llamaré a Faulconer County tan pronto como sea posible —prometió Faulconer a Starbuck, montado ya a caballo para el viaje de cien kilómetros hasta su hacienda rural—. Escribe a Adam de mi parte, ¿lo harás?
—Desde luego que lo haré, señor.
—Dile que vuelva a casa en cuanto pueda. —Faulconer alzó una mano enguantada en señal de despedida, y luego hizo avanzar a su alto caballo negro—. ¡Dile que vuelva a casa! —gritó ya en marcha.
Starbuck escribió, obedeciendo aquella orden, y dirigió la carta a la iglesia de Chicago que guardaba el correo de Adam. Igual que Starbuck, Adam había abandonado sus estudios en Yale, pero en tanto que Starbuck lo había hecho obsesionado por una mujer, Adam había viajado a Chicago para unirse a la Comisión para la Paz Cristiana, que mediante oraciones, diálogo y testimonios estaba intentando promover la convivencia pacífica de las dos partes de América.
No hubo respuesta de Chicago; en vez de eso, cada correo traía a Starbuck nuevas y urgentes peticiones de Washington Faulconer. «¿Cuánto tiempo tardará Shaffer's en tener listos los uniformes de los oficiales?»; «¿Tenemos ya una decisión sobre las insignias de los oficiales? ¡Esto es importante, Nate! Infórmate en Mitchell and Tylers»; «Visita a Boyle and Gambles y pregunta por modelos de sable»; «En mi buró, tercer cajón desde abajo, hay un revólver fabricado por Le Mat, envíamelo con Nelson». Nelson era uno de los dos criados negros que llevaban los mensajes cruzados entre Richmond y Faulconer Court House.
—El coronel está impaciente por recoger sus uniformes —confió Nelson a Starbuck. El «coronel» era Washington Faulconer, que había empezado a firmar sus cartas como «Coronel Faulconer», y Starbuck tuvo buen cuidado de dirigirse a Faulconer mencionando el cargo que se había atribuido. El coronel había encargado papel de cartas con el siguiente emblema impreso: «Legión Faulconer, Cuartel General de Campaña, Coronel Washington Faulconer, Estado de Virginia, Alto Mando», y Starbuck utilizó la hoja de la prueba de impresión para escribir al coronel la feliz noticia de que se esperaba que sus nuevos uniformes estuvieran listos el viernes, con la promesa de enviarlos de inmediato a Faulconer County.
Aquel viernes por la mañana, Starbuck estaba sentado en su escritorio poniendo al día los libros de cuentas, cuando la puerta de la sala de música se abrió de golpe y un extraño de elevada estatura le dirigió una mirada ceñuda e irritada desde el umbral. Era un hombre tan flaco como alto, de codos huesudos, piernas largas y rodillas abultadas. Parecía recién entrado en la edad mediana, con una poblada barba negra veteada de gris, nariz afilada, mejillas chupadas y cabello negro revuelto, y vestía un sobretodo negro raído y unas botas marrones de trabajo muy desgastadas; en conjunto, una figura de espantapájaros cuya aparición repentina hizo que Starbuck se sobresaltara.
—Usted debe de ser Starbuck, ¿ajá?
—Yo mismo, señor.
—Oí predicar a su padre en una ocasión. —Aquel hombre extraño irrumpió en la habitación y buscó algún lugar donde dejar su bolsa y su paraguas, más el bastón, el sobretodo, el sombrero y el maletín de los libros; al no encontrar ningún sitio adecuado, siguió aferrado a todo ello—. Derrochaba pasión, sí, pero torturaba la lógica. ¿Lo hace siempre?
—No estoy seguro de lo que quiere decir, señor. ¿Quién es usted?
—Fue en Cincinatti. En el antiguo Salón Presbiteriano, en la Cuarta Avenida, ¿o era la Quinta? Corría el año cincuenta y seis, en todo caso, o quizás el cincuenta y cinco. El salón se quemó más tarde, pero eso no significó ninguna pérdida para el patrimonio arquitectónico de la República. No era un edificio valioso, en mi opinión. Desde luego ninguno de los simples que formaban el auditorio se dio cuenta de la falta de lógica de su padre. Sólo querían aplaudir cada palabra suya. ¡Abajo la esclavocracia! ¡Vivan nuestros hermanos de piel oscura! ¡Aleluya! ¡El Mal está entre nosotros! ¡Una mácula que desacredita a una gran nación! ¡Bah!
A pesar de que su padre le disgustaba, Starbuck se sintió obligado a defenderle.
—¿Expresó usted su oposición a mi padre, señor? ¿O calló y viene ahora a discutir con el hijo?
—¿Discutir? ¿Oposición? ¡No me opongo a los puntos de vista de su padre! Coincido con ellos, con todos y cada uno. La esclavitud, Starbuck, es una amenaza para nuestra sociedad. ¡Con lo único que estoy en desacuerdo es con la despreciable retórica de su padre! No basta con rezar para hacer desaparecer la «institución peculiar», hemos de proponer medidas prácticas para su abolición. ¿Han de ser indemnizados los propietarios de esclavos por su pérdida pecuniaria? Y de ser así, ¿por quién? ¿Por el gobierno federal? ¿Mediante una emisión de bonos? ¿Y qué ocurrirá después con los negros? ¿Deberemos repatriarlos a África? ¿Instalarlos en Sudamérica? ¿O tenemos que eliminar el color de su piel mediante un proceso de mestizaje forzoso, un proceso, debo señalarlo, que ya ha sido iniciado por nuestros propietarios de esclavos? Su padre no hizo ninguna mención a estas cuestiones, sino que se limitó a recurrir a la indignación y a la oración, ¡como si la oración hubiera arreglado algo alguna vez!
—¿No cree en la oración, señor?
—¡Creer en la oración! —El hombre flaco pareció escandalizado ante la simple idea—. Si la oración solucionara algo, no habría infelicidad en este mundo, ¿no es cierto? ¡Todas las mujeres que lloran sonreirían! No habría enfermedades, no se conocería el hambre, no habría niños horriblemente desnutridos con los mocos colgando de las narices en nuestras escuelas, nadie vendría a enseñarme infantes que berrean con todas sus fuerzas para que les exprese mi admiración. ¿Por qué tendría que admirar los lloriqueos, pucheros, gimoteos y las caras sucias de sus vástagos? ¡A mí no me gustan los niños! ¡Llevo catorce años ya diciéndole esa sencilla verdad a Washington Faulconer! ¡Catorce años! Pero mi cuñado parece incapaz de entender la frase más sencilla expresada en un inglés normal, e insiste en que dirija su escuela. ¡Pero es que a mí no me gustan los niños, nunca me han gustado los niños y espero que nunca lleguen a gustarme los niños! ¿Es tan difícil de entender?
El hombre seguía cargado con todo su equipaje, mientras esperaba la respuesta de Starbuck. Este comprendió de pronto quién era aquel tipo malhumorado y desorganizado. Era el monigote, el pariente pobre, el cuñado de Faulconer.
—Usted es el señor Thaddeus Bird —dijo.
—¡Pues claro que soy Thaddeus Bird! —Bird pareció indignado por el hecho de que su identidad precisara una confirmación. Sus ojillos brillantes fulminaron a Starbuck—. ¿Ha oído usted una sola palabra de lo que he dicho?
—Me estaba diciendo usted que no le gustan los niños.
—Sucias bestezuelas. En el Norte, escuche bien lo que le digo, educan ustedes a los niños de manera diferente. No les da miedo castigarles. ¡Pegarles, incluso! Pero aquí, en el Sur, tenemos que diferenciar a nuestros hijos de nuestros esclavos, de manera que pegamos a los segundos y destruimos a los primeros con nuestra complacencia.
—Tengo entendido que el señor Faulconer no pega ni a unos ni a otros.
Bird se encogió y miró a Starbuck como si el joven acabara de proferir una herejía descomunal.
—Mi cuñado, por lo que veo, ha estado alardeando de sus buenas cualidades delante de usted. Sus únicas buenas cualidades, joven Starbuck, son los dólares. Compra afecto, adulación y admiración. Sin dinero se quedaría tan vacío como un púlpito un martes por la noche. Además, no necesita pegar a sus criados ni a sus hijos porque mi hermana es capaz de pegar por veinte.
Starbuck se sintió ofendido por aquel ingrato ataque a su patrón.
—El señor Starbuck liberó a sus esclavos, ¿no es cierto?
—Liberó a veinte esclavos domésticos, a seis jardineros y a los caballerizos. Nunca tuvo esclavos para trabajar el campo porque no los necesitaba. La fortuna de Faulconer no está basada en el algodón ni el tabaco, sino en la herencia, los ferrocarriles y las inversiones, de modo que se trató de un gesto indoloro, Starbuck, y sospecho que lo hizo sobre todo para fastidiar a mi hermana. Es tal vez la única buena acción que Faulconer ha realizado nunca, y tengo para mí que predominó más el acto de malevolencia que el de manumisión. —Bird renunció a encontrar algún lugar adecuado donde depositar sus pertenencias, y sencillamente abrió los brazos y las dejó caer en desorden sobre el suelo de parqué de la sala de música—. Faulconer quiere que le lleve usted en persona los uniformes.
Starbuck se quedó desconcertado al pronto, pero luego se dio cuenta de que el tema de la conversación había cambiado de forma brusca, para centrarse ahora en los encargos recientes del coronel.
—¿Quiere que se los lleve yo mismo a Faulconer Court House?
—¡Pues claro que lo quiere! —casi gritó Bird a Starbuck—. ¿Acaso no acabo de decirlo? ¿Debo insistir en lo obvio? Si digo que Faulconer quiere que le lleve sus uniformes en persona, ¿tengo que definir primero lo que es un uniforme? ¿Y después identificar a Washington Faulconer? ¿O al coronel, como todos hemos de llamarle ahora? Buen Dios, Starbuck; ¿acaso no sabe qué significa «en persona»? ¿No había estado usted en Yale?
—En el seminario.
—¡Ah! Eso lo explica todo. No se puede esperar que una mente capaz de dar crédito a los balidos de los profesores de teología entienda un inglés sencillo. —Fue evidente que Thaddeus Bird empezaba a encontrar divertida aquella ofensiva línea de disertación, porque empezó a reír y, al mismo tiempo, a mover la cabeza adelante y atrás con un movimiento tan parecido al de un pájaro carpintero que Starbuck comprendió al instante de dónde le venía el apodo. Sin embargo, si le hubieran pedido a él un mote para aquel individuo flaco, anguloso y desagradable, no habría elegido el de Pecker, pájaro carpintero, sino el de Spider, araña, porque había algo en Thaddeus Bird que recordaba irremisiblemente a una araña de patas largas, peluda, impredecible y malévola.
—El coronel me ha encargado que haga varios recados en Richmond, y mientras tanto usted ha de ir a Faulconer Court House —siguió diciendo Pecker Bird, pero con una voz impostada y burlona como la que podría emplear con un niño pequeño y no demasiado listo—. Indíquemelo si su mente educada en Yale encuentra mis instrucciones difíciles de comprender. Irá usted a Faulconer Court House, porque el coronel. —Bird hizo una pausa para inclinarse en una reverencia burlona— desea disfrutar de su compañía, pero sólo cuando los sastres hayan terminado de coser sus uniformes. Usted ha de ser el portador oficial de esos uniformes, y de las numerosas enaguas encargadas por su hija. Sus responsabilidades son de máxima importancia, como puede comprobar.
—¿Enaguas? —preguntó Starbuck.
—Prendas interiores femeninas —dijo Bird con malicia, y luego tomó asiento ante el gran piano de Washington Faulconer y ejecutó un veloz y notablemente bien resuelto arpegio antes de pasar a la música de la canción «El cuerpo de John Brown», al tiempo que, sin relación con el ritmo ni la melodía, continuaba diciendo en tono de conversación—: ¿Por qué quiere Anna tantas enaguas? Sobre todo habida cuenta de que mi sobrina posee ya más enaguas de las que un hombre razonable consideraría necesarias para la comodidad de una mujer, aunque la razón y las damas jóvenes no suelen ir en buena compañía. Pero ¿por qué quiere Anna a Ridley? Tampoco me veo capaz de responder a esa pregunta. —Paró de tocar y frunció el entrecejo—. Aunque es un artista de notable talento.
—¿Ethan Ridley? —preguntó sorprendido Starbuck, en un esfuerzo por seguir los tortuosos cambios de tema de la conversación de Bird.
—Un notable talento —confirmó Bird en tono triste, como si envidiara las dotes de Ridley—, pero perezoso, desde luego. Un talento natural desperdiciado, Starbuck. ¡Desperdiciado! No trabaja el talento que posee. Prefiere casarse con el dinero a ganarlo. —Subrayó su juicio tocando una melodía fúnebre en Re menor, y volvió a fruncir el ceño—. Es un esclavo de la naturaleza —dijo, y miró expectante a Starbuck.
—¿Y un hijo del Averno? —La segunda parte del insulto shakespeariano acudió de forma rápida y gratificante a la mente de Starbuck.
—Veo que ha leído algo más que sus textos sagrados. —Bird parecía decepcionado, pero de inmediato recuperó su malevolencia y bajó la voz para añadir en un susurro confidencial—: Pero le diré, Starbuck, que el esclavo de la naturaleza se casará con la hija del coronel. ¿Por qué esa familia aprueba un matrimonio así? Dios lo sabe, y El no va a decírnoslo, pero de momento, escuche bien lo que le digo, el joven Ridley pasa por horas bajas en el favor del coronel. ¡No ha conseguido reclutar a Truslow! ¡Ajá! —Bird lo celebró golpeando el piano para hacer brotar una disonancia demoníaca—. ¡No hay Truslow! Ridley tendrá que procurar no dormirse en los laureles, ¿no le parece? Al coronel no le ha gustado nada ese fracaso.
—¿Quién es Truslow? —preguntó Starbuck, con cierta desesperación.
—¡Truslow! —exclamó Bird ampuloso, e hizo una pausa para teclear un par de notas bajas al piano—. ¡Truslow, Starbuck, es nuestro asesino del condado! ¡Nuestro forajido! ¡Nuestro diablo que acecha en las montañas! ¡Nuestra bestia negra, nuestra criatura oscura, nuestro demonio! —Bird cacareó unas risas después de ese catálogo de diabluras, y luego se giró en la banqueta del piano hasta quedar frente a Starbuck—. Thomas Truslow es un canalla, y mi cuñado el coronel, que carece de sentido común, desea reclutarlo para la Legión Faulconer porque, según dice, Truslow sirvió como soldado en México. Y es cierto que aquel tipo lo hizo, pero el motivo real, escuche lo que le digo, es que mi cuñado cree que al reclutarle podrá hacer valer la reputación de Truslow para mayor gloria de su ridícula Legión. En pocas palabras, Starbuck, el gran Washington Faulconer busca la aprobación del asesino. Desde luego, este mundo es un lugar extraño. ¿Vamos ahora a comprar esas enaguas?
—¿Dice usted que Truslow es un asesino?
—Eso he dicho, en efecto. Raptó a la esposa de otro hombre, y mató a ese hombre para conseguirla. Luego se fue voluntario a la guerra de México para escapar de los alguaciles gubernamentales, pero después de la guerra volvió a sus actividades en el mismo punto en que las había dejado. Truslow no es hombre que oculte discretamente sus talentos, ¿me entiende? Mató a un hombre que insultó a su mujer, y cortó el cuello a otro que intentó robar su caballo, lo cual es un chiste curioso, créame, porque Truslow debe de ser el mayor ladrón de caballos a este lado del Misisipí. —Bird extrajo un cigarro delgado y muy oscuro de uno de sus raídos bolsillos. Hizo una pausa para morder la punta del cigarro, y luego escupió las briznas de tabaco en dirección aproximada a una escupidera de porcelana—. Y odia a los yanquis. ¡Los detesta! ¡Si le encuentra a usted en la Legión, Starbuck, es posible que saque a relucir de nuevo su talento para las muertes violentas! —Bird encendió el cigarro, lanzó una bocanada de humo y cacareó echando la cabeza atrás y adelante—. ¿Ha quedado satisfecha su curiosidad, Starbuck? ¿Hemos cotilleado lo suficiente? Bien, en ese caso tenemos que ir a ver si los uniformes del coronel están ya listos, y luego a comprar las enaguas de Anna. ¡En marcha, Starbuck, en marcha!
* * *
Thaddeus Bird cruzó primero la ciudad hasta los grandes almacenes de Boyle and Gamble, donde hizo un pedido de munición.
—Balas minié. La Legión naciente las dispara a un ritmo más rápido de lo que tardan en fabricarlas las factorías. Necesitamos más, siempre más. ¿Pueden proporcionarnos balas minié?
—Por supuesto que podemos, señor Bird.
—¡No soy el señor Bird! —anunció Bird en tono solemne—, sino el mayor Bird de la Legión Faulconer.
Juntó los talones con un chasquido seco y dedicó al anciano vendedor una reverencia.
Starbuck miró boquiabierto a Bird. ¿Ese hombre ridículo al que Washington Faulconer había declarado que jamás alistaría? ¿Un hombre, había declarado Faulconer, que no servía ni para cabo de cocina? ¿Un hombre, si la memoria de Starbuck no fallaba, que sólo sería admitido en la Legión por encima del cadáver de Faulconer? ¿Y Bird iba a desempeñar el empleo de mayor mientras soldados profesionales europeos, veteranos de guerras reales, eran rechazados de puestos de simples tenientes?
—Y necesitamos más cápsulas de fulminantes. —Bird hizo caso omiso del asombro de Starbuck—, miles de esos pequeños diablos. Envíelos al Campamento de la Legión Faulconer en Faulconer County.
Firmó el pedido con un florido Mayor Thaddeus Caractacus Evillard Bird.
—Dos de mis abuelos —explicó con brevedad a Starbuck— eran galeses, y los otros dos franceses, todos muertos. Vámonos de aquí.
Abrió la marcha colina abajo, desde los almacenes hacia Exchange Alley. Starbuck intentó adecuar su paso a las largas zancadas de Bird, y abordó la delicada cuestión.
—¿Me permite que le felicite por su nombramiento, mayor Bird?
—De modo que sus oídos funcionan, ¿eh? Es una buena noticia, Starbuck. Un joven debe poseer todas sus facultades antes de que la edad, el alcohol y la estupidez las erosionen. Sí, en efecto. Mi hermana se alzó de su lecho del dolor e impuso al coronel mi nombramiento como mayor de su Legión. Ignoro bajo qué autoridad exacta ha hecho ese nombramiento el coronel brigadier general capitán teniente y almirante lord alto ejecutivo Faulconer, pero es posible que no necesitemos ninguna autoridad en estos días de rebelión. Somos, después de todo, como Robinsones Crusoe, náufragos en una isla sin autoridad, y en consecuencia nos vemos obligados a manipular como podamos lo que encontremos allí, y mi cuñado ha descubierto en su interior el poder de nombrarme mayor, de modo que eso es lo que soy ahora.
—¿Deseaba usted ese nombramiento? —preguntó Starbuck con la mayor cortesía, porque no podía concebir que aquel hombre extraordinario quisiera ser un soldado.
—¿Lo deseaba? —Pecker Bird se detuvo bruscamente en mitad de la calle, lo que obligó a una dama a dar un rodeo exagerado para evitar el obstáculo que él acababa de crear—. ¿Lo deseaba? Es una pregunta pertinente, Starbuck, tal como era de esperar de un joven de Boston. ¿Lo deseaba? —Bird se acarició la hirsuta barba mientras meditaba la respuesta—. Mi hermana lo deseaba, eso es seguro, porque es lo bastante estúpida para creer que el rango militar confiere de manera automática respetabilidad, que es la cualidad que ella piensa que me falta… Pero ¿deseaba yo el nombramiento? Sí, lo deseaba. Debo confesar que sí. ¿Y por qué?, me preguntará. En primer lugar, Starbuck, porque habitualmente somos dirigidos por estúpidos, y en consecuencia me incumbe la responsabilidad de ofrecerme a mí mismo como antídoto de esa triste realidad. —El maestro de escuela hizo esa estremecedora exhibición de inmodestia con aparente sinceridad, y en un tono de voz que atrajo la atención divertida de varios paseantes—. Y en segundo lugar, porque me sacará de la escuela. ¿Le he dicho ya cómo desprecio a los niños? ¿Hasta qué punto me repugnan? ¿Cómo sus meras vocecitas me dan ganas de protestar a gritos? Sus diabluras son crueles, su presencia degradante y su conversación tediosa. Ésas son mis razones principales.
De pronto, y de forma tan brusca como se había detenido, el mayor Thaddeus Caractacus Evillard Bird volvió a ponerse en marcha colina abajo con rabiosas zancadas.
—No me faltaban argumentos para rechazar el nombramiento —siguió diciendo Bird mientras Starbuck se esforzaba en mantener su ritmo—. El primero, la obligación de una convivencia continuada con mi cuñado, pero puesto todo en la balanza resulta preferible a la compañía de los niños; y el segundo, el deseo expreso de mi prometida, que teme que pueda caer en el campo del batalla. ¡Eso sería trágico, Starbuck, trágico! —Bird subrayó la enormidad de la tragedia con una violenta manotada que casi hizo salir volando el sombrero de un caballero que pasaba por su lado—. Pero mi querida Priscilla comprende que en estos momentos un hombre no debe rehuir su deber patriótico, y por ese motivo ha consentido, aun con dulces reservas, en que me aliste para combatir.
—¿Está usted comprometido en matrimonio, señor?
—¿Le parece extraordinaria esa circunstancia por alguna razón? —preguntó Bird en tono vehemente.
—Me parece un motivo añadido para felicitarle, señor.
—Su tacto excede en mucho a su sinceridad —cacareó Bird, y giró bruscamente para entrar en Shaffer's, la sastrería, donde los tres uniformes idénticos encargados por el coronel Faulconer estaban en efecto listos según lo prometido, como también el traje mucho más barato que Faulconer había encargado para Starbuck. Pecker Bird insistió en examinar el uniforme del coronel, y luego pidió uno exactamente igual para él, a excepción del cuello de la guerrera, que había de lucir el galón único, distintivo del rango de mayor, en lugar de los tres galones dorados que decoraban la guerrera del coronel.
—Cargue el uniforme a la cuenta de mi cuñado —dijo Bird magnánimo mientras dos sastres tomaban medidas de su cuerpo desgarbado y huesudo. Discutió cada detalle del uniforme, cada borla, cada pluma y cada adorno bordado imaginable.
—Iré bien lucido a la batalla —dijo Bird, que se volvió cuando la campanilla colgada sobre la puerta del establecimiento sonó para anunciar la entrada de un nuevo cliente.
—¡Delaney! —saludó con afecto Bird a un hombre bajo y grueso, con cara de mochuelo, que intentaba descubrir con su mirada miope la fuente de aquel recibimiento entusiasta.
—¿Bird? ¿Eres tú? ¿Te han abierto la jaula? ¡Bird! ¡Eres tú! ¡Bird!
Los dos hombres, el uno larguirucho y desaliñado y el otro rechoncho y acicalado, se saludaron con un placer no disimulado. Quedó claro de inmediato que, aunque no se habían visto en muchos meses, reanudaban al verse una conversación rica en jugosos insultos dirigidos a sus mutuos conocidos, de los que los mejor parados eran calificados de tontos de capirote, mientras que los peores eran locos de atar. Starbuck, olvidado, seguía de pie y acariciaba los paquetes que contenían los tres uniformes del coronel, hasta que Thaddeus Bird se acordó de pronto de él y le indicó que se acercara.
—Quiero que conozca a Belvedere Delaney, Starbuck. El señor Delaney es el hermanastro de Ethan, pero no permita que esa circunstancia desafortunada condicione su juicio.
—Starbuck —dijo Delaney, con una breve inclinación. Era por lo menos treinta centímetros más bajo que Starbuck y mucho más elegante. La levita negra de Delaney, sus pantalones y su sombrero de copa eran de seda, sus botas altas relucían, su camisa con adornos calados era de un blanco deslumbrante, y su corbata de lazo estaba sujeta con una aguja de oro que llevaba montada una perla. Tenía una cara redonda y miope, y una expresión a un tiempo taimada y guasona.
—Está usted pensando que no me parezco en nada al querido Ethan —dijo en tono malicioso a Starbuck—. Se preguntaba usted, ¿no es así?, cómo pueden salir del mismo huevo un cisne y una lechuza.
—No se me ha pasado por la cabeza tal cosa, señor —mintió Starbuck.
—Llámeme Delaney. Tenemos que ser amigos. Me ha dicho Ethan que estuvo usted en Yale.
Starbuck se preguntó qué más cosas le habría contado Ethan.
—Sí, estuve en el seminario.
—No utilizaré esa circunstancia contra usted, si a cambio me perdona que yo sea abogado. No, me apresuro a decirlo, un abogado exitoso, porque prefiero pensar en la ley como un entretenimiento más que una profesión. Con ello quiero decir que sólo acepto algún trabajo cuando me resulta sencillamente inevitable.
Delaney era deliberadamente modesto; lo cierto es que dedicaba todos sus esfuerzos a su floreciente bufete, en el que desplegaba una sensibilidad política aguda y una discreción casi jesuítica. Belvedere Delaney no creía en la bondad de airear los trapos sucios de sus clientes en público delante del tribunal, y en consecuencia su sutil actividad tenía como escenario las silenciosas habitaciones traseras del edificio del Capitolio, o los apartados de los clubes de la ciudad, o los elegantes salones de las mansiones de Grace Street y Clay Street. Conocía los secretos de la mitad de los legisladores del Estado, y era reconocido como un valor en alza en la capital de Virginia. Dijo a Starbuck que había conocido a Thaddeus Bird en la Universidad virginiana, y que los dos eran amigos desde entonces.
—Tienen que venir los dos a almorzar conmigo —insistió Delaney.
—Al contrario —dijo Bird—, serás tú quien venga a almorzar conmigo.
—¡Mi querido Bird! —Delaney simuló sentirse horro— rizado—. ¡No puedo consentir el comer a costa del salario de un maestro de escuela! Los horrores de la secesión me han abierto el apetito, y mi frágil constitución sólo acepta los manjares más delicados y los mejores vinos. ¡No, no! Comerás conmigo, y usted también, señor Starbuck, porque tengo intención de enterarme de todos los pecados secretos de su padre. ¿Bebe? ¿Recibe a mujeres malas en la sacristía? Tranquilíceme sobre esas cuestiones, se lo ruego.
—Comerás tú conmigo —insistió Bird—, y beberás el mejor vino de las bodegas de Spotswood, porque, mi querido Delaney, no seré yo quien pague, sino Washington Faulconer.
—¿Vamos a comer por cuenta de Faulconer? —preguntó Delaney entusiasmado.
—En efecto —respondió Bird relamiéndose.
—En ese caso, mi asunto en Shaffer's puede esperar a mañana. ¡Llévame al pesebre! ¡Llévame, querido Bird, llévame ya! Seamos glotones, ávidos de golosinas, consumamos comestibles que nunca nadie ha consumido antes, zambullámonos en los vinos de Francia, y chismorreemos. Por encima de todo, chismorreemos.
—Se supone que tengo que comprar enaguas —objetó Starbuck.
—Sospecho que tiene mejor aspecto en pantalones —dijo Delaney con firmeza—, y además, las enaguas, como el deber, pueden esperar a mañana. El placer nos convoca, Starbuck, el placer nos convoca, ¡obedezcamos a su llamada!