Capítulo 9

Sufrimiento autoinfligido

En su visita inicial, el caballero de mediana edad, elegantemente vestido con un austero traje negro, se sentó con una actitud amable pero reservada y empezó a relatar lo que le había traído a mi consulta. Habló con bastante suavidad, con voz controlada y medida. Le hice las preguntas habituales: motivo de la consulta, edad, antecedentes, estado civil…

—¡Esa bruja! —gritó de repente, con la voz alterada por la cólera—. ¡Mi maldita esposa! Mi ex, ahora. ¡Mantenía relaciones extramatrimoniales a mis espaldas! Después de todo lo que había hecho por ella. ¡Esa…, esa puta!

Su voz se hizo más fuerte, más colérica y venenosa mientras, durante los veinte minutos siguientes, fue narrando agravio tras agravio. La hora se acercaba a su final. Al darme cuenta de que él no había hecho sino empezar y que aquello podía durar fácilmente varias horas, intenté corregir la situación.

—Bueno, la mayoría de la gente tiene dificultades para adaptarse después de un divorcio; por tanto, abordaremos ese problema en las próximas sesiones. —Luego, le pregunté con voz tranquilizadora—: Y a propósito, ¿cuánto tiempo hace que se ha divorciado?

—Diecisiete años en el pasado mes de mayo.

En el capítulo anterior vimos la importancia de aceptar el sufrimiento como un hecho natural de la existencia humana. Muchos sufrimientos son inevitables, pero otros tienen su causa en nosotros mismos. Hemos visto que la negativa a aceptar el sufrimiento como algo natural puede conducirnos a considerarnos víctimas y a echar a los demás la culpa de nuestros problemas, una receta segura para llevar una vida desdichada.

Pero también aumentamos nuestro sufrimiento de otras formas. Sucede con demasiada frecuencia que perpetuamos nuestro dolor, lo mantenemos vivo cuando repasamos mentalmente una y otra vez nuestras heridas, al tiempo que exageramos las injusticias. Volvemos una y otra vez sobre los recuerdos dolorosos, quizá con el deseo inconsciente de que cambie la situación; pero no cambia. Claro que a veces este interminable repaso de nuestros infortunios puede servir para exagerar el drama y proporcionar cierto romanticismo a nuestras vidas, o para despertar la atención y la simpatía de los demás. Pero esas supuestas «ventajas» son demasiado pobres frente a la infelicidad que soportamos. Sobre ello, dijo el Dalai Lama:

—Hay muchas formas de contribuir activamente a experimentar inquietud mental y sufrimiento. Aunque, en general, las aflicciones mentales y emocionales tienen causas externas, somos nosotros quienes las empeoramos. Por ejemplo, cuando sentimos cólera u odio hacia una persona, es poco probable que el sentimiento se exacerbe si no lo alimentamos. No obstante, si pensamos en las presuntas injusticias de que hemos sido objeto y seguimos pensando en ellas una y otra vez, avivamos el odio, convirtiéndolo en algo muy intenso. Lo mismo puede decirse cuando sentimos apego por alguien: podemos alimentar el sentimiento pensando continuamente en lo hermosa o atractiva que es esa persona, y así el apego se hace más y más fuerte. Eso demuestra que podemos cultivar nuestras emociones.

»A menudo también incrementamos nuestro dolor con una sensibilidad excesiva, al reaccionar con exageración ante cosas nimias. Tendemos a tomarnos las cosas pequeñas demasiado seriamente, a sacarlas de quicio mientras por otro lado seguimos indiferentes a cosas realmente importantes, a aquellas que tienen efectos profundos sobre nuestras vidas y consecuencias sobre ellas a largo plazo.

»Así pues, creo que en buena medida el sufrimiento depende de cómo se responda ante una situación dada. Por ejemplo, descubrimos que alguien habla mal de nosotros a nuestras espaldas. Si se reacciona ante este conocimiento, ante esta negatividad, con un sentimiento de cólera o de dolor, es uno mismo el que destruye su propia paz mental. El dolor no es sino una creación personal. Por otro lado, si uno se contiene y evita reaccionar de manera negativa y deja pasar la difamación como un viento silencioso al que no se hace caso, se está protegiendo de sentirse herido, de esa sensación de agonía. Así pues, y aunque no siempre se puedan evitar las situaciones difíciles, sí se puede modificar la extensión del propio sufrimiento.

A veces, los terapeutas decimos de este proceso que es una «personalización» de nuestro dolor, es decir, la tendencia a estrechar nuestro campo de visión psicológico mediante la interpretación, acertada o errónea, de todo aquello que nos afecta.

Una noche cené con un colega en un restaurante. El servicio era muy lento y mi colega empezó a quejarse:

—¡Fíjate en eso! ¡Ese camarero es condenadamente lento! ¿Dónde se ha metido? Creo que pasa de nosotros.

A pesar de que ninguno de los dos tenía un compromiso urgente, las quejas de mi colega sobre el servicio siguieron durante toda la cena y terminaron por convertirse en una letanía sobre la comida, la vajilla y todo lo que no fuera de su agrado. Al final el camarero nos obsequió con dos postres gratuitos.

—Les ruego que disculpen la lentitud del servicio de esta noche —dijo—, pero tenemos poco personal. Ha muerto un familiar de uno de los cocineros y un camarero está enfermo. Espero no haberles causado muchas molestias…

—A pesar de todo, no volveré nunca aquí —murmuró amargamente mi colega una vez el camarero se hubo alejado.

Esto no es más que un pequeño ejemplo de cómo contribuimos a nuestro propio sufrimiento al afrontar una situación molesta como si obedeciera a un deliberado propósito de perjudicarnos. En este caso, el resultado fue una cena desagradable. Cuando esta actitud impregna toda relación con el mundo, puede convertirse en una fuente inagotable de desdichas.

Al describir las implicaciones de esta mentalidad estrecha, Jacques Lusseyran hizo un comentario muy penetrante. Lusseyran, ciego desde los ocho años de edad, fue el fundador de un grupo de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, fue detenido por los alemanes y enviado al campo de concentración de Buchenwald. Más tarde, al contar sus experiencias en los campos de concentración, Lusseyran afirmó: «Comprendí entonces que la infelicidad sobreviene porque creemos ser el centro del mundo, porque tenemos la mezquina convicción de que únicamente nosotros sufrimos, y con una intensidad insoportable. La infelicidad consiste en sentirnos siempre aprisionados en nuestra piel, en nuestro cerebro».

¡PERO ESO NO ES JUSTO!

Los problemas surgen a menudo en nuestra vida. Pero los problemas, por sí solos, no provocan automáticamente el sufrimiento. Si logramos abordar con decisión nuestros problemas y centrar nuestras energías en encontrar una solución, el problema puede transformarse en un desafío. No obstante, si consideramos «injusto» ese contratiempo, añadimos un ingrediente que puede crear inquietud mental y sufrimiento. Entonces no sólo tenemos dos problemas, en lugar de uno, sino que ese sentimiento de «injusticia» nos distrae, nos consume, nos priva de la energía necesaria para solucionar el problema original.

Una mañana, al plantearle este tema al Dalai Lama, le pregunté:

—¿Cómo podemos afrontar el sentimiento de injusticia que con tanta frecuencia nos tortura cuando surgen los problemas?

—Hay muchas maneras de encararlo —contestó el Dalai Lama—. Ya he hablado de la importancia de aceptar el sufrimiento como un hecho natural de la existencia humana. Creo que, en cierto modo, los tibetanos están más capacitados para aceptar estas situaciones difíciles, ya que dicen: «Quizá se deba a mi karma en el pasado». Lo atribuirán a las acciones negativas cometidas en esta vida o en una vida anterior, de modo que hay mayor grado de aceptación. He visto a algunas familias, en nuestros asentamientos en la India, en situaciones muy difíciles, viviendo en condiciones muy pobres y, además de eso, con hijos ciegos o con alguna deficiencia. De algún modo, esas pobres mujeres se las arreglan, limitándose a decir: «Esto se debe a su karma; es su destino».

»A propósito del karma es importante señalar que, debido a una mala interpretación de la doctrina, hay una tendencia a echarle la culpa de todo lo que sucede al karma, en un intento por sacudirse la responsabilidad o la necesidad de tomar iniciativas. Resulta muy fácil decir: “Esto se debe a mi karma pasado, a mi karma negativo anterior, así que ¿qué puedo hacer? Soy impotente”. Esa es una interpretación errónea del karma, pues aunque las experiencias son una consecuencia de los hechos del pasado, eso no quiere decir que los individuos no tengamos alternativas o que no haya posibilidad de producir un cambio positivo. Uno no debe ser pasivo y tratar de excusarse para no tomar la iniciativa atribuyéndolo todo al karma, porque si uno comprende correctamente el concepto de karma, sabrá que karma significa “acción”. El karma es un proceso muy activo, y el futuro que nos está reservado viene determinado en buena medida por lo que hacemos en el presente, por las iniciativas que tomemos ahora.

»Así pues, no debería entenderse el karma en términos de una fuerza pasiva y estática, sino de un proceso activo. Eso indica que el agente individual tiene un papel importante en la determinación del proceso kármico. Por ejemplo, hasta el sencillo propósito de satisfacer nuestras necesidades de alimentación… Para alcanzar ese objetivo necesitamos actuar. Tenemos que buscar alimento y luego comerlo. Eso demuestra que hasta el objetivo más simple se alcanza por medio de la acción.

—Está bien —asentí—, reducir el sentimiento de injusticia aceptando que es resultado del karma puede ser efectivo para los budistas, pero ¿qué me dice de quienes no creen en la doctrina del karma? En Occidente, por ejemplo, son muchos los que…

—Muchas de las personas que creen en un creador, en Dios, pueden aceptar las circunstancias difíciles con mayor facilidad, al considerarlas parte de la creación o el plan de Dios. Aunque la situación parezca muy negativa, Dios es todopoderoso y misericordioso, de modo que tiene que haber algún significado en la situación que ellas desconocen. Creo que esa clase de fe puede ayudarlas en sus momentos de sufrimiento.

—¿Y qué me dice de los que no creen ni en el karma ni en un Dios creador?

—Para quien no sea creyente… —El Dalai Lama reflexionó un momento antes de responder—. Quizá pudiera ayudarle un enfoque práctico y científico. Los científicos consideran muy importante examinar un problema objetivamente, estudiado sin mucha implicación emocional. Con esa actitud puedes decirte: «Si se puede luchar contra el problema, lucha, ¡aunque tengas que llegar a los tribunales!». —Se echó a reír—. Luego, si descubres que no hay forma de ganar, puedes limitarte a olvidarlo.

»Un análisis objetivo de situaciones difíciles o problemáticas puede ser bastante importante, porque se descubre a menudo que detrás de las apariencias hay otros factores. Por ejemplo, si el jefe le ha tratado a uno injustamente en el trabajo, es posible que esté detrás, por ejemplo, una discusión con su esposa por la mañana. Naturalmente, uno tiene que seguir afrontando las cosas según están, pero al menos con ese enfoque no se experimentará la ansiedad adicional que provoca.

—¿Es posible que el análisis objetivo de la situación nos ayude a descubrir que estamos contribuyendo a crear el problema y debilite el sentimiento de injusticia?

—¡Sí! —respondió con entusiasmo—. Ahí está la gran diferencia. En general, si examinamos cualquier situación de una forma imparcial y honesta, nos daremos cuenta de hasta qué punto somos también responsables de los acontecimientos.

»Por ejemplo, muchas personas echaron la culpa de la guerra del Golfo a Saddam Hussein. En varias ocasiones dije que eso no era justo. Teniendo en cuenta las circunstancias, sentí verdadera pena por Saddam Hussein. Claro que es un dictador, responsable de muchas barbaridades. Si se examina superficialmente la situación, resulta fácil echarle toda la culpa: es un dictador, un totalitario, ¡incluso su mirada parece siniestra! —exclamó, echándose a reír—. Pero su capacidad para causar daño sería muy limitada si no contara con su ejército, y ese poderoso ejército no puede funcionar sin equipo militar. Todo ese equipo militar no ha sido producido por él, ni ha llovido del cielo. Considerando las cosas de ese modo nos damos cuenta de que son muchas las naciones implicadas.

»Así pues —siguió diciendo el Dalai Lama—, nuestra tendencia normal consiste en achacar nuestros problemas a los demás o bien a factores externos. Además, solemos buscar una sola causa, para luego tratar de exonerarnos de toda responsabilidad. Parece que cada vez que hay implicadas emociones intensas, tiende a producirse una disparidad entre apariencia y la realidad. En mi ejemplo, si se analiza la situación muy cuidadosamente, se verá que Saddam Hussein no es la única causa del conflicto.

»Esta práctica supone mirar las cosas de una forma holística, darte cuenta de que son muchos los factores que intervienen en un hecho. Tomemos, por ejemplo, nuestro problema con los chinos; también nosotros hemos contribuido a originarlo, sobre todo por la negligencia de las generaciones que nos precedieron. Así pues, creo que nosotros, los tibetanos, hemos contribuido a esta trágica situación. No es justo echarle toda la culpa a China. Pero también hay perspectivas. Es preciso señalar que los tibetanos, por ejemplo, nunca se han sometido por completo a la opresión china, siempre ha habido una resistencia. Debido a ello, los chinos desarrollaron una nueva política y trasladaron grandes masas de chinos al Tíbet, de modo que la población autóctona acabara siendo demográficamente insignificante, quedara marginada y el movimiento de liberación perdiera fuerza. Pero tampoco podemos decir que la resistencia tibetana sea la única culpable de la política China.

—Pero ¿qué me dice de esas situaciones en las que está claro que lo ocurrido no es en absoluto culpa de uno, con las que uno no tiene nada que ver, incluso las relativamente insignificantes, como cuando alguien nos miente intencionadamente?

—Naturalmente, al principio siento desilusión cuando alguien no dice la verdad, pero incluso en tal caso, si examino la situación, puedo descubrir que su motivación para ocultarme algo puede haber sido cierta falta de confianza en mí. Así que, a veces, hay que considerar estos hechos desde otro ángulo; por ejemplo, que quizá la persona en cuestión no confió del todo en mí porque no sé guardar un secreto. En otras palabras, no soy digno de la plena confianza de esa persona debido a mi naturaleza. Examinando la situación de ese modo, podría concluir que la causa reside en mí.

Esta justificación racional, incluso procediendo del Dalai Lama, me parecía un tanto forzada: descubrir «la propia contribución» a la falta de honestidad del otro. Pero la sinceridad de su voz sugería que había puesto en práctica esta conducta en su vida personal como ayuda frente a la adversidad. Claro que es probable que no siempre podamos descubrir nuestra contribución, pero intentarlo nos permite desplazar el centro de atención, lo que nos ayuda a romper las estrechas pautas de pensamiento que conducen al sentimiento destructivo de injusticia, que es la fuente de tanto descontento.

CULPABILIDAD

Como productos de un mundo imperfecto, todos somos imperfectos. Reconocer nuestros errores con genuino remordimiento nos sirve para mantenernos en el camino correcto en la vida, nos anima a rectificar nuestros errores si ello fuera posible. Pero si permitimos que nuestro pesar degenere hasta una culpabilidad excesiva y nos aferramos a nuestros errores del pasado, culpándonos y odiándonos por ellos, lo único que conseguiremos es flagelarnos inútilmente.

Durante una conversación anterior en la que hablamos brevemente de la muerte de su hermano, el Dalai Lama había expresado cierto pesar relacionado con ella. Era interesante ver cómo afrontaba aquellos sentimientos de pesar y quizá de culpabilidad, por lo que en una conversación posterior le pregunté:

—Cuando hablamos de la muerte de Lobsang mencionó usted su pesar. ¿Ha habido alguna otra situación en su vida en que se haya arrepentido de algo?

—Oh, sí. Un anciano monje que vivía como un ermitaño solía ir a verme para recibir enseñanzas, aunque creo que era más versado que yo y aquellas visitas no eran más que una formalidad. En cualquier caso, vino a verme un día y me preguntó acerca de una complicada práctica esotérica que quería realizar. Le comenté que era una práctica muy difícil y que quizá fuera mejor que la emprendiera alguien más joven, ya que tradicionalmente se inicia en la adolescencia. Más tarde me enteré de que el monje se había suicidado para renacer en un cuerpo más joven y poder entregarse a esos ejercicios…

—¡Eso es terrible! —exclamé, sorprendido por esta historia—. Tuvo que haber sido muy duro para usted cuando se enteró… —El Dalai Lama asintió con una expresión de tristeza—. ¿Cómo afrontó ese sentimiento de pesar? ¿Cómo se libró finalmente de él?

Permaneció en silencio durante un rato antes de contestar.

—No me libré de él. Sigue ahí, presente. —Hizo una nueva pausa, antes de añadir—: Pero ya no se halla asociado con una opresión. No sería útil para nadie que yo permitiera que ese sentimiento me abrumara, fuera una fuente de desánimo y depresión.

En ese momento y de un modo muy visceral, quedé asombrado una vez más ante el ser humano que afronta plenamente las tragedias de la vida y responde, incluso con profundo pesar, pero sin permitirse caer en una culpa excesiva o en el autodesprecio; que se acepta plenamente a sí mismo, con sus limitaciones, debilidades y errores de juicio. El Dalai Lama experimentaba un sincero pesar por los hechos que acababa de relatarme, pero llevaba su pesar con dignidad y elegancia. Y no permitía que ese sentimiento lo hundiera, prefería seguir adelante y dedicar sus facultades a la ayuda a los demás.

A veces me pregunto si la capacidad para vivir sin caer en la culpabilidad destructiva no será parcialmente cultural. Al contarle a un erudito amigo tibetano mi conversación con el Dalai Lama sobre el pesar, este me dijo que la lengua tibetana no tiene siquiera una palabra equivalente a «culpa», aunque tiene otras que equivalen a «remordimiento» o «arrepentimiento» o «lamentación», con el sentido de «rectificar las cosas en el futuro». Sea cual fuere el componente cultural, estoy convencido de que al cuestionar nuestras formas habituales de pensar y cultivar una perspectiva mental diferente, basada en los principios descritos por el Dalai Lama, cualquiera de nosotros puede aprender a vivir sin la marca de la culpabilidad, que no hace otra cosa que causarnos un sufrimiento innecesario.

RESISTENCIA AL CAMBIO

La culpabilidad surge cuando nos convencemos de que hemos cometido un error irreparable. La tortura del que se culpa reside en pensar que cualquier problema es permanente. Pero, puesto que no hay nada que no cambie, el dolor también disminuye, ya que ningún problema es perpetuo. Este es el aspecto positivo del cambio. Pero, por lo general, nos resistimos a él en casi todos los ámbitos de la vida. El primer paso para liberarnos del sufrimiento es conocer su causa fundamental: la resistencia al cambio.

Al describir la naturaleza siempre cambiante de la vida, el Dalai Lama explicó:

—Es extremadamente importante investigar los orígenes del sufrimiento, saber cómo surge. Para iniciar ese proceso se ha de ser consciente de la naturaleza cambiante de nuestra existencia. Todas las cosas, acontecimientos y fenómenos son dinámicos, cambian a cada momento; nada permanece estático. Meditar sobre la circulación sanguínea puede servimos para reforzar esta idea: la sangre está fluyendo constantemente, nunca se está quieta. Y puesto que es propio de la naturaleza de todos los fenómenos el cambiar continuamente, concluimos que a las cosas les falta capacidad para perdurar, para seguir siendo lo mismo. Y si todas las cosas se hallan sujetas al cambio, nada existe en un estado permanente, nada es capaz de programarse para permanecer. Por tanto, todas las cosas se encuentran bajo el poder o la influencia de otros factores. Nada durará, al margen de lo agradable o placentera que pueda ser la experiencia. Esto se convierte en la base de una categoría de sufrimiento conocida en el budismo como el «sufrimiento del cambio».

El concepto de transitoriedad tiene un papel central en el pensamiento budista y su consideración es una práctica clave. La contemplación de la no permanencia tiene dos funciones vitales en el camino budista. En un plano convencional, en un sentido cotidiano, el practicante budista contempla su propia transitoriedad, el hecho de que la vida es tenue y de que nunca sabemos cuándo moriremos. Al combinar esta reflexión con la singularidad de la existencia humana y la posibilidad de alcanzar un estado de liberación espiritual, de liberación del sufrimiento y de interminables ciclos de reencarnaciones, esta contemplación sirve para fortalecer la resolución de sacarle el mejor partido posible a la existencia, participando en las prácticas espirituales que producirán la liberación en un nivel más profundo.

La contemplación de los aspectos más sutiles de la transitoriedad es el primer paso para comprender la verdadera naturaleza de la realidad y disipar la ignorancia, que es la fuente última de nuestro sufrimiento. Así pues, aunque la contemplación de la transitoriedad tiene una tremenda importancia dentro de un contexto budista, surge la pregunta: ¿tiene también alguna aplicación práctica en las vidas cotidianas de los no budistas? Si vemos el concepto de «transitoriedad» desde el punto de vista del «cambio», entonces la respuesta es afirmativa. Después de todo, tanto si se contempla la vida desde una perspectiva budista como desde una perspectiva occidental, queda el hecho de que la vida es cambio. En la medida en que nos neguemos a aceptar este hecho y nos resistamos a los cambios de la existencia, seguiremos perpetuando nuestro sufrimiento.

La aceptación del cambio puede ser un factor importante para reducir en buena medida nuestro sufrimiento. A menudo nos causamos sufrimiento al negarnos a renunciar al pasado. Si definimos nuestra imagen por el aspecto que teníamos o por lo que solíamos hacer y no podemos hacer ahora, es muy probable que nos sintamos más infelices a medida que envejecemos. En ocasiones, cuanto más tratamos de aferrarnos a algo, tanto más grotesca y distorsionada se hace la vida. La aceptación de la inevitabilidad del cambio como principio general nos ayuda a afrontar muchos problemas y a asumir un papel más activo; conocer y comprender los cambios puede evitarnos la ansiedad, que es la causa de muchos de nuestros problemas.

Una mujer que acababa de ser madre me habló de una visita que había hecho con su bebé a la sala de urgencias del hospital a las dos de la madrugada.

—¿Qué le ocurre? —le preguntó el pediatra.

—¡Mi bebé! ¡Le pasa algo! —gritó ella frenéticamente—. ¡Creo que se ahoga! No hace más que sacar la lengua una y otra y otra vez, como si tratara de quitarse algo de ella, pero no tiene nada en la boca…

Después de unas pocas preguntas y un breve examen, el médico la tranquilizó.

—No hay por qué preocuparse. A medida que se hace mayor, el bebé cobra una mayor conciencia de su cuerpo y de lo que es capaz de hacer. Su bebé acaba de descubrirse la lengua.

Margaret, una periodista de treinta y un años, ilustra la importancia de comprender y aceptar el cambio en el contexto de una relación personal. Acudió a mi consulta por una ansiedad que atribuyó a la dificultad para adaptarse a un divorcio reciente.

—Pensé que me vendrían bien unas cuantas sesiones de psicoterapia, aunque sólo fuese para hablar con alguien —me explicó—, para que me ayude a dejar en paz el pasado y efectuar la transición a una vida de soltera. Si quiere que le sea sincera, la verdad es que me siento un poco nerviosa por todo esto…

Le pedí que me describiera las circunstancias de su divorcio.

—Supongo que tendría que describirlo como amistoso. No hubo peleas ni nada de eso. Mi ex y yo tenemos buenos trabajos, de modo que tampoco hubo grandes problemas con los acuerdos económicos. Tenemos un hijo, pero parece haberse adaptado bien al divorcio, y mi ex y yo hemos acordado una custodia conjunta que parece funcionar.

—¿Puede explicarme qué condujo al divorcio?

—Hum…, supongo que, simplemente, dejamos de amarnos —contestó ella con un suspiro—. Parece que el amor fue desapareciendo gradualmente; ya no existía la intimidad de que disfrutábamos cuando nos casamos. Ambos estábamos muy ocupados con nuestros trabajos y nuestro hijo y parece que nos fuimos alejando. Asistimos a unas sesiones de asesoramiento matrimonial, pero no sacamos nada de ellas. Era más bien como si fuésemos hermanos. Aquello no parecía amor, no era un verdadero matrimonio. El caso es que finalmente decidimos que sería mejor divorciamos; nos faltaba algo que había antes.

Después de dedicar dos sesiones a delimitar el problema, iniciamos una psicoterapia, centrándonos específicamente en reducir la ansiedad y promover la adaptación a los recientes cambios. Era una persona inteligente y emocionalmente bien adaptada. Respondió bien a la terapia y efectuó con facilidad la transición a la vida de soltera.

A pesar de que evidentemente se preocupaban el uno por el otro, estaba claro que Margaret y su marido habían interpretado el cambio cualitativo de su afecto como una señal de que debían dar por terminado su matrimonio. Sucede con demasiada frecuencia que interpretamos una disminución de la pasión como una señal de que existe un problema irresoluble en la relación. Los primeros indicios de cambio en una relación suelen provocar pánico: quizá, después de todo, no hemos elegido la pareja correcta, el otro no nos parece la persona de la que nos enamoramos. Surgen los desacuerdos: quizá tengamos deseos de sexo y el otro está cansado, o queramos ver una película que al otro no le interesa. Descubrimos entonces diferencias que no habíamos observado antes. Así pues, llegamos a la conclusión de que todo ha terminado; al fin y al cabo, no podemos soslayar el hecho de que cada uno está cambiando por su lado. Las cosas ya no son como antes; quizá haya llegado el momento del divorcio.

¿Qué hacemos entonces? Los expertos en relaciones han escrito docenas de libros sobre lo que debemos hacer cuando se apaga la llama del amor romántico. Nos ofrecen muchas sugerencias para encender de nuevo esa pasión: reestructure su programa para dar prioridad a momentos románticos en su relación, planifique cenas o salidas de fin de semana, procure halagar a su pareja, aprenda a mantener una conversación interesante. En ocasiones, estas cosas ayudan. Otras veces, no.

Pero antes de dar por muerta la relación, una de las cosas más beneficiosas que podemos hacer al notar un cambio consiste simplemente en retroceder un poco, valorar la situación y armarnos con todo el conocimiento que podamos acerca de los cambios.

A medida que se despliegan nuestras vidas, pasamos desde la infancia a la adolescencia, la edad adulta y la vejez. Aceptamos estos cambios como una progresión natural. Pero una relación es también un sistema vital dinámico, compuesto por dos organismos que interactúan en un ambiente igualmente vital, y por tanto es natural que la relación pase por diferentes fases. En toda relación hay diferentes dimensiones de intimidad: física, emocional e intelectual. El contacto físico, el compartir las emociones, los pensamientos e intercambiar ideas son formas legítimas de conectar con aquellas personas a las que amamos. Es normal que el equilibrio experimente flujos y reflujos; en ocasiones, la intimidad física disminuye pero aumenta la emocional; en otras ocasiones no sentimos deseos de compartir nuestros pensamientos, y sólo queremos que el otro nos abrace. Si la pasión se enfría, en lugar de experimentar preocupación o cólera podemos buscar nuevas formas de intimidad que pueden ser igualmente satisfactorias o quizá más. Podemos encantar a nuestra pareja como compañero, disfrutar de un amor más firme, de un vínculo más profundo.

En su libro Comportamiento íntimo, Desmond Morris describe los cambios normales que se producen en la necesidad de intimidad del ser humano. Sugiere que pasamos repetidamente por tres fases: «Abrázame fuerte», «Suéltame» y «Déjame solo». El ciclo se pone de manifiesto ya durante los primeros años de vida, cuando los niños pasan del «abrázame fuerte», tan característico de la infancia, al «suéltame», cuando empiezan a explorar el mundo, a gatear, caminar y adquirir algo de independencia y autonomía con respecto de la madre. Esto forma parte del desarrollo y el crecimiento normal. Estas fases no se mueven, sin embargo, de forma lineal, sino que el niño puede experimentar ansiedad cuando el sentimiento de separación se hace demasiado intenso; entonces regresa junto a la madre en busca de consuelo y proximidad. En la adolescencia, cuando el individuo se esfuerza por formarse una identidad, el «suéltame» se convierte en la fase predominante. Aunque pueda ser difícil o doloroso para los padres, la mayoría de los expertos lo consideran normal y necesario en la transición de la infancia a la edad adulta. Mientras que en casa el adolescente grita a los padres «¡Dejadme solo!», sus necesidades de «abrázame fuerte» pueden quedar satisfechas mediante una fuerte identificación con el grupo de sus iguales.

En las relaciones adultas se da la misma oscilación. Periodos de estrecha intimidad alternan con otros de distanciamiento. Esto también forma parte del ciclo normal de crecimiento y desarrollo. Para alcanzar nuestro pleno potencial como seres humanos, necesitamos equilibrar nuestras necesidades de intimidad y unión con las de autonomía. Si comprendemos esto, no experimentamos temor cuando observamos por primera vez que nos estamos «distanciando» de nuestra pareja, del mismo modo que no sentimos pánico cuando observamos que la marea se retira de la costa. Claro que, en ocasiones, una creciente distancia emocional (como una corriente soterrada de cólera), puede indicar graves problemas en una relación que pueden conducir incluso a la ruptura. En esos casos, medidas como la psicoterapia pueden ser muy útiles. Pero lo principal es que una creciente distancia no anuncia necesariamente un desastre. Puede formar parte de un ciclo que redefinirá la relación, e incluso puede llevar a una intimidad mayor que la del pasado.

Así pues, la aceptación, el reconocimiento de que el cambio es inherente a las relaciones humanas, puede jugar un papel decisivo. Quizá descubramos que precisamente en el momento en que nos sentimos más desilusionados, en el que tenemos la sensación de que algo se ha resquebrajado en nuestra relación, es cuando puede producirse una transformación profunda. Estos períodos de transición pueden convertirse en momentos trascendentales para la maduración del verdadero amor. Quizá nuestra relación ya no se base en una pasión intensa, ni veamos al otro como la personificación de la perfección, ni tengamos la sensación de estar fusionados. En lugar de eso, empezamos a conocer verdaderamente al otro, lo vemos tal cual es, como un individuo distinto, quizá con defectos y debilidades, pero tan humano como nosotros mismos. Sólo entonces podemos establecer un compromiso con el crecimiento de otro ser humano, lo que supone un acto de verdadero amor.

Quizá el matrimonio de Margaret se hubiera salvado si hubiese aceptado el cambio en la relación y ambos hubiesen establecido un nuevo vínculo, basado en factores distintos de la pasión romántica. Afortunadamente, sin embargo, la historia no terminó ahí. Dos años después de mi última sesión con Margaret, me la encontré en unos grandes almacenes. (Encontrarme con un ex paciente fuera de la consulta me resulta un tanto incómodo, como nos sucede a la mayoría de los psicólogos).

—¿Cómo le van las cosas? —le pregunté.

—¡No podrían ir mejor! —exclamó—. Mi ex marido y yo volvimos a casarnos el mes pasado.

—¿De veras?

—Sí, y todo marcha magníficamente. Después de la separación seguimos viéndonos, claro, por la custodia de nuestro hijo. Nos resultó difícil al principio…, pero después parecía como si nos hubiésemos librado de la presión… Ya no teníamos expectativas comunes. Entonces descubrimos que realmente nos gustábamos y nos amábamos. Ahora no es como cuando nos casamos la primera vez, pero eso ya no nos importa; ahora somos realmente felices juntos.