Encontrar significado en el sufrimiento
Victor Frankl, un psiquiatra judío detenido por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, dijo en cierta ocasión: «El hombre está dispuesto y preparado para soportar cualquier sufrimiento siempre y cuando pueda encontrarle un significado». Frankl utilizó su brutal e inhumana experiencia en los campos de concentración para tratar de comprender cómo pudieron sobrevivir algunos a tantas atrocidades, y determinó que la supervivencia no se apoyaba en la juventud o en la fortaleza física, sino en la fortaleza derivada de hallar un significado a esa experiencia.
Descubrir el significado del sufrimiento constituye una poderosa ayuda para afrontar las situaciones, incluso las más difíciles. Pero no resulta tarea fácil encontrar significado en nuestro sufrimiento. A menudo, el sufrimiento parece fortuito, sin significado. Y, aunque nos encontramos en medio de nuestro dolor y sufrimiento, toda nuestra energía se centra en alejamos del mismo. Durante los períodos de crisis aguda parece imposible reflexionar sobre cualquier significado que pueda esconder nuestro sufrimiento. A menudo, lo único que podemos hacer es soportarlo. Y es natural considerarlo una injusticia y preguntarnos: «¿Por qué a mí?». Afortunadamente, sin embargo, en los momentos de alivio o en los períodos posteriores a experiencias de sufrimiento agudo, podemos reflexionar sobre él y buscar su significado. El tiempo y el esfuerzo dedicados a buscar significado al sufrimiento aportará muchos beneficios cuando ocurran las desgracias. Pero para ello tenemos que iniciar nuestra búsqueda cuando las cosas nos van bien. Un árbol con raíces fuertes puede resistir la tormenta más violenta, pero no puede desarrollar sus raíces cuando la tormenta aparece ya en el horizonte.
Así pues, ¿por dónde empezar nuestra búsqueda del significado del sufrimiento? Para muchas personas, esa búsqueda se inicia con su fe religiosa. Aunque las religiones difieren sobre el significado que dan al sufrimiento, todas ofrecen estrategias para responder a él, basadas en sus creencias fundamentales. Para el budismo y el hinduismo, por ejemplo, es el resultado de nuestras acciones negativas y se le considera un catalizador para la búsqueda de la liberación espiritual.
En la tradición judeocristiana, el universo fue creado por un Dios bueno y justo, y aunque su plan sea misterioso e indescifrable a veces, nuestra fe y confianza en sus designios nos permiten tolerar más fácilmente nuestro sufrimiento, confiar, como dice el Talmud, en que «todo lo que hace Dios, lo hace para bien». La vida seguirá siendo sin duda dolorosa, pero como el dolor que experimenta la mujer al dar a luz, confiamos en que será superado por el bien que trae. El reto en estas confesiones religiosas estriba en que, con frecuencia, no se nos revela el bien último. No obstante, aquellos que tienen una fe firme se ven apoyados por la convicción de que en el sufrimiento se expresa un propósito divino, como aconseja un sabio hasídico: «Cuando un hombre sufre, no debería decir: “¡Esto es muy malo!”, ya que nada de lo que Dios le impone al hombre es malo. Pero es correcto exclamar: “¡Esto es amargo!”, pues entre las medicinas hay algunas que están hechas con hierbas amargas». Así pues, desde una perspectiva judeocristiana, el sufrimiento puede servir para muchos propósitos: ponernos a prueba y fortalecer nuestra fe, acercarnos íntimamente a Dios, debilitar los lazos con el mundo material e inducirnos a acudir a Dios como nuestro refugio.
Aunque la fe puede ofrecer una valiosa ayuda para encontrar significado, aquellos que no poseen creencias religiosas también pueden encontrarlo en su sufrimiento después de una cuidadosa reflexión. A pesar del universal rechazo del sufrimiento, caben pocas dudas de que fortalece y ahonda la comprensión de la vida. En cierta ocasión, el doctor Martin Luther King, Jr., dijo: «Aquello que no me destruye, me hace más fuerte». Y aunque es natural encogerse ante el sufrimiento, este puede contribuir a sacar lo mejor de nosotros. En El tercer hombre, de Graham Greene, se lee: «Los treinta años bajo los Borgia trajeron a Italia guerras, terror, asesinatos, pero también a Miguel Ángel, a Leonardo da Vinci, el Renacimiento. Suiza, donde predominaba el amor fraternal, ¿qué ha producido durante quinientos años de democracia y paz? El reloj de cuco».
Aunque el sufrimiento sirva a veces para endurecernos, para fortalecernos, en otras ocasiones llega a ser valioso por lo contrario, por ablandarnos haciéndonos más sensibles. La vulnerabilidad que experimentamos en nuestro sufrimiento suele producir una apertura y profundiza nuestra conexión con los demás. El poeta William Wordsworth exclamó: «Una profunda angustia ha humanizado mi alma». Al ilustrar este efecto humanizador del sufrimiento, se me ocurre pensar en Robert, un conocido mío. Era presidente ejecutivo de una gran empresa de mucho éxito. Varios años antes había sufrido un grave revés financiero que le provocó una profunda depresión. Nos conocimos cuando se encontraba sumido en lo más profundo de ella. Siempre había considerado a Robert un modelo de confianza en sí mismo y de entusiasmo, y me alarmé al verlo tan abatido. Con una intensa angustia en la voz, Robert me dijo:
—Esto es lo peor que he experimentado en toda mi vida. No puedo sacármelo de encima. No sabía que fuera posible sentirse tan abrumado, desesperanzado e impotente.
Después de conversar un rato sobre sus dificultades, le aconsejé que acudiera a un colega para tratar la depresión. Varias semanas más tarde me encontré con Karen, la esposa de Robert, y le pregunté cómo estaba su marido.
—Ha mejorado mucho. El psiquiatra que le recomendaste le recetó una medicación antidepresiva que ha ayudado mucho. Claro que todavía tardaremos un tiempo en solucionar todos los problemas con el negocio, pero ahora se siente mejor y creo que todo marchará bien…
—Me alegro.
Karen vaciló un momento antes de confiarme algo.
—¿Sabes? Me apenaba mucho verlo tan deprimido. Pero, en cierto modo, creo que eso ha sido una bendición. Una noche, empezó a llorar desconsoladamente. Era incapaz de detenerse. Lo tuve entre mis brazos durante horas, mientras él lloraba, hasta que finalmente se quedó dormido. En veintitrés años de matrimonio fue la primera vez que sucedió algo semejante… Si quieres que te sea honrada, nunca me había sentido tan cerca de él en toda mi vida de casada. Ahora, las cosas son de algún modo diferentes; como si algo se hubiera roto y abierto…, y ese sentimiento de proximidad sigue estando ahí. El hecho de que compartiera su dolor, cambió nuestra relación, nos acercó.
El Dalai Lama ha hablado sobre la utilización del sufrimiento en el camino budista.
—En la práctica budista se puede utilizar el sufrimiento personal para intensificar la compasión, como una oportunidad para el tong-len. Se trata de una práctica Mahayana en la que se asume mentalmente el dolor y el sufrimiento de otro, ofreciéndole todos tus recursos, buena salud, fortuna, etcétera. Más adelante daré instrucciones detalladas sobre esta práctica, fundada en este pensamiento: «Que mi sufrimiento sea un sustituto del sufrimiento de otros seres. Que este sufrimiento pueda salvar a todos los seres que experimentan un dolor similar». De ese modo, se utiliza el sufrimiento como una oportunidad para asumir el sufrimiento de los otros.
»Aquí debería señalar una cosa. Si, por ejemplo, caigo enfermo y empleo esta técnica, pensando: “Que mi enfermedad libere a otros de una enfermedad similar”, y me visualizo aceptando el sufrimiento ajeno y transmitiendo buena salud, no pretendo decir con ello que haya de olvidarme de mi propia salud. Al pensar en la enfermedad, lo primero que hay que hacer es tomar medidas para no sufrir a causa de ella. Luego, si a pesar de todo se cae enfermo, es importante no pasar por alto la necesidad de tomar los medicamentos apropiados.
»No obstante, una vez que se ha enfermado, prácticas como la del tong-len suponen una diferencia significativa en la actitud con que se afronta la situación. En lugar de lamentarse, de sentir pena por uno mismo y de verse abrumado por la ansiedad y la preocupación, puede uno salvarse del sufrimiento mental adicional al adoptar la actitud correcta. Practicar la meditación tong-len, o “dar y recibir”, quizá no consiga aliviar el dolor físico o conducir a una cura en términos físicos, pero nos protege de un dolor psicológico innecesario. Se puede pensar: “Que al experimentar este sufrimiento pueda salvar a otros que pasen por la misma experiencia”. Entonces, el propio sufrimiento adquiere un nuevo significado, al ser utilizado como el fundamento de una práctica religiosa o espiritual. Además, es posible llegar a ver la situación como un privilegio, como una oportunidad de enriquecimiento.
—Ha dicho que el sufrimiento puede utilizarse en la práctica del tong-len. Antes ha señalado que la contemplación de la naturaleza del sufrimiento puede ser muy útil para no abrumarnos cuando lo padezcamos, en el sentido de desarrollar una mayor aceptación del sufrimiento como inherente a la vida…
—Ciertamente.
—¿Hay otras formas de ver nuestro sufrimiento como algo significativo, o al menos con un valor práctico?
—Sí, desde luego —contestó—. Creo que antes subrayé que, en el camino budista, reflexionar sobre el sufrimiento tiene una tremenda importancia porque, al aprehender su naturaleza, desarrollamos una mayor resolución de eliminar tanto las causas que lo producen como los actos insanos que conducen al mismo. Eso aumentará a su vez el entusiasmo por las acciones sanas que conducen a la felicidad y la alegría,
—¿Y ve algún beneficio en que los no budistas reflexionen sobre el sufrimiento?
—Sí, creo que puede tener valor práctico en algunas situaciones. Por ejemplo, reflexionar sobre el sufrimiento contribuye a reducir la arrogancia. Claro que eso quizá no se perciba como un beneficio —señaló echándose a reír— por alguien que no considere la arrogancia o el orgullo como un defecto.
Tras un momento de silencio, el Dalai Lama añadió:
—En cualquier caso, creo que hay un aspecto de nuestra experiencia del sufrimiento que es de vital importancia: nos ayuda a desarrollar empatía, lo que nos permite acercamos a los sentimientos y el sufrimiento de los demás, aumenta nuestra capacidad para la compasión, y nos ayuda por tanto a conectar con los demás. En ese sentido, se puede considerar que tiene un valor. Así pues —concluyó—, es probable que cambiemos de actitud y nuestro sufrimiento ya no nos parezca tan terrible.
CÓMO AFRONTAR EL DOLOR FÍSICO
Al reflexionar sobre el sufrimiento durante los momentos de bienestar, descubrimos a menudo un valor y un significado profundo en él. En ocasiones, sin embargo, nos vemos enfrentados a padecimientos que no parecen tener ninguna cualidad redentora. El dolor físico pertenece a esa categoría. Pero hay una diferencia entre el dolor físico, que es un proceso fisiológico, y el sufrimiento, que es nuestra respuesta mental y emocional al mismo. Así pues, se nos plantea la pregunta: ¿podemos encontrar una finalidad detrás de nuestro dolor, capaz de modificar nuestra actitud hacia el mismo? Y si cambiáramos de actitud, ¿disminuiría el grado de sufrimiento?
En su libro Dolor: el regalo que nadie quiere, el doctor Paul Brand explora el valor del dolor físico. Brand, un cirujano de prestigio mundial y especialista en lepra, pasó los primeros años de su vida en la India, donde, como hijo de misioneros, se vio rodeado de personas que vivían en condiciones de extremada pobreza y sufrimiento. Al observar en ellos una mayor tolerancia al dolor físico que en Occidente, se interesó por el fenómeno del dolor y efectuó un notable descubrimiento: la putrefacción de la carne se debía a la pérdida de la sensación de dolor en las extremidades. Al no contar con la protección del dolor, los pacientes de lepra no disponían de un sistema que les advirtiera del daño en los tejidos. El doctor Brand vio a pacientes que caminaban o corrían sobre extremidades cuya piel estaba desgarrada o incluso con los huesos al descubierto, lo que causaba su rápida destrucción. A veces incluso introducían la mano en el fuego para retirar algo sin sentir dolor. Observó también en ellos una actitud de lo más indiferente hacia la autodestrucción. En su libro, Brand presenta muchos ejemplos de los efectos destructivos de vivir sin sensación de dolor: las heridas recurrentes, las ratas que roían los dedos de manos y pies mientras el paciente dormía tranquilamente.
Después de una larga experiencia con pacientes que sufrían dolores agudos y con otros insensibles, Brand llegó a considerar el dolor no como el enemigo que es en Occidente, sino como un sistema biológico complejo que nos advierte para protegemos. Pero ¿por qué entonces la experiencia del dolor tiene que ser tan desagradable? Brand afirma que precisamente en eso reside su efectividad, pues obliga al organismo a afrontar el problema. Aunque el cuerpo cuenta con movimientos reflejos de protección, es la sensación de dolor la que impulsa a todo el organismo a prestar atención y actuar. También graba la experiencia en la memoria y nos sirve para protegemos en el futuro.
Así como encontrar significado a nuestro sufrimiento nos ayuda a afrontar los problemas, para Brand la comprensión de la finalidad del dolor físico contribuye a disminuir el sufrimiento. Si nos preparamos para el dolor, si comprendemos su naturaleza y reflexionamos sobre lo que sería la vida sin esa sensación, invertiremos en lo que Brand llama un «seguro para el dolor». No obstante, y como quiera que el dolor agudo es capaz de acabar con toda objetividad, tenemos que reflexionar sobre él antes de que aparezca. Si somos capaces de pensar en el dolor como «un discurso que pronuncia nuestro cuerpo sobre un tema de importancia vital, de una intensidad tal que llama inevitablemente nuestra atención», entonces empezará a cambiar nuestra actitud, y en consecuencia disminuirá nuestro sufrimiento. «Estoy convencido —afirma Brand— de que la actitud que hayamos cultivado puede determinar el grado de sufrimiento cuando el dolor nos llegue». Incluso cree que podemos desarrollar un sentimiento de gratitud ante el dolor.
No cabe la menor duda de que nuestra actitud y perspectiva mentales determinan el grado de sufrimiento. Supongamos que dos individuos, un trabajador de la construcción y un pianista, sufren la misma herida en un dedo. Aunque el dolor sea el mismo para ambos, el obrero de la construcción sufre menos y hasta se alegra si la herida le procura ese mes de vacaciones pagadas que tanto necesitaba, mientras que esa misma lesión causa un intenso sufrimiento en el otro al impedirle tocar el piano, fuente fundamental de alegría en su vida.
Esto ha sido demostrado por numerosos estudios y experimentos científicos. Los investigadores han explorado las vías mediante las que se percibe el dolor: se inicia con una señal sensorial, una alarma que se dispara en cuanto las terminaciones nerviosas son estimuladas. Millones de señales viajan por la médula espinal hasta la base del cerebro, que las clasifica y envía un mensaje a las zonas superiores, donde se elabora una respuesta. Es en esta fase en la que se le asigna valor al dolor; es decir, es en la mente donde convertimos el dolor en sufrimiento. Para disminuir este, tenemos que efectuar una distinción entre el dolor que percibimos y el que creamos mediante nuestros pensamientos. El temor, la cólera, la culpabilidad, la soledad y la impotencia son respuestas capaces de intensificar el dolor. Así que, al afrontar el dolor, debemos trabajar en los niveles más bajos de percepción del mismo, utilizar las herramientas de la medicina moderna, como los medicamentos, por ejemplo; pero también podemos trabajar en los niveles superiores mediante la modificación de nuestra perspectiva y nuestra actitud.
Muchos investigadores han examinado el papel de la mente en la percepción del dolor. Pavlov entrenó incluso a perros para que superaran el dolor al asociar una descarga eléctrica con una recompensa en forma de alimento. Ronald Melzak fue más lejos. Crio cachorros de terrier escocés en un ambiente protegido, sin los problemas propios del crecimiento. Estos perros no consiguieron aprender las respuestas básicas al dolor; no reaccionaban, por ejemplo, cuando se les pinchaba las patas con un alfiler, en contraposición con sus compañeros de camada, que gañían de dolor cuando se los pinchaba. Sobre la base de experimentos como estos, Melzak llegó a la conclusión de que buena parte de lo que llamamos dolor, incluida la respuesta emocional de displacer, era algo aprendido, no instintivo. Otros experimentos realizados con seres humanos, en los que se aplicó la hipnosis y se utilizaron placebos, han demostrado también que, en muchos casos, las funciones superiores del cerebro pueden aceptar o descartar las señales de dolor que reciben. Esto indica que la mente puede determinar a menudo cómo percibimos el dolor y ayuda a explicar los interesantes descubrimientos de investigadores como Richard Sternback y Bernard Tursky, de la Escuela de Medicina de Harvard (más tarde confirmados por un estudio de Maryann Bates y colaboradores), quienes observaron diferencias significativas entre los diferentes grupos étnicos en cuanto a capacidad para percibir y resistir el dolor.
Parece, por tanto, que la afirmación de que nuestra actitud puede influir en el grado de sufrimiento no es una especulación, sino que está apoyada en pruebas científicas. En sus investigaciones, Brand hace otra observación fundamental. Sus pacientes de lepra declaran: «Claro que puedo verme las manos y los pies, pero no los percibo como si fueran parte de mí. Es como si fueran simples herramientas». Así pues, el dolor no sólo nos advierte y nos protege, sino que unifica nuestro cuerpo. Sin la sensación de dolor en manos o pies, estos miembros parecen no pertenecer a él; y así como el dolor físico unifica nuestro cuerpo, la experiencia general del sufrimiento nos conecta a los demás. Quizá sea ese el significado principal del sufrimiento, una condición que compartimos con los demás, que une a todas las criaturas vivas.
Concluimos nuestro análisis del sufrimiento humano con la enseñanza por parte del Dalai Lama de la práctica del tong-len, a la que se refirió en nuestra conversación anterior. Según explicaría él mismo, el propósito de esta meditación es fortalecer la compasión. Pero también podemos verla como una potente herramienta para transmutar nuestro sufrimiento. Podemos utilizar estas prácticas para aumentar nuestra compasión, al visualizar a otros que pasan por un sufrimiento similar, al absorber y disolver su sufrimiento en el propio, como un sufrimiento por delegación.
El Dalai Lama impartió esta enseñanza ante un numeroso público en una tarde particularmente calurosa de septiembre, en Tucson. El aire acondicionado del local, que luchaba contra la alta temperatura del desierto, se vio finalmente superado por el calor generado por mil seiscientos cuerpos. El calor reinante fue particularmente apropiado para una meditación sobre el sufrimiento.
LA PRÁCTICA DEL TONG-LEN
—Esta tarde meditaremos sobre el tong-len, el «dar y recibir». Esta práctica está destinada a entrenar la mente, a fortalecer el poder natural y la fuerza de la compasión, porque la meditación tong-len ayuda a contrarrestar nuestro egoísmo. Aumenta el poder y la fortaleza de nuestra mente al intensificar nuestra capacidad para abrimos al sufrimiento de otros.
»Para empezar este ejercicio, primero hay que visualizar a nuestro lado a un grupo de personas que necesitan ayuda, sumidas en el sufrimiento y en un estado de extrema pobreza. Visualicen a este grupo de personas con claridad. Luego, al lado de ellas, visualícense a sí mismos como egocéntricos, con una arraigada actitud egoísta, indiferentes a las necesidades de los demás. Entre este grupo de personas que sufren y esta representación egoísta de sí mismos, véanse en el centro, como un observador neutral.
»A continuación, observen hacia cuál de los dos lados se inclinan ustedes de modo natural. ¿Se inclinan más hacia ese individuo singular, la personificación del egoísmo? ¿O sus sentimientos naturales de empatía fluyen hacia el grupo de personas necesitadas? Si piensan con objetividad, concluirán que el bienestar de un grupo es más importante que el de un individuo.
»Después, dirijan su atención a las personas necesitadas y desesperadas. Dirijan toda su energía positiva hacia ellas. Ofrézcanles mentalmente sus éxitos, sus recursos, sus virtudes. Una vez hecho eso, asuman el sufrimiento de esas personas, sus problemas y todas sus dificultades.
»Se puede imaginar, por ejemplo, a un niño hambriento de Somalia. En este caso, el profundo sentimiento de empatía no se basa en consideraciones como “Es mi pariente” o “Es mi amigo”. Ni siquiera conoce usted a esa persona. Pero el hecho de que usted y el otro sean seres humanos permite que surja su capacidad natural para la empatía y que pueda usted abrirse al otro. Piense entonces: “Este niño no tiene capacidad para aliviar su infortunio”. Entonces, mentalmente, asuma sobre sí mismo todo el sufrimiento de la pobreza, el hambre y la privación de este niño y ofrézcale mentalmente sus posesiones, riqueza y éxitos. Así puede entrenar su mente, mediante esta clase de visualización de “dar y recibir”.
»A veces resulta útil empezar esta práctica imaginándose en el futuro como una persona que sufre y, con una actitud de compasión, asumir ese sufrimiento en el presente, con el sincero deseo de liberarse de todo sufrimiento futuro. Una vez haya adquirido algo de práctica para generar un estado mental de compasión hacia sí mismo, puede ampliar su compasión para incluir a los demás.
»Al “asumir sobre sí”, es útil visualizar los infortunios bajo el aspecto de sustancias venenosas, armas peligrosas o animales terroríficos, cosas ante las que normalmente se estremecería. Visualice el sufrimiento como si hubiera adquirido estas formas y luego absórbalas directamente en su corazón.
»El propósito de visualizar estas formas negativas y aterradoras, que se disuelven en nuestros corazones, es el de destruir las habituales actitudes egoístas que residen en ellos. No obstante, para aquellas personas que puedan tener problemas con su imagen, con un bajo nivel de autoestima, es importante considerar si esta práctica es apropiada.
»El tong-len es muy poderoso si se combina el “dar y recibir” con la respiración; es decir, imaginen “recibir” en el momento de inspirar y “dar” en el momento de espirar. Durante estas visualizaciones, probablemente experimentarán una ligera incomodidad. Eso indica que se ha alcanzado el objetivo: la actitud egocéntrica. Y ahora, meditemos.
Al terminar la enseñanza del tong-len, el Dalai Lama señaló que ningún ejercicio en particular es atractivo o apropiado para todo el mundo. En nuestro viaje espiritual, es importante decidir si una práctica es adecuada para nosotros después de comprender su esencia. Eso fue lo que me sucedió a mí cuando intenté seguir las instrucciones del Dalai Lama sobre el tong-len aquella misma tarde. Descubrí que tenía dificultades, un sentimiento de resistencia, aunque no logré descubrir de qué se trataba. La misma noche, sin embargo, al pensar en las instrucciones del Dalai Lama, me di cuenta de que mi resistencia se había desarrollado ya desde el principio, cuando el Dalai Lama señaló que el grupo era más importante que el individuo. Se trataba de algo que ya había escuchado con anterioridad; el axioma de Vulcan propuesto por Spock en Star Trek: las necesidades de la mayoría deben anteponerse a las de la minoría. En esa afirmación había sin embargo algo que me molestaba. Antes de planteárselo al Dalai Lama, sondeé a un amigo que había estudiado el budismo durante mucho tiempo, quizá porque yo no deseaba aparecer como el que «sólo quiere ser el número uno».
—Hay una cosa que me molesta… —le dije—. Eso de que las necesidades del grupo son más importantes que las del individuo tiene sentido en la teoría, pero en la vida cotidiana no interactuamos con la gente en masa, sino con individuos. En ese nivel de uno a uno, ¿por qué deberían valer más las necesidades del otro que las mías? Yo también soy un individuo… Somos iguales…
Mi amigo quedó pensativo un momento.
—Bueno, eso que dices es cierto. Pero si realmente consideras a cualquier individuo como un igual, ya es suficiente para empezar.
No necesité acudir al Dalai Lama.