I

EN el momento de despertar, Edward Darnell estaba soñando con un bosque arcaico y un límpido manantial que se alzaba en nieblas y vapores bajo un calor que volvía trémulo el paisaje; y, al abrir los ojos, vio que la habitación estaba inundada de sol y que la luz centelleaba en los muebles nuevos recién barnizados. Se dio la vuelta y vio que su mujer no estaba en la cama. Aún confuso y maravillado por el ensueño, que se le demoraba en el recuerdo, se levantó también y empezó a vestirse aprisa, pues se había despertado un poco tarde y el autobús pasaba por su esquina a las 9.15. Era un hombre alto y delgado, de cabello y ojos oscuros y, a pesar de la rutina de la City, de pasarse el día contando cupones y de los trabajos aburridos y mecánicos que llevaba ejerciendo desde hacia diez años, todavía conservaba una vaga aureola de gracia silvestre, como si realmente hubiera nacido en aquel bosque arcaico y se hubiera criado junto a la fuente que manaba entre musgos verdes y rocas umbrías.

El desayuno estaba preparado en la habitación trasera de la planta baja, cuyas amplias ventanas daban al jardín; y, antes de sentarse frente al tocino frito, dio a su esposa un beso serio y respetuoso. Ella tenía cabello y ojos castaños y, aunque su hermoso rostro resultaba grave y sereno, cualquiera hubiera convenido en que perfectamente podría haber estado esperando a su esposo bajo los árboles antiguos o bañándose en la poza excavada en la roca por las aguas.

Tenían mucho de que hablar mientras se servían el café, comían tocino y la estúpida criada de mirada inexpresiva y rostro desaseado traía un huevo a Darnell. Llevaban casados un año y hasta entonces se habían llevado maravillosamente. Estando juntos, rara vez habían permanecido callados más de una hora; pero, desde hacía unas semanas, el regalo de la tía Marian les proporcionaba un tema de conversación que parecía inextinguible. De soltera, la Sra. Darnell había sido la Srta. Mary Reynolds, hija de un subastador y agente de fincas de Notting Hill, y la tía Marian era una hermana de su madre que, a juicio de la familia, había perdido categoría social al casarse con un comerciante de carbones de Turnham Green. A Marian le había hecho sufrir mucho esta actitud y los Reynolds tuvieron ocasión de arrepentirse de gran parte de las cosas que habían dicho, cuando el comerciante de carbones ahorró un dinero y lo invirtió en negocios de solares y construcciones cerca de Crouch End, obteniendo grandes beneficios al parecer. Nadie había supuesto al tal Nixon capaz de hacer grandes cosas; pero el caso es que él y su esposa llevaban ya varios años viviendo en una casa hermosísima, en Barnet, con ventanas de medio punto y un parque con prados y arboleda. Ambas familias se trataban poco, pues la situación del Sr. Reynolds no era demasiado próspera. La tía Marian y su marido habían sido invitados, por supuesto, a la boda de Mary, pero se habían limitado a enviarles un bonito juego de cucharillas de plata y una notita en la que se disculpaban por no poder asistir a la ceremonia. Se temía, pues, que no cupiera esperar nada más de ellos. Sin embargo, el día del cumpleaños de Mary, su tía le había escrito una carta muy cariñosa en la que incluía un cheque de cien libras de parte de Robert y de ella. Desde que recibieran este dinero, los Darnell se dedicaban a deliberar sobre la forma más juiciosa de emplearlo. La Sra. Darnell había propuesto invertir toda la suma en valores del Gobierno, pero el Sr. Darnell había señalado que los intereses eran increíblemente bajos y, tras no breves debates, había logrado persuadir a su esposa de que colocaran noventa libras en una sociedad minera que estaba dando el cinco por ciento. En esto quedaron de acuerdo, pero las restantes diez libras, que la Sra. Darnell insistía en guardar como reserva, habían dado origen a peroratas y argumentaciones tan interminables como las disputas de colegio.

Al principio, el Sr. Darnell había propuesto que amueblaran la habitación vacía. La casa tenía cuatro dormitorios: el de ellos, uno pequeño para la criada, y otros dos que daban al jardín, uno de los cuales se había utilizado para almacenar cajas, cuerdas, números descabalados de Quiet Days y del Sunday Evenings, además de algunos trajes viejos del Sr. Darnell, cuidadosamente empaquetados y guardados, pues no sabía qué hacer con ellos. La habitación restante estaba absolutamente vacía, desierta. Un sábado por la tarde en que regresaba a casa en autobús, dándole vueltas al difícil problema de qué hacer con las diez libras, se acordó de repente de la indecorosa vacuidad de aquella estancia y se le ocurrió la brillante idea de amueblarla con el dinero de tía Marian. Durante el resto del trayecto mantuvo sus pensamientos ocupados en tan deliciosa perspectiva; pero cuando llegó a casa no dijo nada a su mujer, pues deseaba madurar la idea. Lo que le dijo fue que tenía algo importante que hacer y se veía obligado a salir de nuevo a la calle, pero que estaría de regreso sin falta para tomar el té a las seis y media. Mary, por su parte, tenía trabajo casero atrasado, y no le importó quedarse sola. La realidad es que Darnell, entusiasmado con la idea de amueblar el dormitorio vacío, deseaba consultar con su amigo Wilson, que vivía en Fulham y que a menudo le había dado prudentes consejos sobre dónde invertir fondos con mayores beneficios. Wilson tenía que ver con un negocio de importación de vinos de Burdeos y lo único que preocupaba a Darnell era que su amigo no estuviera en casa.

Pero todo le salió bien. Cogió un tranvía que recorría Goldhawk Road, anduvo a pie el resto del camino y se llevó una alegría cuando vio a Wilson en el jardín delantero de su casa, ocupado en arreglar un macizo de flores.

—¡Hace un siglo que no te veía! —exclamó alegremente al oír la llamada de Darnell en la cancela—. Pasa. ¡Ah, se me olvidaba! —añadió al ver a Darnell luchando con el picaporte sin poder entrar—. No puedes abrir; no te he enseñado cómo se hace.

Era un día caluroso de junio y Wilson iba vestido con lo que se había puesto a toda prisa nada más llegar de la City. Llevaba un sombrero de paja encajado sobre un pañuelo limpio que le protegía la parte posterior del cuello, una chaqueta de Norfolk y unos pantalones bombachos.

—Fíjate —dijo mientras hacía pasar a Darnell—, mira en qué consiste el truco. No tienes que girar el picaporte. Primero hay que empujarlo con fuerza y luego se tira de él. Me lo inventé yo y lo voy a patentar. Impide que se te cuelen tipos indeseables en el jardín, y esto es importante en un barrio como éste. Ahora ya no me importa dejar sola a la Sra. Wilson; pero antes no te puedes figurar los sustos y la lata que le daban.

—¿Y qué sucede cuando vienen visitantes? —preguntó Darnell—. ¿Cómo entran?

—Ah, se lo advertimos. Además —añadió vagamente— siempre hay alguien en casa mirando. La Sra. Wilson está casi siempre asomada a la ventana. Ahora ha salido; ha ido a visitar a unos amigos. Creo que hoy es el día en que reciben los Bennett. Es primer sábado, ¿no? Conoces a J. W. Bennett, ¿verdad? Está en la Cámara y creo que le va muy bien. El otro día me propuso un asunto muy interesante.

Caminaron hacia la puerta de la casa.

—Pero, hablando de otra cosa —siguió Wilson—, ¿por qué vas vestido de negro? Debes pasar calor. Mírame a mí. He estado trabajando en el jardín y fíjate: me siento más fresco que una lechuga. ¿A que no sabes dónde me he comprado esa ropa? Casi nadie lo adivina. ¿Dónde te figuras que la he comprado?

—En el West End, supongo —dijo Darnell, que deseaba mostrarse cortés.

—Eso es lo que se figura todo el mundo. Está muy bien cortada. Bueno, te lo diré, pero no vayas por ahí contándoselo a todo el mundo. A mí me lo dijo confidencialmente Jameson. Ya le conoces: «Jim-Jams», uno que tiene negocios chinos en 39 Eastbrook. Y me dijo que no quería que se enterara toda la City. Pero vete a Jennings, en Old Wall, y di que vas de mi parte. Te atenderán bien. ¿Y cuánto te crees que cuesta?

—No tengo ni idea —contestó Darnell, que en su vida se había comprado un traje así.

—Bueno, pero haz un cálculo a ojo.

Darnell contempló gravemente a Wilson.

La chaqueta le colgaba como un saco. Los bombachos le calan lamentablemente por encima de las pantorrillas y el pelillo del tejido estaba a punto de desaparecer.

—Tres libras, supongo. Por lo menos —dijo por fin.

—Bueno, el otro día se lo pregunté a Dench y dijo cuatro con diez, y eso que su padre tiene un gran negocio de tejidos en Conduit Street. Pero no me costó más que 35 chelines con 6 peniques. Y a la medida. Mira qué corte.

Darnell se mostró asombrado por lo bajo del precio.

—Y, por cierto —prosiguió Wilson, señalando sus flamantes botas marrones—, ¿ya sabes adónde hay que ir a comprar el calzado? ¡Hombre, yo creía que esto ya lo sabía todo el mundo! Sólo hay un sitio: Mr. Bill, en Gunning Street: 9 con 6.

Paseando, dieron varias vueltas al jardín, y Wilson señaló los macizos y arriates. Apenas tenían flores pero se las veía cuidadas con esmero.

—Éstas son glasgownias, se reproducen por tubérculo —dijo, señalando una hilera rígida de plantas que parecían un tanto desmedradas—; y ésas son esquintáceas; ésta la he plantado hace poco: es una moldavica semperflorida andersonii; y ésta es una prattsia.

—¿Cuándo dan la flor? —preguntó Darnell.

—Casi todas a finales de agosto o primeros de septiembre —contestó secamente Wilson. Estaba un poco molesto consigo mismo por haber hablado tanto de sus plantas; por su parte, el visitante apenas pudo impedir que le invadieran vagos recuerdos de antiguos jardines silvestres, llenos de aromas bajo cercas grises, y la fragancia de las ulmarias junto al arroyo.

—Quería hacerte una consulta sobre muebles —dijo por fin Darnell—. Ya sabes que tenemos una habitación vacía y estoy pensando poner en ella algunas cosas. Todavía no he decidido exactamente qué, pero creo que me podrás aconsejar.

—Ven a mi madriguera —dijo Wilson—. No, por aquí, por la parte trasera. Y enseñó a Darnell otro ingenioso artificio mediante el cual, con sólo rozar el picaporte de la puerta lateral, se disparaba violentamente un timbre agudísimo en la casa. Pero Wilson lo empuñó tan enérgicamente que el timbre sonó como una alarma enloquecida y la criada, que estaba en el dormitorio probándose ropa de su señora, se asomó de un salto a la ventana y a continuación le dio una especie de ataque de baile histérico. El domingo siguiente por la mañana se encontraron trozos de escayola encima de la mesa del cuarto de estar y Wilson escribió una carta al Fulham Chronicle atribuyendo el hecho a «algún fenómeno de índole sísmica».

Pero en aquel momento aún ignoraba las consecuencias de su invento, por lo que condujo solemnemente a su visitante hacia la parte posterior de la casa. Allí había un rectángulo de césped, que empezaba a adquirir cierto color amarillento, sobre un fondo de arbustos. En medio del césped había un niño de pie. Tendría nueve o diez años, estaba solo y poseía cierta distinción.

—El mayor —dijo Wilson—. Havelock. Hola, Lockie, ¿qué haces? ¿Dónde están tu hermano y tu hermana?

El muchacho no era nada tímido. Parecía deseoso de explicar el curso de los acontecimientos.

—Estoy jugando a que soy Dios —dijo con interesante franqueza—. Y he mandado a Fergus y a Janet al Infierno, que es ahí en los arbustos. Y ya nunca volverán a salir. Y se están quemando para siempre jamás.

—¿Qué te parece? —dijo Wilson con admiración—. No está mal para un chiquillo de nueve años, ¿eh? En la escuela dominical se habla mucho de él. Pero vamos a mi madriguera.

La madriguera era una habitación añadida a la fachada posterior de la casa. Había sido concebida como cocina trasera y lavadero, pero Wilson había tapado las cañerías con visillos de muselina y el fregadero con planchas de madera para que le sirviera de banco de carpintero.

—Cómodo, ¿verdad? —dijo, empujando hacia Darnell una de las dos sillas de mimbre—. Éste es mi sitio de pensar, ¿sabes? Es muy tranquilo. Vamos a ver, ¿qué me decías de muebles? ¿Quieres amueblar la habitación por todo lo alto?

—No, en absoluto. Al revés. En realidad no sé si tendremos bastante dinero. La habitación vacía tiene tres por cuatro metros y una ventana que da a poniente. Creo que, si pudiéramos, quedaría más alegre amueblada. Además, es agradable poder invitar a alguien; por ejemplo, a nuestra tía, la Sra. Nixon. Pero está acostumbrada a vivir en ambientes bonitos y elegantes.

—¿Y cuánto te piensas gastar?

—Bueno, pues no creo que debamos gastarnos mucho más de diez libras. No es suficiente, ¿verdad?

Wilson se levantó y cerró la puerta de la cocina trasera con un gesto impresionante.

—Mira —dijo—. Me alegro de que hayas acudido primero a mí. Ahora dime: ¿adónde habías pensado ir tú a comprar los muebles?

—Bueno, pues… yo había pensado ir a Hampstead Road —dijo Darnell, titubeando.

—Estaba seguro de que me lo ibas a decir. Pero ahora te pregunto yo: ¿qué ventajas tienen esas tiendas caras del West End? Allí no creas que pagas más porque te dan mejor calidad, sino por el lujo de comprar en un sitio de moda.

—Sin embargo, he visto cosas muy bonitas en Samuel‘s. En esas tiendas de lujo los artículos están muy bien acabados. Estuvimos allí cuando nos casamos.

—Exactamente, y pagasteis un diez por ciento más de lo necesario. Eso es tirar el dinero. ¿Y cuánto dices que te quieres gastar? Diez libras. Pues yo puedo decirte dónde conseguir un dormitorio precioso, con un acabado perfecto, por seis libras diez. ¿Qué te parece? Loza incluida, fíjate; y una alfombra de colores vivos te costará sólo quince chelines seis peniques. Mira: cualquier sábado por la tarde te vas a Dick’s, en Seven Sisters Road, dices que vas de mi parte y preguntas por el Sr. Johnston. El dormitorio es de color ceniza. Lo llaman «Isabelino». Seis libras con diez, loza incluida, y una de sus alfombras «Oriente» de tres por tres metros, por quince y seis. Dick’s.

Wilson se extendió con cierta elocuencia sobre el tema del mobiliario. Hizo constar que los tiempos habían cambiado y que el recargado estilo antiguo estaba completamente pasado de moda.

—Ya no es como aquellos tiempos —dijo— en que la gente compraba cosas para que duraran cientos de años. Mira, justo antes de que mi esposa y yo nos casáramos, se murió un tío mío del norte y me dejó sus muebles. Precisamente estaba yo pensando entonces en amueblar la casa y me dije que la cosa me venía de perilla. Pero te aseguro que no encontré ni un solo artículo que me apeteciera para mi casa. Todo era de caoba, oscuro, deslucido, estanterías y escritorios enormes, mesas y sillas con garras en las patas. Como le dije a mi esposa (o que pronto lo sería), «lo que queremos no es exactamente instalar una cámara de horrores, ¿verdad?». Conque lo vendí todo por lo que me dieron. Debo confesar que me gustan las habitaciones alegres.

Darnell observó que había oído decir que a los artistas les gustaban los muebles antiguos.

—¡Oh, sí, ya! El «culto impuro de los girasoles», ¿eh? ¿Leíste aquel artículo del Daily Post? Yo odio toda esa porquería. Me parece una cosa malsana, ¿sabes?, y no creo que le guste al pueblo inglés. Pero, hablando de rarezas, aquí tengo una cosa que vale bastante dinero.

Rebuscó en cierto polvoriento receptáculo que había en un rincón y mostró a Darnell una pequeña biblia carcomida, a la que faltaban los cinco primeros capítulos del Génesis y la última hoja del Apocalipsis. Estaba fechada en 1753.

—A mi juicio, vale dinero —dijo Wilson—. Mira cómo está comida por los gusanos. Y ya ves que está «incompleta», como dicen. Ya habrás observado que, en las subastas, algunos de los libros más valiosos están «incompletos».

Poco después terminó la entrevista y Darnell regresó a casa para tomar el té. Estaba seriamente decidido a seguir el consejo de Wilson, y después del té comunicó a Mary la idea que se le había ocurrido y lo que Wilson le había dicho de Dick’s.

Cuando hubo oído todos los detalles, Mary se sintió atraída por el plan. Los precios le llamaron la atención por lo moderados. Ambos esposos estaban sentados, cada uno a un lado de la parrilla del hogar (que estaba oculta tras un bonito biombo de cartón pintado con paisajes) y ella tenía la mejilla apoyada en la mano. Sus bellos ojos oscuros parecían perdidos en ensoñaciones, como si contemplase visiones extrañas, pero en realidad estaba pensando en el plan de Darnell.

—Sería muy bonito en muchos sentidos —dijo, al fin—. Pero tenemos que pensarlo bien. Lo que temo es que a la larga nos cueste mucho más de diez libras. Hay que tener muchas cosas en cuenta. Por ejemplo, la cama. Si compramos una cama corriente, sin apliques de bronce, la habitación resultaría pobretona. Y luego está la ropa de cama, el colchón, las mantas, las sábanas, la colcha, que todo cuesta dinero.

Mary volvió a perderse en sus ensoñaciones, calculando el coste de todo lo que iban a necesitar, mientras Darnell la miraba con ansiedad, acompañándola mentalmente en sus cálculos e intentando adivinar las conclusiones a que ella llegaría. Durante un momento, los delicados colores del rostro femenino, la gracia de sus formas y el cabello castaño que le caía en rizos sobre el cuello, parecieron insinuar un lenguaje que su marido aún no había aprendido; pero Mary volvió a hablar:

—Me temo que las ropas de cama van a costar mucho. Aunque Dick’s sea mucho más barato que Boon’s o que Samuel’s. Y además, querido, tenemos que poner algunos adornos encima de la chimenea. El otro día vi unos jarroncitos y vasos muy bonitos a once con tres en Wilkin & Dodd’s. Necesitaríamos por lo menos seis. Y también nos hace falta un centro de mesa. Ya ves cómo sube la cuenta.

Darnell no respondió. Veía que las conclusiones a que llegaba su esposa se oponían a su proyecto y, aunque estaba muy ilusionado con él, no podía negar los argumentos que ella aducía.

—Lo que nos gastaríamos se acercaría más a las doce libras que a las diez —siguió Mary—. Habría que pintar el suelo alrededor de la alfombra (de tres por tres metros, ¿verdad?) y necesitaríamos un trozo de linóleo para debajo del lavabo. Y las paredes van a quedar muy vacías si no ponemos algún cuadro.

—Ya he pensado en los cuadros —dijo Darnell con calor. En lo que a ellos se refería, al menos, se sentía seguro—. Tenemos El día de Derby y La estación de ferrocarril recién enmarcados, que están apoyados en un rincón del cuarto trastero. Quizá estén un poco pasados de moda, pero en un dormitorio no importa. ¿Y no podríamos poner algunas fotografías? He visto en la City un marco muy bonito, de roble natural, donde cabría media docena de fotos, y valía un chelín seis. Podríamos poner ahí a tu hermano James y a la tía Marian, y a tu abuela, en esa foto en que está de luto, y otras que saquemos del álbum. Y además tenemos ese antiguo retrato de familia que está en el baúl. Lo podríamos poner encima de la chimenea.

—¿Quieres decir ese retrato de tu bisabuelo, el del marco dorado? Pero está demasiado pasado de moda, ¿no crees? Tiene una pinta rarísima, con la peluca empolvada. A mí me parece que no pega en esa habitación.

Darnell se detuvo a pensar un momento. El retrato representaba, de cintura para arriba, a un joven caballero, vestido según la moda de 1750, y recordó vagamente algunas viejas historias que su padre le había contado de aquel antepasado. Eran historias de bosques y praderas, de senderos luminosos hundidos en la espesura y de los olvidados campos del oeste.

—No —dijo por fin—, supongo que está bastante pasado de moda. Pero he visto en la City algunos grabados muy bonitos, ya enmarcados y baratos.

—Sí, pero la cuenta sigue subiendo. Bueno, tendremos que pensar bien las cosas, como dices tú siempre. Tenemos que andarnos con cuidado.

La criada entró con la cena: una lata de galletas y un vaso de leche para la señora y una modesta pinta de cerveza para el señor, con un poco de queso y mantequilla. Después de cenar, Edward se fumó dos pipas de tabaco con melaza y se fueron a acostar. Primero se fue Mary y su esposo la siguió un cuarto de hora después, según ritual establecido desde sus primeros días de matrimonio. Darnell cerró las puertas principal y trasera, cortó el gas en el contador y, cuando subió al piso de arriba, se encontró a su esposa ya en la cama, con el rostro vuelto hacia la almohada.

Al entrar en la habitación, ella volvió a hablarle.

—Va a ser imposible comprar una cama presentable por menos de una libra once, y las sábanas buenas están muy caras en todas partes.

Él se quitó las ropas y se deslizó suavemente entre las sábanas, colocando la palmatoria en la mesilla. Las persianas estaban completamente bajadas, como era de rigor, pero era una noche de junio y, tras los muros de la casa, más allá del mundo gris, yermo y desolado de Shepherd's Bush, se había alzado una enorme luna dorada, flotando entre velos mágicos de nubes por encima de la colina; y la tierra estaba bañada por una luz maravillosa, entre el rojo crepúsculo que se demoraba en la montaña y aquella gloria divina que resplandecía sobre los bosques desde la cima de la colina. Darnell creyó ver en la habitación algún reflejo de esta luz embrujada; parecían iluminadas las paredes pálidas y la blanca cama y la cara de su esposa que descansaba sobre la almohada, entre cabellos castaños. Afinando el oído, casi llegó a oír el canto del rascón de campo, la extraña nota del chotacabras oculto en la paz de la espesura donde crecen los helechos y, como el eco de una canción mágica, la melodía del ruiseñor que se pasaba toda la noche cantando en el aliso, junto al arroyo. Nada había que pudiera decir, pero deslizó lentamente el brazo por debajo del cuello de su esposa y jugó con los bucles del cabello castaño. Ella no se movió. Siguió respirando suavemente, contemplando el techo vacío con sus bellos ojos, absorta también sin duda en pensamientos que no podía pronunciar. Besó obedientemente a su marido cuando él se lo pidió, tartamudeando y tras cierta vacilación.

Estaban casi dormidos, en realidad Darnell estaba empezando a soñar, cuando ella le dijo suavemente:

—Me temo querido, que nunca nos podremos permitir ese lujo.

Y él oyó estas palabras a través del murmullo del agua que goteaba de la roca gris y caía, formando ondas circulares, en las aguas claras y quietas de la poza.

El domingo por la mañana siempre se prestaba al ocio. Ni siquiera habrían desayunado si la Sra. Darnell, que poseía el instinto del ama de casa, no se hubiera despertado y percatado de que hacía un sol espléndido y no se oía un ruido en toda la casa. Permaneció unos cinco minutos en la cama, junto a su esposo dormido, y escuchó atentamente por si oía a Alice haciendo sus faenas en el piso bajo. Un dorado tubo de sol penetraba, resplandeciente, por alguna abertura de la persiana y hacía brillar su cabellera castaña esparcida por la almohada. Paseó la mirada por la estancia y la fijó en la cómoda Duchesse, en la loza policromada del lavabo y en los dos fotograbados —El encuentro y La despedida— que, enmarcados en roble, colgaban de la pared. Mientras escuchaba si se oían los pasos de la criada, seguía medio soñando y en su mente se deslizó la tenue sombra del fantasma de una imagen, y vagamente, en el instante fugaz de un ensueño, se vio en otro mundo distinto donde el éxtasis era como un vino y ella paseaba indolente por un valle profundo y feliz sobre el que, por encima de los árboles, se alzaba siempre una enorme luna roja. Pensó entonces en Hampstead, que para ella simbolizaba el mundo que se extendía más allá de las paredes, y el recuerdo del campo la llevó al de las vacaciones y luego volvió a acordarse de Alice. No se oía ni un ruido en la casa. A juzgar por el silencio reinante podría haber sido medianoche si, de repente, no se hubiera oído el grito de un vendedor de periódicos dominicales que voceaba su mercancía en la esquina de Edna Road. E inmediatamente se oyeron el ruido metálico y la voz estentórea que anunciaban la presencia del lechero con sus cubos de latón.

La Sra. Darnell se incorporó y, completamente despierta ya, escuchó con más atención aún. La criada debía estar profundamente dormida y había que despertarla, pues, si no, toda la casa iría retrasada y Edward aborrecía las prisas y las discusiones domésticas, sobre todo en domingo, después de haberse pasado toda una interminable semana trabajando en la City. Lanzó una mirada cariñosa a su marido, que seguía dormido, se levantó de la cama sin hacer ruido y se puso la bata para avisar a la muchacha.

El cuarto de la criada era pequeño y mal ventilado, la noche había sido calurosa y la Sra. Darnell se detuvo un instante en la puerta, preguntándose si la joven que yacía en el lecho era realmente la tiznada sirvienta que se afanaba día tras día por la casa o incluso la criatura extrañamente acicalada y vestida de morado que aparecía los domingos a servir el té, que ese día lo servían antes, con el rostro resplandeciente porque aquélla era su «tarde libre». Alice tenía el cabello negro y la tez de un tono pálido casi oliváceo. Estaba dormida, con la cabeza apoyada en un brazo, y a la Sra. Darnell le recordó un curioso grabado, titulado Bacante fatigada, que había visto hacía mucho tiempo en un escaparate de Upper Street, en Islington. Sonó un timbre ronco y eso quería decir que eran las ocho menos cinco, y todo sin hacer.

Tocó suavemente a la joven en el hombro y le sonrió cuando abrió los ojos y, despertando sobresaltada, se incorporó en la cama, llena de súbita confusión. La Sra. Darnell regresó a su alcoba y se vistió lentamente mientras su marido seguía durmiendo. En el último momento, cuando se hubo abrochado el corpiño color cereza, le despertó y le dijo que, si no se vestía aprisa, se le quemaría el tocino.

Durante el desayuno volvieron a hablar una vez más de si amueblar o no la habitación vacía. La Sra. Darnell admitió que la seguía atrayendo el proyecto de amueblarla, pero no lograba imaginarse cómo podrían hacerlo por diez libras. Como eran personas prudentes, no querían recurrir a sus ahorros. Edward estaba muy bien pagado, pues (contando las horas extraordinarias que hacía durante algunas semanas cuando había mucho trabajo) ganaba ciento cuarenta libras anuales, y Mary había heredado de un anciano tío suyo, y padrino, trescientas libras que habían sido juiciosamente invertidas en hipotecas al cuatro y medio por ciento. Sus ingresos totales, pues, contando el regalo de la tía Marian, habían sido ciento cincuenta y ocho libras anuales y no tenían deudas, ya que Darnell había comprado los muebles para la casa con dinero que había ido ahorrando durante los cinco o seis años anteriores. En sus primeros años de vivir en la City, sus ingresos lógicamente habían sido inferiores, y al principio había vivido generosamente, sin ahorrar un céntimo. Le gustaban los teatros y los music-halls y apenas pasaba una semana sin que acudiera (en platea) a uno u otro de tales locales. A veces compraba fotografías de actrices que le gustaban. Cuando se comprometió con Mary, las quemó solemnemente; recordaba muy bien aquella noche en que el corazón le había rebosado de gozo y entusiasmo; y también que, cuando regresó de la City a la noche siguiente, la patrona se le había quejado de lo sucia que tenía la parrilla del hogar. En cualquier caso, el dinero gastado era ya irrecuperable, unos diez o doce chelines, según creía recordar, y le molestó pensar que, si lo hubiera ahorrado, ya le faltaría poco para poder comprar una alfombra «Oriente» de brillantes colores. También había incurrido en otros gastos durante su juventud: compraba cigarros de tres e incluso cuatro peniques, estos últimos rara vez, pero los primeros con frecuencia, a veces por unidades y a veces en paquetes de doce por media corona. En cierta ocasión, durante seis semanas le había obsesionado una pipa de espuma; el estanquero la había sacado de un cajón, con mucho misterio, mientras él compraba un paquete de Lone Star. También habían sido gastos inútiles estos tabacos americanos; sus Lone Star, Long Jude, Old Hank, Sultry Clime y demás marcas costaban entre un chelín y uno con seis cada paquete de dos onzas, mientras que ahora compraba un tabaco excelente, mezclado con melaza, por tres peniques y medio la onza. Pero el astuto comerciante, que ya le tenía fichado como comprador de artículos caros y fantasiosos, sonrió con aire misterioso y, abriendo el estuche, expuso la pipa de espuma de mar ante los deslumbrados ojos de Darnell. La cazoleta tenía esculpidos una cabeza y un torso femeninos, y la boquilla era de ámbar finísimo. Sólo costaba veinte chelines con seis —dijo el vendedor— y, según declaró, sólo el ámbar ya valía más. Explicó que le daba reparo tener la pipa expuesta a la vista de todo el mundo y estaba dispuesto a venderla por menos del precio de coste. Darnell resistió de momento, pero la pipa le había seducido y, por fin, la compró. Durante algún tiempo disfrutó enseñándosela a los jóvenes de la oficina, pero no tiraba bien y dejó de usarla poco antes de casarse, ya que, por la índole de la figura tallada, le habría sido imposible utilizar la pipa en presencia de su esposa. En otra ocasión, durante unas vacaciones en Hastings, se había comprado un bastón de bambú absolutamente inútil que le había costado siete chelines, y recordó con pena las noches innumerables en que, despreciando el sencillo filete que le ofrecía su patrona, se había ido a flâner por los restaurantes italianos de Upper Street, Islington (él vivía a la sazón en Holloway), y se había regalado con manjares delicados y costosos, como chuletas con guisantes, carne a la brasa con salsa de tomate, solomillo con patatas, terminando casi siempre con una pequeña cuña de queso de Gruyere que le costaba dos peniques. Una noche, para festejar que le acababan de subir el sueldo, se había bebido la cuarta parte de una botella de Chianti, a lo que había añadido luego las enormidades de una copa de Benedictine, café y cigarrillos, todo lo cual, más seis peniques de propina, había aumentado la cuenta, que ya resultaba onerosa, a cuatro chelines, en vez del chelín que le habría costado en su pensión una cena suficiente y sana. Sí, podría recordar muchos más ejemplos de las insensateces que había cometido, y se había arrepentido muchas veces de la vida que había llevado, pues, si hubiera tenido más sentido común, ahora podría estar ganando cinco o seis libras más al año.

Y el asunto de la habitación vacía volvía a despertar dolorosamente estos remordimientos. Estaba convencido —erróneamente, por otra parte— de que aquellas cinco libras que podía haber ahorrado le habrían proporcionado un margen suficiente para hacer el desembolso que pretendía. Pero se daba cuenta de que, en las condiciones actuales, no debía retirar ningún dinero de los escasos fondos que tenía ahorrados. La renta del piso ascendía a 35 libras, a las que había que añadir otras diez libras de impuestos y tasas, con lo que el alojamiento le consumía casi la cuarta parte de sus ingresos. Mary hacía verdaderos equilibrios para que los gastos caseros no ascendieran demasiado, pero la carne era cara y sospechaba que la criada cortaba subrepticiamente lonchas del asado para comérselas en su cuarto, con pan y miel, a altas horas de la noche, ya que la muchacha poseía apetitos desordenados y excéntricos. El Sr. Darnell ya no iba jamás a restaurantes, ni baratos ni caros; se llevaba la comida a la oficina y, por la tarde, al regresar a casa, hacía con su esposa una merienda-cena a base de chuletas o un filete o carne fría de la que había sobrado el domingo. La Sra. Darnell comía a mediodía pan con mermelada y leche; pero, pese a esta rigurosa economía, les resultaba muy difícil vivir con arreglo a sus posibilidades y ahorrar para contingencias futuras. Habían decidido mantener esta forma de vida durante tres años, como mínimo, pues la luna de miel en Walton-on-the-Naze les había costado mucho dinero; y así era como, con cierta falta de lógica, habían decidido apartar las famosas diez libras, ya que no iban a ir de veraneo, para gastárselas en algo útil.

Y fue precisamente este requisito de utilidad el que terminó de hundir el proyecto de Darnell. Una y otra vez habían calculado lo que les costarían la cama y las sábanas, el linóleo y los adornos, y cuando, ya agotados, habían obtenido una cifra que ascendía a «muy poco más de diez libras», Mary dijo de repente:

—Pero, después de todo, Edward, no tenemos ninguna necesidad de amueblar la habitación. Quiero decir que no es necesario. Además, si la amueblamos, vamos a metemos en gastos interminables. La gente se enterará y querrá que la invitemos. Ya sabes que tenemos familia en el campo y estoy segura de que por lo menos los Mailing nos lanzarán alguna indirecta.

Darnell vio que el argumento era sólido y cedió. Pero se quedó muy desilusionado.

—Pero habría sido bonito, ¿verdad? —suspiró.

—No te preocupes, querido —dijo Mary, viéndole derrotado—. Ya se nos ocurrirá otro plan que sea igual de bonito y además útil.

Aunque tenía tres años menos que él, muchas veces le hablaba con un tono maternal.

—Y ahora —añadió— tengo que arreglarme para ir a la iglesia: ¿Vienes?

Darnell dijo que no. Solía acompañar a su esposa al servicio matinal, pero aquel día sentía amargura en el corazón y prefería quedarse a la sombra de la gran morera que crecía en el centro de su jardincillo, reliquia de los grandes prados que antaño se habían extendido, verdes y suaves, por donde ahora bullían calles lúgubres de un laberinto sin esperanza.

Así, pues, Mary se fue callada y sola. La iglesia de San Pablo se alzaba en una calle próxima y su estilo gótico moderno habría dejado perplejo a cualquier curioso investigador. Desde un punto de vista formal, por supuesto, no le faltaba nada. La decoración era de tipo geométrico y la tracería de las ventanas parecía correcta. La nave central, las laterales y el espacioso presbiterio estaban razonablemente proporcionados; y, para ser exactos, el único detalle visiblemente discordante era la sustitución del alto enrejado habitual por una barandilla un tanto ridícula con puertas de hierro. Sin embargo, también podía argüirse que ésta no era sino una adaptación de la idea tradicional a las necesidades modernas. En todo caso, habría resultado muy difícil explicar por qué todo el edificio, desde el mismo mortero que unía las piedras hasta los góticos faroles de gas, constituía una complicada y misteriosa blasfemia. Los cánticos se entonaban en si bemol, los himnos eran anglicanos y el sermón consistía en el evangelio del día, ampliado y traducido al inglés, más moderno y ágil, del predicador. Y Mary salió de la iglesia.

Después de cenar (una excelente pieza de cordero australiano adquirida en los World Wide Stores de Hammersmith), se sentaron un rato en el jardín, parcialmente ocultos por la morera de la vista de los vecinos. Edward fumó tabaco con melaza y Mary le contempló plácida y afectuosamente.

—Nunca me cuentas nada de tus compañeros de oficina —dijo ella al cabo—. Algunos son muy agradables, ¿verdad?

—Oh, sí, muy decentes. Uno de estos días me vendré con alguno a casa.

Recordó, con una punzada de dolor, que tendría que comprar whisky. No se podía obsequiar a un invitado con cerveza corriente de diez peniques el galón.

—¿Cómo son? —inquirió Mary—. Ya podían haberte hecho un regalo de bodas.

—Sí, no sé… La verdad es que nunca nos metemos en esas cosas. Pero son personas muy decentes. Mira: está Harvey, «el impertinente Harvey», como le llaman a sus espaldas. Le encanta montar en bicicleta. El año pasado corrió en la carrera de las dos millas, para aficionados. Y la habría ganado si hubiera podido entrenarse mejor.

»Luego está James, que está chiflado por los caballos. No te gustaría. Siempre me da la impresión de que huele a cuadra.

—¡Qué espanto! —exclamó la Sra. Darnell, bajando la vista y pensando que su marido era un poco demasiado grosero.

—El que te resultaría muy divertido es Dickenson —prosiguió Darnell—. Siempre está haciendo chistes. Pero es un terrible embustero. Cuando nos cuenta algo, nunca sabemos si es verdad o no. El otro día nos juró que había visto a uno de los administradores comprando caracoles en un tenderete ambulante, junto al Puente de Londres, y Jones, que acababa de llegar, se lo creyó a pies juntillas.

Darnell rio al recordar la escena.

—Pues eso no es nada en comparación con lo que nos contó de la mujer de Salter —prosiguió—. Salter es el director, ya sabes. Dickenson vive cerca de él, en Notting Hill, y una mañana vino contando que había visto a la Sra. Salter en Portobello Road, con medias rojas y bailando al son de un organillo.

—Es un poco grosero, ¿no te parece? —intervino la Sra. Darnell—. A mí no me hace gracia.

—Bueno, ya, pero entre hombres es diferente. El que a lo mejor te gustaba es Wallis; es un gran fotógrafo. Muchas veces nos enseña fotos de sus hijos. El otro día nos enseñó una de su niña de tres años, metidita en el baño. Le pregunté cómo sería cuando tuviera veintitrés.

La Sra. Darnell bajó la vista y no dijo nada.

Durante unos minutos reinó el silencio entre ellos, mientras Darnell fumaba su pipa.

—Digo, Mary —habló por fin—, que qué te parecería si cogiésemos un huésped de pago.

—¡Un huésped! Nunca se me habría ocurrido. ¿Y dónde le meteríamos?

—Pues estaba pensando en la habitación vacía. De este modo no podrías hacer ninguna objeción a mi plan, ¿no te parece? Hay muchos empleados de la City que cogen huéspedes y sacan algún dinero. Me atrevo a decir que podríamos aumentar nuestros ingresos en diez libras anuales. Redgrave, el cajero, dice que vale la pena vivir en una casa grande para poder tener huéspedes. Ellos tienen hasta un campo de tenis y un salón de billar.

Mary reflexionó gravemente, con mirada ensoñadora.

—No creo que podamos —dijo al fin—; sería muy complicado en muchos sentidos —titubeó durante un momento—. Y no me gustaría tener a un hombre joven en casa. ¡Es tan pequeña y tenemos un mal acomodo!

Se ruborizó levemente, y Edward, que ya estaba un poco contrariado, la miró con un anhelo singular, como un estudioso examina un jeroglífico enigmático sin saber si va a resultar absolutamente maravilloso o completamente vulgar. En la casita de al lado, los niños jugaban en el jardín, chillando, riendo, llorando, peleándose y corriendo de un lado para otro. De pronto se oyó una voz clara y agradable en una ventana del piso de arriba.

—¡Enid! ¡Charles! ¡Subid inmediatamente a mi habitación!

Se hizo un silencio instantáneo. Los niños se habían callado en seco.

—Parece que la Sra. Parker se sabe imponer a sus hijos —dijo Mary—. Alice me habló de ello el otro día. Había estado charlando con la criada de la Sra. Parker. Yo escuché lo que dijo pero no le contesté nada, porque creo que no conviene dar pie a los cotilleos de las criadas; siempre lo exageran todo. Y me atrevo a decir que a los niños muchas veces hay que corregirlos.

Los niños seguían callados, como paralizados por un terror blanco.

Darnell creyó oír un grito extraño procedente de la casa, pero no estaba seguro. Se volvió hacia el otro lado, donde un hombre corriente, de cierta edad, con bigote canoso, paseaba de arriba abajo por su propio jardín. Observando el vecino que el Sr. Darnell lo miraba y que en ese momento la Sra. Darnell también le dirigía la vista, saludó muy cortésmente a ambos levantando su gorra a cuadros. Darnell quedó sorprendido al ver que su esposa se ruborizaba intensamente.

—Sayce y yo vamos muchas veces a la City en el mismo autobús —dijo Darnell—, y últimamente hemos coincidido dos o tres veces en asientos contiguos. Creo que es viajante de una casa de artículos de cuero, de Bermondsey. Me ha dado la impresión de que es un hombre agradable. ¿No son ellos los que tienen esa criada tan guapa?

—Alice me ha hablado de ella… y de los Sayce —dijo la Sra. Darnell—. Parece que no tienen muy buena fama en el vecindario. Pero me tengo que ir a ver si está el té. Alice estará deseando irse.

Darnell la vio alejarse hacia la casa. Comprendía sólo a medias; pero podía ver el encanto de su figura, la delicia de sus rizos castaños apiñados en tomo al cuello, y volvió a sentirse como un arqueólogo ante el jeroglífico enigmático. No habría podido expresar sus emociones, pero se preguntó si alguna vez llegaría a encontrar la llave y algo le dijo que, para que ella hablara, él tenía que despegar los labios primero. Mary había entrado en la casa por la puerta de la cocina, que había quedado abierta, y la oyó decir a la criada que el agua estaba «hirviendo a todo hervir». Se sintió asombrado, casi indignado consigo mismo; pero el sonido de las palabras había llegado a sus oídos como una música extraña y evocadora, con tonos como de otra esfera, distinta y maravillosa. Y, sin embargo, él era su marido y llevaban casados casi un año; pero, a pesar de todo, siempre que ella hablaba, tenía él que atender al sentido de lo que decía, esforzándose, para no creerse que era una criatura mágica, conocedora de secretos de inconmensurable felicidad.

Miró por entre las hojas de la morera. El Sr. Sayce había desaparecido de la vista, pero aún quedaba el humo azulado de su cigarro flotando lentamente por el aire ensombrecido. Se preguntó por qué su esposa habría reaccionado así cuando él mencionó el nombre de Sayce y se estrujaba el meollo intentando averiguar qué podía fallar en el hogar de un personaje tan respetable, cuando Mary apareció en la ventana del comedor y le dijo que entrara a tomar el té. Al levantar la vista, ella le sonrió y Edward se puso apresuradamente en pie y entró en la casa, diciéndose que acaso se estaba volviendo un poco raro, tan extraños eran las oscuras emociones y los impulsos, aún más oscuros, que se alzaban desde sus profundidades.

Alice era toda púrpura brillante e intenso perfume cuando entró con la tetera y la jarrita del agua caliente. Parece que la visita que acababa de efectuar a la cocina había inspirado a la Sra. Darnell un nuevo plan para dar útil empleo a las famosas diez libras. El horno siempre le había dado problemas y, a veces, cuando entraba en la cocina y se encontraba con el fuego «rugiendo —como decía ella— hasta arriba de la chimenea», era inútil reprender a la criada por malgastar carbón. Alice admitía sin ninguna dificultad que era absurdo encender un fuego tan enorme sólo para asar un trozo de vaca o de cordero y hervir patatas y coles; pero en seguida demostraba a la Sra. Darnell que la culpa era del horno, que estaba mal hecho y «no se pone caliente». Cuando lo que cocinaban no era más que un filete o una chuleta, pasaba igual; el calor parecía irse chimenea arriba o invadir toda la habitación, y Mary había hablado varias veces a su marido del espantoso despilfarro que ello suponía, habida cuenta de que el carbón más barato que encontraban nunca costaba menos de 18 chelines la tonelada. El Sr. Darnell había escrito una vez al casero, que era constructor, el cual había respondido con una carta llena de faltas gramaticales pero perfectamente ofensiva, en la que defendía las excelencias del horno y echaba todas las culpas a «su querida esposa», con lo cual además dejaba implícito que los Darnell carecían de servidumbre y que la Sra. Darnell en persona hacía todo el trabajo doméstico.

La cocina, pues, constituía una fuente continua de incomodidades y gastos. Alice decía todas las mañanas que le había costado un esfuerzo ímprobo encender el fuego y que, una vez encendido, parecía «como si se fuera todo por la chimenea arriba». Hacía unas pocas noches, la Sra. Darnell había hablado seriamente con su marido al respecto; había ordenado a Alice pesar el carbón que había necesitado para cocinar una empanada, que es lo que tenían de cena. Deduciendo lo que había sobrado después de hecha la empanada, resultaba, al parecer, que el dichoso guiso había consumido casi el doble de combustible de lo normal.

—¿Recuerdas lo que te dije de la cocina la otra noche? —dijo la Sra. Darnell mientras le servía el té. Consideró que este modo de introducir el tema era suficiente, pues, aunque su marido era hombre muy afable, sospechaba que debía estar un poco dolido por haberse opuesto ella a su proyecto de amueblar la habitación vacía.

—¿La cocina? —dijo Darnell. Estuvo unos momentos callado mientras untaba mermelada e intentaba recordar—. No, no me acuerdo. ¿Qué noche fue?

—El martes, ¿no te acuerdas? Tuviste horas extraordinarias y llegaste bastante tarde.

Mary hizo una breve pausa, ruborizándose ligeramente; y luego empezó a recapitular las fechorías de la cocina y el desaforado gasto de carbón en que había incurrido la preparación de la empanada.

—¡Ah, ya recuerdo! Fue la noche que me pareció oír un ruiseñor (se dice que hay ruiseñores en Bedford Park) y el cielo estaba azul profundo, maravilloso.

Recordó que había vuelto paseando a casa desde la parada del autobús verde en Uxbridge Road Station y que, a pesar de las humeantes chimeneas de Acton, flotaba misteriosamente en el aire un delicado aroma de bosques y campos y verano. Hasta se imaginó que olía a las rosas rojas silvestres que crecen en los setos. Al llegar a la verja de su casa, vio a Mary en la puerta con una luz en la mano, dándole la bienvenida; él la abrazó violentamente y le susurró algo al oído, besando su perfumado cabello. Al momento se había sentido avergonzado y temeroso de haberla asustado con su impensada acción. Ella pareció confusa y trémula, pero a continuación le contó que habían pesado el carbón.

—Sí, ahora recuerdo —repitió—. Qué lata, ¿verdad? Me fastidia tirar el dinero así.

—Pues a ver qué te parece lo que te voy a decir. ¿Y si compráramos una cocina nueva, buena, con el dinero de la tía? Ahorraríamos mucho y la comida sabría mucho mejor.

Darnell le pasó la mermelada y confesó que la idea era brillante.

—Mucho mejor que la mía —dijo con toda franqueza—. Me alegro de que se te haya ocurrido. Pero tenemos que estudiarla; no hay que comprar a toda prisa. Hay muchos modelos.

Ambos habían visto cocinas que parecían artificios milagrosos, él por los alrededores de la City, ella en Oxford Street y Regent Street cuando iba al dentista. Hablaron del asunto mientras tomaban el té y, luego, dando paseos y más paseos por el jardín, al frescor del atardecer.

—Dicen que en la Newcastle puedes quemar de todo, hasta carbón de cok —dijo Mary.

—Pero la Glow ganó la medalla de oro en la Exposición de París —repuso Edward.

—¿Y qué me dices de la Eutopia Kitchener? ¿La has visto funcionar en Oxford Street? —dijo Mary—. Dicen que tiene un sistema de ventilación del horno que es único.

—El otro día estuve en Fleet Street —contestó Edward— y estuve mirando las Bliss Patent Stoves. Son las que consumen menos carbón del mercado; al menos, eso dicen los fabricantes.

Le rodeó suavemente la cintura con el brazo. Ella no pareció rechazarle, pero le susurró en voz baja:

—Me parece que la Sra. Parker está asomada a la ventana —y le apartó lentamente el brazo.

—Pero ya hablaremos de ello —dijo Edward—. No hay prisa. Yo puedo entrar en las tiendas de la City y tú en las de Oxford Street, Regent Street y Piccadilly, y luego comparamos lo que hemos visto.

A Mary le agradó mucho el buen talante de su marido. Había sido muy amable por su parte no sacar faltas al plan que le acababa de exponer. «¡Qué bien se porta conmigo!», pensó, y así mismo solía decírselo a su hermano, que no sentía demasiada simpatía por Darnell. Se sentaron muy juntos bajo la morera y Mary le permitió que le cogiera la mano, y, al sentir sus dedos tímidos y vacilantes tocándola en las sombras, los oprimió suavemente, y, mientras él le acariciaba las manos, sintió el aliento de Edward en el cuello y oyó su voz apasionada y trémula susurrando «Vida mía, vida mía», mientras sus labios le rozaban la mejilla. Mary se estremeció levemente y esperó. Edward la besó dulcemente en la mejilla y retiró la mano, y cuando habló estaba sin aliento:

—Más vale que nos metamos en casa —dijo—. Hay mucha humedad y puedes coger un resfriado.

Les llegó una ráfaga de viento cálido y aromático. Él hubiera deseado pedirle a Mary que se quedara con él toda la noche en el jardín, bajo el árbol, para poder hablar en voz bajita e íntima, para que el perfume de sus cabellos lo embriagara y para sentir el roce de su vestido en los tobillos. Pero no supo encontrar las palabras y además era absurdo, y ella era tan dulce que habría hecho lo que él le hubiera pedido, por muy disparatado que fuera, sólo porque se lo había pedido él. No era merecedor de besarla en la boca, pero se inclinó y besó su corpiño de seda, y volvió a darse cuenta de que ella se estremecía, y se sintió avergonzado, temiendo haberla asustado.

Entraron, juntos y despacito, en la casa y Darnell encendió la luz de gas de la salita donde siempre pasaban la tarde del domingo. La Sra. Darnell se sentía un poco fatigada y se tumbó en el sofá, y Darnell se sentó en una butaca que había enfrente. Durante un rato permanecieron en silencio, pero de pronto Darnell dijo:

—¿Qué es lo que pasa con los Sayce? Me ha dado la impresión de que ves algo raro en ellos. Su criada parece muy tranquila.

—Oh, que yo sepa no hay que prestar oídos a los comadreos de la servidumbre. No siempre dicen la verdad.

—Te lo contó Alice, ¿verdad?

—Sí. Me estuvo hablando el otro día después de comer, que estuve en la cocina.

—¿Y qué te contó?

—Oh, prefiero no decírtelo, Edward. No es agradable. Regañé a Alice por habérmelo contado.

Darnell se levantó, cogió una silla pequeña y frágil y se sentó junto al sofá.

—Cuéntamelo —repitió con extraña perversidad. No es que le importara lo que había sucedido en casa de los vecinos, pero recordaba el rubor que había cubierto las mejillas de su esposa hacía un rato, y ahora la miró a los ojos.

—Oh, en realidad no puedo contártelo, querido. Me daría mucha vergüenza.

—Pero eres mi mujer.

—Sí, pero da igual. A las mujeres no nos gusta hablar de esas cosas.

Darnell agachó la cabeza. El corazón le latía fuertemente; puso la oreja junto a la boca de Mary y dijo:

—Cuéntamelo al oído.

Dulcemente Mary atrajo aún más su cabeza hacia sí. Las mejillas le ardían cuando susurró:

—Dice Alice que… en el piso de arriba… sólo tienen… una habitación amueblada. Se lo dijo la propia criada.

Con un gesto inconsciente, oprimió la cabeza de Edward contra su seno, y él, a su vez, inclinaba la cabeza de ella para aproximar sus rojos labios a los suyos, cuando un sonido violento rompió el silencio de la casa. Se irguieron ambos y la Sra. Darnell acudió presurosa a abrir la puerta.

—Es Alice —dijo—. Siempre tan puntual. Acaban de dar las diez.

Darnell hizo un gesto de fastidio. Sabía que había estado a punto de despegar los labios. El bonito pañuelo de Mary, delicadamente perfumado con un frasquito que le había regalado una compañera de colegio, yacía en el suelo y él lo recogió, lo besó y se lo guardó.

El asunto de la cocina les mantuvo ocupados durante el mes de junio y gran parte de julio. La Sra. Darnell aprovechó todas las oportunidades de ir al West End e investigar las características de las últimas marcas de cocinas, sopesando gravemente sus ventajas y escuchando todas las explicaciones que le daban los vendedores. Por su parte, Darnell, como decía él, mantenía «los ojos bien abiertos» en la City. Acumularon una amplia información sobre el tema, pues trajeron infinidad de folletos ilustrados, y por las noches era divertido mirar los grabados. Así contemplaron, con reverencia e interés, dibujos de enormes cocinas diseñadas para hoteles e instituciones públicas, poderosas máquinas provistas de numerosos hornos, cada uno de los cuales estaba destinado a un uso distinto, y de maravillosas parrillas y baterías de accesorios que parecían investir al cocinero con casi toda la dignidad de un jefe de máquinas. Pero cuando, en uno de los folletos, se encontraron con imágenes de unas cocinas como de juguete, para casitas de campo, que costaban cuatro libras o incluso tres libras diez, se mostraron despectivos, desde la superioridad de los artefactos de ocho o diez libras que habían decidido comprar, una vez realizada una concienzuda criba de las diversas marcas.

Durante mucho tiempo, la Raven fue la favorita de Mary. Prometía el máximo ahorro con la máxima eficacia, y muchas veces habían estado a punto de encargarla. Pero la Glow parecía igualmente seductora y sólo costaba ocho libras con cinco chelines frente a las nueve libras siete chelines y seis peniques de la Raven. Y, aunque esta última casa era proveedora de las Cocinas Reales, la Glow se ufanaba de poseer más testimonios favorables de potentados continentales.

El debate parecía interminable y había durado un día tras otro hasta aquella mañana en que Darnell soñara con el bosque antiguo y los manantiales de los que se alzaba una neblina vaporosa bajo el calor del sol. Mientras se vestía, tuvo una idea y se la comunicó a Mary, mientras desayunaba a toda prisa, inquieto por el recuerdo de que el autobús de la City pasaba por la esquina de su calle a las 9.15.

—Aquí tengo una idea que mejora tu plan —dijo triunfalmente—. Mira esto —y arrojó un folleto sobre la mesa.

Se rio.

—Esta idea derrota a la tuya. En definitiva, el gasto principal es el carbón. La cocina, no; por lo menos, no es la verdadera causante del perjuicio. Es el carbón, que es muy caro. Y ahora mira esas cocinas. Son de petróleo. No son de carbón, sino del combustible más barato del mundo: de petróleo. Y por dos libras diez puedes tener una cocina que te sirva para todo lo que necesites.

—Dame el folleto —dijo Mary— y ya hablaremos esta noche, cuando vuelvas. ¿Te vas ya?

Darnell lanzó una mirada angustiada al reloj.

—Adiós —y ambos se besaron seria y respetuosamente. Pero los ojos de Mary le hicieron recordar aquellos solitarios manantiales ocultos en la espesura de los bosques ancestrales.

Así, día tras día, seguía viviendo en ese mundo gris y fantasmal, análogo a la muerte, que de algún modo ha conseguido que le llamemos vida la mayoría de nosotros. A Darnell la verdadera vida le habría parecido locura y cuando, alguna vez, vagas imágenes y sombras de su esplendor cruzaban por su camino, él se asustaba y se refugiaba, como él mismo habría dicho, en la sensata «realidad» de los incidentes e intereses comunes y usuales. El absurdo resultaba tal vez más llamativo, porque, en su caso, la «realidad» era cosa de cocinas y de ahorrar unos pocos chelines; pero la verdad es que el disparate habría sido mayor si hubiera tenido que ver con cuadras de carreras, yates de vapor y muchos miles de libras.

Pero así seguía Darnell un día tras otro, tomando la muerte por vida, la locura por cordura y a fantasmas vagos y errabundos por seres reales. Estaba sinceramente persuadido de que él era un empleado de la City que vivía en Shepherd‘s Bush. Y había olvidado los misterios y esplendores del reino que era suyo por legítima herencia.

II

La City había estado durante todo el día envuelta en un bochorno agobiante y, cuando Darnell regresaba a casa, vio que la niebla cubría todas las partes bajas del terreno, enroscándose en espirales por los alrededores de Bedford Park, al sur, y ascendía por el oeste, de modo que la torre de la iglesia de Acton parecía emerger de un lago gris. En las plazoletas y los jardines que se divisaban desde el fatigoso y lento autobús, la hierba se veía quemada y seca por el sol. La pradera de Shepherd’s Bush Green era un desierto miserable, pardo y pisoteado, bordeado de chopos monótonos cuyas hojas pendían inmóviles en un aire que parecía vapor caliente y parado. Los peatones caminaban fatigosamente, y el vaho de final de verano, unido al humo de los tejares, le hacía a Darnell respirar a boqueadas, como si estuviera inhalando el aire sucio y venenoso de una habitación de enfermos.

Sólo hizo una breve incursión en el cordero frío que adornaba la mesa del té y confesó que se sentía agotado por el calor y los trabajos del día.

—Yo también he tenido un día muy cansado —dijo Mary—. Alice ha estado muy rara y muy difícil todo el día y he tenido que hablar seriamente con ella. Como sabes, creo que las tardes libres de los domingos le sientan muy mal a esa chica. ¿Pero cómo lo voy a evitar?

—¿Tiene algún novio?

—Naturalmente; es un dependiente de ultramarinos de Goldhawk Road; trabaja en una tienda que se llama Wilkin’s. Fui allí varias veces a comprar, cuando nos vinimos a vivir aquí, pero no quedé satisfecha.

—¿Y qué hacen toda la tarde? Porque tienen desde las cinco hasta las diez, ¿no es así?

—Sí, desde las cinco, o a veces desde las cinco y media si el agua tarda en hervir. Pues creo que suelen pasear. Él la ha llevado una o dos veces al City Temple, y hace dos domingos estuvieron paseando de arriba abajo por Oxford Street y luego se sentaron en el parque. Pero parece que el domingo pasado fueron a tomar el té con la madre de él, en Putney. Me gustaría poder decirle a esa señora lo que pienso de ella.

—¿Por qué? ¿Qué hizo? ¿Trató mal a la chica?

—No exactamente. Ya antes, varias veces habla estado muy antipática con ella. El primer día que el muchacho llevó a Alice a que la conociera, que fue en marzo, la chica acabó llorando; me lo contó ella misma. Dijo que desde luego no quería volver a ver a la Sra. Murry en toda su vida. Yo le dije a Alice que, si no me había exagerado las cosas, me parecía normal que no quisiera volverla a ver.

—¿Qué pasó? ¿Por qué acabó llorando?

—Pues parece que la buena señora, que por cierto vive en una casita minúscula en una callejuela de Putney, se mostró ante ella tan orgullosa e imponente que apenas se dignó dirigirle la palabra. Se había llevado a una chiquilla de alguna familia vecina y se las había arreglado para disfrazarla de doncella, y dice Alice que no había nada más ridículo en el mundo que aquella cría abriendo la puerta toda vestida de negro con una cofia y un delantal blancos; y, como decía Alice, no sabía ni girar el picaporte. George (que así se llama el novio) había dicho a Alice que la casa era muy pequeña, pero que la cocina era muy acogedora, aunque modesta y anticuada. Pero, en vez de ir allí directamente y sentarse, junto a un buen fuego, en los viejos bancos traídos del pueblo, la cría les pidió sus nombres (¿has oído una cosa igual en tu vida?) y les introdujo en una salita diminuta y astrosa, donde estaba la Sra. Murry sentada «como una duquesa» junto a una chimenea llena de papel rojo, y la habitación estaba como el hielo. Y la vieja se mostró tan majestuosa que apenas condescendió a hablar con Alice.

—Tuvo que haber sido muy desagradable.

—Oh, la pobre chica pasó un rato malísimo. La vieja la saludó así: «Es un placer, Srta. Dill, conozco tan pocas personas que estén sirviendo…». Alice imita muy bien los dengues que hace al hablar, pero a mí no me sale. Y luego se puso a hablar de su familia y de que habían trabajado tierras propias desde hace quinientos años. ¡Qué gente! George ya le había contado a Alice que habían tenido una casita con jardín y un par de tierras en no sé qué pueblo de Essex, pero aquella señora se presentaba como si perteneciera a la aristocracia rural. Presumía de que el Dr. Nosecuántos, el Rector, iba a visitarlos ¡tan a menudo!, y de que Don Fulano tenía mucho interés en verlos, ¡como si no fueran a visitarlos por simple caridad! Decía Alice que bastante hizo con no reírse en la propia cara de la Sra. Murry, porque el chico le había hablado mucho de la casita del pueblo, y de que era pequeñísima, y de lo bien que se había portado con ellos el Don Fulano de marras, que se la había comprado cuando murió el viejo Murry y George era un niño y su madre no podía sacar a la familia adelante. Sin embargo, aquella tonta señora siguió erre que erre, como suele decirse, y el muchacho se fue sintiendo cada vez más incómodo, sobre todo cuando la vieja se puso a decir que debía uno casarse con una persona de la misma clase social y que ella había conocido a chicos jóvenes muy desgraciados por haberse casado con una mujer de clase inferior, y al decirlo lanzaba miradas significativas a Alice. Y entonces pasó una cosa muy divertida. Alice había observado que George llevaba un rato mirando a su alrededor como intrigado, como si no acabara de comprender algo, y al final no pudo más y preguntó a su madre si había comprado objetos de adorno a las vecinas, pues, los dos floreros verdes de cristal tallado, recordaba haberlos visto en la chimenea de la Sra. Ellis, y las flores de cera en la de la Sra. Turvey. Parecía dispuesto a seguir hablando, pero su madre le lanzó una mirada asesina y tiró varios libros de un codazo y él tuvo que agacharse a recogerlos; pero Alice se dio cuenta de que la vieja había pedido prestadas esas cosas a las vecinas, igual que les había dicho que le dejaran a la niña que hacía de criada, para aparentar más de lo que es. Y luego tomaron el té (que dice Alice que era agua de brujas) y unas rebanadas finísimas de pan con mantequilla, y unos pasteles extranjeros malísimos de una tienda suiza que hay allí y que, según Alice, tenían la crema agria y la mantequilla rancia. Y después volvió la Sra. Murry a presumir de familia y a ridiculizar a Alice, hasta que la chica se hartó y se fue, muy enfadada, pero también deprimidísima. No es extraño, ¿verdad?

—Desde luego no parece haber sido una velada muy agradable —dijo Darnell, mirando ensoñadoramente a su mujer. No había prestado demasiada atención al tema del relato, pero le encantaba oír su voz, que le sonaba a ensalmo y evocaba ante él imágenes de un mundo mágico.

—¿Y siempre ha estado así la madre del chico? —volvió a hablar Darnell tras una larga pausa, deseoso de que continuase la música.

—Siempre, hasta hace bien poco, hasta el domingo pasado, para ser exactos. Como es natural, Alice habló inmediatamente con George y, como chica sensata que es, le dijo que no le parecía propio que un matrimonio viviera con la madre del marido, «sobre todo», siguió diciendo, «porque buena cuenta me doy de que tu madre no se ha encaprichado precisamente conmigo». Como es costumbre, él le contestó que eran cosas de su madre, que no lo había hecho para ofenderla, etcétera, pero Alice estuvo mucho tiempo sin ir a visitarla y creo que a él le dio a entender que acaso tuviera que llegar a elegir entre su madre y ella. Y así estuvieron las cosas durante la primavera y el verano, y entonces, justo antes de las vacaciones de agosto del Banco, George volvió a hablar con Alice y le dijo que había sufrido mucho con todos aquellos disgustos y que lo único que quería es que su madre y ella se llevaran bien, y que su madre es que estaba un poco chapada a la antigua y tenía rarezas, pero que a él siempre le hablaba muy bien de ella cuando estaban solos. El caso es que Alice accedió a salir con ellos el lunes, que habían decidido ir a Hampton Court, la chica siempre estaba hablando de Hampton Court, que no había estado nunca allí y tenía ganas de conocerlo. ¿Recuerdas que día tan bueno hizo?

—Déjame recordar —dijo Darnell, soñador—. Ah, sí, ya recuerdo. Me pasé el día a la sombra de la morera y comimos allí. Fue como una excursión campestre. Las orugas nos dieron bastante la lata, pero lo pasé muy bien. —Su oído seguía hechizado, maravillado por la melodía grave y angélica, como de cántico ancestral de un mundo recién hecho en que todo lenguaje era música y toda palabra sacramento de poder, no dirigida a la mente sino al alma. Se recostó en el respaldo y dijo:

—Bueno, ¿y qué les pasó después?

—No te lo vas a creer, pero esa malvada vieja se comportó peor que nunca. Se reunieron en Kew Bridge, como habían convenido, y, no sin grandes dificultades, consiguieron billetes para uno de esos carricoches y Alice creía que se lo iba a pasar de maravilla. Pero nada de eso. Apenas se habían saludado cuando la vieja Sra. Murry empezó a hablar de Kew Gardens, de que debían estar preciosos, y de que era preferible ir allí en vez de a Hampton, porque además no se gastarían nada: no tenían más que molestarse en cruzar el puente. Después, mientras esperaban el carricoche, siguió diciendo que siempre había oído que en Hampton no había nada que ver, excepto un montón de cuadros viejos y horribles, algunos de los cuales no debería verlos ninguna mujer decente, y mucho menos una joven, y lo que no se explicaba es cómo la Reina permitía que se exhibieran tales inmundicias que les metían a las chicas toda clase de malas ideas en la cabeza, que ya de por sí la tenían bastante hueca; y, al decir esto, miraba a Alice de una manera tan aviesa, la muy maligna, que, según me contó, la habría abofeteado si no hubiera sido una anciana y además madre de George. Bueno, pues luego se puso otra vez a hablar de Kew Gardens y dijo que qué preciosos eran los invernaderos, que tenían palmeras y toda clase de plantas maravillosas y un nenúfar del tamaño de una mesita pequeña, y que además se veían unas vistas preciosas del río. Según Alice, George estuvo muy bien. Al principio se le vio desconcertado, porque su madre le había prometido estar todo lo más amable que pudiera; pero luego, sin enfadarse pero con firmeza, dijo: «Bueno, madre, ya iremos otro día a Kew Gardens, porque hoy Alice se ha hecho la ilusión de ir a Hampton y a mí también me apetece ir». La única respuesta de la Sra. Murry fue dar un resoplido y mirar a la chica con verdadero odio, y en ese momento llegó el carricoche y tuvieron que luchar para conseguir asiento. La Sra. Murry se pasó todo el viaje hasta Hampton Court gruñendo en voz baja. Alice no oyó todo lo que decía, pero de vez en cuando entendía frases como «Qué pena ser vieja cuando los hijos salen malos», «Honrarás a tu padre y a tu madre», «Quédate en el armario, dijeron el ama de casa al zapato viejo y el mal hijo a su madre», y «Yo te di leche y tú a mí la espalda». Alice pensó que debían ser refranes (excepto el Mandamiento, claro), pues George siempre le decía que su madre era muy antigua; pero dice que eran tantísimos, y todos contra ella y George, que ahora cree que la Sra. Murry debía habérselos ido inventando sobre la marcha. Dice que es muy propio de ella, pues además de antigua tiene muy mala idea y habla más que un carnicero en sábado por la noche. Bueno, por fin llegaron a Hampton y Alice pensó que el lugar le gustaría, tal vez, y que podían incluso pasarlo bien. Pero la vieja no paró de gruñir en voz baja, y hasta en voz alta, de modo que la gente les miraba y una señora dijo, para que la oyeran: «También llegarán ellos a viejos algún día». Alice se puso enfadadísima, pues, como dijo, no estaban haciendo nada malo. Cuando la llevaron a la avenida de castaños de Bushey Park, dijo que era demasiado larga y recta y que sólo de mirarla se mareaba, y dijo que los ciervos (ya sabes lo bonitos que son) estaban flacos y tristes, y que lo único que les hacía falta era una buena artesa de pienso. Decía que les notaba triste la mirada, seguramente porque los guardas los maltrataban. Y así todo; dijo que en los jardines del mercado de Hammersmith y de Gunnersbury había visto macizos de flores más bonitos, y cuando la llevaron al lago sombreado por los árboles, protestó a voces de que, con lo cansada que estaba, la llevaran a ver un vulgar canal que no tenía ni siquiera una barcaza para alegrar un poco el panorama. Y así siguió dale que le das todo el día y Alice me dijo que dio gracias a Dios cuando volvió a casa y se vio libre de ella. ¿No te parece que fue terrible para la pobre chica?

—Desde luego que sí. ¿Pero qué sucedió el domingo pasado?

—Esto es lo más extraño de todo. Me di cuenta de que esta mañana Alice estaba un poco rara; tardó más de lo normal en fregar las cosas del desayuno, y cuando le pregunté que cuándo estaría dispuesta para ayudarme a lavar, me contestó con brusquedad; y en un momento que entré a la cocina a no recuerdo qué, la vi que estaba haciendo las cosas de muy mal talante. Conque le pregunté qué le pasaba y entonces me lo contó todo. Apenas pude dar crédito a mis oídos cuando murmuró que la Sra. Murry creía que ella podía estar mucho mejor colocada de lo que estaba; pero yo le hice toda clase de preguntas hasta sonsacárselo todo. Parece mentira lo tontas y vacías que son estas chicas. Le dije que era una auténtica veleta. Pues resulta que, lo creas o no, cuando Alice fue a visitarla la otra noche, se encontró con que la horrible vieja era una persona distinta. Por qué, no lo sé, pero así era. Dijo a la chica que era muy guapa, que tenía muy buena figura, que andaba muy bien, y que ella conocía a muchas chicas menos listas y guapas que ella que ganaban veinticinco o treinta libras anuales, y con buenas familias. Parece que la Sra. Murry entró en toda clase de detalles e hizo complicados cálculos de lo que podía ahorrar si se colocaba con «una familia decente que no fuera roñosa y no lo tuviera todo guardado bajo llave», y luego se puso a decir, con toda su hipocresía, que tenía mucho afecto a Alice y que podría morir en paz sabiendo que su George sería muy feliz con una buena esposa como ella, y que con un buen sueldo podría ahorrar para poner casa entre los dos, y terminó diciendo: «Y, si haces caso de los consejos de una vieja, no pasará mucho tiempo antes de que oigas campanas de boda».

—Ya veo —dijo Darnell—; y el resultado, supongo, es que la chica está completamente descontenta, ¿no?

—Sí. ¡Es tan joven y tan tonta! Hablé con ella y le recordé lo antipática que había sido la Sra. Murry y le dije que, si cambiaba de casa, a lo mejor encontraba otra peor. En todo caso, creo que la he convencido de que debe pensar las cosas con calma. ¿Tú sabes qué pasa, Edward? Yo tengo una sospecha. Creo que esa maligna vieja intenta que Alice se vaya de nuestra casa para poderle decir a su hijo que es una chica tornadiza; supongo que se inventará alguno de sus estúpidos refranes, como «la mujer tornadiza te va a dar muchos disgustos en la vida» o algo parecido. ¡Qué vieja más horrible!

—¡Vaya, vaya! —dijo Darnell—. Espero que se quede, por tu bien. ¡Menuda complicación para ti ponerte ahora a buscar otra criada!

Volvió a llenar la pipa y fumó plácidamente. Se sentía vivificado, después del vacío y del esfuerzo cotidianos. La ventana estaba abierta de par en par y por ella entró al fin un soplo de brisa destilada por la noche de los pocos árboles que todavía seguían verdes en aquel valle árido. La música que Darnell había escuchado casi en éxtasis, y ahora la brisa, que incluso en aquel barrio triste y seco portaba la palabra de los bosques, evocaron el ensueño ante sus ojos, y meditó sobre vivencias que sus labios eran incapaces de expresar.

—Desde luego, debe ser una vieja malísima —dijo por fin.

—¿La Sra. Murry? Ya lo creo que lo es. ¡Una vieja malvada! ¡Mira que pretender que la chica se vaya de una casa buena donde es feliz!

—Sí, ¡y además no gustarle Hampton Court! Ahí es donde más se le ve la maldad.

—Y es precioso, ¿verdad?

—Nunca olvidaré la primera vez que lo vi. Fue al poco de empezar a trabajar en la City, todavía no llevaba un año. Tuve las vacaciones en julio y ganaba tan poco que no podía soñar en irme a la playa ni cosa parecida. Recuerdo que uno de mis compañeros quería que me fuese con él a recorrer a pie el condado de Kent. Me habría gustado, pero no tenía dinero ni para eso. ¿Y sabes lo que hice? Entonces vivía yo en Great College Street y el primer día de vacaciones me quedé en la cama hasta después de la hora de comer y me pasé toda la tarde en una butaca fumando en pipa. Acababa de comprar una nueva clase de tabaco, que me había costado un chelín y cuatro peniques el paquete de dos onzas, mucho más de lo que podía permitirme, pero disfruté enormemente. Hacía un calor horrible, y cuando cerré la ventana y bajé la persiana el calor aumentó aún más; a las cinco la habitación parecía un horno. Pero estaba tan a gusto de no tener que ir a la City, que no me importaba, y me dediqué a hojear un viejo libro muy extraño que había pertenecido a mi pobre padre. Muchas de las cosas que decía no las entendía, pero me gustaban. De algún modo sentía que encajaban, aunque no sé con qué, y así estuve, leyendo y fumando, hasta la hora del té. Entonces salí a dar un paseo, pensando que me sentaría bien tomar un poco el aire antes de acostarme; y me lancé a vagabundear por las calles, sin saber por dónde iba, torciendo a un lado u otro según el capricho del momento. Debí andar millas y millas, y la mayor parte en círculo, como dicen que pasa en Australia cuando uno se pierde en la manigua. Y estoy seguro de que ni por todo el dinero del mundo podría recorrer otra vez el mismo itinerario. Bueno, pues el caso es que yo seguía por las calles cuando cayó la tarde y los faroleros fueron encendiendo los faroles. Fue una noche maravillosa. Me gustaría que hubieras estado allí conmigo, querida mía.

—Yo entonces era casi una niña.

—Sí, claro. Bueno, pues fue una noche maravillosa. Recuerdo que estuve paseando por una callejuela de casas grises con albardillas y jambas de estuco; muchas de las casas tenían una placa de bronce en la puerta y en una de ellas ponía: «Artífice de Cajas de Conchas y Caracoles». Me gustó, porque a veces me había preguntado de dónde saldrían esas cajas y cosas que compra uno en los pueblos de la costa. En la calle había algunos chiquillos jugando y en una tabernita de la esquina cantaban varios hombres. Se me ocurrió mirar hacia arriba y me di cuenta de que el cielo se había puesto de un color maravilloso. Después lo he visto más veces, pero creo que nunca ha vuelto a estar exactamente como aquella noche. Era un azul oscuro pero luminoso, casi violeta, como dicen que se ve el cielo en el extranjero. Yo no sé si sería por el color del cielo o por qué, pero el caso es que me sentí extraño, distinto; todo parecía transformado de un modo que no lograba comprender. En aquel tiempo conocía yo a un anciano caballero que había sido amigo de mi pobre padre, y que ahora ya ha muerto, hace unos cinco años o más, y le conté lo que había sentido aquella noche. Él me miró y dijo algo sobre el país de las hadas. No sé qué quería decir y me temo que yo no me supe explicar con propiedad. Pero, ¿sabes?, durante unos instantes sentí que aquel mísero callejón era bellísimo y que las voces de los niños y los hombres de la taberna armonizaban con el cielo y formaban parte de él. ¡Ya conoces el viejo dicho de que, cuando uno es feliz, va como «andando por el aire»! Bueno, pues así me sentía yo, aunque no exactamente como si fuera caminando por el aire, sino más bien como si la calle fuera de terciopelo o tuviera una alfombra suavísima. Y entonces (supongo que serían fantasías mías) pareció como si el aire se hubiera perfumado, como si oliera a incienso, y la respiración se me volvió anhelante, como cuando está uno excitado por algo. Nunca en mi vida, ni antes ni después, he sentido sensaciones tan extrañas.

Darnell hizo una pausa y miró a su esposa. Estaba absorta en sus palabras. Tenía los labios entreabiertos y la mirada atenta y maravillada.

—Espero no estar aburriéndote, querida, con esta historia sobre nada. Has pasado un día de preocupaciones con esta estúpida criada y a lo mejor prefieres irte a la cama.

—Oh, no, Edward, por favor. No estoy nada cansada. Me encanta oírte hablar así. Sigue, por favor.

—Bueno, pues después de caminar un poco más, esa extraña sensación fue desapareciendo. He dicho «un poco más», y realmente yo creía que sólo habían pasado unos cinco minutos, pero cuando entré en aquel callejón acababa de mirar al reloj, y cuando lo volví a mirar eran las once. Debí recorrer unas ocho millas. No podía dar crédito a mis propios ojos y pensé que el reloj se había vuelto loco; pero más tarde comprobé que marchaba perfectamente. No pude comprender lo que me había sucedido, y sigo sin comprenderlo; te aseguro que pasó el tiempo que habría tardado en subir por la acera de la derecha de Edna Road y bajar por la de la izquierda. Pero allí me tenías, en pleno campo, con una brisa fresca que venía de un bosque y el aire lleno de suaves susurros y notas musicales de los pájaros en los arbustos y el murmullo cantarín de un arroyo que cruzaba por debajo de la carretera. En el puente estaba yo cuando saqué el reloj y encendí una cerilla para ver la hora y, de pronto, me di cuenta de lo extraña que había sido aquella tarde. Ya ves, todo había sido muy distinto de lo que llevaba haciendo durante mi vida, y sobre todo el año antes, y me parecía como si yo no fuese el hombre que iba a la City todas las mañanas y regresaba por la tarde después de haber escrito un montón de cartas aburridísimas. Era como si, de pronto, me hubieran metido de un empujón en otro mundo. Bueno, pues el caso es que me las arreglé para encontrar el camino de vuelta y, mientras andaba, tomé una decisión definitiva sobre las vacaciones y me dije: «Voy a hacer un viaje a pie como Ferrars, sólo que el mío será por Londres y alrededores». Cuando llegué a casa ya tenía ultimados los detalles del plan. ¡Eran las cuatro de la mañana, había salido el sol y la calle estaba tan quieta y silenciosa como un bosque a medianoche!

—Me parece que tuviste una idea magnífica. ¿E hiciste ese viaje? ¿Te compraste un plano de Londres?

—Sí que hice el viaje. Pero no me compré ningún plano; no me apetecía nada verlo todo ahí en el papel, delineado, medido y con nombres. Lo habría estropeado todo. Lo que yo quería era sentirme donde nunca nadie había estado antes. Qué tontería, ¿verdad? ¡Como si pudiera haber un sitio así en Londres, ni en toda Inglaterra!

—Ya sé lo que quieres decir. Querías sentirte como si estuvieras explorando una región desconocida. ¿Verdad que sí?

—Exacto. Eso es. Además, no quería comprar ningún plano. Yo me hice uno.

—¿Qué quieres decir? ¿Que hiciste un mapa de memoria?

—Ya te lo contaré después. ¿Pero te interesa verdaderamente que te cuente mi gran viaje?

—Claro que sí; debe haber sido maravilloso. Yo diría que es una idea originalísima.

—A mí me entusiasmaba, y lo de explorar una región desconocida que acabas de decir, me hace recordar lo que sentía entonces. De niño me encantaban los libros de viajes, como a todos los niños, supongo, y de marinos que perdían el rumbo y aparecían por latitudes por donde nunca antes había navegado barco alguno, y de exploradores que descubrían ciudades maravillosas en países lejanos; y durante todo mi segundo día de vacaciones me sentí exactamente igual que cuando leía esos libros. Me levanté muy tarde. Estaba cansadísimo de todas las millas que había andado; pero, después de desayunar, encendí la pipa y volví a pasar un rato maravilloso. Era una tontería, ¿verdad?, como si pudiera haber algo exótico o fantástico en Londres.

—¿Y por qué no?

—Pues… no sé; pero después he pensado muchas veces que yo entonces era tonto. De cualquier modo, me pasé un día maravilloso, urdiendo planes, jugando como un niño a que no sabía dónde iba a aparecer ni qué me podía ocurrir. Y me daba un gusto enorme pensar que nadie sabía nada de aquello, que era un secreto sólo mío, y que, viera lo que viera, no se lo contaría a nadie. Con los libros siempre había tenido la misma sensación. Disfrutaba muchísimo leyéndolos, desde luego, pero me parecía que, si yo hubiera sido explorador, habría guardado mis descubrimientos en secreto. Si yo hubiera sido Colón, y si me hubiera sido posible, habría descubierto América yo solo y nunca se lo habría contado a nadie. ¡Imagínate qué maravilla, ir por la propia ciudad, pasear, hablar con la gente, y durante todo el tiempo saber que conoces un mundo inmenso que se extiende más allá de los mares y que nadie sospecha ni que existe! ¡Cómo me habría gustado!

»Pues así exactamente me sentía con el viaje que iba a hacer. Decidí que nadie sabría una palabra de ello, y por eso no se lo he contado a nadie hasta el día de la fecha.

—¿Pero a mí sí me lo vas a contar?

—Tú eres diferente. Pero creo que ni siquiera a ti podré contártelo todo; no porque no quiera, sino porque es imposible describir muchas cosas de las que vi.

—¿De las cosas que viste? ¿Entonces viste verdaderamente en Londres cosas extrañas y fantásticas?

—Bueno, sí y no. Todo lo que vi, o casi todo, sigue allí y lo han contemplado cientos de miles de personas. Luego descubrí que mis compañeros de oficina conocían muchos de los sitios. Y también leí después un libro que se llamaba Londres y alrededores. Pero no sé por qué, el caso es que ni mis compañeros ni los autores del libro parecían haber visto lo que yo vi. Por eso no seguí leyendo el libro; parecía como si quitase vida y alma a todos los sitios, dejándolos secos y estúpidos como pájaros disecados en un museo.

»Me pasé todo el día pensando en lo que iba a hacer y me acosté temprano para estar descansado. En realidad, sabía increíblemente poco de Londres, aunque me había pasado la vida en la ciudad, salvo alguna semana aislada de tarde en tarde. Por supuesto, conocía las calles principales: el Strand, Regent Street, Oxford Street, etc., y sabía ir a la escuela donde iba de niño y a la City. Pero sólo había utilizado unas pocas sendas, como las ovejas en las montañas, según dicen; por eso me resultaba más fácil imaginarme que iba a descubrir un mundo nuevo.

Darnell detuvo el flujo de sus palabras. Miró incisivamente a su esposa, por si la estaba aburriendo, pero vio en su rostro una mirada atenta y viva que denotaba su permanente interés. Casi parecía la mirada de quien anhelaba y medio esperaba ser iniciada en los misterios, de quien no sabía a ciencia cierta qué gran maravilla le iba a ser revelada. Estaba sentada de espaldas a la ventana abierta, recortándose sobre la dulce oscuridad de la noche, como si un pintor la hubiera retratado con una cortina de pesado terciopelo al fondo. En el suelo, caída, yacía la labor que había estado haciendo. Tenía la cabeza apoyada en las manos, una a cada lado de la cara, y sus ojos eran como los manantiales del bosque con que Darnell soñaba noche y día.

—Aquella mañana tenía en la mente todos los cuentos fantásticos que me habían contado en mi vida —prosiguió, como siguiendo el hilo de los pensamientos que habían cruzado su mente mientras mantenía los labios en silencio—. Me había acostado temprano, como te he dicho, para estar bien descansado, y puse el despertador a las tres, con objeto de iniciar la jomada a esa hora más bien insólita. Cuando me desperté, antes de que sonara el despertador, el mundo estaba en silencio y luego empezó a gorjear y a cantar un pájaro en un olmo del jardín de al lado, y me asomé a la ventana y todo estaba inmóvil y callado, y el aire de la madrugada era fino y puro, como nunca lo había sentido antes. Mi habitación daba a la parte trasera de la casa y casi todos los jardines tenían árboles, y por entre los árboles se veían las fachadas posteriores de las casas de la calle inmediata, como si fueran la muralla de una ciudad antigua; y mientras las estaba mirando salió el sol y la gran luz llegó a mi ventana y empezó el día.

»Y en cuanto salí de las pocas calles conocidas, volvió a asaltarme la misma extraña sensación que me había venido un par de días antes. No la sentí con tanta fuerza (ni tampoco olían esta vez las calles a incienso), pero sí con suficiente intensidad para hacerme ver por qué extraño mundo caminaba. Había cosas corrientes que pueden verse en cualquier calle de Londres: una enredadera o un árbol creciendo en un muro, una alondra cantando en su jaula, un curioso arbusto florido en un jardín, un tejado de forma rara o un balcón con un enrejado de hierro de dibujo singular. Seguramente no hay calle que no posea alguna de estas cosas; pero aquella mañana yo las veía como iluminadas por una luz nueva, como si llevara puestas las gafas mágicas del cuento. Y, justo como el personaje del cuento, yo seguí avanzando y adentrándome en esa nueva luz. Recuerdo que atravesé zonas de campo abierto hasta llegar a un lugar elevado, donde había charcas que rebrillaban al sol y grandes casas blancas entre pinos oscuros que se balanceaban al viento; y al iniciar el descenso por el otro lado, tomé una vereda que se apartaba del camino principal y conducía a un bosque, y junto a la vereda había una casita pequeña y sombreada que tenía una torreta en el tejado con una campanita y un porche cuyo maderamen descolorido había adquirido las tonalidades de la mar; y en el jardín crecían azucenas altísimas, como las que vimos cuando fuimos al museo de pintura; brillaban como la plata y perfumaban el aire con su dulce aroma. Desde cerca de esta casa contemplé todo el valle y las lomas lejanas que se extendían al sol. Así seguí, como te digo, andando, andando, por bosques y prados, hasta que llegué a un pueblecito que había en lo alto de un cerro, a un pueblecito lleno de casas viejas torcidas bajo el peso de los años, y el aire de la mañana estaba tan inmóvil que el humo azul de los tejados se alzaba en línea recta al cielo, y era tal el silencio que desde el fondo del valle oí una canción antigua que iba cantando un niño por las calles, a lo lejos, camino de la escuela, y cuando llegué al pueblecito, que se estaba despertando, y caminé bajo casas viejas y sombrías, empezaron a doblar las campanas de la iglesia.

»Al poco de dejar atrás este pueblecito, me encontré con el Camino Extraño. Salía de la polvorienta carretera principal y lo vi tan verde que tomé por él, y en seguida me sentí como si realmente hubiera penetrado en otro país. Tal vez fuera una de aquellas vías que construyeron los antiguos romanos, de las que muchas veces me había hablado mi padre; pero el caso es que estaba cubierta de un césped espeso y suave, y a los lados había setos enormes, altísimos, que parecían no haber sido podados en los últimos cien años; tan altos habían crecido, tan espesos y salvajes, que formaban un túnel por encima de mí y sólo me permitían vislumbrar fugazmente los campos por donde yo pasaba como por un sueño. Me dejé llevar por el Camino Extraño, colina arriba y colina abajo; a veces los rosales silvestres habían crecido de tal modo que apenas podía yo pasar entre ellos y a veces, en cambio, el camino se ensanchaba hasta formar un prado verde, y en una hondonada tuve que cruzar un arroyo por un viejo puente de madera. Estaba cansado y encontré un sitio blando y fresco, a la sombra de un fresno, donde debí quedarme dormido varias horas, pues cuando me desperté era ya media tarde. Conque seguí andando y por fin la senda verde desembocó en una carretera, y miré y vi que en lo alto de una loma había otro pueblo con una iglesia grande en el centro, y cuando llegué a la iglesia sonaba un gran órgano en su interior y se oía cantar a un coro.

En la voz de Darnell vibraba como un éxtasis que casi convertía su relato en cántico y, cuando terminó de hablar, hizo una larga inspiración, invadido por el recuerdo de aquel lejano día veraniego en que algún ensalmo había animado a todas las cosas conocidas, transmutándolas en un gran sacramento, iluminando las vulgares labores terrenas con el fuego y la gloria de la luz eterna.

Y algún fulgor de aquella luz resplandecía en el rostro de Mary, sentada contra el negro terciopelo de la noche, la faz aún más radiante por contraste con su oscura cabellera. Permaneció unos instantes en silencio y luego dijo:

—Pero, querido mío, ¿por qué no me habías contado nunca estas cosas maravillosas? A mí me parecen muy bonitas. Sigue, por favor.

—Yo siempre he temido que fueran tonterías —dijo Darnell—. Y no sé explicar lo que sentí. Nunca creí que podría contar tantas cosas como esta noche.

—¿Y todos los días te pasaron cosas parecidas?

—¿Durante las vacaciones? Sí, creo que cada día fue un éxito. Naturalmente, no todos los días me fui tan lejos, hasta el campo; estaba demasiado fatigado. Muchas veces me pasaba el día descansando y salía al atardecer, cuando ya estaban encendidos los faroles, y sólo andaba una o dos millas. Vagabundeé por plazoletas antiguas y oscuras y escuché el viento de las colinas susurrando en los árboles; y en cuanto veía que me acercaba a alguna calle importante e iluminada, me hundía en el silencio de las callejas donde yo era el único transeúnte y tan pocos faroles había, y tan débiles, que en vez de luz parecían dar sombra. Por estas callejas oscuras me paseaba despacito, de un lado para otro, durante un hora o cosa así cada vez, y en ningún momento dejé de sentir lo que te he dicho de que todo aquello era como un secreto mío, de que las sombras y las luces mortecinas y el fresco del atardecer y los árboles que parecían nubes bajas y oscuras eran míos y sólo míos y de que estaba viviendo en un mundo que nadie más conocía y en el que ningún otro podía entrar.

»Recuerdo que una noche llegué más lejos que otras veces. Había ido en dirección oeste y, tras mucho caminar, me encontré en un panorama de huertas y jardines y grandes prados que descendían hasta los árboles del río. Una enorme luna roja se alzaba aquella noche por entre nieblas crepusculares y nubes delgadas y tenues, y fui andando por un camino que atravesaba las huertas hasta que llegué a un cerro pequeño por encima del cual se asomaba la luna, resplandeciente como una enorme rosa. Y entonces vi una fila interminable de siluetas que pasaban una a una ante mis ojos, a la luz de la luna, doblegadas bajo el peso de los grandes fardos que portaban a hombros. Una de aquellas figuras iba cantando, y en mitad de su canción estallaron unas carcajadas horribles, cascadas, como de vieja, y todos desaparecieron en la sombra de los árboles. Ya sé que serían gentes que iban o volvían de trabajar en los jardines, ¡pero parecía una escena de pesadilla!

»¿Qué te voy a decir de Hampton? Empezaría a hablar y no terminaría nunca. Estuve allí una tarde, cuando ya faltaba poco para que cerraran las puertas, y había poquísima gente. ¡Pero qué patios, de color gris rojizo, silenciosos, llenos de ecos, y qué jardines! Las flores iban entrando en el país de los sueños a medida que caía la noche. ¡Y los oscuros tejos y las estatuas sombrías de las avenidas, y los estanques de agua silenciosa y quieta! Todo se confundía en una neblina azul y, lenta pero inexorablemente, las cosas iban quedando ocultas a la vista, como si fueran cayendo velos sucesivos sobre ellas, en una gran ceremonia. Oh, querida, ¿qué podría significar? Allá lejos, al otro lado del río, sonó tres veces el tañido de una plácida campana, y luego otras tres veces y por fin tres veces más, y me alejé de allí con lágrimas en los ojos.

»Cuando estuve, no sabía qué sitio era; después me enteré de que debía ser Hampton Court. Uno de mis compañeros de oficina me contó que había ido una vez con una camarera de ABC y que se habían divertido muchísimo. Entraron en el laberinto y luego no podían salir, y después fueron al río y casi se ahogan. Me dijo que en las galerías había algunos cuadros un tanto picantes; la chica daba grititos y se reía al verlos.

Mary hizo caso omiso de esta digresión.

—Pero me has dicho que hiciste un mapa. ¿Cómo era?

—Ya te lo enseñaré algún día, si quieres. Señalé todos los sitios donde había estado y tracé unos signos, como letras raras, para recordar lo que había visto en cada sitio. Nadie más que yo los puede entender. Quise hacer dibujos, pero siempre se me ha dado muy mal y, cuando lo intento, no se parecen nada a lo que pretendo representar. Intenté dibujar aquel pueblo que había descubierto en lo alto del cerro en mi primer día de viaje, por la tarde. Quise pintar una empinada ladera coronada de casas y, en medio pero muy por encima de ellas, la gran iglesia llena de torretas y cúpulas, y aún más por encima, ya en el aire, un cáliz con rayos saliendo de él. Pero me salió muy mal. Hampton Court lo representé con un signo muy extraño y le puse un nombre que me saqué de la cabeza.

A la mañana siguiente, cuando se sentaron a desayunar, los Darnell rehuyeron mirarse a los ojos. El tiempo había refrescado durante la noche, pues había llovido al alba. El cielo estaba azul y brillante, lleno de enormes nubes blancas que navegaban desde el sudoeste, y por la ventana abierta entraba un aire fino y alegre. Las nieblas se habían desvanecido, y con ellas también aquellos extraños sentimientos que se habían apoderado, la noche antes, de Mary y su esposo. Al contemplar la clara luz de la mañana, apenas podían creer que hacía pocas horas uno de ellos hubiera referido, y el otro escuchado, un relato tan alejado de la corriente habitual de sus pensamientos y sus vidas. Se miraron con timidez y hablaron de cosas vulgares, de si Alice sería finalmente corrompida por la insidiosa Sra. Murry o si la Sra. Darnell conseguiría convencerla de que la vieja actuaba por motivos inconfesables.

—Y creo que, si yo fuera tú —dijo Darnell al salir—, me pasaría por la carnicería para protestar. La última carne que te han vendido distaba de poseer la mínima calidad aceptable. Estaba llena de ternillas.

III

Aquella noche podría haber sido distinto, pues Darnell había elaborado un plan del que esperaba grandes beneficios. Con el pretexto de tener los ojos cansados de trabajar, pensaba preguntar a su esposa si no le importaría mantener encendida sólo una luz de gas, y aun ésta lo más bajo posible. Opinaba que podían suceder muchas cosas si dejaban la habitación con poca luz y la ventana abierta, y se sentaban a espiar la noche y escuchar el suave murmullo del árbol del jardín. Pero sus planes habían sido urdidos en vano, pues, al llegar a la cancela de su casa, Mary salió llorando a su encuentro.

—¡Oh Edward —empezó—, qué cosa más horrible ha pasado! Nunca me gustó, pero tampoco le creía capaz de una cosa tan espantosa.

—¿Qué quieres decir? ¿De quién hablas? ¿Qué ha pasado? ¿Ha sido el novio de Alice?

—No, no. Pero entra, querido, que está la mujer de enfrente sin quitarnos ojo. Se pasa el día espiando.

—Bueno, ¿qué pasa? —dijo Darnell cuando se sentaron a tomar el té—. ¡Cuenta, pronto, que me tienes angustiado!

—No sé cómo empezar, ni por dónde. La tía Marian llevaba varias semanas notando algo raro. Y de pronto se encontró… Bueno, en pocas palabras, ¡que el tío Robert se entiende con una pelandusca y la tía lo ha descubierto todo!

—¡No me digas! ¡Pero qué viejo más verde! ¡Si debe estar ya más cerca de los setenta que de los sesenta!

—Tiene sesenta y cinco justos; y le ha sacado una de dinero…

Una vez pasada la primera impresión de sorpresa, Darnell se concentró con toda decisión en el pastel de carne.

—Ya me lo contarás después del té —dijo—; no estoy dispuesto a que ese viejo tonto de Nixon me estropee las comidas. ¿Quieres llenarme la copa, querida?

»Excelente pastel de carne —prosiguió con toda calma—. ¿Qué le has echado, zumo de limón y un poco de jamón? Creí que había pasado algo extraordinario. ¿Está hoy bien Alice? ¡Estupendo! Espero que supere todas esas tonterías.

Y siguió conversando con una calma que dejó estupefacta a la Sra. Darnell, para quien la caída del tío Robert significaba algo así como una brusca subversión del orden natural, hasta tal punto que casi no había podido probar bocado desde que en el segundo correo le llegara información de lo sucedido. Luego había acudido a la cita que su tía señalaba en la carta para aquella misma mañana y se había pasado la mayor parte del día en una sala de espera de primera clase de la Estación Victoria, donde se había enterado de todos los pormenores del asunto.

—Ahora —dijo Darnell cuando la mesa hubo sido recogida—, hablemos de ello. ¿Cuánto tiempo dura el asunto?

—La tía dice que, por pequeñas cosas que ha recordado, debe llevar por lo menos un año con esa horrible mujer. Dice que el tío llevaba mucho tiempo comportándose de una forma muy misteriosa y que ella tenía los nervios deshechos porque pensaba que a lo mejor estaba mezclado en algún asunto de anarquistas o alguna otra espantosa cosa parecida.

—¿Y qué le hacía pensar eso?

—Pues verás. Un par de veces que salió de paseo con su marido, oyó unos silbidos que la asustaron y que parecían seguirles por todas partes. Ya sabes que en Barnet hay sitios muy bonitos para dar un paseo campestre, especialmente por los prados de Totteridge, que es donde solían ir a pasear mis tíos los domingos por la tarde si hacía bueno. Claro que ésta no era la primera cosa rara que notaba la tía, pero entonces le hizo una impresión tremenda; se estuvo semanas y semanas sin poder pegar ojo.

—¿Silbidos? —dijo Darnell—. No entiendo nada. ¿Por qué le asustaban unos silbidos?

—Ahora te lo cuento. La cosa empezó en mayo, un domingo. Uno o dos domingos antes, a la tía le había dado la sensación de que les estaban siguiendo, pero no vio ni oyó nada, excepto una especie de crujido en un seto. Pero el domingo que te digo, apenas habían cruzado el portillo que da a los prados, cuando oyó una especie de silbido apagado, muy peculiar. No hizo ningún caso, creyendo que no tenía nada que ver con ella ni con su marido, pero al cabo de un poco lo volvió a oír, y luego otra vez y otra vez y les siguió por todo el paseo. Se sintió incomodísima, porque no sabía de dónde venía ni quién lo hacía ni por qué. Luego, en cuanto salieron del prado al camino, el tío dijo que estaba muy mareado y que creía que se iba a tomar un poco de brandy en La Cabeza de Turpin, una tabernita que hay cerca. Y la tía le miró y vio que tenía la cara morada, más como si le fuera a dar una apoplejía que un mareo, pues la gente que se marea se pone más bien de un color blanco verdoso. Pero no dijo nada y pensó que tal vez el tío tuviera una manera especial de marearse, pues era un hombre que siempre lo hacía todo de una manera especial. Conque se quedó esperando en el camino y él siguió y se metió en la taberna, y la tía dice que le pareció ver una figura pequeña que salía de las sombras y se metía detrás de él, pero no está segura. Y cuando salió el tío ya no estaba morado, sino rojo, y dijo que se encontraba mucho mejor. Conque se fueron tranquilamente a casa los dos juntos y no hablaron más. Fíjate que el tío no había dicho nada del silbido y la tía tenía tanto miedo que no se había atrevido a mencionarlo, por si les mataban a tiros allí mismo.

»Ya no pensó más en ello, pero a los dos domingos volvió a suceder exactamente lo mismo. Sin embargo, en esta ocasión la tía hizo acopio de valor y le preguntó al tío que qué podría ser aquello. ¿Y qué te crees que contestó él? «Pájaros, querida, pájaros». Naturalmente, la tía le dijo entonces que jamás pájaro alguno que volara con alas había producido nunca ruido semejante: un silbido apagado, como tímido, con pausas intercaladas; pero él repuso que en el norte de Middlesex y en Hertforshire vivían muchos pájaros de especies raras. «Tonterías, Robert», dijo la tía, «¿cómo puedes decir eso, cuando lleva siguiéndonos todo el camino durante una milla o más?». Y entonces el tío le explicó que algunos pájaros se apegan de tal modo al hombre que a veces le siguen durante millas; dijo que precisamente acababa de leer un libro de viajes donde se hablaba de un pájaro así. Y en cuanto llegaron a casa, le mostró un capítulo del Naturalista de Hertfordshire (que habían comprado por hacer un favor a un amigo) y trataba de pájaros raros que existen en esos alrededores, todos ellos con los nombres más extravagantes que se pueda uno imaginar, según dice la tía, que ella no los había oído jamás, y el tío tuvo la impudicia de añadir que seguramente había sido una gallineta purpúrea, pues, según el libro, dicha ave emite “una nota baja y penetrante, constantemente repetida”. Y luego sacó del estante un libro de viajes por Siberia y enseñó a la tía una página donde se contaba que un hombre había sido perseguido por un pájaro durante todo el día a través de un bosque. Y esto es casi lo que más le molesta a tía Marian, que él tenga siempre la habilidad de sacarle un libro a tiempo para convencerla de lo que a él le conviene. Pero, cuando iban entonces paseando por el campo, la tía no sabía a qué atenerse con su marido, que no paraba de hablar de pájaros de una forma tontísima, como nunca le había visto, y continuaron el paseo con el horrible silbido siguiéndoles a todas partes y ella andando deprisa y sin mirar atrás, aunque más bien por enfado y desconcierto que por verdadero miedo. Y cuando llegaron al siguiente portillo, la tía se atrevió a mirar atrás y «contemplad, he ahí» (como dice ella) que no había tío Robert por parte alguna. Sintió que se ponía pálida del susto, sobre todo por el dichoso silbido, y estaba segura de que lo habían raptado o algo así, y acababa de gritar «¡Robert!» como loca, cuando él apareció tranquilamente por la esquina, tan fresco como una lechuga; llevaba una cosa en la mano y dijo que no era capaz de pasar junto a ciertas flores sin coger un ramillete, y cuando la tía vio que lo que llevaba en la mano era un diente de león arrancado de raíz, sintió que la cabeza le daba vueltas.

El relato de Mary se vio interrumpido de pronto. Darnell llevaba diez minutos removiéndose en la silla y sufriendo verdaderas torturas por no herir los sentimientos de su esposa. Pero el episodio del diente de león fue demasiado para él y estalló en una gigantesca carcajada que, por intentar reprimirla, se convirtió en una especie de grito de guerra de los pieles rojas. Alice, que estaba fregando en la pila, dejó caer al suelo porcelana por valor de unos tres chelines y los vecinos salieron a sus jardines preguntándose si sería algún asesinato. Mary lanzó una mirada llena de reproches a su marido.

—¿Cómo puedes ser tan cruel, Edward? —dijo al fin, cuando las carcajadas de su marido se fueron debilitando de puro agotamiento—. Si hubieras visto los lagrimones que le caían a la pobre tía Marian cuando me lo contaba, no creo que te hubieras reído. No sabía que eras tan duro de corazón.

—Querida Mary —dijo Darnell, débilmente, entre sollozos y jadeos—, no sabes cuánto lo siento. Ya sé que es una pena, de verdad, y no es que yo sea cruel. Pero es una historia tan rara, ¿no te parece? ¡Primero la gallineta purpúrea y luego el diente de león!

Darnell retorció la cara y rechinó los dientes en sus esfuerzos por no volver a reírse. Mary le miró muy seria durante un momento. Luego ocultó la cara entre las manos y Darnell vio que todo su cuerpo se agitaba de risa.

—Soy igual de mala que tú —dijo por fin Mary—. Pero es que yo no había visto el asunto como tú lo ves. Y me alegro, porque, en tal caso, me habría reído en la cara de la tía Marian. ¡Pobrecilla, lloraba como si se le partiera el corazón! Nos vimos en la Estación Victoria, donde ella me había dicho, y tomamos un caldo en una repostería. Yo casi no pude tocarlo; a ella le caían todo el tiempo unas enormes lágrimas en el plato; y luego nos fuimos a una sala de espera de la estación y allí se echó a llorar de un modo que daba grima verla.

—Bueno —dijo Darnell—, ¿y qué pasó después? Ya no me volveré a reír.

—No, no debemos reímos; es demasiado horrible para tomárselo como un chiste. Bueno, pues el caso es que la tía volvió a casa y se puso a pensar y a pensar sobre lo ocurrido, pero no consiguió llegar a ninguna conclusión. No entendía nada. Empezó a temer que el tío se estuviera volviendo loco por exceso de trabajo, pues últimamente había tenido que quedarse en la City hasta muy tarde (según decía él) y había tenido que ir a Yorkshire para un asunto pesadísimo relacionado con no sé qué escrituras de arrendamiento (¡el muy sinvergüenza!). Pero luego reflexionó que, por muy raro que se estuviese volviendo su marido, ni siquiera sus rarezas podían hacer aparecer silbidos en el aire, a pesar de que él, como decía la tía, había sido siempre un hombre maravilloso. Conque abandonó ese motivo de preocupación, pero entonces empezó a preguntarse si no sería a ella a quien le pasaba algo, pues había leído cosas sobre gente que oye ruidos inexistentes. Pero este razonamiento tampoco servía, pues, aunque podía justificar los silbidos, no explicaba el diente de león ni la gallineta purpúrea, ni por qué cuando su marido se mareaba se ponía morado, ni ninguna de las rarezas del tío. Así, pues, la tía dijo que, no pudiendo pensar ninguna cosa más, se dedicó a leer la Biblia desde el principio, día tras día, y para cuando llegó al Libro de las Crónicas se encontraba bastante mejorada, sobre todo porque habían pasado dos o tres domingos sin que sucediera nada. Se dio cuenta de que el tío estaba un poco ausente y no tan amable como solía, pero ella prefirió achacarlo al exceso de trabajo, ya que él volvía siempre en el último tren y además tenía que tomar dos coches de caballos en el trayecto, por lo que nunca llegaba a casa antes de las tres o las cuatro de la madrugada. Así no se calentaba ella la cabeza con cosas que no podían entenderse ni explicarse, y ya casi habla recuperado su estado normal, cuando, un domingo a última hora de la tarde, volvieron a empezar sus aflicciones, y ocurrieron cosas peores que nunca. El silbido les fue siguiendo como las otras veces, y la pobre tía apretó los dientes y no dijo nada, pues sabía que el tío le respondería con algún cuento, y siguieron paseando en silencio. De pronto, algo le hizo a la tía mirar hacia atrás y vio a un horrible muchacho pelirrojo que acechaba, con una mueca desagradable, desde detrás de un seto. Según dice, tenía una cara terrorífica, casi inhumana, como de duende; pero, antes de que la tía tuviera tiempo de fijarse mejor, desapareció tras el seto como por ensalmo y ella estuvo a punto de desmayarse.

—¿Un muchacho pelirrojo? —dijo Darnell, con aire pensativo; y, tras una pausa, añadió—: ¡Qué historia más extraordinaria! En mi vida he oído una cosa tan rara. ¿Y quién era ese muchacho?

—A su debido tiempo lo sabrás —dijo la Sra. Darnell—. Pero es todo muy raro, ¿verdad?

—¡Rarísimo! —corroboró Darnell, quedando luego sumido en silenciosas reflexiones. Por fin, declaró—: Sé con toda claridad lo que pienso del asunto. Creo que tu tía se está volviendo loca, o lo está ya, y tiene alucinaciones. Todo este asunto me suena a figuraciones de loco.

—Estás muy equivocado. Lo que te he contado es rigurosamente cierto y, si me dejas terminar, tú mismo comprenderás lo que sucedió.

—Muy bien. Adelante.

—Veamos, ¿dónde nos habíamos quedado? Ah, sí, en que la tía había visto al muchacho pelirrojo de la mueca. Pues sí, en efecto, la pobre se llevó un susto de muerte, sobre todo porque la cara tenía algo muy extraño. Pero al cabo de un minuto o dos consiguió rehacerse y se dijo: «Después de todo, mejor es muchacho con mueca que hombre con escopeta»; y se hizo el propósito de vigilar estrechamente al tío Robert, que tenía aspecto de estar completamente al tanto del asunto. Iba él absorto mientras tanto, como si tuviera que resolver mentalmente un problema complicadísimo y no supiera qué decisión tomar. A cada momento abría y cerraba la boca como un pez. Conque la tía siguió con la vista al frente y sin decir palabra; y cuando él comentó que el crepúsculo era muy hermoso, no se dio por enterada. «¿Es que no oyes lo que te digo?», insistió el tío con cierta irritación y un volumen atronador de voz. Y entonces la tía le dijo que lo sentía mucho, pero que con el catarro se había quedado sorda y no oía nada. Y observó que el tío parecía complacido por su explicación, incluso aliviado, y que debía creerse que ella no había oído los silbidos. De pronto, el tío pretendió divisar súbitamente un bello manojo de madreselvas en lo alto del seto y dijo que lo iba a cortar para ella, sólo que ella tenía que seguir andando porque a él le ponía muy nervioso que le mirasen. Ella dijo que bueno; pero, en cuanto pudo, se salió del camino y se escondió detrás de un arbusto del seto, que formaba como una oquedad. Desde allí vio al tío con toda claridad, aunque se arañó cruelmente el rostro al meterlo por error en un rosal. Y al cabo de un momento salió el muchacho de detrás de un seto y el tío se puso a hablar con él, y ella estaba segura de que era el mismo muchacho, pues todavía no era tan de noche como para no distinguir su pelo rojo llameante. Y el tío le echó mano como para cogerle, pero el chico salió como un rayo y desapareció entre los arbustos. La tía no dijo nada de momento; pero por la noche, en casa, relató acusadoramente al tío lo que había presenciado y le requirió las explicaciones pertinentes. Al principio se quedó desconcertado, balbuciente, y masculló que una espía no era precisamente su ideal de esposa. Pero por fin, tras obligarla a jurar que guardaría silencio, le dijo que él era masón de alto rango y el muchacho era un emisario de la orden que le traía mensajes de la mayor importancia. Pero la tía no se lo creyó, porque casualmente ella tenía un tío masón y jamás se había comportado de esa manera. Y fue entonces cuando empezó a pensar que debía tratarse de anarquistas o algo parecido, y cada vez que llamaban al timbre se creía que habían descubierto al tío y venía la policía por él.

—¡Qué tontería! ¡Cuándo se ha visto que un propietario de fincas urbanas sea anarquista!

—Bueno, la tía se dio cuenta de que allí debía haber algún terrible secreto y de momento no se le ocurrió otra explicación. Pero entonces empezó a recibir cosas por correo.

—¡Cosas por correo! ¿Qué quieres decir?

—Toda clase de cosas; trozos de botella rota cuidadosamente embalados como si fueran joyas; paquetes envueltos en innumerables papeles sucesivos, y cuando por fin llegabas al centro del envoltorio, te encontrabas con la palabra «gato» en letras mayúsculas; algunos dientes postizos, una pastilla de pintura roja y, por último, cucarachas.

—¡Cucarachas por correo! Tonterías y sandeces; tu tía está loca.

—Me enseñó la caja, Edward; era una cajita de las de cigarrillos y dentro tenía tres cucarachas muertas. Y cuando encontró una caja exactamente igual en el bolsillo del abrigo del tío, pero medio llena de cigarrillos, la pobre sintió que la cabeza le daba vueltas otra vez.

Darnell lanzó un gemido y se removió inquieto en la silla, con la sensación de que el relato de las desventuras domésticas de la tía Marian se parecía cada vez más a un mal sueño.

—¿Algo más? —preguntó.

—Cariño, no te he dicho ni la mitad de las cosas que me ha contado esta tarde la pobre tía. También una noche creyó ver un fantasma en el jardín. Estaba preocupada porque tenía una nidada de polluelos a punto de romper el cascarón y, cuando ya había oscurecido, salió con algo de huevo y miga de pan por si ya lo habían roto. Y justo delante de ella vio una figura que se deslizaba junto a los rododendros. Parecía un hombrecillo pequeño y delgado, vestido al estilo de hace siglos; mi tía vio que llevaba espada al cinto y una pluma en la gorra. Creyó que le había llegado la última hora, dijo, y aunque la figura desapareció al instante y ella intentó convencerse de que en realidad no había visto nada, el caso es que se desmayó nada más volver a entrar en casa. Aquella noche el tío estaba y, cuando ella le refirió lo que acababa de suceder, salió corriendo al jardín y tardó media hora o más en regresar, diciendo que no había encontrado nada; y, un momento después la tía oyó el célebre silbido justo al pie de la ventana, y el tío volvió a salir corriendo.

—Mary, vida mía, vayamos al meollo del asunto. ¿Adónde conduce todo esto?

—¿Qué, no te lo figuras? Bueno, pues, naturalmente, siempre era la misma chica.

—¿Chica? ¿No me habías dicho que era un chico pelirrojo?

—¿No te das cuenta? Es actriz y se disfrazaba. No le dejaba en paz al tío. No contenta con verle casi todos los días de la semana, tenía que ir también los domingos detrás de él. La tía encontró una carta que había escrito aquella horrible criatura y así se enteró de todo. Se llama Enid Vivian, aunque no creo que tenga derecho a llamarse de ninguna manera. Y el asunto es: ¿qué hacer?

—Ya hablaremos otro día. Yo me voy a fumar una pipa y luego nos acostamos.

Estaban casi dormidos, cuando Mary dijo, de pronto:

—¿No te parece raro, Edward? Anoche tú me dijiste unas cosas tan bonitas, y yo hoy en cambio te he contado las tristes aventuras de ese pobre viejo.

—No sé —contestó Edward como entre sueños—. En los muros de la iglesia grande del cerro vi toda clase de monstruos con extrañas muecas, tallados en la piedra.

Las travesuras del Sr. Robert Nixon acarrearon consecuencias imprevisibles. No es que ocurriera nada tan fantástico como podrían haber hecho suponer las primeras aventuras referidas por la Sra. Darnell. Lo que sucedió es que, un domingo por la tarde, la tía Marian se dejó caer por Shepherd’s Bush y Darnell sintió vergüenza por haberse reído de las desgracias de aquella pobre mujer atribulada.

Nunca había visto antes a la tía de su mujer y se quedó muy sorprendido cuando Alice la hizo pasar al jardín, donde ellos estaban disfrutando de aquel tibio y neblinoso domingo de septiembre. Para él, exceptuando los últimos días, la tía de su mujer siempre había estado asociada a ideas de magnificencia y éxito: su esposa siempre hablaba de los Nixon con cierto tono de reverencia; él le había oído contar muchas veces la epopeya del Sr. Nixon, sus luchas y su lenta pero triunfal ascensión. Mary le había contado la historia tal como ella la sabía de sus padres, historia que comenzaba con su llegada a Londres procedente de algún pueblo oscuro y perdido en la zona más llana de los Midlands, pero en aquellos tiempos, ya lejanos, en que un joven campesino tenía muchas probabilidades de hacer fortuna en la capital. El padre de Robert Nixon tenía una tienda de comestibles en la calle Mayor de su pueblo y, años después, el negociante de carbón y constructor enriquecido se complacía en recordar aquella aburrida vida provinciana, y, aunque le gustase glorificar sus éxitos personales, también daba a entender a sus oyentes que él procedía de una estirpe de triunfadores. Aquello había sucedido hacía mucho tiempo (solía decir): en los días en que el raro ciudadano que pretendiese trasladarse a Londres o a York tenía que levantarse en plena noche y recorrer, de una u otra forma, diez millas de sendas cenagosas y errabundas hasta llegar a la Gran Carretera del Norte, donde tenía que coger la diligencia de El Relámpago, vehículo que pasaba en toda la comarca por encarnación visible y sólida de la velocidad.

—… Y además —solía añadir Nixon— llegaba siempre a su hora, cosa que no puede decirse hoy en día de la Línea de Dunham.

Era precisamente en esta antigua población de Dunham donde la familia Nixon llevaba manteniendo su próspero negocio durante los últimos cien años, instalado en una tienda de prominentes ventanales que daban a la plaza del mercado. No había competencia, y la gente del pueblo, los granjeros acomodados, el clero y las familias del condado consideraban la Casa Nixon como una institución igual de estable que el ayuntamiento (que se alzaba sobre pilares romanos) y la iglesia parroquial. Pero llegó el cambio: el ferrocarril se fue acercando cada vez más, los granjeros y las clases medias rurales se fueron volviendo cada vez menos acomodados; el curtido de pieles, que era la industria local, sufrió un rudo golpe cuando se instaló una gran empresa del ramo en una ciudad situada a unas veinte millas de distancia, y los beneficios de los Nixon fueron disminuyendo cada vez más. De ahí la hégira de Robert, que se recreaba hablando de la pobreza de sus primeros tiempos, de cómo había ido ahorrando poco a poco de sus magros ingresos como escribiente de la City y de cómo por fin él y otro compañero de trabajo, «que había llegado a las cien libras», vieron la oportunidad en el comercio de carbón y no la dejaron escapar. Fue en esta época de su vida, que todavía distaba de la opulencia, cuando lo conoció la Srta. Marian Reynolds en casa de unos amigos de Gunnersbury a los que había ido a visitar. A continuación se sucedieron los éxitos. El muelle de Nixon se convirtió en punto de referencia para los patrones de las gabarras; su poder fue aumentando en radio de acción, su tiznada flota fluvial llegó, hacia fuera, hasta el mar y, hacia dentro, a los puntos más remotos donde alcanzara un canal.

A su mercancía inicial se habían ido añadiendo piedra caliza, cemento y ladrillos; y por fin dio el gran golpe: la compra de una extensa zona de terrenos en el norte de Londres. El propio Nixon atribuía este coup a su natural sagacidad y a la posesión de capital; pero también se extendieron ciertos oscuros rumores de que alguien había «hecho» algo en el curso de la transacción. Fuera lo que fuese, el caso es que los Nixon se enriquecieron hasta el exceso, y Mary había hablado muchas veces a su marido del tren de vida que llevaban, de sus criados de librea, de las maravillas de su salón, de su amplia pradera de césped sombreada por un espléndido cedro centenario. De este modo, Darnell había venido a concebir a la señora de tal palacio como a personaje brillante y aparatoso. Se la imaginaba alta, de porte y presencia imponentes, aunque tal vez un poco propensa a la obesidad, propensión, por otra parte, que no convenía mal a una dama de buena posición que vivía con absoluto desahogo. Incluso se la imaginaba un tanto rubicunda de tez, lo que sin duda armonizaría con sus cabellos que comenzaban a encanecer. Así, pues, cuando aquel domingo por la tarde oyó el timbre de la puerta, sentado, como estaba, a la sombra de la morera, ladeó la cabeza para admirar aquella figura majestuosa, ataviada, por supuesto, con la seda más rica y más negra, aderezada con pesadas cadenas de oro.

Dio un respingo de asombro al percibir la extraña presencia que apareció en el jardín detrás de la criada. La Sra. Nixon era una anciana diminuta, encorvada, que trotaba débilmente en pos de Alice; llevaba la mirada fija en el suelo, donde la mantuvo cuando los Darnell se levantaron para saludarla. Lanzó una fugaz e inquieta ojeada a la derecha, cuando Darnell le estrechó la mano, y a la izquierda cuando Mary la besó. Y cuando la acomodaron en el mejor sitio, con un cojín en la espalda, clavó la vista en la fachada trasera de las casas de la otra calle. Iba vestida de negro, cierto, pero hasta Darnell se dio cuenta de que el vestido estaba gastado y raído, de que la franja de piel de la esclavina y la de la boa que llevaba al cuello parecían deslustradas e inconsolables, con una melancolía como de tienda de segunda mano en un callejón trasero. Y los guantes, de cabritilla negra, arrugados por el mucho uso, azuleaban por las puntas de los dedos, donde se apreciaban signos de haber sido dolorosamente remendados. Su cabello, emplastado sobre la frente, resultaba mate y descolorido, aunque era evidente que se había untado alguna grasa para proporcionarle brillo. Sobre el cabello llevaba un gorrito anticuado con colgajos negros que tintineaban sordamente al chocar entre sí.

Y no había nada en la faz de la Sra. Nixon que correspondiese a la imagen que Darnell se había hecho de ella. Era pálida, arrugada, triste; tenía la nariz en punta y unos ojos de color gris acuoso, ribeteados de rojo, que parecían rehuir tanto la luz como las miradas de los demás. Mientras permanecía sentada junto a su esposa en el verde canapé de jardín, Darnell, que ocupaba un sillón de mimbre traído del cuarto de estar, tuvo la inevitable sensación de que esta figura borrosa y evasiva que respondía entre dientes a las corteses preguntas de Mary, se hallaba a una distancia imposiblemente remota de la idea que él se había forjado de aquella tía rica y poderosa que podía dar cien libras como simple regalo de cumpleaños.

La visitante habló poco al principio. Sí, se sentía algo fatigada; había pasado tanto calor al venir, y no se había atrevido a ponerse ropas más ligeras porque nunca se sabe en esta época del año si va a hacer fresco al atardecer; a veces se levantan nieblas frías cuando se pone el sol y no quería coger una bronquitis.

—Creí que nunca llegaría —prosiguió, elevando la voz hasta un extraño tono agudo y plañidero—. No me acordaba de que esto estaba tan lejos, hace tantos años que no vivo por estos alrededores.

Se secó los ojos, pensando sin duda en los lejanos días de Turnham Green y cuando su boda con Nixon; y en cuanto el pañuelo hubo cumplido su cometido, lo devolvió al bolso negro y raído que sujetaba crispadamente con manos como garras. Al observarla, Darnell notó que el bolso parecía repleto hasta el punto de reventar y especuló ociosamente sobre la índole de su contenido: correspondencia tal vez, pensó, acaso nuevas pruebas de la traicionera e inicua conducta del tío Robert. Se empezó a sentir incómodo allí sentado, contemplando las miradas furtivas de la vieja, que siempre rehuían las de su mujer o las suyas, y por fin se levantó y se fue al otro extremo del jardín, donde encendió la pipa y se puso a pasear de un extremo a otro por el sendero de grava, todavía asombrado ante el abismo existente entre la mujer imaginada y la real.

De pronto oyó un susurro sibilante y vio a la Sra. Nixon cuchicheando al oído de su mujer. Mary se levantó y fue hacia él.

—¿No te importaría quedarte en el cuarto de estar, Edward? —le dijo—. La tía dice que no se atreve a hablar delante de ti de un asunto tan delicado. Y a mí me parece natural.

—De acuerdo. Pero no me iré al cuarto de estar. Creo que me vendrá bien un paseo.

»No te preocupes si tardo un poco —añadió—; si no estoy de vuelta para cuando se vaya tu tía, dile adiós de mi parte.

Salió caminando a la carretera principal, por donde iban y venían ruidosos tranvías. Todavía seguía confuso y perplejo, e intentó explicarse el alivio que acababa de experimentar al retirarse de la presencia de la Sra. Nixon. Se dijo que la aflicción de la anciana por el desvergonzado comportamiento de su marido merecía todo respeto y compasión; pero al mismo tiempo, para su bochorno, había sentido en el jardín cierta aversión física a aquella mujer vestida de negro que se secaba los ojos enrojecidos con un pañuelo húmedo. De chico había ido una vez al zoo y todavía recordaba el horror que le había producido cierta masa de reptiles arrastrándose lentamente unos sobre otros en un cenagoso estanque. Pero le enojó la similitud entre ambas sensaciones y caminó a paso vivo por aquella carretera plana y monótona, contemplando a su alrededor el poco favorecido espectáculo de un barrio periférico de Londres en domingo.

Sin embargo, Acton aún conserva cierto sabor antiguo y pintoresco que sosegó sus pensamientos y los apartó de tan antipáticas meditaciones.

Por fin, cruzando muro tras muro de ladrillos, dejó de oír los gritos y risas de los domingueros y encontró un camino que le llevó a un campito resguardado, en el que se sentó lleno de paz, bajo un árbol, donde podía contemplar el agradable valle que desde allí se divisaba. El sol se ocultó tras las colinas, las nubes adquirieron apariencia de rosaledas floridas; y él siguió sentado en la creciente oscuridad hasta que empezó a soplar una brisa fresca, y entonces se puso en pie con un suspiro y regresó a los muros de ladrillos, a las calles ya iluminadas por faroles mortecinos y a los ruidosos paseantes que iban y venían en la procesión de su lúgubre festividad. Pero él iba murmurando para sí unas palabras que le sonaban a canción mágica, y cuando llegó a casa ya tenía el corazón alegre.

La Sra. Nixon se había ido hora y media antes, según le dijo Mary. Darnell suspiró aliviado, y salió con su mujer al jardín y se sentaron muy juntos.

Permanecieron en silencio durante un rato y por fin habló Mary no sin cierto temblor nervioso en la voz.

—Quiero decirte, Edward —empezó—, que la tía nos ha hecho una propuesta que debes conocer. Creo que debemos estudiarla.

—¿Una propuesta? Pero ¿qué tal van sus problemas? ¿Siguen?

—¡Oh, sí! Me lo dijo. El tío no muestra el menor signo de arrepentimiento. Parece que ha puesto a esa mujer un piso en la ciudad, amueblado a todo lujo. El tío, por lo visto, ante los reproches que le hace ella, se limita a reírse, y dice que pretende por fin divertirse un poco. ¿Ya viste que estaba deshecha, la pobre?

—Sí, qué pena. ¿Pero es que no le da dinero? ¿No va muy mal vestida para su posición social?

—La tía posee infinidad de cosas preciosas, pero me parece que prefiere tenerlas guardadas; le horroriza estropear los vestidos. No es por falta de dinero, te lo aseguro, pues hace un par de años el tío puso a su nombre una gran suma, cuando todavía era un marido al que no se le podía pedir más. Y esto me trae a lo que te quería decir. La tía querría vivir con nosotros. Pagaría generosamente. ¿Qué dices?

—¿Querría vivir con nosotros? —repitió Darnell, y la pipa se le cayó de las manos, sobre el césped. La idea de hospedar a la tía Marian le había dejado estupefacto, y se quedó mirando al vacío, preguntándose qué nuevo monstruo engendraría la noche a continuación.

—Ya sabía que no te gustaría mucho la idea —prosiguió su esposa—. Pero yo creo, querido, que no la debemos descartar sin estudiarla muy a fondo. Me temo que no te cae muy bien la pobre tía.

Darnell negó con la cabeza, sin hablar.

—Creí que no te caía bien; pobrecilla, estaba tan angustiada, y no la viste cómo se puso después. Es muy buena. Pero escucha, querido. ¿Crees que tenemos derecho a rechazar su oferta? Ya te he dicho que posee dinero propio, y estoy segura de que se ofendería horriblemente si le dijéramos que no la podíamos tener. ¿Y qué sería de mí si te pasara algo a ti? Ya sabes que tenemos muy poco ahorrado.

Darnell emitió un gemido.

—A mí me parece —dijo por fin— que lo estropearía todo. ¡Estamos tan felices solos, Mary querida! Desde luego que estoy muy preocupado por tu tía. Creo que es muy digna de compasión. Pero de ahí a tenerla siempre con nosotros…

—Ya sé, querido. No creas, que a mí tampoco me entusiasma el proyecto; ya sabes que me gusta estar a solas contigo. Pero tenemos que pensar en el futuro, y además podríamos vivir mucho mejor. Yo podría darte todas esas cosas que te gustan y que te mereces después de todo un día de trabajo en la City. Ganaríamos el doble.

—¿Quieres decir que nos pagaría ciento cincuenta libras al año?

—Claro que sí. Y además nos amueblaría la habitación vacía y pagaría cualquier otro gasto extraordinario que se le antojase. En concreto me dijo que, como vendría algún amigo a verla de vez en cuando, le gustaría costear el fuego del cuarto de estar y que también pagaría una parte del recibo del gas y daría unos chelines a la muchacha, por las molestias. Desde luego estaríamos por lo menos el doble de bien que ahora. Ya ves, Edward querido, que no es una oferta de las que le hacen a uno muchas veces en la vida. Además tenemos que pensar en el futuro, como ya te he dicho. ¿Sabes que la tía se ha quedado prendada de ti?

Él se estremeció pero no dijo nada, y Mary continuó su razonamiento.

—Y también parece que no la tendríamos siempre encima. Desayunará en la cama y me dijo que muchas tardes se iría directamente a su cuarto después de cenar. Me pareció un buen detalle que demuestra una gran consideración. Comprende perfectamente que no nos guste tener siempre a un tercero entre tú y yo. ¿No crees, Edward que, teniéndolo todo en cuenta, deberíamos decirle que se venga con nosotros?

—Oh, supongo que sí —gimió él—. Como dices, es una magnífica oferta desde el punto de vista financiero, y me temo que sería muy imprudente rechazarla. Pero no me gusta la idea, lo confieso.

—¡Cuánto me alegro de que estemos de acuerdo, querido! Ten confianza, ya verás como no saldrá tan mal como te figuras, ni mucho menos. Y además de que nos beneficia, estaremos haciendo a la pobre tía una obra de caridad. Pobrecilla, estuvo llorando amargamente cuando te fuiste; dijo que había tomado la decisión de no seguir viviendo en casa del tío Robert y que no sabía adonde ir o qué iba a ser de ella si nosotros no la acogíamos en casa. Estaba deshecha.

—Bueno, bueno; lo vamos a intentar durante un año, a ver qué pasa. Puede que tengas razón y no resulte tan mal como ahora parece. ¿Entramos en casa?

Se inclinó para recoger la pipa, que había caído en el césped. A tientas no la encontró y encendió una cerilla que le permitió distinguir la pipa, que estaba debajo del canapé, y, de paso junto a ella, algo que parecía una página arrancada de un libro. Se preguntó qué sería y la cogió.

La luz de gas estaba encendida en el cuarto de estar, y la Sra. Darnell ponía en orden el papel de cartas con intención de escribir inmediatamente a la Sra. Nixon aceptando su propuesta, cuando fue interrumpida por una brusca exclamación de su marido.

—¿Qué pasa? —dijo, sobresaltada por el tono de voz—. ¿Te has hecho daño?

—Mira esto —repuso él, enseñándole una hoja de papel—; lo acabo de encontrar debajo del canapé del jardín.

Mary lanzó una mirada de asombro a su marido y leyó lo siguiente:

LA NUEVA Y ESCOGIDA SEMILLA
DE ABRAHAM

PROFECÍAS QUE SE CUMPLIRÁN
EN EL AÑO ACTUAL

  1. Zarpará una flota de Ciento Cuarenta y Cuatro Navíos rumbo a Tarshish y las Islas.
  2. Será destruido el Poder del Perro, incluidos todos los instrumentos de legislación anti-abrahámica.
  3. Regresará la Flota de Tarshish trayendo consigo el oro de Arabia, destinado a la Fundación de la Nueva Ciudad de Abraham.
  4. La Novia será Buscada y serán concedidos los Sellos a los Setenta y Siete.
  5. El Semblante del PADRE resplandecerá luminoso, mas con gloria mayor que la faz de Moisés.
  6. El Papa de Roma será lapidado con piedras en el valle llamado Berek-Zittor.
  7. El PADRE será reconocido por Tres Grandes Gobernantes. Dos Grandes Gobernantes negarán al PADRE e inmediatamente perecerán bajo los efluvios de la Cólera del PADRE.
  8. Será amarrada la Bestia del Pequeño Cuerno y todos los Jueces serán abatidos.
  9. La Novia será hallada en la Tierra de Egipto, que, según le ha sido revelado al PADRE, existe actualmente en la parte occidental de Londres.
  10. Será otorgada la Nueva Lengua a los Setenta y Siete y a los Ciento Cuarenta y Cuatro. El PADRE avanza hacia la Cámara Nupcial.
  11. Londres será destruido y se edificará de nuevo la Ciudad llamada No, que es la Nueva Ciudad de Abraham.
  12. El PADRE se unirá a la Novia y esta Tierra será trasladada al Sol por el plazo de media hora.

La expresión de la Sra. Darnell se fue relajando a medida que leía asunto que a ella le parecía tan inofensivo como incoherente. El tono de voz de su marido la había hecho temer algo más tangiblemente desagradable que una vaga concatenación de profecías.

—Bueno —dijo— ¿y qué?

—¿Y qué? ¿No ves que se le cayó a tu tía y debe estar más loca que una cabra?

—¡Oh, Edward, no digas eso! En primer lugar, ¿cómo sabes que se le ha caído a ella? También puede haberlo traído el viento de cualquier otro jardín. Y, aun en el caso de que se le hubiera caído a ella, no creo que sea para llamarla loca. Yo no creo que haya ahora auténticos profetas; pero hay mucha gente sensata que no piensa así. Conocí una vez a una señora anciana que era buenísima, estoy segura, y leía todas las semanas una revista llena de profecías y cosas como ésta. Nadie la llamaba loca y oí decir a mi padre que la buena señora tenía una de las mentes más agudas para los negocios que él había conocido en su vida.

—Muy bien, haz lo que quieras. Pero me parece que lo vamos a lamentar.

Permanecieron sentados en silencio durante un rato. Alice regresó de su «tarde libre» y ellos siguieron en silencio hasta que la Sra. Darnell dijo que tenía sueño y quería irse a la cama.

Su esposo le dio un beso.

—Creo que yo tardaré un poquito en acostarme —dijo—, tú ve a dormir, querida. Quiero reflexionar sobre todo esto. No, no; no voy a volverme atrás: tu tía vendrá con nosotros, ya te lo he dicho. Pero hay un par de cosillas que me gustarla aclarar dentro de mi mismo.

Estuvo meditando durante largo rato, paseando de arriba abajo por la habitación. Las luces se fueron apagando una tras otra en Edna Road, y la gente del barrio ya dormía; pero la luz de gas seguía encendida en el saloncito de los Darnell y él seguía paseándose de arriba abajo por la habitación. Pensaba que en torno a su vida en común, que un apacible había sido hasta entonces, parecían acumularse formas grotescas y fantásticas por doquier, presagios de confusión y desorden, amenazas de locura: extraño cortejo de otro mundo. Era como si a las calles silenciosas y durmientes de alguna antigua ciudad perdida entre los montes hubieran llegado desde lejos sonidos de tambores y de flautas, retazos de cánticos agrestes, y de pronto hubiera irrumpido en la plaza del mercado una loca compañía de danzantes extrañamente ataviados que bailaban desenfrenadamente a un ritmo cada vez más acelerado, que sacaban a los ciudadanos de sus protegidos hogares y vidas apacibles y los invitaban seductoramente a entremezclarse con ellos en las significativas figuras de la danza.

Sin embargo, a la vez lejos y cerca (pues estaba escondida en su corazón) contempló también el resplandor de una estrella segura y constante. Allá abajo cayeron las tinieblas; brumas y sombras envolvieron la ciudad. En medio de las calles se encendieron las llamas rojas y vacilantes de las antorchas. El cántico aumentó en volumen, cada vez más insistente, más mágico, hinchándose o cayendo en modulaciones ultraterrenas que componían el inequívoco discurso del ensalmo. Y el tambor redoblaba locamente y chillaba la flauta hasta el alarido, convocando a todos en la noche, llamándolos a abandonar sus apacibles lares; pues en medio de la zarabanda se preconizaba un extraño rito. Las calles, tan silenciosas de costumbre, tan ahogadas bajo los fríos y apacibles velos de la tiniebla, dormidas bajo la protección de la estrella vespertina, ahora hervían de linternas saltarinas y resonaban con los gritos de danzantes arrebatados como por un hechizo magistral; y los cánticos se hinchaban y triunfaban, el reverberante ritmo del tambor se aceleraba y, en el centro de la ciudad despertada, la hueste fantástica representaba su función al rojo resplandor de las antorchas. Él no sabía si eran actores y músicos que se desvanecerían tan súbitamente como habían venido y desaparecerían por la senda que subía al monte; o si realmente eran magos, hacedores de grandes y eficaces hechizos, sabedores de la palabra secreta mediante la cual la tierra puede transformarse en antecámara de la Gehenna, de tal modo que quienes los miraran y escucharan, como si de un espectáculo callejero se tratase, quedarían atrapados por el sonido de la visión, serían arrastrados y tomarían parte en las elaboradas figuras de aquella mística danza, para ser luego arrojados a los aborrecibles laberintos sin fin que se extienden por las colinas, donde vagarían errantes para siempre.

Pero Darnell no tenía miedo, gracias al Lucero del Alba que había comenzado a resplandecer en su corazón. En realidad siempre había estado allí, y allí poco a poco había ido brillando con luz cada vez más clara; y empezó a darse cuenta de que, aunque sus pasos terrenos le condujeran por los caminos de la antigua ciudad asediada por los Hechiceros, y ésta resonase de cánticos y procesiones, él, sin embargo, también moraba en la serenidad y en la seguridad de aquel astro de luz, y de que contemplaba el confuso espectáculo de los mortales desde una altura indecible, desde donde veía misterios en los cuales no participaba realmente y oía cantos mágicos que no eran capaces de hacerle abandonar los bastiones de la alta y sagrada ciudad.

Su corazón estaba henchido de paz y de gozo cuando se acostó junto a su esposa y cayó dormido; y por la mañana, cuando despertó, se sintió alegre.

IV

Entre brumas como de sueño atravesó Darnell los primeros días de la semana siguiente. Tal vez la naturaleza no había pretendido hacer de él un ejemplar de hombre práctico ni especialmente propenso a lo que suele llamarse «sólido sentido común»; pero su formación le había exigido desarrollar sencillas y buenas cualidades mentales, y su extraño talante del domingo por la noche le preocupaba, por lo que se esforzaba en explicárselo como antaño había intentado interpretar las fantasías de su adolescencia y juventud. Al principio se sintió frustrado por no conseguirlo; el periódico de la mañana, que siempre compraba durante la larga parada del autobús en Uxbridge Road Station, cayó de sus manos no leído, mientras él razonaba en vano, ante sí mismo, que la temida incursión de una anciana estrafalaria, por muy tediosa que fuera, no justificaba racionalmente aquellas insólitas horas de meditación en que sus imaginaciones se habían revestido de ropajes fantásticos y desacostumbrados y le habían hablado en un extraño lenguaje, lenguaje por otra parte que él había comprendido perfectamente.

Con tales razonamientos fatigó su mente durante la larga y habitual ascensión del autobús por la empinada cuesta de Holland Park y a través del incongruente bullicio de Notting Hill Gate, donde, por un lado, la calle conduce a las residencias lujosas y un tanto marchitas de Bayswater y, por el otro, se divisa la entrada a la lúgubre región de los suburbios. Los habituales compañeros de su viaje matutino iban en los asientos de alrededor; oía perfectamente el bisbiseo de sus conversaciones, que eran discusiones de política, y su vecino de asiento, que venía de Acton, le preguntó qué opinaba ahora del gobierno. Justo enfrente de él se había producido un debate, ruidoso y excitado, sobre si el ruibarbo era fruta u hortaliza y junto a su oído resonó la voz de Redman, que vivía muy cerca de su casa, elogiando la buena economía de «la esposa».

—No sé cómo se las arregla. Fíjese: ¿a que no sabe qué comimos ayer? Desayuno: empanadas de pescado, muy bien fritas. Sabrosas, ¿entiende?, con toda clase de hierbas. Es una receta de su tía, tiene usted que probarlas algún día. Café, tostadas, mantequilla, mermelada y, naturalmente, los etcéteras de costumbre. Cena: carne asada, pudín de Yorkshire, patatas, verduras y salsa de rábanos picantes, tarta de ciruelas y queso. ¿Dónde le pueden dar a uno mejor cena? Bien, a mí me parece excelente, de veras.

Pero, a pesar de estas distracciones, Darnell cayó en un estado de ensoñación mientras el autobús avanzaba traqueteando hacia la City, y siguió esforzándose por resolver el enigma de lo que le había ocurrido la noche antes. Y al contemplar la afanosa muchedumbre de las aceras y escuchar los ruidos de la calle, mientras árboles, parques y casas pasaban ante sus ojos, todo le pareció extraño y distinto, como si se hallase recorriendo las avenidas de alguna ciudad extranjera. Tal vez fuese que, en aquellas mañanas en que se dirigía a su rutinario traba o, vagas fantasías flotantes que debían llevar mucho tiempo rondándole la mente empezaban a tomar forma definida y a cristalizar en conclusiones concretas que ya no podía ignorar aunque quisiera. Darnell había recibido lo que se llama una sólida formación comercial y, por tanto, le habría resultado muy difícil poner en palabras articuladas cualquier pensamiento que mereciera ser pensado; pero, en esas mañanas, se sentía cada vez más convencido de que el «sentido común», que siempre había oído encomiar como la suprema facultad del hombre, era con toda probabilidad el instrumento más ínfimo y peor considerado de cuantos constituyen la dotación intelectual de una hormiga de mediana inteligencia. Y, como consecuencia casi obligada de tales reflexiones, se imponía en él la firme creencia de que toda la urdimbre de la vida en que él se movía hallábase sumida, hasta lo inimaginable, en el más craso de los absurdos; de que él y todos sus amigos, conocidos y compañeros de trabajo se interesaban en asuntos en que el hombre jamás tendría por qué haberse interesado, perseguían fines que jamás deberían haber perseguido, verdaderamente eran como hermosas piedras de un altar utilizadas para construir una pocilga. La vida, según le parecía, era una gran búsqueda de… no sabía qué; y, a lo largo de las edades, las auténticas señales e indicaciones del camino habían sido destruidas, o enterradas, o el significado de las palabras se había ido olvidando poco a poco; uno a uno, los signos habían sido desvirtuados, los auténticos accesos se hallaban ocultos por espesos matorrales, el mismo camino había sido desviado de las alturas a las honduras, hasta que por fin la raza de peregrinos había degenerado en picapedreros hereditarios o excavadores de zanjas que se afanaban en una senda que, si acaso, conducía a la destrucción. El corazón de Darnell saltó de gozo, de un gozo extraño y trémulo, con la sensación de que todo era nuevo, cuando se le ocurrió que acaso esta gran pérdida no fuera desesperada, que tal vez las dificultades no fueran ni mucho menos insuperables. Quizá bastara —se dijo— con que el picapedrero tirase el martillo y echase a andar, para que el camino apareciera claro y manifiesto ante él; y con un solo paso se liberaría el excavador del pestilente fango de la zanja.

De todo esto, naturalmente, se fue dando cuenta poco a poco y con dificultad. Él era un escribiente inglés de la City, “florecido” a finales del siglo XIX, y el enorme montón de morralla acumulado durante siglos no se podía eliminar en un instante. Una y otra vez, la estúpida mentalidad que había sido implantada en él, como en todos los demás, le afirmaba con toda seguridad que el mundo real y verdadero era el que podía verse y palparse, un mundo en el que copiar cartas con fidelidad y buena letra era intercambiable por cierta cantidad de pan, carne y vivienda, y en el que el hombre que copiaba bien, no golpeaba a su mujer y no malgastaba el dinero, era un hombre que estaba cumpliendo el objetivo para el que había sido hecho. Pero, pese a estos argumentos y pese a que eran aceptados por todos cuantos le rodeaban, él poseía el privilegio de percibir la absoluta falsedad y el absurdo total de semejante actitud. Tenía la suerte de ignorar por completo la «ciencia» de perra gorda; pero, aunque le hubieran metido toda la biblioteca en el cerebro, no habrían conseguido hacerle «negar en las tinieblas lo que había conocido en la luz». Darnell sabía por experiencia que el hombre es un misterio hecho para misterios y visiones, para sentir en su conciencia una felicidad inefable, para vivir un gozo inmenso que transmuta al mundo entero, un gozo que sobrepasa todos los gozos y vence todas las tristezas. Esto lo sabía con certidumbre, aunque confusamente; y estaba separado de los otros hombres, preparándose para un gran experimento.

Tales pensamientos sobre su tesoro escondido y secreto le permitieron sobrellevar casi con indiferencia la amenaza de invasión protagonizada por la Sra. Nixon. Sabía ciertamente que la presencia de ésta entre su mujer y él resultaría desagradable e incómoda, y abrigaba serias dudas acerca de la cordura de la anciana; pero, después de todo, ¿qué importaba? Además, ya comenzaba a alborear en su interior una luz tenue que le permitía vislumbrar los beneficios de la abnegación, y en este asunto él había preferido la voluntad de su mujer a la suya propia. Et non sua poma; para sorpresa suya, encontró placer en negarse a su propio deseo, cosa que siempre le había parecido completamente detestable. La situación en que se hallaba le resultaba del todo incomprensible; pero, también aquí, pese a pertenecer a una clase social sin esperanza, a vivir en los contornos más carentes de esperanza que el mundo ha visto, pese a saber tanto de la askesis como de metafísica china, también aquí tuvo el privilegio de no negar la luz que había empezado a alborear en su alma.

Y encontró una recompensa en la mirada de Mary cuando, en el frescor de la tarde, egresó de sus necias ocupaciones al hogar. A la caída del crepúsculo se sentaron juntos bajo la morera, cogidos de la mano, y a medida que las feas paredes que los rodeaban se iban difuminando en un mundo de sombras sin forma, ellos se sentían libres de la esclavitud de Shepherd’s Bush, libres para vagar en ese mundo no desfigurado, no mancillado, que se extiende más allá de las paredes. De esta región poco o nada sabía Mary por experiencia, pues su familia siempre había hecho suyos los postulados del mundo moderno, al que la verdadera naturaleza inspira un horror y un espanto instintivos y extraordinariamente significativos. El Sr. Reynolds también había compartido otra extraña superstición de estos últimos tiempos, a saber: que es necesario salir de Londres una vez al año por lo menos, como consecuencia, Mary tenía cierto conocimiento de diversos lugares de veraneo sitos en playas de las costas meridional y oriental, donde los londinenses se reúnen en hordas, convierten las arenas en un inmenso y pésimo music-hall y obtienen, según dicen, enormes beneficios con el cambio. Pero experiencias de esta índole no proporcionan ningún conocimiento de la naturaleza en su sentido verdadero y oculto; sin embargo, Mary, mientras descansaba en el crepúsculo bajo el árbol susurrante, supo del secreto del bosque, del valle cerrado por altas colinas, donde siempre murmuran las aguas de un claro riachuelo. Y para Darnell éstas fueron noches de grandes sueños; pues había llegado la hora del trabajo, el momento de la transmutación, y él, que no podía comprender el milagro, que apenas podía creer en él, sabía sin embargo, secreta y casi conscientemente, que el agua estaba siendo transformada en el vino de una nueva vida. Siempre era ésta la música interna de sus sueños, y a ella añadía en estas noches serenas y sagradas el lejano recuerdo de cierto tiempo distante de su infancia en que, antes de que el mundo le anegara, había viajado a la antigua casa gris del oeste, y durante todo un mes estuvo oyendo el murmullo del bosque por la ventana de su dormitorio y, cuando callaba el viento, el romper de las mareas contra los arrecifes; y algunos días que se había despertado muy temprano oyó un extraño grito de ave que se alzaba de su nido, entre los juncos, y se había asomado a la ventana y había visto cómo el valle se blanqueaba al alba y cómo el río que por él serpenteaba se tomaba blanco al sumergirse en el mar. Todos estos recuerdos se le habían ido borrando y desluciendo a medida que él se hacía adulto y las cadenas de la vida común eran sólidamente remachadas en torno a su alma; toda la atmósfera que le rodeaba era casi letal para tales vivencias, y sólo de vez en cuando, en momentos semiconscientes o en sueños, había retomado a aquel valle del lejano oeste, donde el hálito del viento era un ensalmo y cada hoja y cada arroyo y cada monte hablaban de grandes e inefables misterios. Pero ahora, aquella visión rota le había sido en gran parte restaurada, y mirando con amor en los ojos de su esposa, vio centellear las lagunas del bosque apacible, vio la niebla levantándose al atardecer y oyó la música del tortuoso río.

Así, juntos, estaban sentados ambos el viernes por la tarde de la semana que había comenzado con aquella extraña y casi olvidada visita de la Sra. Nixon, cuando, para fastidio de Darnell, sonó un discordante timbrazo en la puerta principal y apareció Alice, un tanto confusa, para anunciar que un caballero deseaba ver al señor. Darnell entró en el saloncito, donde Alice había abierto de tal modo la espita del gas que la luz arrojaba llamaradas con un bramido de torrente, y bajo esta luz distorsionante aguardaba un caballero recio y entrado en años, cuyo semblante le resultaba enteramente desconocido. Darnell le miró desconcertado y vaciló, a punto de hablar, pero el visitante le quitó la palabra.

—Usted no me conoce, pero espero que sí conocerá mi nombre. Me llamo Nixon.

No esperó a ser interrumpido. Se sentó y lanzóse al relato. Tras sus primeras palabras, Darnell, a quien no cogían muy de sorpresa, escuchó con asombro.

—Y en pocas palabras —recapituló Nixon—, que está completamente loca la pobre y hemos tenido que internarla hoy mismo.

Se le quebró la voz durante un instante y se enjugó disimuladamente los ojos, pues, aunque robusto por naturaleza y triunfador en la vida, no dejaba de ser hombre sensible que además quería sinceramente a su mujer. Había hablado con rapidez, sin apenas entrar en detalles que habrían interesado a los especialistas en ciertas clases de manía, y Darnell se sintió apenado por el sufrimiento que el Sr. Nixon evidenciaba.

—He venido a verle —prosiguió éste tras una breve pausa— porque descubrí que ella había estado aquí el domingo pasado y me imaginé más o menos lo que les habría contado.

Darnell le enseñó la hojilla profética que se le había caído a la Sra. Nixon en el jardín.

—¿Sabe usted algo de esto? —preguntó.

—¡Oh, ése! —exclamó el viejo con cierta animación en la voz—. ¡Oh, sí! Anteayer le molí a palos a ése.

—¿Pero está loco? ¿Quién es?

—No está loco: es malo. Es un sinvergüenza, un miserable galés llamado Richards. Desde hace unos pocos años dirige una especie de capilla ahí por New Barnet, y mi pobre esposa, que se conoce que la iglesia parroquial no le parecía bastante, llevaba los últimos doce meses yendo por el templo de esa maldita secta. Eso fue lo que acabó de desequilibrarla. Sí, anteayer le molí a palos a ése, y no me da miedo que me lleve al juzgado. A ése le conozco yo y él sabe que le conozco.

El viejo Nixon susurró en el oído de Darnell y rio entre dientes al repetir por tercera vez su fórmula:

—A palos le molí a ése anteayer.

Darnell sólo pudo murmurar algunas condolencias y expresar su confianza en que la Sra. Nixon se recobrase.

El viejo movió negativamente la cabeza.

—Me temo que no hay esperanzas —dijo—. He pedido consejo a los mejores médicos, pero no pueden hacer nada, y así me lo han dicho.

A continuación pidió ver a su sobrina y Darnell salió y preparó a Mary lo mejor que pudo. A ella le costó creer que su tía estuviera loca de remate, pues la Sra. Nixon, habiendo sido extremadamente estúpida durante toda su vida, había logrado pasar sin ningún esfuerzo, entre familiares y amigos, por una persona proverbialmente sensata. En la familia Reynolds, como en la gran mayoría de nosotros, la falta de imaginación se toma siempre por cordura, y aunque muchos de nosotros no han oído nunca hablar de Lombroso, somos sus conversos confeccionados a medida. Siempre hemos creído que los poetas están locos, y aunque desgraciadamente las estadísticas demuestran que pocos de ellos han sido realmente inquilinos auténticos de los asilos de lunáticos, alivia saber que casi todos han tenido tos ferina, enfermedad que sin duda constituye, como la intoxicación, una locura menor.

—¿Pero realmente es verdad? —preguntó por fin ella—. ¿Estás seguro de que no te ha engañado el tío? La tía siempre parecía tan sensata…

Al fin, fortalecida por el recuerdo de que la tía Marian solía levantarse todas las mañanas muy temprano, entró con su marido en el salón y se enfrentó al viejo. La sinceridad y delicadeza de éste, que eran evidentes, fueron ablandando a Mary aunque su creencia en las fábulas de su tía todavía tardó en desvanecerse plenamente. Cuando se despidió el visitante, ya había quedado convenido que volvería a verlos otro día.

La Sra. Darnell dijo que se sentía agotada, y se acostó; y Darnell volvió al jardín y empezó a pasear de arriba abajo, poniendo en orden sus ideas. El inmenso alivio experimentado al enterarse de que finalmente la Sra. Nixon no vendría a vivir con ellos le obligó a reconocer que, pese a su sometimiento, había sentido verdadero pánico ante tal eventualidad. Ahora se le había quitado ese peso de encima y tenía libertad para volver a considerar su propia vida sin referencia a la grotesca intrusión que la había amenazado. Lanzó un suspiro de alegría y, paseando de un extremo a otro del jardín, saboreó el aroma de la noche que, aunque llegaba débilmente en aquel barrio aprisionado entre ladrillos, le trajo, de años remotos, el recuerdo de cómo huele de noche el mundo, según él había sabido durante aquellas breves vacaciones campestres de su infancia: olor que emanaba de la tierra cuando la llama del sol se ha hundido tras la montaña y el resplandor del crepúsculo palidece en el cielo y en los campos. Y al recuperar estos sueños perdidos de un país encantado, le vinieron otras imágenes de su infancia, olvidadas y sin embargo no olvidadas, que residían inadvertidas en zonas oscuras de la memoria, pero prestas a ser evocadas. Recordó una fantasía que le había perseguido durante largo tiempo. Tumbado medio dormido en el bosque, durante una siesta calurosa de aquella memorable estancia en el campo, había «jugado» a que de las nieblas azules y de la luz verde tamizada por las hojas surgía una diminuta compañera que se le acercaba: una chiquilla de color blanco y largos cabellos negros, que estuvo jugando con él y le susurró secretos al oído, mientras el Sr. Darnell, su padre, dormía bajo un árbol; y desde aquella tarde de verano la figurilla blanca había permanecido a su lado día tras día; lo había visitado en el erial de Londres, e incluso en años recientes le había venido alguna vez la sensación de su presencia en medio del acaloramiento y bullicio de la City. Recordaba bien su última visita; ocurrió pocas semanas antes de casarse, y de las profundidades de alguna tarea trivial levantó la mirada atónita y se preguntó por qué de pronto el aire olía a hojas verdes, por qué llegaban a su oído el murmullo de los árboles y el rumor del río entre los juncos; y entonces ese súbito embeleso al que había dado nombre e individualidad le poseyó por completo. Supo entonces cómo la embotada carne de un hombre puede convertirse en fuego; y ahora, mirando desde un nuevo punto de vista hacia el recuerdo de ésta y otras vivencias, comprendió hasta qué punto todo lo que era real en su vida había sido mal acogido, no deseado por él, y le había acontecido, tal vez, en virtud de cualidades puramente negativas por su parte. Y sin embargo, al reflexionar, vio que a todo lo largo de su vida se extendía una cadena de testigos: una y otra vez habían susurrado en su oído voces que hablaban un lenguaje extraño que él ahora reconocía como lengua materna; la calle vulgar nunca le había negado visiones de su verdadera tierra natal; y en todas las vueltas y revueltas del mundo vio que había habido emisarios prestos a guiar sus pasos por el camino del gran viaje.

Una o dos semanas después de la visita del Sr. Nixon, Darnell se tomó sus vacaciones anuales.

Desde luego había quedado descartado todo veraneo en Walton-on-the-Naze o sitios parecidos, pues él había aceptado con gusto la propuesta de su mujer, que quería guardar una suma importante por si venían malos días. Pero todavía hacía muy buen tiempo y él dedicó sus vacaciones a holgar en el jardín, a la sombra del árbol, o a callejear sin prisa ni rumbo por los barrios periféricos del oeste de Londres, sintiendo a veces la vieja sensación de que tras los velos sucios y empañados de interminables calles grises se esconde una belleza inefable. En cierta ocasión, un día que llovía intensamente, se metió en el cuarto trastero y empezó a revolver entre los papeles del viejo baúl de crin: anotaciones, recortes y otros retales de la historia familiar, algunos del puño y letra de su padre, otros escritos en tinta ya descolorida, y también había unos pocos dietarios de bolsillo cubiertos de una escritura aún más antigua, y en éstos la tinta estaba más negra y brillante que cualquiera de las que venden hoy día en las papelerías. Darnell había colgado en esta habitación el retrato del antepasado, y había comprado una sólida mesa de cocina y una silla; de modo que a la Sra. Darnell, al verle allí consultando sus viejos documentos, se le había pasado por el magín la posibilidad de llamar a esa habitación «el estudio del Sr. Darnell». Hacía muchos años que éste no ponía la vista encima de aquellas reliquias familiares, pero desde el día en que una lluviosa mañana le enviara a ellas, siguió investigándolas con asiduidad hasta el final de las vacaciones. Era un nuevo tema de interés para él, y empezó a hacerse una vaga imagen de sus antecesores y de la vida que habían vivido en aquel antiguo caserón gris, en aquel valle con un río, en aquella tierra occidental de manantiales y arroyos y bosques antiguos y sombríos. Y en aquellos descabalados legajos de viejos papeles olvidados había cosas más extrañas que meras notas sobre la historia de la familia, y cuando volvió a su trabajo en la City algunos de sus compañeros le notaron vagamente cambiado, sin saber en qué; pero cuando le preguntaron que dónde había estado y qué había hecho, se limitó a reír. Por su parte, Mary observó que su marido se pasaba todas las tardes una hora por lo menos en el trastero, y lamentaba la pérdida de tiempo que suponía leer antiguos papelotes sobre personas que ya no vivían. Y una tarde que habían salido juntos a dar un paseo (más bien lúgubre) hacia Acton, Darnell se paró ante una cochambrosa librería de lance, y tras escrutar las hileras de tomos raídos que había en el escaparate, entró y compró dos volúmenes. Resultaron ser un diccionario y una gramática de latín, y la asombrada esposa oyó a su marido declararle la intención de aprender dicho idioma.

Pero, verdaderamente, en toda la conducta de él percibía Mary cierta alteración imprecisable; y empezó a alarmarse un poco, aunque casi no habría podido formular sus temores en palabras. Pero sabía que, de un modo indefinido y fuera del alcance de sus pensamientos, sus vidas habían cambiado desde el verano y ni una sola cosa parecía exactamente como antes. Si echaba una mirada a la lúgubre vía pública de escasos paseantes, veía que era la misma de siempre, pero, sin embargo, que estaba cambiada, y si abría la ventana por la mañana temprano, el aire que entraba en la habitación traía un hálito distinto y le transmitía un mensaje que no podía descifrar. Y los días siguieron su curso, y ni siquiera las cuatro paredes le resultaban plenamente familiares, y las voces de la gente sonaban extrañas, como con ecos de una música venida a través de montañas desconocidas. Y día tras día, mientras cumplía con sus obligaciones caseras e iba de tienda en tienda por aquella red de calles tristes, por aquel laberinto fatal de gris desolación, le venían imágenes de algún otro mundo, como si fuera caminando por un sueño y en cualquier momento pudieran producirse la luz y el despertar, y entonces se desvanecería aquel mundo gris y aparecerían gloriosas regiones largo tiempo anheladas. Una y otra vez le parecía como si lo que estaba oculto fuera a revelarse incluso al lento testimonio de los sentidos; y mientras se afanaba por las calles de aquel suburbio lúgubre y cansado, y contemplaba aquellos grises muros materiales, le parecía como si tras de ellos resplandeciera una luz, y una y otra vez le venía la mística fragancia del incienso, como en una brisa llegada de allende las fronteras de ese mundo que no es tanto impenetrable como inefable, y su oído percibía como el fantasma de un cántico que le hablaba de coros ocultos en todos los caminos de su vida. Ella luchaba contra estas sensaciones, negándose a aceptar su testimonio, pues durante trescientos años todo el peso de la opinión acreditada se ha dirigido a infamar y destruir el conocimiento real, y tan bien lo ha logrado que sólo podemos recuperar la verdad a través de mucho sufrimiento. Y así pasaba Mary los días, en extraña turbación, aferrándose a cosas corrientes y a pensamientos comunes, como si temiera despertarse una mañana en un mundo desconocido y a una vida cambiada. Y Edward Darnell siguió yendo día tras día a su trabajo y regresando por la tarde, siempre con aquel resplandor en la mirada y en el rostro, con aquella expresión de maravillado asombro que aumentaba cada día, como si el velo se estuviera volviendo para él más transparente y pronto fuera a desaparecer.

De estas grandes cuestiones que se les planteaban tanto a ella como a su marido, Mary prefirió no darse por enterada, temerosa, tal vez, de que si empezaba a formularse la pregunta, la respuesta resultara demasiado fantástica. Lo que hizo fue aplicarse a estar siempre atareada o preocupada por pequeñas cosas; se preguntaba qué atractivo podían tener los antiguos documentos que Edward, suponía ella, investigaba meticulosamente noche tras noche en la fría habitación del piso de arriba. Una vez, a invitación de Darnell, les había echado un vistazo, pero no descubrió en ellos nada de interés; había un par de toscos bocetos a plumilla que representaban el viejo caserón del oeste: parecía una construcción disforme y fantástica, provista de extraños pilares y ornamentos aún más extraños en el saliente pórtico; por una de sus vertientes el tejado llegaba casi hasta el suelo, y en el centro, sobre el resto del edificio, se elevaba lo que casi podía considerarse una torre. También había documentos que aparentemente sólo contenían nombres y fechas y algún que otro escudo de armas dibujado al margen, y se topó con una interminable letanía de salvajes nombres galeses unidos entre sí por la palabra «ap». Había un papel cubierto de signos y figuras que nada significaban para ella, y también estaban los dietarios de bolsillo, cuyas páginas cubiertas de caligrafía antigua contenían textos escritos muchos de ellos en latín (según decía su marido): en suma, se trataba de una colección de documentos tan desprovistos para ella de significado como un tratado de secciones cónicas. Pero noche tras noche Darnell se encerraba con aquellos enmohecidos legajos, y cuando volvía junto a ella, su rostro resplandecía más que nunca con la luz de estar viviendo una gran aventura. Y una noche ella le preguntó qué es lo que tanto le interesaba de aquellos papeles que le había enseñado.

A él le encantó la pregunta. Por alguna razón llevaban cierto tiempo sin conversar mucho entre ellos, y se puso a hablar de la antigua raza a que él pertenecía, del viejo y extraño caserón de piedra gris que se alzaba entre el bosque y el río. Su familia, dijo, se remontaba a un pasado remotísimo, anterior a los normandos, anterior a los sajones, hasta los tiempos de los romanos, y durante cientos de años sus antepasados habían sido reyezuelos y vivían en una poderosa fortaleza edificada sobre una colina en el corazón del bosque; e incluso hoy en día quedaban grandes montículos desde donde podía contemplarse la montaña, por un lado, a través de los árboles, y, por el otro, el amarillo mar. El verdadero nombre de la familia no era Darnell; este apellido fue adoptado en el siglo XVI por un tal Iolo ap Taliesin ap Iorwerth, aunque Darnell ignoraba los motivos. Y también le contó que, siglo tras siglo, la raza había ido empobreciéndose, hasta que por fin nada les quedó sino el caserón gris y unos pocos acres de tierra bordeando el río.

—Y ¿sabes, Mary? —dijo—, me parece que antes o después iremos a vivir allí. Mi tío abuelo, que es actualmente el dueño, hizo dinero de joven, en negocios, y creo que me lo dejará todo a mí. Sé que soy su único pariente. Qué extraño sería. Qué cambio respecto de la vida que llevamos aquí.

—Nunca me lo habías dicho. ¿Pero no crees que tu tío abuelo podría dejar la casa y el dinero a otra persona a la que haya tratado más que a ti? Porque tú no le has visto desde niño, ¿verdad?

No; pero nos escribimos una vez al año. Y por lo que he oído decir a mi padre, estoy seguro de que el viejo nunca dejará la casa a nadie que no sea de la familia. ¿Crees que te gustará?

—No sé. ¿No está muy solitaria?

—Creo que sí. No recuerdo si se ve alguna otra casa desde ella, pero me parece que no hay ninguna cerca. ¡Vaya cambio! Ni City, ni calles, ni gente de un lado para otro; sólo el sonido del viento, y hojas verdes y colinas verdes y la canción de las voces de la tierra…

Se detuvo bruscamente, como si temiera revelar algún secreto que no debía ser aún descubierto; y verdaderamente, sólo por hablar de cambiarse desde la callejuela de Shepherd’s Bush a aquel viejo caserón perdido en los bosques del lejano oeste, parecía como si ya le poseyese el cambio, y su voz adquiría las modulaciones de un antiguo cántico. Mary le miró fijamente y le tocó el brazo, y él respiró profundamente antes de volver a hablar.

—Es la antigua sangre que me llama a la antigua tierra —dijo—. Me olvidaba de que soy un escribiente de la City.

Era sin duda su sangre antigua que se le había agitado de pronto, la resurrección del antiguo espíritu que durante siglos y siglos se había mantenido fiel a secretos que hoy apenas interesaban a nadie, y ahora revivía con tanta pujanza en su corazón que le resultaba difícil ocultarlo. Se encontraba casi en la misma situación que el personaje del cuento que, tras una fuerte descarga eléctrica, había perdido la visión de las cosas que había a su alrededor, en las calles de Londres, y en cambio veía el mar y la orilla de una isla de las Antípodas; pues a Darnell ya le costaba un esfuerzo mantenerse apegado a los intereses y a la atmósfera que, hasta hacía bien poco, constituían todo su mundo; y el gris caserón y el bosque y el río, símbolos de la otra esfera, habían irrumpido, por así decirlo, en el paisaje del barrio londinense.

Pero siguió, aunque con más discreción, contando historias de sus lejanos antepasados. De uno de ellos, del más remoto de todos, se decía que era santo y se le suponía poseedor de ciertos secretos misteriosos a los que, en los documentos, se alude frecuentemente como «las Canciones Escondidas de Iolo Sant». Y de pronto, en brusca transición, pasó a evocar recuerdos de su padre y de la vida extraña y desamparada que habían llevado en sórdidas pensiones de los barrios bajos de Londres, recuerdos de las tristes callejuelas que constituían sus primeras reminiscencias, de olvidadas plazuelas del norte de Londres, y recuerdos de su padre, hombre grave y barbudo que parecía siempre vivir en un sueño, como empeñado también en él en ver, más allá de los muros sólidos, una tierra de huertos profundos y muchas colinas resplandecientes y fuentes y charcas que rutilan bajo la enramada del bosque.

—Creo que mi padre se ganaba la vida —prosiguió—, es decir, una vida como la que se ganaba, en la Oficina de Registros y en el Museo Británico. Solía hacer indagaciones por cuenta de abogados o párrocos rurales interesados en investigar hechos antiguos. Nunca trabajó mucho y siempre estábamos cambiando de pensión, y siempre en sitios apartados y decrépitos. Nunca llegábamos a conocer a los vecinos, por lo mucho que nos mudábamos, pero mi padre tenía como media docena de amigos, viejos como él, que venían muchas veces a casa; y entonces, si había dinero, mandaban por cerveza a la criada de la pensión y se estaban allí charlando y fumando hasta bien entrada la noche.

»Nunca supe mucho de los amigos de mi padre, pero todos tenían un aire común, como un anhelo de algo escondido. Hablaban de misterios que yo nunca comprendí, y muy poco de sus propias vidas, y cuando hablaban de cosas corrientes, daba la impresión de que, para ellos, asuntos tales como, por ejemplo, las necesidades económicas, constituían trivialidades sin importancia. Cuando me hice mayor y empecé a ir por la City, conocí a otros chicos de mi edad, y al oírles hablar me pregunté si mi padre y sus amigos no estarían un poco tocados de la cabeza; pero ahora sé más.

Así, noche tras noche, habló Darnell a su esposa, pasando sin rumbo aparente de las sucias pensiones en que vivió de niño con su padre y los otros buscadores, al viejo caserón oculto en aquel lejano valle occidental y a la antigua estirpe que durante siglos había contemplado la puesta del sol tras la montaña. Pero, en realidad, lo que él decía tenía siempre una finalidad, y Mary sentía que, detrás de sus palabras, por muy indiferentes que pudieran parecer, había un propósito escondido: embarcarse juntos en una grande y maravillosa aventura.

Así, cada día el mundo se tornó más mágico; día a día fue cumpliendo el trabajo de separación y fueron siendo pulidos los accidentes más toscos. Darnell no desdeñaba instrumento alguno que le pudiera ser útil en el trabajo; y ya no se quedaba en casa los domingos por la mañana, saboreando el ocio, pero tampoco acompañaba a su esposa a aquella blasfemia gótica que se pretendía iglesia. En un callejón trasero habían descubierto una pequeña iglesia de otras hechuras, y Darnell, que en uno de los viejos dietarios había encontrado la máxima Incredibilia sola Credenda, pronto percibió lo alto y glorioso que era el ritual a que asistía. Nuestros estúpidos mayores nos han enseñado que podemos llegar a sabios estudiando libros «científicos» y manipulando tubos de ensayo, muestras geológicas, preparaciones microscópicas o cosas parecidas; pero los que se han liberado de tales extravíos prefieren leer, no libros «científicos», sino libros sagrados, y saben que el alma alcanza la sabiduría contemplando ceremonias místicas y ritos complejos y singulares. En ellos descubrió Darnell un lenguaje sutil y misterioso que al instante le habló más secreta y directamente que los credos formalmente establecidos; y vio que, en un sentido, el mundo no es sino una inmensa ceremonia, un inmenso sacramento que muestra, en formas visibles, una doctrina oculta y trascendente. Así fue como encontró en el ritual de aquella iglesia una imagen perfecta del mundo; una imagen purificada, exaltada e iluminada, una casa sagrada de piedras resplandecientes y translúcidas, donde las antorchas llameantes significaban más que las estrellas de la rueda celeste y el humo del incienso era señal más certera que la niebla cuando levanta. Su alma desbordaba ante la procesión de la albedo, blanca y solemne, y ante la danza mística que significa embeleso y un gozo superior a todos los gozos, y cuando contempló al Amor matado alzarse de nuevo victorioso, supo que había presenciado en imagen la consumación de todas las cosas, la Nupcia de todas las Nupcias, el misterio que está detrás de todos los misterios, cumpliéndose desde la fundación del mundo. Así, la casa de su vida se tornó cada vez más mágica.

Y al mismo tiempo empezó a darse cuenta de que, si en la Nueva Vida existen gozos nuevos e insospechados, también existen peligros igual de nuevos y de insospechados. En uno de sus libros manuscritos que decían revelar el sentido externo de esos misteriosos Cánticos Escondidos de Iolo Sant, había un breve capítulo encabezado por la sentencia: Font Sacer non in communem Vsum convertendus est, y a fuerza de paciencia y mucho uso de la gramática y el diccionario, Darnell logró interpretar el poco complicado latín de su antepasado. El tomo que contenía el capítulo en cuestión era uno de los más singulares, pues se titulaba Terra de Iolo y aparentemente, gracias a una ingeniosa ocultación de su verdadero simbolismo, consistía en una relación de huertos, campos, bosques, caminos, edificaciones y corrientes de agua existentes en la finca de los antepasados de Darnell. Gracias a este libro, supo del Manantial Sagrado, oculto en el Bosque de los Sabios —Sylva Sapientum—, que es «una fuente de aguas abundantes que calor de estío secar no puede ni ensuciar riada alguna, y son aguas de vida para quienes padecen sed de vida, arroyo purificador para quienes anhelan pureza, y medicina de tal valor curativo que con ella, por voluntad de Dios e intercesión de Sus santos, hasta las más crueles heridas sanan». Pero el agua de esta fuente ha de ser mantenida perpetuamente sagrada, no ha de ser usada con fines vulgares ni para satisfacer sed corporal alguna, sino que ha de ser tenida siempre por tan santa «como el agua que el sacerdote ha consagrado». Y un comentario escrito al margen por una mano muy posterior había proporcionado a Darnell alguna noción sobre el significado de estas prohibiciones. Se le advertía que no debía utilizar el Manantial de Vida como un simple placer de la vida mortal ni para obtener sensaciones nuevas ni para endulzar la insípida copa de la existencia cotidiana. «Pues —decía el comentarista— no hemos sido llamados a sentarnos en un teatro y contemplar la función, sino a entrar en escena y representar apasionadamente nuestro papel en un grande y maravilloso misterio».

Darnell comprendía perfectamente la tentación a que se aludía. Aunque apenas había recorrido unos pasos por la senda y probado sólo unas gotas del agua que rebosaba de aquel místico manantial, ya se daba cuenta del encantamiento que iba transmutando el mundo a su alrededor e infundiendo en su vida extraños significados y un aura de aventura. Londres parecía una ciudad de las Mil y Una Noches y sus torcidas callejas formaban un laberinto encantado; sus largas avenidas flanqueadas de faroles eran como constelaciones de estrellas y su inmensidad se convirtió para él en símbolo del universo infinito. Se imaginaba fácilmente lo agradable que podía resultar quedarse en un mundo así, sentarse aparte y soñar mientras contemplaba el espectáculo que se desarrollaba ante su vista; pero el Manantial Sagrado no era para usos vulgares, sino para limpiar el alma y curar las crueles heridas del espíritu. Sin embargo, aún quedaba otra transformación: Londres se había convertido en Bagdad; finalmente se transmutaría en Sión o, según palabras de uno de sus antiguos documentos, la Ciudad del Cáliz.

Y aún había peligros más sombríos, a los que aludían más o menos veladamente los manuscritos de Iolo (como su padre llamaba al conjunto de documentos). En ellos se sugería la existencia de una región espantosa donde puede ir a parar el alma, de una transmutación hacia la muerte, de invocaciones capaces de atraer a las más poderosas fuerzas del mal desde sus tenebrosas guaridas: en una palabra, de esa esfera que ante la mayoría de nosotros se manifiesta bajo el simbolismo tosco y un tanto pueril de la Magia Negra. Y a este respecto Darnell tampoco carecía de una vaga intuición de lo que se daba aquí a entender. Se sorprendió a sí mismo recordando un curioso incidente, ocurrido hacía mucho tiempo, que había permanecido durante todos aquellos años en su mente aunque sin merecer nunca su atención, perdido entre muchos recuerdos triviales de su infancia, y que ahora se alzaba ante él, claro y nítido, lleno de significación. Sucedió durante aquella memorable visita al viejo caserón del oeste, y toda la escena volvió a presentarse ante él en sus menores detalles, y las voces parecieron resonarle en los oídos. Había sido un día gris e inmóvil, de pesado calor: después de desayunar había estado un rato en el césped, de pie, quieto, maravillándose de la paz y el silencio inmensos del mundo. No se movía una hoja en los árboles de la pradera, ni un susurro venía de las innumerables hojas del bosque; de las flores emanaba un perfume denso y dulzón, como si exhalaran los sueños de la noche de verano; y allá lejos, al fondo del valle, el tortuoso río parecía de plata empañada bajo aquel cielo opaco y plateado, y los bosques, campos y colinas lejanos se perdían en la niebla. La quietud del aire le tenía como paralizado por un hechizo; se pasó toda la mañana apoyado en la valla que separaba el césped del prado, respirando el aliento místico del verano, y viendo encenderse los campos, como si de pronto se abrieran muchas flores relucientes, cuando por un instante la alta niebla se aclaraba ante el sol escondido. Mientras contemplaba este panorama, pasó cerca de él hacia la casa un hombre agobiado por el calor y con cierta expresión de horror en la mirada; pero él siguió apoyado en la valla hasta que sonó la vieja campana de la torreta, y cenaron todos juntos, amos y criados, en la habitación fría y oscura que miraba a las inmóviles hojas del bosque. Se dio cuenta de que su tío estaba preocupado por algo y, cuando terminaron de comer, le oyó decir a su padre que había problemas en una granja; y decidieron que, tras reposar la comida, irían a cierto lugar de extraño nombre. Pero al llegar la hora, el Sr. Darnell estaba tan sumergido en viejos libros y humo de tabaco, que no fue posible sacarlo de su rincón, y fueron solos Edward y su tío en el pequeño carruaje de dos ruedas. Bajaron al trote por la estrecha senda hasta desembocar en la carretera que seguía el serpenteante curso del río, y lo cruzaron por el puente de Caermaen, junto a las desmoronadas murallas romanas, y luego, bordeando el pueblo desierto, lleno de ecos, salieron a un ancho camino de portazgo, y el polvo calizo les seguía como una nube. De pronto torcieron hacia el norte por una senda que Edward jamás había visto. Era tan angosta que apenas dejaba sitio para el ligero carruaje, y el suelo era de roca viva, y subieron lentamente por la larga y empinada cuesta encajonada entre escarpados taludes y setos incultos que les tapaban la luz. Y en los taludes crecían helechos tupidos y verdes, y goteaban ocultos manantiales; y el viejo le contó que en invierno aquel callejón se convertía en una torrentera de aguas turbulentas y quedaba intransitable. Adelante siguieron, a veces cuesta arriba y a veces cuesta abajo, pero siempre por aquella profunda zanja cubierta de silvestres ramas entrelazadas, y el chiquillo se preguntó en vano cómo sería el paisaje a ambos lados del camino. Y en un momento dado el aire se oscureció, y el seto de uno de los lados no era ya sino la linde de un bosque umbrío y susurrante, y las grises rocas calizas habían dejado paso a una tierra roja salpicada de parches verdes y vetas de marga, y de pronto en el silencio de las profundidades del bosque empezó a cantar un pájaro, y era una melodía hechicera que transportaba el corazón a otro mundo, que traía al alma del niño una vibración del bendito reino de las hadas que se extiende allende los bosques de la tierra, allí donde las heridas del hombre sanan. Y así por fin, tras muchas vueltas y revueltas llegaron a una alta meseta desnuda donde el angosto callejón desembocaba en una especie de amplio prado comunal en cuyos linderos había desperdigadas tres o cuatro casitas rústicas, y una de ellas era un pequeño mesón. Aquí pararon, y salió un hombre que ató el fatigado caballo a un poste y le dio de beber; y el viejo Sr. Darnell cogió al niño de la mano y se lo llevó por un sendero que atravesaba los campos. El muchacho ya podía ver el paisaje, pero era un lugar extraño y desconocido; se hallaban en el corazón de un silvestre laberinto de montes y valles que no había visto en su vida, y bajaban una ladera escarpada y agreste por un estrecho sendero que se retorcía entre aulagas y gigantescos helechos. Brillando el sol por un instante, allá abajo le respondió un destello de aguas claras desde el fondo de un angosto valle donde saltaba un arroyuelo de piedra en piedra. Llegaron al pie de la montaña y atravesaron un campo de helechos, y de pronto se toparon, oculta entre huertos verdes y oscuros, con una casa encalada, baja y larga, con tejado de piedras extrañamente decoradas por musgos y líquenes. El Sr. Darnell llamó a la pesada puerta de roble, y entraron en una sombría estancia donde apenas penetraba luz por los gruesos cristales de la profunda ventana. En el techo había recias vigas y la gran chimenea exhalaba un aroma a leña quemada que Darnell nunca olvidó, y la habitación parecía llena de mujeres hablando a la vez en tonos asustados. El Sr. Darnell hizo seña a un viejo alto y canoso que llevaba calzón corto de pana, y el muchacho, sentado en una silla de alto respaldo recto, vio por los vidrios de la ventana emplomada las idas y venidas del viejo y su tío paseando juntos por la vereda del jardín. Las mujeres dejaron de hablar por un momento y una de ellas le trajo un vaso de leche y una manzana desde alguna fría habitación interior; y entonces, de repente, en el piso de arriba resonó un alarido agudo y terrible, seguido al poco por una voz de niña cantando una canción más terrible aún. No se parecía a nada que el muchacho hubiera oído antes, pero el adulto, al recordarla, sí sabía a qué podía comparar esa canción, a cierto cántico que convoca a ángeles y arcángeles para asistir al gran Sacrificio. Pero así como este cántico glorifica a las fuerzas celestiales, así parecía convocar aquél a toda la jerarquía del mal, a las huestes de Lilith y Samael; y las palabras que resonaban con tan espantosas modulaciones —neumata inferorum— pertenecían a algún idioma desconocido que pocos han oído en la tierra.

Las mujeres intercambiaron miradas de horror, y vio a alguna de las más viejas trazarse torpemente un antiguo signo en el pecho. De pronto rompieron nuevamente a hablar, y él recordaba fragmentos de su conversación.

—Estuvo allí —dijo una de ellas, señalando vagamente por encima del hombro.

—Pero si no sabía el camino —repuso otra—. Ya nos dejaron los que iban allí.

—Ahora no hay nada allí.

—¿Cómo dices eso, Gwenllian? ¿Quiénes somos nosotras para decir eso?

—Mi bisabuela conoció a unos que habían estado allí —dijo una anciana—. Me contó lo que les pasó después.

Y entonces apareció su tío en la puerta, y regresaron por donde habían venido. Edward Darnell no volvió nunca a oír hablar del asunto, ni si la niña murió o se recobró de aquel extraño ataque; pero el recuerdo de la escena le había perseguido durante toda su infancia, y ahora le volvía con cierta nota de advertencia, como símbolo de los peligros que podía hallar en el camino.

Sería imposible seguir narrando la historia de Edward Darnell y su esposa Mary, pues a partir de entonces su leyenda está llena de hechos imposibles y parece adquirir la semblanza de los relatos del Grial. Es cierto que su vida cambió en este mundo, como la del Rey Artús, pero sus trabajos no han sido recogidos por cronista alguno. Cierto es que Darnell escribió un librito, que constaba en parte de unos versos extraños e ingenuos como los que podría haber escrito un chiquillo inspirado y, en parte, de «notas y exclamaciones» redactadas en un singular latín macarrónico aprendido en los «manuscritos de Iolo»; pero es de temer que esta obrita, aunque se publicara íntegramente, apenas arrojaría luz sobre la intrigante historia de su autor. Tituló este libro In Exitu Israel y, en el frontispicio, escribió el lema, sin duda de su propia invención, «Nunc certe scio quod omnia legenda; omnes historiae, omnes fabulae, omnis Scriptura sint de ME narrata». No cabe duda de que el latín no lo había aprendido de Cicerón; pero en este dialecto relata la gran historia de la «Nueva Vida» tal como se le había manifestado a él. Los «poemas» son todavía más raros. Así empieza uno de ellos, titulado (con cierto arcaísmo) Líneas escritas al contemplar desde una Altura de Londes un Internado súbitamente iluminado por el Sol:

Cierto día en que iba ocioso

Vi un guijarro portentoso.

Yacía en el camino, olvidado,

Del hombre y sus afanes alejado.

Cuando en la piedra mi vista posé

Vi mi tesoro, que al fin lo encontré

Contra el rostro la oprimí,

Entre mis brazos la ceñí

Y en lugar secreto la escondí

Día tras día voy a ver

La piedra que es mi placer;

La adoro con flores raras,

Dichos hermosos, secretas palabras.

Oh rojo mineral raro y arcano,

Fragmento del Paraíso lejano,

Oh Estrella, luz de vida, oh mar

Que al infinito va a desembocar.

Eres fuego que nunca cesas

Y el mundo entero en prodigio truecas;

Y el polvo que empaña la realidad,

Tú lo transformas en claridad:

dondequiera que miro.

De lo que veo me admiro.

La tétrica rivera fluye en oro transformada,

El parque desierto es el país de las hadas.

Cuando canta el viento en el abedul,

Oigo el sonido del cuerno de Artús.

Ya no hay calles sombrías, decadentes,

Sino una ciudad resplandeciente

De antorchas encendidas que iluminan

Columnas y cúpulas que al Cáliz cobijan.

El vino de la magia nunca deja de correr

Ni el brillo de la fiesta empiedra a languidecer,

Ni cesa un instante la Canción del misterio

Que canta, y exalta el santo Magisterio.

Etc., etc., etc.

Evidentemente, de documentos como éstos es imposible obtener información concreta. Pero en la última página Darnell ha escrito:

«Así desperté de un sueño en que soñaba con un barrio de Londres, con trabajo diario, con pequeñas cosas tediosas e inútiles; y, al abrir los ojos, vi que me hallaba en un bosque arcaico, donde un límpido manantial se alzaba en nieblas y vapores bajo un calor que volvía trémulo el paisaje. Y desde los lugares ocultos del bosque vino a mí una forma, y mi amor y yo nos unimos junto al manantial».