EPÍLOGO

Sierra Nevada de Santa Marta, Colombia, naciente del río Buritaca

Su madre la llamó K’óom (Valle), cuando vio cómo dirigía sus primeros pasos, tan torpe como decididamente, hacia el frondoso y fértil valle que flanqueaba el poblado. Valle nació y creció en una sociedad gobernada sabiamente por mujeres. Habían transcurrido ya muchas generaciones desde que Táanil Nal, la Primera de las Madres, decidiera una noche clavar en el pecho de su esposo el mismo puñal de obsidiana que, al amanecer del día siguiente, éste quería hundir en el de más de un centenar de hijos e hijas del poblado, cuyos cuerpos mutilados serían posteriormente lanzados al cenote sagrado en homenaje a los dioses. Cuando Táanil Nal apretó aquel cuchillo asido con ambas manos y descargó todo el peso de su cuerpo sobre el de su esposo, los ojos de aquel tirano y despiadado cacique se abrieron preñados de pánico; en ese momento supo que había iniciado un viaje sin retorno. Estaba cansada de tantos sacrificios absurdos, de guerras inútiles que sólo pretendían alardear del poder, hacer gala de la fuerza bruta y de las que finalmente sólo salían triunfantes las lágrimas de las madres despidiéndose de los cuerpos mutilados de sus hijos.

Junto con otras mujeres del poblado habían urdido un cauteloso plan y, aquel día, acompañadas de los que iban a ser sacrificados, huyeron por mar en dirección errante, no sin antes haber hundido todas las embarcaciones con las que pudieran perseguirlas. Fueron muchas las estaciones durante las que aquellas decididas y firmes mujeres navegaron sin rumbo comandadas por Táanil Nal, deteniéndose en una u otra costa más o menos inhóspita y sufriendo padecimientos y sufrimientos indecibles, pero siempre con la convicción de que no era posible la marcha atrás. Vagaron bajo la lluvia o el intenso sol, cazando, pescando y recolectando frutos, hasta que hallaron un antiguo asentamiento olvidado mucho tiempo atrás por alguna civilización perdida. El lugar aún conservaba terrazas de cultivo, canales de irrigación y una red de caminos aprovechable. Un paraíso abandonado desde cuyas ruinas podían contemplarse altas cumbres de macizos nevados.

Aquel desesperado gesto de ira había culminado por primera vez en una comunidad única, dominada y regida exclusivamente por mujeres y en la que sólo con el transcurso del tiempo se consintió que los hombres pudieran formar parte, eso sí, estrechamente vigilados para que ninguno impusiera nuevamente la ley de la fuerza, la barbarie y la sinrazón. La misma determinación y coraje que llevaron a Táanil Nal a arrancar en mitad de la noche el corazón de su cruel esposo, contagió a aquellas pioneras a preservar su independencia durante las siguientes generaciones. Primero se vieron obligadas a recurrir a la fuerza, la destreza y la astucia para evitar ser conquistadas o sometidas por otros pueblos gobernados por machos. Desde el inicio fueron expertas en el manejo del arco y las flechas, única arma que resolvía la desigualdad de musculatura y la inferioridad frente a la fuerza bruta masculina. Una vez asentada su independencia promovieron gradualmente la integración de algunos hombres seleccionados. El criterio era sencillo, todo aquél que en sus actos o decisiones mostrara que no miraba por el bienestar de las siguientes generaciones era inmediatamente expulsado. Por supuesto, también lo eran los violentos y cualquiera que, después de haber perdido la razón, recurriera al poder de la fuerza bruta para imponerse.

Y así se formó, año a año, generación tras generación, aquella sociedad excepcional enclavada a mitad de camino entre el mar y las más altas montañas en la que creció y vivió Valle. Desde que tuvo uso de razón fue asignada a la curandera del poblado. Cada día, antes de que despuntara el alba, acudía fiel a la cita con su hermoso y exuberante valle. Allí pasaba largas horas, recorriéndolo, asombrándose con cada detalle o simplemente permaneciendo en silencio para poder observar, escuchar y apreciar cada sonido, las gotas del rocío de la mañana que resbalaban por las hojas y caían al suelo, el crujido de las semillas cuando la vida eclosionaba dentro de ellas, los roedores que hurgaban la tierra…, su tierra. Valle conocía cada rincón de aquel pequeño paraíso, el nombre de todos y cada uno de los árboles, cada hoja, planta, insecto o ave tenía un significado especial para la curiosidad infinita de la muchacha. Iba aprendiendo junto a la anciana hechicera el arte de la curación que había sido transmitido desde tiempo inmemorial. Mezclaba, maceraba y hervía determinadas raíces de plantas, hojas y arbustos para preparar ungüentos y pociones que luego aliviarían las enfermedades de su gente.

Pero algo había cambiado casi súbitamente en el alma de Valle. Hacía dos estaciones que, una mañana al levantarse, descubrió restos de sangre entre sus muslos. Su madre, lejos de asustarse, celebró aquello con alegría y le dijo que la presencia del Gran Espíritu, de la madre naturaleza, se había instalado dentro de ella. Desde que aquello ocurriera, con cada cambio de luna la sangre volvía a brotar, y eso la hacía ser un poco más mujer. El tiempo había transformado su cuerpo convirtiéndola poco a poco en una bellísima joven.

Hacía tan sólo unos cuantos días que el Consejo de Sabias que regía la vida del poblado, y del que su madre formaba parte, había tomado la decisión que más afectaría a su corta existencia: Valle se encontraba preparada y su iniciación sexual ocurriría durante las celebraciones y festejos que se producirían con el cambio de estación. En aquel mundo matriarcal era la mujer la que elegía al varón con el que quería yacer su primera noche. Únicamente si otra joven del poblado se lo disputaba y el elegido prefería unirse a ésta, perdería ese derecho. El día señalado para tener su primer ritual se había ido acercando paulatinamente. Sería durante la primera luna nueva de la estación de lluvias. Por eso, Valle había estado acudiendo cada día con mayor inquietud a su cita con la madre naturaleza. Escrutaba en ella las respuestas que no encontraba en su interior. Un inquietante hormigueo crecía en ella día tras día, una sensación tan placentera como confusa.

Y de forma inesperada, casi súbita, surgió él. Paax iik’, o Son de Viento. Desde que un atardecer lo viera llegar al poblado tras una jornada de caza, herido en un hombro, su presencia no había hecho sino hacer brotar un intenso fuego en su interior. Aquella tarde ayudó a curar sus heridas, rozó sus músculos con la yema de los dedos y aspiró el intenso aroma que desprendía. Desde entonces sólo existía para ella la música de su nombre, Son de Viento. Ya había hecho su elección. Era bastante mayor que Valle, pero no serían más de siete u ocho las estaciones que los separaban. Su rostro era varonil, casi rudo, aunque de mirada dulce, la piel dorada, el cuerpo firme, elástico, felino. Desde hacía muchos días, y a medida que iba siendo consciente de que el ritual sexual se acercaba, su deseo por Son de Viento se había hecho cada vez más intenso, demasiado. Sólo tenía ojos para él y lo anhelaba en silencio. No habían vuelto a cruzar ni una sola palabra desde que aquella tarde curara sus heridas y, lo que era aún peor, había observado como otras hijas del poblado que también estaban preparadas para su iniciación sexual lo miraban y le sonreían casi con descaro. Incluso bromeaban con él o le regalaban flores u otros objetos que ellas mismas habían confeccionado. En cambio, Valle, acostumbrada a la soledad de su pequeño paraíso natural, a dirigirse únicamente hacia árboles, plantas y animales, nunca hallaba las palabras adecuadas con las que dirigirse a él, ni tan siquiera se atrevía a acercarse; se limitaba a buscarlo a hurtadillas, a esconderse detrás de alguna choza para poder observarlo, para tal vez hacer coincidir fugazmente sus miradas. Cuántas noches había soñado con el peso de su cuerpo sobre el suyo.

Y finalmente el gran día amaneció. Su pueblo conmemoraba con júbilo la llegada de las primeras lluvias con un ritual de danza y fuego que había durado todo el día. Ahora la noche se cernía y, exhausta, se sentó junto a la gran hoguera. De la piel estirada del tambor manaba una vibración envolvente. ¡Tam, tam, tam!, con cada rítmico resonar fluía en ella un ardor hasta entonces desconocido, haciendo que el pulso se volviera cada vez más denso y pesado. El corazón le retumbaba por todo el cuerpo y su respiración se agitaba. Pareciera que toda la sangre fuera concentrándose en su bajo vientre.

Bajo la protección de su máscara, ese atardecer se había, por fin, dirigido a él para ofrecerle una bolsita que contenía un mechón de su cabello como señal de que lo había escogido, de que era su elección. Al hacerlo comprobó que en su mano había otras dos que ya le habrían entregado otras muchachas del poblado.

Sentada junto a la gran hoguera, y aunque sus ojos permanecieran fijos en las finas hebras de fuego, su mente vagaba más allá de las llamas que se elevaban vaporosas hacia un cielo de color azul púrpura. Retiró por primera vez la máscara que le cubría los ojos. Sentía el olor de la tierra húmeda inundando sus pulmones, el sudor del rostro resbalando sobre los labios. Ardía en deseos de rozarlo, de notar su calor, el aliento de su boca, el firme tacto de sus músculos… Seguro que entonces se aliviaría ese extraño calor que le brotaba desde el vientre. Unas manos anónimas le entregaron un cuenco lleno de un líquido viscoso, hecho a base de plantas y frutos fermentados. Lo llamaban octili y ardía al entrar en la boca. Pero esta vez lo sorbió con mayor fruición, ya no amargaba tanto, ya no quemaba en su garganta… Cada sorbo destensaba su cuerpo y relajaba su mente. Siguió buscándolo con la mirada, detrás del fuego, entre las chozas y volvió a beber un fuerte trago de aquel líquido. Su cabeza voló.

De repente dejó de verlo. Había desaparecido. ¿Y si no se había fijado en ella? ¿Y si la atracción de alguna de las otras jóvenes del poblado había sido mayor y estuviera en esos momentos haciéndola suya? ¿Con quién, entonces, compartiría esa primera noche si para ella no existía nadie más que Son de Viento?

Apretó los labios y dejó escapar un suspiro. Sintió unas ganas casi incontenibles de huir, de abandonarse o de llorar. Un nuevo sorbo de aquel líquido y su cabeza se inclinó hacia delante, confusa. Otra vez la vibración del ¡tam, tam! penetrando en su cuerpo. Miró fijamente el contenido del cuenco que tenía entre sus manos, era denso y lo agitó un poco. Entonces levantó la cabeza. Y sonrió suavemente como si en ese momento se estuviera vaciando dulce y lentamente a través de la risa. Son de Viento se encontraba justamente delante de ella, se había despojado de su máscara y le tendía la mano. Sólo alcanzó a ver la luz de sus ojos, no existía nada más. Intentó levantarse pero su cuerpo era ahora demasiado pesado, y casi instintivamente acercó el líquido hacia aquella mano tendida que se interponía entre ella y la mirada que lo llenaba todo. Son de Viento tomó la bebida y la apuró sentándose junto a ella y susurrando algo que no alcanzó a entender. Pero sí notó su primera caricia y el suave tacto de su mano apoyándose en su mejilla. Creyó desvanecerse. Nunca en toda su vida había sentido su cuerpo bullir de tal manera. La mano descendió sobre sus hombros y aquel fuego que invadía su vientre parecía querer hacerla estallar. De nuevo el sonido del tambor y más risas porque Son de Viento le susurraba ahora en el oído las palabras más dulces y cálidas que jamás había escuchado. Sintió la humedad de sus labios que descendían acariciándole el cuello y entonces todo su cuerpo comenzó a temblar. Notó cómo inclinaba la cabeza instintivamente hacia atrás, despejando el camino a esa boca ardiente que dominaba toda la sensibilidad de su cuerpo. Advirtió, casi inconscientemente, que era ella ahora la que introducía su mano en el cabello perfumado de Son de Viento y le acarició la nuca, atrayéndolo hacia sí para que su cuerpo compartiera el calor que la traspasaba. Notó cómo sus bocas se buscaban, se encontraron en un beso único que hizo que la vibración, la confusión y el fuego desaparecieran. También desapareció el ruido del tambor, ya sólo existían los labios suaves y densos de Son de Viento y sus fuertes brazos que la rodearon y la levantaron del suelo. Sin dejar de besarla se alejaron lentamente del poblado. Él la trasladó a un mundo situado mucho más allá de su propia conciencia.

* * *

Ne Sung estalla de dolor. No grita su piel rasgándose con cada nuevo latigazo recibido por uno de los esbirros de Antonio Vargas, el amo cruel, sino que lo hacen sus entrañas cada vez que sufre porque no puede olvidar ni por un instante los ojos de la pequeña Kura hundiéndose en el mar para siempre. Ne Sung se ahoga tragando lágrimas de impotencia, de sangre y sal.

Valle flota, estalla de placer. Siente por fin el cuerpo de Son de Viento penetrándola. Nunca antes ha experimentado algo semejante. Lo acaricia, lo pellizca y lo atrae hacia su boca. Lo ama infinitamente y bebe el amor a borbotones, traga buches desbocados, se ahoga en el deseo.

Alonso estalla en una soledad incontenible, rodeado de la gente del mar, sobre la cubierta de un barco correo que lo transporta a través del océano rumbo hacia una nueva existencia, hacia un mundo desconocido, junto a aquél que le dio la vida y que no es sino una de las personas más despiadadas e insensibles que habrá de conocer jamás. Ése es su padre, ése es su destino. Alonso no lo sabe, pero para él no existe ya el retorno. No hay pasado, no hay presente para Alonso, únicamente el futuro lo mantiene con un débil hálito de vida. Si supiera lo que ha de enfrentar preferiría arrojarse a la estela del barco, ahogarse junto a su sirena, volar y salvarse por este camino fácil. Pero él es un hombre de ley y no puede ser desleal consigo mismo, cómo faltarle a la vida; mientras ésta lo llame, él no la abandonará. Aunque duele tanto, aunque quiere tanto a su niña negra. Ya la ve, ya la está viendo.

¿Y Constanza? Ella también estalla, intramuros de un convento. De llanto, de incomprensión, de rabia al no recibir por vez primera un libro con noticias de su amado. ¿Dónde están las cartas llenas de vida, de esperanza, dónde la voz del amante? ¿Cómo podrá seguir respirando? Le falta el aire, se le está cerrando el pecho entre hipido y angustia. Constanza se ahoga y quisiera escapar, salir, huir lejos, muy lejos, no sabe adónde, no importa dónde, muy lejos.

La vida, a veces, tiene umbrales en forma de pasaje de ida o vuelta. Aquéllos que un día puedan regresar serán los afortunados, aun cuando ya nunca más sabrán responder ni quiénes son ni a qué mundo pertenecen.