CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

Subido en la proa de la cubierta del barco correo que lo trasladaría hacia las islas Canarias, primera escala hasta su destino final en Cartagena de Indias, al otro lado del océano, con la vista perdida en el horizonte, ajeno a la respiración del mar que lo envolvía, a los pantocazos huecos y vacíos del navío al chocar contra las olas y al crepitar de las velas henchidas, ajeno al mundo, Alonso reflexionaba sobre cómo había transcurrido el último día que pasó en Sevilla. El más amargo de toda su vida.

Comenzó a hacer el equipaje nada más llegar a casa. Con los ojos marcados por las lágrimas dispuso únicamente aquellos útiles de primera necesidad. En un hatillo aparte seleccionó varios libros de Derecho y textos legales, los justos para emprender una nueva vida al otro lado del universo conocido. También allí volcó un ejemplar de Los seis libros de La Calatea que le había regalado un viejo cliente y una Biblia que perteneció a su abuelo. Sólo en el último momento decidió incluir una cajita torpemente confeccionada por las manos de una niña que llevaba pegado en el fondo un espejo. Así lo encontró su madre al llegar a la casa, exhausta, después de otra agotadora jornada en el Hospital de las Cinco Llagas. Cuando, sorprendida, lo interrogó por sus intenciones, Alonso no supo qué contestarle. ¿Qué excusa podría dar? Apenas en toda su vida había discutido una o dos veces con la persona que le había dado la vida. Aquélla fue la más enconada.

Dejó a su elección si quería o no acompañarlo a Nueva Granada pero, a esas alturas de su vida, doña Beatriz no tenía ninguna intención de pasar el resto de sus días como una esposa de adorno, y menos con la premura que su hijo le daba para tomar semejante decisión. Además, ya había dado un sentido a su existencia y consideraba que su labor con los más necesitados era importante. Muy importante. No abandonaría ese camino, seguiría dando pasos en la dirección que se había marcado. Llegado el momento de separarse de lo que más quería y aunque la amargura de ver a su hijo tan cambiado la embargaba, se resignó y aceptó su decisión resistiéndose a llorar delante de él. Pero aquella madre sabía perfectamente que su hijo le estaba mintiendo. Alonso le ocultaba un gran dolor. Hasta tuvo que recordarle que se llevara el juego de utensilios para afeitado que ella misma le había regalado el día de su graduación como doctor en Leyes. Se los había dejado olvidados en un estante y no los había incluido entre las escasas pertenencias que portaría hasta el Nuevo Mundo.

Más duro, si cabe, le resultó despedirse de su tío Diego. Su cara de consternación no daba lugar a engaño. Perdía súbitamente a su sobrino, la persona en quien había volcado todo su afecto, y aún más, aquella precipitada huida llegaba en el momento más delicado de toda su carrera profesional, cuando la Real Audiencia le había negado el acceso a la misma y a ejercer el oficio de abogado en Sevilla. No alcanzaba a comprender la repentina actitud del muchacho.

—Tengo derecho a conocer a mi padre. Me necesita y voy a ir a ejercer el Derecho en una tierra llena de oportunidades. Sevilla me asfixia —fue el único argumento que un seco y desconocido Alonso le vomitó a la cara de su mentor.

Al final, y desde la puerta del gabinete que ambos compartieron en la que fue la casa de su abuelo don Rodrigo, tan sólo un frío «adiós, tío», ni tan siquiera un abrazo, mientras don Diego indagaba, contrariado, el rostro de su pupilo para intentar averiguar qué diantre estaba sucediendo en el alma de ese muchacho.

Lo hizo por carta de sus amigos, no tuvo la dignidad, el valor ni la fuerza suficientes para acercarse a sus domicilios y decirles adiós personalmente.

No se despidió de Constanza. No, no lo hizo. Ni tampoco le envió la carta, ya casi terminada, donde le declaraba las intenciones de pedir su mano y casarse con ella. Tampoco le advirtió de que la iban a obligar a casarse con su primo Andrea, su mejor amigo, para lo que ya se había tramitado incluso la dispensa papal.

En la primera barcaza, que partió al día siguiente desde Sevilla hacia Sanlúcar de Barrameda, se embarcó Alonso Ortiz de Zárate y Llerena, el más joven y reputado doctor en Leyes de la ciudad donde latía el corazón del mundo. Huyó de Sevilla siguiendo los mismos pasos que en su día diera su padre Fernando. Huyó completamente solo.

Adquirió un pasaje en aquel barco que lo conduciría hasta el archipiélago de las Canarias. Desde allí esperaba encontrar otro que lo transportara hacia la casa de su progenitor en Cartagena de Indias.

En la popa, la vocecilla del grumete que cantaba las horas volvió a sonar con la tonadilla ritual tras dar una nueva vuelta al reloj de ampolleta. Había perdido la cuenta de las que había oído ya aquel día:

Una va pasada y en dos muele, más molerá, si Dios querrá, mi Dios pidamos, que buen viaje hagamosy a la que es madre de Dios y abogada nuestra, que nos libre del agua, de bomba y tormenta.

Infinitos pensamientos lo golpeaban uno tras otro hundiéndole el alma. «¿Por qué?», se preguntó en voz alta con un gesto de rabia.

Un viejo marinero que aparejaba unas cornamusas y que se encontraba a escasa distancia escuchó, casi sin querer, el lamento de aquel joven letrado, tan elegantemente vestido. Parecía un niño bien, de los que prosperan en la vida, pensó, y sin embargo, ese chico estaba muerto por dentro.

Poco a poco se le fue acercando, sin dejar de enrollar y desenrollar los cabos que llevaba en las manos. Cuando estuvo cerca de él lo llamó con voz nasal:

—¡Eh, chico!

Alonso se volvió pero no le contestó. Ni tan siquiera sonrió ni hizo ademán alguno. Permaneció hierático.

—Tienes mal de amores, ¿verdad? —le insistió—, ¡eh, chico!

Alonso siguió sin responder y apretó los labios. Tuvo que sujetarse fuertemente a la borda para no romper a llorar delante de todo el pasaje.

—No te enamores nunca, niño, haz como yo. Busca mujer en cada puerto y nunca te enamores. El amor parece dulce, pero duele. Siempre duele. El amor en realidad es como una bonita mujer que te putea la vida —afirmó con una estrepitosa carcajada que dejó translucir una boca completamente desdentada.