Su tío Diego no había salido aquella mañana de amoríos. Cuando Alonso llegó al despacho por la tarde, después de una plácida siesta bajo el limonero del patio de su casa, lo encontró visiblemente alterado, dando vueltas y vueltas sin parar, a grandes zancadas, abarcando todo el perímetro de su gabinete, crujiendo con sus botas de militar el suelo de madera. Y su tío Diego no solía alterarse, casi nunca.
—¿Qué sucede? —le interrogó.
—Mira esto —gritó mientras le tendía un pliego arrugado al tiempo que exclamaba: ¡Esos estúpidos, esos miserables envidiosos, asquerosos y prepotentes!
Alonso dejó de escuchar los improperios que lanzaba su tío pues, tras desenrollar cuidadosamente el papel que había sido literalmente estrujado, posiblemente en un gesto de ira, comenzó a distinguir el sello de la Real Audiencia de Sevilla. Era una carta destinada a don Diego Ortiz de Zárate. Apenas si tuvo que dar un vistazo al escrito para entender su contenido: primero se hacía en él gran hincapié, de manera muy prosaica, sobre la necesidad exigida en las leyes vigentes de que para ejercer como abogado en el Reino de Castilla había que ser cuando menos bachiller en Leyes, lo que don Diego no era, luego se enumeraban las muchas advertencias de las que había sido objeto, por parte de jueces y magistrados, cada vez que ejercía como abogado en los estrados de los juzgados al objeto de que regulara dicha situación ilegal y, por último y en definitiva, se le prohibía taxativamente que pudiera seguir ejerciendo la profesión y oficio de letrado ante la Real Audiencia de Sevilla hasta que no presentara acreditación de haber superado los estudios en una universidad. Esa orden no tenía posibilidad de ulterior recurso. Firme. Rubricaba la misiva el secretario del Alto Tribunal Real con el visto bueno de su presidente, don Juan de Ojeda.
Alonso bajó la carta que tenía sujeta entre ambas manos y miró a su tío, que había mudado sus insultos y se encontraba apostado junto a la ventana oteando el infinito.
—¡Cabrones! —proclamó.
—¡Putos envidiosos! ¿Qué quieren? ¿Que me vaya otra vez a Flandes a pegarme de arcabuzazos con los Tercios? ¿Que pierda la otra pierna al servicio y en defensa de la herencia de nuestro amado Rey? ¿Es que no pueden dejar que me gane honradamente la vida? Cuando comencé a ejercer como pasante con tu padre, tu dichosa universidad apenas si llevaba diez años con ese honorable título. Había estado toda su existencia como colegio y nada más. La obligación de ser titulado en Leyes para ejercer de abogado es tan reciente como esos malditos centros donde sólo entran niños ricos e hijos bastardos de nobles y de curas. Atajo de caraculos inoperantes.
—Intenta calmarte, tío, ya sabías que esto podía ocurrir tarde o temprano, tú mismo me lo dijiste y hemos estado orientando el despacho para que tengas que ir lo menos posible a los tribunales.
—Esto es sólo el principio. Si me obligan a quitarme la toga, será muy difícil captar nuevos clientes.
—Tenemos suficiente para subsistir cómodamente. Nuestra clientela es buena y reputada.
—Cuando se enteren, que se enterarán, vamos a ver lo que nos duran.
Alonso miró al suelo, puso la arrugada carta sobre la mesa y permaneció un buen rato en silencio.
—Perdona, sobrino —le pidió acercándose y abrazándolo al darse cuenta de que sus últimos comentarios habían herido a su pupilo—, es que estoy bien jodido, esos hideputa… Pero sé bien que tú eres ahora la base de nuestro despacho, la verdad es que tu reputación gana más clientes de los que yo pueda atraer. Además, tienes razón, yo ya apenas hacía actuaciones en estrados. Sabes cuánto las detesto. Es sólo que me duele que me puedan quitar así, como por arte de magia, lo que he labrado durante quince años. ¡Santo Dios! Quince años de una vida dedicados al Derecho, ganando pleitos y más pleitos, demostrando que conozco el proceso, el fondo y la forma de cada materia… ¿Qué más quieren? ¿Cómo es posible que te lo puedan quitar todo de un plumazo, borrarlo como si nada hubiera existido?
—Te granjeaste muchos enemigos.
—¿Te refieres a mi relación con doña Elvira? Creo haber sido sumamente discreto; además, don Juan de Ojeda es la persona más egocéntrica que conozco, únicamente está enamorado de su persona, de su puesto como presidente de la Real Audiencia de Sevilla y, por ende, de su posición social. Pasa todo el día en su despacho atendiendo personalidades, amañando pleitos y, cuando no, asistiendo a celebraciones o festejos. Únicamente quiere a su mujer como a un adorno, un trofeo con que el que engalanarse durante la procesión del Corpus Christi y exhibirla en los festejos sociales. Créeme que no le presta ninguna atención, ha sido incapaz de preocuparse por ella. Literalmente le importa lo mismo que una mosca en la sopa.
—Bueno, pues ¿entonces qué es?
—No te digo que no haya podido recibir alguna habladuría. Pero lo que es agobiante es el resentimiento de los colegas de profesión, no soportan que un militar, formado en el campo de batalla, sin presunta cultura o preparación, les gane pleitos. Creo que ha sido un cúmulo de todo.
—¿Y qué vas a hacer?
—¿Me ves estudiando con tus compañeros, vistiendo como un manteísta?
—Francamente no.
—¡No sé qué hacer, Dios! —piafó su tío golpeando la mesa—. Creo recordar que el otro día me ibas a invitar a tomar un vino, ¿no es así?
—Pero ése ya tomó rumbo a mi propio coleto, casi sin querer, te lo aseguro, pero es que después de la impresión que tuve al verte montando a doña Elvira…
Don Diego sonrió por primera vez aquel día y cogió a su sobrino por el hombro en dirección a la puerta, y allí dudó un instante si usar su toga de abogado. Pero tras un segundo de vacilación la asió y se la colocó.
—Imagino que en algún tugurio de esta bendita ciudad encontraremos un buen caldo al que puedas invitarme, ¿no?
—Puede ser que conozca alguno —contestó Alonso más tranquilo al ver que su tutor recuperaba el ánimo.
—Pues vamos allá, llévame a esos antros que frecuentas.
Dejó a su tío bien entrada la noche y excelentemente acompañado en una de las casas de mancebía de Sevilla, junto a su buen amigo y cliente don Francisco Ruiz de Galera, el dueño de la misma, y junto a algunas de sus más bellas muchachas. Tuvo que excusarse en su estado de borrachera para poder salir de la casa de citas, pues la insistencia en que se quedara era muy persuasiva. El recuerdo de Constanza le impedía ni tan siquiera rozar aquellas pieles sinuosas que se le ofrecían solícitas a unas caricias y que lo arrumaban con zalamería.
Cuando por fin sintió el fresco húmedo de la madrugada sevillana comenzó a serenarse y en su cabeza volvieron a amontonarse los pensamientos. Había dejado iniciada la carta a su amada y deseaba llegar a casa para retomar la pluma y continuar expresándole las intenciones de pedir su mano. Por primera vez pasó por su mente la posibilidad de que Constanza lo rechazara, o que considerara que lo que había pasado entre ellos no fuera más que un amor pasajero, y que lo que a ella le correspondía no era sino una boda de alta alcurnia con algún noble o aristócrata. Pero eso no podía ser, se dijo inmediatamente, su amor era verdadero, todas las misivas que se habían cruzado no podían mentir. Constanza lo adoraba igual que él a ella y en cuanto le propusiera matrimonio accedería, siempre y cuando su tutor, maese Pinelo, lo consintiera. Y de eso ya se ocuparía él. Sin embargo, una sensación de miedo lo invadió. Aceleró el paso esquivando la podredumbre y las basuras que se acumulaban en las estrechas calles de Sevilla hasta que por fin llegó a la casa de la calle Sierpes. Allí, el aroma de los jazmines y galanes de noche lo tranquilizó un poco. Llegó torpemente al dormitorio y rebuscó sin remilgos el lugar donde escondía la correspondencia de su joven amada. Las contó, eran veintiuna cartas, admiró la perfecta caligrafía y se regodeó sobre todo en los encabezamientos, pues cada uno era diferente: Mi muy amado, amor de mi vida, mi único amor, mi Alonsillo, mi razón de existir… No había lugar a equívoco. Encendió una vela y se dispuso a continuar con su carta de intenciones. Pero el sueño lo invadió. Se fue a la cama con el montón de cartas en la mano, leyó la primera, en la que acababa de regresar al convento y se encontraba vacía sin ese calor que la llenaba durante aquellos días en Sanlúcar. Tomó otra al azar, y sonrió, fue cuando le confirmaba que no había tenido ningún retraso en el periodo y que era imposible que pudiera encontrarse embarazada. Alonso miró hacia la luz de la vela y soñó, su mente vagó por unos instantes. Sí, tal vez hubiera sido un escándalo, pero ahora sería su esposa, don Jerónimo le hubiera obligado a contraer matrimonio con su tutelada y ahora estaría durmiendo a su lado. Así, entre lecturas y cavilaciones, le fue poco a poco abrazando Morfeo.
Su madre lo zarandeó, eran casi las doce de la mañana y en el patio de la casa lo esperaba su amigo Andrea Pinelo. Acababa de regresar a Sevilla y había visto los mensajes que le había dejado. «¡Andrea!», pensó, «¡por fin!». Tomó todas las misivas que se encontraban esparcidas por la cama y confió en que su madre no las hubiera leído. Las escondió bajo un faldón de su escritorio, junto con su borrador empezado, y se lanzó raudo al encuentro de su amigo; ni tan siquiera tuvo que ataviarse, pues el sueño lo había sorprendido sin haberse desvestido.
Encontró al Pinelo bajo la sombra del frondoso limonero del patio, radiante como siempre; había comprado trajes nuevos durante su viaje y los lucía con el lustre y el porte de los que solía hacer gala. Le entregó un paquete que llevaba para él, era otro traje que le regalaba y, como tendrían aproximadamente la misma talla, estaba seguro de que le sentaría bien. Era de seda, de la mejor seda del mundo. De la seda que salía del Zacatín de Granada. Alonso agradeció efusivamente tal presente, pero no quiso ni tan siquiera probárselo.
—Tengo tantas cosas que contarte, mi amigo, te he echado tanto de menos que más que probarme ahora nada, lo que te necesito es a ti.
—Y yo, querido amigo, tengo novedades, he hecho un largo viaje y quiero contarte planes en los que quiero que intervengas.
—Pues vamos a la taberna de las Escobas, nos convidaremos a un buen vino de Jerez y hablaremos, pues hace casi un mes que no te veo y eso es mucho, mi hermano —le ofreció Alonso con profunda sinceridad.
Llegaron a la que tenía fama de ser una de las mejores tabernas de la ciudad, Alonso se excusó por su estado y le contó parcialmente lo ocurrido la noche anterior y su final en la mancebía de la calle Laguna, omitiendo el motivo que les había llevado allí a él y a su tío, que no era otro que aquella maldita carta de la Audiencia Real. Andrea se carcajeó un buen rato de su amigo. «Siempre que vas a casas de lenocinio sales a cuatro patas, no tienes remedio», le reprendió.
Alonso no sabía por dónde empezar a confesarle su amor por Constanza, había llegado el momento más delicado y debía manejarlo de manera que no ultrajara la reputación de su amada, ni la hospitalidad y confianza de las que había hecho gala su familia invitándolo a su propia casa en Sanlúcar. Apuró un nuevo trago de vino. Se encontraba embotado por la noche anterior y conminó a su amigo a que le contara los pormenores de su viaje.
—Pues te he echado francamente de menos. He estado en Granada, he recorrido el Reino por los cuatro costados, he visitado todas las propiedades de Constanza que ahora administra mi padre, he visitado fábricas de seda y edificios, incluso un castillo. ¿Sabes que Constanza posee un castillo que mi tío compró en la localidad de Salobreña y que antaño perteneció a los reyes moros?
Alonso escuchaba, apurando trago tras trago. Claro que lo sabía, había sido él quien había efectuado el inventario.
—Mi padre ha decidido que me encargue personalmente de los negocios que mi tío dejó tras su muerte, tan sólo los de la seda rinden más caudal anual que todos los que la familia Pinelo tiene en Sevilla, y aun cuando se encuentran bien administrados y dirigidos por el señor Martorell, es siempre dicho que «el ojo del amo engorda al caballo».
Alonso se sorprendió por esta última expresión que su mejor amigo acababa de decir: ¿El ojo del amo? ¿A qué se refería? Andrea se percató del semblante de su amigo y sonrió burlonamente.
—Sí, hermano Alonso, mi padre quiere que, de una vez por todas, siente la cabeza; ha acordado mi matrimonio con Constanza, e incluso ha solicitado de la Vicaría de Sevilla la dispensa papal. La verdad es que bien pensado, ¿quién mejor que alguien de mi propia sangre? Y ya no es sólo la dote que trae consigo, es que el último verano la niña ya apuntaba a convertirse en buena moza. Yo creo que es muy guapa. ¿No te parece?
—Más que la luna —respondió.
—Si la dispensa llega pronto celebraremos la boda este mismo verano. Será en Granada, en el castillo de Constanza. Asistirá toda mi familia y los primos de Granada, los Gazzini y los Carona. Quiero que tú estés conmigo, que seas mi testigo y mi padrino. Quiero que te traslades a vivir a Granada para ayudarme a administrar la industria de mi prima. Sevilla, aunque todavía nadie se atreva a reconocerlo, es presa de la peste, no queda mucho para que empiecen a cerrarse puertas y postigos y se restrinja el acceso a esta ciudad que se pudre por los cuatro costados. Como sabes, mi hermano es caballero veinticuatro de la ciudad y me ha advertido de que…
Pero Alonso ya no escuchaba al que hasta ese momento había considerado su mejor amigo, su hermano. No podía. Un vértigo y una horrible angustia lo invadían a pesar de que hizo esfuerzos denodados por mantener la compostura. A duras penas conseguía respirar e intentaba disimular su desesperación sin mudar el rostro. Miraba hieráticamente a Andrea para que éste no adivinara que, en esos instantes, con sus planes, con sus risas y con sus palabras lo estaba destrozando por dentro… Estaba ardiendo y se puso a sudar, era un sudor frío que, sin embargo, lo abrasaba. La ropa empezó a oprimirle y el corazón se le iba a salir por la boca. El suelo ya no lo sostenía más.
—¿Te encuentras mal? —lo interrogó Andrea.
—Es el vino —mintió—, se me estará juntando con el de ayer.
—Pues refréscate, tenemos mucho que celebrar. A lo mejor vamos en busca de tu tío al compás de la mancebía y acabamos allí lo que empezaste ayer.
—Bueno, no sé si podré —balbuceó.
—Y bien, ¿qué me dices? ¿Vendrás conmigo a Granada, serás el padrino de mi boda? Estarás conmigo, ¿verdad?
Alonso quería desfallecer. Salir de aquella taberna y arrojarse a los pies de un carro de caballos, lanzarse desde el puente más alto del río, ahogarse en un lodazal… Pero no podía morirse, al menos no en ese momento. No podía acabar con todo, aunque ése era su único deseo. Se ahogaba en una sensación horrorosa que lejos de mitigarse se acentuaba minuto a minuto, palabra por palabra de su amigo, haciéndole hervir por dentro. Y de repente su boca empezó a hablar sin que él la dictara.
—No, lo siento, amigo Andrea, me será imposible acompañarte, es de lo que quería hablarte —explicó y mintió una vez más—. He de partir rumbo a Nueva España, mi padre me ha mandado recado y me precisa con urgencia en Cartagena de Indias, su despacho ha crecido lo indecible y ya está preparado para recibirme allí. Abandono Sevilla.
Así siguió vomitando palabras que ni él mismo sabía por qué las decía hasta que, después de abandonar la taberna, se despidió de su amigo ante la puerta de su palacio, allí donde unos años atrás había entrado con una capa de estudiante, dichoso y orgulloso de ser el más joven doctor en Leyes de Sevilla. En esa puerta donde ahora se encontraba sin saber quién era, vacío, inerte, como un muñeco de trapo que está a punto de desplomarse. Se despidió de él para no volver a verlo más.
—Abandono Sevilla —repitió una última vez abrazándose a Andrea, dando media vuelta para dirigirse hacia no sabía dónde, pero llorando amargamente.