Fue sonado en toda Sevilla. En los mentideros, en los patios y corralas de vecinos, en las iglesias, hospitales y parroquias, en tabernas, tugurios y posadas no se hablaba de otra cosa. Durante unos días, el hambre y los padecimientos que sufría la ciudad pasaron a un segundo plano. Por los barrios ricos o por los marginales, como un reguero, la noticia fue propagándose a toda la cuidad. Don Iñigo Ordóñez, el secretario de la Santa Inquisición de Sevilla, fue literalmente revolcado en una calle de Triana, completamente desnudo con signos de haber sido sodomizado, los pies atados por los tobillos, las manos a la espalda y una soga en su cuello que hacía las veces de collar y que el otro hombre manejaba a su antojo. No, no era un hombre, se trataba de un hermafrodita, un engendro de la naturaleza con forma de mujer y rostro de varón. Algunos afirmaban que era un ser muy bello, otros que no era hombre sino mujer y que a ello debía su belleza, pero que la naturaleza lo había dotado de una enorme vagina invertida. Todo el mundo daba su versión, todos los sevillanos lo habían presenciado de una u otra manera, en primera persona o casi, porque casualmente habían pasado por allí aquella tarde o llegaron al poco, o tal vez fuera un hermano, un primo, una esposa o un vecino quien lo había presenciado todo con total claridad, desde el principio; tanto que podían dar plena fe de lo ocurrido. Todos habían visto cómo ambos sodomitas salían de una casucha y, ya en plena calle, el secretario de la Inquisición ofuscado, fuera de sí, se arrastraba de rodillas, como perro, babeando, ansiando, anhelando introducirse en la boca aquella cosa enorme que el hombre blandía entre sus piernas y le ofrecía insinuante. «¡Tómalo», le decía, «aquí lo tienes por fin, es para ti, tómalo, es todo tuyo!». Y luego vieron cómo el secretario de la Santa Inquisición consiguió finalmente introducírselo entre los labios, para sorberlo con fruición, clavándoselo totalmente hasta la garganta, momento en el que aquel extraño ser blandió un afilado cuchillo o instrumento quirúrgico que llevaba oculto y, cuando todos pensaban que asestaría al secretario una puñalada mortal, rebanó su propio pene a la altura de la bolsa escrotal.
El caso es que don Iñigo, atado como estaba y con aquel enorme miembro introducido en su boca, apenas sí podía respirar, todo el rostro rociado de sangre mientras el otro individuo o engendro, que resultó haber sido acusado y condenado por la Santa Inquisición al haber adoptado forma de hombre, siendo en realidad mujer, se desangraba arrodillado a su lado, abrazando, besando y acariciando a su amante. La escena horrenda se sucedía mientras el sodomita clamaba a voz en grito: «¡Penitencia agite, penitencia agite!». Y de su bajo vientre manaba tanta sangre que llegaba a embarrar las polvorientas calles de Triana.
Únicamente dos soldados de los Tercios, que cubrían guarnición en Sevilla, se atrevieron a acercarse a los protagonistas de aquel espectáculo apocalíptico ante el estupor y la congoja de los vecinos. Nadie pudo evitar que aquella mujer, conocida como Elena de Céspedes, después de haber amputado su enorme miembro, que no era viril según después fue ratificado por los galenos y peritos médicos que lo examinaron, muriera desangrada exhalando aquella horrible frase que repetía una y otra vez en latín: «¡Haced penitencia, haced penitencia!». Sí, murió, abrazada, tan fuertemente asida al cuerpo del secretario de la Inquisición que hubieron de ser varias las personas que tiraran de sus brazos entrelazados para conseguir soltarlos.
Al parecer, don Iñigo de Zúñiga ya había usado la vivienda propiedad del Santo Oficio donde se produjeron los hechos para yacer con jóvenes de la diócesis, amén de hacerlo también con esclavos turcos y africanos. En cada esquina de un barrio menesteroso de Sevilla surgía una nueva voz acusatoria contra el antaño poderoso miembro del Tribunal, quien fue inmediatamente encarcelado en el propio castillo de la orden donde, por descuido de los alguaciles, lo encerraron con una de aquellas cuerdas con las que fuera atado por su amante. La llevaba escondida entre sus ropajes de fraile. Aquélla fue la cuerda que esa misma noche utilizó para ahorcarse.
Alonso se enteró de la noticia por su madre, pues el cuerpo sin vida de Elena de Céspedes fue trasladado, junto con una sanguinolenta talega que contenía un enorme miembro amputado, al Hospital de las Cinco Llagas, del que ella salía tras haber atendido a un sinfín de enfermos. Cuando le contó a Alonso el destino del que antaño fuera su cliente, éste no pronunció palabra alguna, apenas asintió retirándose a su dormitorio en cuya mesita descansaba el ejemplar de los sagrados evangelios que había extraído de su biblioteca. Releyó una vez más los versículos de San Marcos.
Así que a aquello se refería Heleno cuando le dijo que había leído las doctrinas de los cristianos puros y había descubierto el camino verdadero. Los Valesianos, aquella secta de monjes fanáticos y religiosos medievales que, siguiendo al pie de la letra los evangelios, quisieron llegar a la purificación del alma amputando sus penes. Alonso había conocido de ellos a través de un tratado de Epifanio de Salamina y su filosofía no podía ser más estricta: «Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela; más te vale entrar en la vida manco que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga». (Marcos 9:43) / «Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo. Más vale que entres con un solo ojo en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna». (Marcos 9:48). ¡Pobre Heleno! ¿Qué clase de agonía debió mortificar su alma para adoptar semejante resolución? Pensó en él y lo bendijo. Sin embargo, y por primera vez desde que aceptara el asunto de Heleno de Céspedes, Alonso, al cerrar los evangelios, también cerró un tortuoso capítulo de su vida profesional. Cuando se acostó en su cama, ajeno al intenso calor que reinaba en Sevilla, suspiró hondamente y cayó en un profundo y plácido sueño, y un enorme peso sobre su conciencia se había evaporado.
Al día siguiente despertó con un sereno gesto de paz dibujado en el rostro, se aseó y desayunó con su madre, la cual se sorprendió del estado de buen de humor del que hacía gala su hijo aquella mañana, lo que últimamente era cada vez menos pródigo. Alonso volvió a sugerirle que dejara de ir durante un tiempo al hospital, al menos mientras durara la epidemia, pero ella se negó rotundamente. No dejaría de un lado la labor a la que había consagrado su vida: ayudar a los más necesitados. Planearon, eso sí, para el fin de semana un paseo por el campo, alejarse por un tiempo de Sevilla.
Acompañó el pan y el tocino del desayuno no con leche de cabra, sino con un par de vasos de vino tinto. Salió de su casa caminando ligero pero, antes de dirigirse a su despacho, se acercó hasta el palacio de los Pinelo. Preguntó por Andrea, pero éste no se encontraba. Al parecer había partido de viaje fuera de Sevilla y tardaría varios días en regresar. Alonso se preguntó qué clase de amoríos llevarían a su amigo otra vez lejos de su casa, tal vez fuera a interesarse por su hijo, era probable que éste hubiera nacido ya en Sanlúcar. Sonriendo dejó mensaje a un lacayo para que lo avisara a su regreso. Tenía ganas de verlo, de compartir con él unas cuantas jarras de vino. Al llegar a su gabinete mandó con Esteban sendos mensajes para Martín Valls y Luis de Velasco. Necesitaba vivir, compartir risas con sus amigos de siempre, abstraerse del estado de conmoción en el que había vivido durante los últimos días y en el que se encontraba sumida la ciudad entera. Necesitaba no pensar.
Su tío no se encontraba en el gabinete, Esteban le había dicho que pasaría fuera toda la mañana. Era extraño, pues no tenían prevista ninguna vista en los juzgados ni citas con clientes. Entonces recordó a doña Elvira. Su marido estaría en estos momentos sustanciando juicios en la Real Audiencia y ella, claro, sola o en compañía tal vez de una fiel ama de llaves. Quizá fuera a dar un paseo, una calle poco transitada, una casa alquilada por un caballero sevillano… Sonrió por dentro.
Pasó toda la mañana evacuando escritos, contestando providencias y autos, planificando alguna demanda. De cuando en cuando cruzaba la regia sala de visitas que separaba su despacho del patio sevillano para escuchar en silencio el ronroneo del agua de la fuente y aspirar el aroma de la hierbabuena y la albahaca. Cerca de la una de la tarde regresó Esteban. Sus compañeros, Martín y Luis, se encontraban preparando las materias de sus últimos exámenes, el primero para el doctorado, y para la licenciatura el segundo. Martín siempre había querido emular los pasos de su amigo Alonso, y éste entendía perfectamente que los días previos a unos exámenes de ese calibre no era apropiado gastarlos en vinos.
Alonso se sintió algo extraño. Todo marchaba bien a su alrededor, la pesadilla del asunto de Heleno y la incertidumbre sobre su futuro se habían esfumado. Sin embargo, se encontraba insatisfecho interiormente. En cuanto llegara a su casa redactaría otra carta dirigida a Constanza, y eso sin duda lo colmaría. Sabía que su madre no comería con él, pues sus obligaciones en el hospital la mantendrían ocupada todo el día, pero a buen seguro habría dejado un rico guiso en alguna olla, bien tapado por una servilleta para que las moscas lo respetaran. De repente sintió apetito y se despidió de Esteban hasta la tarde. De camino no pudo evitar observar fijamente los rostros de los caminantes: unos andaban apresurados, otros pausadamente, algunos imploraban limosna, otros llevaban la mano puesta sobre la faltriquera protegiendo su caudal. Cayó en la cuenta de un hecho. Nadie sonreía. En los mejores barrios de Sevilla, en la calle de Espaderos, en la plaza de San Francisco, en la calle Alemanes, Borceguinería…, todos los rostros anónimos que encontraba a su paso caminaban presos de algún pensamiento, de alguna preocupación, porque sus ojos ansiaban, anhelaban algo, pero ¿qué sería? Era como una inagotable búsqueda de satisfacción que, como la vida, se iba desperdiciando a cada paso.
Algo se estaba revolviendo dentro de su alma. Lo percibía.
A lo lejos vio cómo se acercaba alguien que se le antojó familiar. Era una muchacha joven y bella, aunque se fijó en su rostro ojeroso y en sus manos ajadas, prematuramente castigadas por la opresión de un trabajo excesivo. Caminaba literalmente colgada del brazo de un hombre que por su indumentaria dedujo que se trataba de alguien del gremio de los carniceros. Además, se dirigían a la plaza de la Alfalfa, por lo que sin duda aquella muchacha acompañaba a su esposo o prometido hasta su trabajo. Cuando la tuvo casi encima cayó en la cuenta. ¡Adela! Aquella noche en la que se doctoró, la chica que conoció en la taberna del Postigo del Carbón y que había significado su prima notte. Guardaba un dulce recuerdo de aquella piel, del aroma que desprendía su delicado cuerpo. Se percató de quién era casi en el mismo instante en que lo hizo ella, pues instintivamente apartó de él sus ojos y miró hacia el suelo. Alonso hizo lo mismo, pero no pudo evitar volverse cuando la feliz pareja le había sobrepasado unos metros. Adela también lo hizo por un instante fugaz. Todo el mundo en aquella tumultuosa ciudad parecía tener un objetivo, un destino, un camino…, y Adela habría encontrado el suyo junto al hombro de aquel buen mozo. Seguramente la haría madre en poco tiempo y con ello ya tendría colmada su vida. Cuidar de sus hijos y de su marido hasta morir o verlos morir. También su madre había consagrado la vida primero a cuidar de él y de su padre y después a ayudar a los más necesitados. Aquello, a todas luces, la colmaba. El bueno de Esteban agradecía cada día el pan que entraba en su boca y Alonso sabía a ciencia cierta que, algunas noches, frecuentaba el dormitorio de Erundina, el ama de llaves de su tío. Pero ¿qué tenía él?, ¿hacia dónde se dirigía? Había llegado a consolidar una buena posición social, era el más joven doctor en Leyes de la Universidad de Sevilla. En su faltriquera siempre encontraba algunos ducados de oro y su madre lo adoraba. En su tío Diego halló afecto paternal, un mentor y un amigo incondicional. Sin embargo, su amor se encontraba atrapado intramuros de un convento. La había amado, sí, sin límite, pero el recuerdo empezaba ya a borrarse en su memoria. No podía soportarlo por más tiempo.
Era verano y los Pinelo no tardarían en volver a Sanlúcar y él debería intentar acompañarlos nuevamente. Tenía que hablar con Andrea, era su mejor amigo, y debería confesarle lo peor, lo más ultrajante; que durante el verano anterior había poseído a su prima en su propia casa, en la casa de sus padres, cuando era su invitado. Pero se habían enamorado y su amor era puro, auténtico y verdadero. Estaba dispuesto a demostrarlo. Ya había ahorrado algún dinero, tenía la posición social que le daba su doctorado en leyes, no era mucho comparado con las riquezas que Constanza había heredado pero… ¡Sí, lo haría! ¡Debía atreverse! Lo haría por ella, se lo debía. Y lo haría por aquel amor que había surgido de la locura.
Rápidamente comenzó a urdir un plan en su cabeza. Si había afrontado y resuelto complicadísimos pleitos, estaba seguro de poder llevar a buen puerto esta delicada situación que se gestaba en una desigualdad social injusta, pero dominante en aquella Sevilla clasista y enrevesada. Sabía que sería capaz de convencer a la familia Pinelo, pues sin duda ésta le guardaba un gran afecto. Debía tramar una estrategia perfecta, la más importante de toda su vida. Primero tenía que convencer a Andrea para que lo apoyara, y él lo ayudaría a buen seguro, estaba deseando que llegara a Sevilla para poder abrirle su alma. Era el momento. Después, y con la connivencia de su amigo, se sinceraría con el patriarca. Don Jerónimo Pinelo era un hombre cabal, razonable. Seguro que también se había enamorado en su juventud y sabría entenderlo. Daría su consentimiento para aquella unión. Pero, antes de nada, debía comunicar sus planes a Constanza, a su amada, y lo haría aquella misma tarde.
Una vez en su casa se dirigió a la cocina, destapó un perol que estaba cubierto con una tela de color rojizo, y de su interior emanó un delicioso aroma a estofado de acelgas, tocino, oreja de cerdo, espárragos y almendras. Olía como debía oler la misma gloria. Lo removió con una cuchara de madera y lo probó cerrando los ojos. En ese momento echó inmensamente de menos a su perro. Trataba de olvidarlo pero cada día se acordaba un poco de él. Si estuviera allí sería el primero en probar algo del tocino del guiso. Siempre dócil, siempre junto a él, sentado sobre sus cuartos traseros, esperaría pacientemente junto a su amo para que éste le fuera proveyendo de algún trozo de pan untado en salsa, luego dormiría la siesta tumbado a su lado, con la cabeza apoyada en su regazo. Claro que Abril ya no estaba. Murió durante aquella triste batida de caza. Alonso sacó de una alacena media hogaza de pan, destapó una botella de vino y comió. Solo.