CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

—Doña Elvira es algo más que una buena amiga, querido sobrino. La conozco desde hace muchos años. Hemos coincidido en multitud de actos públicos y se encuentra muy sola. Ten en cuenta que su marido apenas tiene tiempo para atenderla entre tanto juicio, tanta representación del poder del Rey y sus muchos compromisos sociales —intentó justificarse don Diego ante el requerimiento que le hizo Alonso nada más verlo al día siguiente en el gabinete.

—Sea como fuere, es muy peligroso, tío —le recriminó Alonso—. Se trata de la esposa del Presidente de la Real Audiencia de Sevilla.

Don Diego soltó una sonora carcajada y miró con cierto aire de ternura hacia su sobrino.

—Mi querido Alonso, veo que has madurado, y cuánto… —le dijo—. Te prometo que seré cauteloso. Siempre lo he sido cuando se trata de mujeres casadas. Pero no he hecho ni forzado nada que ella no quisiera, sino más bien que necesitara. Además, ¿quién te mandaba venir cuando ya nos habíamos despedido hasta el día siguiente? Eres un entrometido.

—Quería invitarte a un trago de vino.

—Pues estaré encantado.

—El vino ya voló, no tuvo la templanza de esperarte. Pero ¿no te das cuenta de que alguien pudo verla salir de tu casa? Sevilla es como un gran patio de vecinos y al final todo se sabe en esta ciudad.

—No seas tan pesimista, querido pupilo y recuerda lo que dijo tu admirado Séneca, «el que sufre antes de lo necesario, sufre más de lo necesario».

Alonso guardó silencio, y finalmente lanzó un suspiró de resignación.

—Supongo que tienes razón, pero es que el ambiente que se respira en esta ciudad últimamente se está enrareciendo demasiado y se hace asfixiante. En cualquier momento puede saltar una chispa que haga detonar toda la crispación y la inquina con la que convivimos. La envidia parece haberse convertido en ejercicio de práctica habitual y a ti, Diego, te envidia mucha gente, demasiada.

Su tío observó como Alonso lo llamaba por su nombre. Nunca antes lo había hecho, siempre el tono había sido familiar y cuando se dirigía a él incluía algún epíteto familiar o afectivo.

—Pues con mayor motivo nuestra obligación es la de poner buena cara al mal tiempo, ¿no te parece? Si hacemos caso a charlatanes y agoreros cada día tendremos menos fuerzas para luchar y acabaremos hundiéndonos. Debemos ser fuertes y transmitir esa energía a nuestro entorno y más en estos tiempos de penurias. Mira a tu madre, es un vivo ejemplo. ¡Qué gran mujer! No conoce el desaliento, lucha y contagia de entusiasmo a todos los que la rodean. La labor que está haciendo con los pobres y menesterosos de Sevilla, no sólo en el hospital, sino también abriéndoles las puertas de tu despacho, es impagable.

—Sin embargo, estoy algo preocupado por su salud, parece resentirse. Permanecer todo el día junto a los enfermos no me parece lo más conveniente para ella en estos momentos.

—Tal vez debería dejar de asistir al hospital durante un tiempo, aunque eso en tu madre me parece impensable, ya sabes lo perseverante que es cuando se propone una cosa. El hecho de que hayas terminado tus estudios es una buena prueba de ello.

—El caso es que no mira por su salud. Está consternada por lo que está pasando en la ciudad. Me ha dicho que hay cada vez más casos de tabardillo o tifus y, aunque no sea oficial, reina la inquietud entre las autoridades. Los médicos y cirujanos no dan abasto. Ya ha habido algunas personas que han muerto de hinchazones y landres y muchas más enferman cada día. El Conde de Puñonrostro, caballero veinticuatro del Cabildo, ha abierto un lazareto en el barrio de la Macarena donde se ingresa a todos los indigentes que presenten llagas o hinchazones para mantenerlos en cuarentena. Allí al menos se los atiende y se les da de comer y de beber.

—Pues con el precio de la fanega de trigo a nada menos que mil maravedíes, muchos van a ser los que finjan enfermedad para dejarse caer por esa leprosería —afirmó don Diego.

Tío y sobrino se encontraban enfrascados en plena conversación sobre las medidas que las autoridades estaban adoptando como política de sanidad pública para combatir y prevenir la peor de las pesadillas que podía vivir la ciudad, la temible peste, epidemia de la que Sevilla ya había sido víctima en, al menos, cinco ocasiones durante el siglo que ya finaba, cuando unos nudillos golpearon los cuarterones de la puerta de ébano que cerraba el gabinete. Esteban se asomó cortésmente en el despacho para anunciar:

—Don Heleno de Céspedes se encuentra en la sala de visitas y pide ver a don Alonso.

La tez del joven abogado se tornó lívida y se le cortó la respiración. Como si le acabarán de dar un aguijonazo en el alma. Don Diego se dio cuenta inmediatamente del estado de azoramiento de su sobrino, lo miró y tras unos segundos se ofreció a atender al cliente conjuntamente con su sobrino, pero éste declinó el ofrecimiento.

—Es algo que debo hacer yo. Gracias, tío. Esteban, haz pasar al señor Céspedes a mi gabinete —ordenó saliendo de la estancia para tomar la puerta del despacho contiguo.

Heleno de Céspedes entró en el gabinete parsimoniosamente, caminando como un fantasma, ausente, ajeno a todo síntoma de mundanal vida. Vestía un hermoso jubón de seda, de color violeta intenso, tan ancho que parecía descolgarse sobre los calzones de seda blanca. Usaba guanteletes, y al ofrecer su mano derecha al letrado, éste pudo apreciar la deformidad que éstos escondían, fruto de la tortura a la que sus dedos habían sido sometidos en las mazmorras del Castillo de San Jorge. Alonso la estrechó con delicadeza, casi con ternura, sin apenas presionar aquellas falanges mutiladas para siempre. Se estremeció.

—Gracias, don Alonso —dijo un enigmático rostro sin apenas mudar el semblante.

—Gracias por nada, don Heleno, únicamente intenté desarrollar mi labor con el mayor rigor posible. Tome asiento, por favor.

Heleno descargó su cuerpo, extremadamente delgado sobre la jamuga que servía de confidente al letrado. Lo hizo con tanto esfuerzo que parecía que no podría volver a levantarse nuevamente. Portaba en su mano izquierda un ejemplar de los nuevos testamentos que depositó suavemente sobre la mesa y que Alonso conocía perfectamente por disponer de una copia idéntica en uno de sus anaqueles. Se trataba de una traducción al latín del Libro de la Sabiduría y del segundo Libro de los Macabeos, escritos ambos originariamente en griego. La cubierta estaba literalmente arrancada y faltaban alguna de sus primeras páginas. Sobre la que ahora servía de portada figuraban unas transcripciones efectuadas con una caligrafía sumamente farragosa en las que Alonso pudo apenas distinguir una cita: Marcos 9:42-48. Intentó retener en la memoria aquellos versículos, pero don Heleno interrumpió sus pensamientos al comenzar a musitar muy quedamente.

—No, señor letrado, usted no desarrolló su labor con rigor, no al menos con el mayor rigor posible como pretende dar a entender.

Alonso sintió como si se le cerrara la boca del estómago, ya que de alguna manera el secretario del Tribunal de la Inquisición había puesto a Heleno al corriente del trato que su abogado había concertado con él para salvarlo de la hoguera y ahora iban a desencadenarse, por fin, las primeras consecuencias de aquel maldito pacto. Intentó articular palabra, pero no lo consiguió, quedándose con una muda mueca en el rostro. Fue Heleno quien rompió aquel gélido silencio.

—Me ha salvado usted la vida, don Alonso. Me ha salvado de la hoguera poniendo en riesgo su propia integridad, su profesión, reputación y oficio; y quién sabe si algo más. Me ha librado del fuego, pero me ha condenado a un padecimiento eterno.

—Lo siento. Créame que no podía hacer otra cosa para salvarle. Su juicio estaba decidido de antemano y lamento lo que ha sucedido. Observé algo raro en el comportamiento del secretario de la Inquisición, una extraña fijación por usted e intenté aprovecharlo en su beneficio, al menos para ganar tiempo.

Heleno contrajo el gesto al escuchar las palabras «secretario de la Inquisición», como si su costado hubiera sido punzado por una lanza. Tardó unos segundos en reponerse y proseguir.

—Ha sido muy valiente, don Alonso, y sé bien lo que ha arriesgado por salvarme, créame que no le guardo rencor alguno. Ya he sido puesto al día por el propio don Iñigo de la deuda que debo saldarle. De hecho, ya ha tomado a cuenta algo del capital prestado y esta tarde he sido citado en una de las casas que la hermandad tiene en Triana para el acogimiento de tullidos y mutilados. La ha acondicionado muy pulcramente para convertirla en su nido de pasión y esta tarde pretende seguir cobrando sus asquerosos intereses. Sí, ya he probado algo de su vicio. Es criatura ladina y asquerosa. De las de peor calaña de las que me he topado. Pero tan acostumbrado a hacer sufrir, que su perdición le ha llevado a querer recibir un poco de su propia medicina. Su vicio es bajo y ruin. Es un vil sodomita. Causa pena. Si quisiera, podría manejarlo a mi antojo y al final comería de mi mano pues, créame, en esas lides cuento con alguna experiencia y he terciado con depravados del peor pelaje.

Alonso tragaba saliva. Se hundía un poco más en su sillón a cada comentario que Heleno le iba haciendo.

—Sin embargo, mi señor Alonso, he decidido de una vez por todas acabar con el origen de todos mis males, ya no queda en mi alma espacio para el odio, la inquina, la rabia o el resentimiento. Lo abandoné todo en aquella mazmorra en la que usted me asistió. Ni siquiera cuando don Iñigo me obligó a penetrarlo brutalmente con todas mis fuerzas sentí asco o repugnancia, sino lástima por aquella triste criatura que, preso bajo un hábito célibe, no es sino esclavo de sus más bajos instintos, vive hostigado por la rigidez de la orden en la que ingresó desde niño. Desde muy pequeño le enseñaron a infligir dolor en el nombre de la Santa Madre Iglesia y en la defensa de la fe católica. Yo bien puedo servir de testigo de lo bien que lo sabe hacer. Pero su corrupción ha ido degenerándolo y el dolor se ha desviado en su mente hasta idealizarlo como el placer más absoluto. No, ya no disfruta causando suplicio, sino que es él quien implora recibirlo. Es un alma perdida y sin redención. Aunque yo no le guardo rencor, creo que ya ha causado suficiente daño.

El letrado no salía de su conmoción. Se había sumido en un estado de ensoñación, sospechando las vilezas que don Iñigo pediría a su esclavo, imaginando el momento en el que los papeles se tornaran y en el que el amo pasaría a ser siervo sumiso y el esclavo a dominante. Sintió repugnancia. No se encontraba capacitado para articular palabra alguna y dejó que su interlocutor continuara hablando.

—No sé bien lo que sucederá esta tarde. He leído mucho los santos evangelios y las costumbres de los cristianos puros, el camino verdadero, y creo haber encontrado una respuesta. He hallado una penitencia conveniente. Dios estará, sin duda, satisfecho de mi decisión.

Alonso se estremeció e intentó replicar a Heleno para que éste no cometiera ninguna locura ni atentara contra la integridad del secretario, pero éste nuevamente lo interrumpió.

—No voy a causar ningún mal, mi buen señor, voy a seguir con rectitud la palabra de nuestro Dios. Sea aseguro de que hoy acabarán muchos padecimientos y, aunque tal vez se enciendan otros, éstos serán diferentes. Le he traído esto —dijo, sacando una bolsa que llevaba en el regazo. Alonso comprendió entonces el porqué de aquel jubón tan exageradamente amplio que Heleno vestía, lo suficiente como para disimular una bolsa de cuero del tamaño de un cojín—. Esto es todo cuanto poseo —confesó apartando los evangelios y posando el pellejo sobre la mesa del letrado—. Contiene los títulos de propiedad de mi casa, de una hacienda que tengo en Lebrija y de mi sastrería. Me temo que todos los bienes fueron incautados por el Santo Oficio tras mi aprensión y no sé si podrá salvarse alguno. También hay una considerable suma en efectivo, un total de unos cuatrocientos ducados de oro. Tome de ellos lo que entienda a que han ascendido sus honorarios. El resto me gustaría que se los hiciera llegar algún día a mi esposa, Isabel.

Heleno se detuvo unos instantes al pronunciar su nombre, negando suavemente con la cabeza.

—¡Pobre chiquilla! —dijo al fin—. Aún no he podido verla desde que salí de prisión. La retienen en las mazmorras del castillo, imagino que como rehén o garantía de don Iñigo para que yo cumpla mi parte del pacto o para que no me fugue con ella. Créame que no podría. Pero tampoco le guardo rencor por la denuncia, no es más que una niña y sin duda no sabía lo que hacía cuando actuó movida por la rabia. Tampoco mi comportamiento fue sano. En fin, creo que después de esta tarde, para bien o para mal, la soltarán y es mi voluntad que viva lo mejor posible. Sé que usted es un hombre de ley y que cumplirá pulcramente el encargo. Así se lo encomiendo.

Alonso tenía ante sí a un hombre exhausto, agotado. Si no fuera por el brillo de sus ojos y la belleza exótica de su rostro, aún radiante, diría que Heleno andaba buscando el sendero de la parca, aquel donde Láquesis se apresurara en devanar un hilo de vida que Átropos no tardaría en cortar. Hablaba pausado, con aplomo, sin apenas alterarse, como conocedor ya de todas las pasiones humanas, de los límites del bien y del mal y del principio y fin de todas las cosas. En ocasiones lo intimidaba con lo que decía, pero aún así siguió escuchándolo.

—Verá que junto a las escrituras de propiedad hay un sobre. Contiene una carta para ella, hágasela llegar también —pidió mientras se levantaba tomando nuevamente el gastado ejemplar de los evangelios—, quiero que su conciencia esté lo más pacífica posible lo que le reste de su desdichada vida.

—Trataré de velar por su voluntad lo mejor que pueda, don Heleno. Pero, sin embargo, confío con todas mis fuerzas que usted pueda verlo y que, sea cual sea la decisión que haya tomado, lo libere de su padecimiento, y, a poder ser, nos libere a todos —le dijo abrazándolo sinceramente a modo de despedida. Nada más cruzar el umbral de la puerta, Alonso regresó sobre sus pasos, dirigiéndose precipitadamente hacia un estante de su biblioteca donde tenía el ejemplar de los evangelios, idéntico al que había estado sobre su mesa, tratando de recordar siseando entre labios los capítulos y versículos de San Marcos que había leído manuscritos en el libro de Heleno.