El juicio de la Inquisición Española contra Heleno de Céspedes quedó clavado en el alma de Alonso Ortiz de Zárate como una astilla. Su vida de adulto se acababa de iniciar tan súbitamente como un inesperado bofetón. Dejó atrás la juventud, la inocencia y la alegría en tan sólo unos meses. Y lo más grave era que aún tenía que explicarle a su cliente el pacto que había contraído con el secretario del Tribunal del Santo Oficio para salvarle la vida.
Alonso pensó en un principio que el hecho de haberle evitado la hoguera a Heleno era suficiente justificación, y así se lo pareció, cuando en décimas de segundo tomó la decisión de disponer del cuerpo de su cliente y ofrecérselo a aquel indigno administrador de la justicia de Dios. Pero, más tarde, su mente fue poco a poco golpeándolo con elucubraciones y se fue dando cuenta de que lo que Heleno decidiera hacer finalmente podría influir enormemente en su vida como abogado. Si no quería entregarse a aquel repugnante individuo en contra de su voluntad y no complacía sus deseos sexuales, o huía de la ciudad, la ira y la venganza del secretario de la Inquisición de Sevilla serían implacables contra Alonso. Pero, para mayor desgracia de su alma, tampoco le aliviaba lo contrario. Si Heleno se entregaba a aquel individuo abyecto y aborrecible, si era violado y ultrajado una y otra vez ante la complicidad y connivencia de Alonso, cómo podría él soportarlo. No sabía por cuánto tiempo tendría que vivir ocultando semejante ignominia.
No, por mucho que le hubiera salvado la vida a su cliente.
Alonso ya no encontraba una justificación suficiente. Su mente lo mortificaba día tras día…
Tan sólo el recuerdo de Constanza, de aquel amor puro fraguado en las noches de Sanlúcar, lo sacaba de su aflicción. Cada dos semanas esperaba con ansiedad las cartas de su amada, las leía con ternura, una y otra vez, acariciando la caligrafía con la punta de los dedos y, entonces, y sólo entonces, volvía a ser niño por unos instantes. También encontraba refugio en compañía de su tío Diego, la única persona consciente de la incipiente y cruenta madurez a la que su pupilo se estaba enfrentando. Cenaban juntos casi todas las noches, lo acompañaba a los juicios en la Audiencia y trataba de distraer su mente leyendo y comentando las sentencias y los sucesos de Sevilla, evitando dejarlo solo el menor tiempo posible.
Llegaba el verano. Pero aquél de 1599 no parecía que iba a ser un verano normal. Hacía ya desde unos meses un calor sofocante. Si el intenso frío y las fuertes lluvias del invierno habían anegado campos y helado cultivos, el intenso calor quemaba ahora cosechas y frutos. El viento, que antaño trajera a la ciudad, como tantas y tantas veces, el aroma a azahar de naranjos y limoneros, de cereal maduro guardado en los cortijos, de la mies de los campos y sembrados, atraía ahora un extraño olor a putrefacción. Las continuas crecidas del río habían hecho que el agua se colara incluso intramuros de la ciudad, había ahogado rebaños enteros y formado charcas en las que ahora, al secarse, emergían los cadáveres del ganado. Era frecuente ver animales muertos que flotaban sobre el Guadalquivir, inflados, a la deriva del caudal, acumulándose en los lugares más transitados o pudriéndose atrapados entre las barcazas que unían los puentes de la ciudad provocando así un olor nauseabundo. El precio del trigo se disparó y el pan pasó a ser un producto de lujo. En las conversaciones de las gentes comenzaba a escucharse la palabra hambre con demasiada frecuencia. Agoreros y charlatanes iban tomando paulatinamente las calles, haciéndolas suyas. Pedigüeños pagados a sueldo por el propio Cabildo se dedicaban por las noches a recordar a las gentes, robándoles el sueño, armados de campanillas, que había que rezar por las ánimas del purgatorio. La reciente muerte del rey Felipe II, la presunta debilidad del nuevo monarca, su hijo, Felipe III, la tremenda avaricia del que parecía que iba a ser su favorito, privado o valido, don Francisco de Sandoval y Rojas, ascendido ya a Sumiller de Corps del reino y que comenzaba a dar muestras de su mal quehacer político y, sobre todo, la inminente llegada del cambio de siglo, volvían a despertar entre los más pesimistas el recurrente anuncio de la llegada del Juicio Final. Únicamente el inminente desembarco de la flota de Indias, que venía anunciada y precedida por el buen tiempo, animaba el espíritu de los sevillanos, pues el oro y la plata de las minas de América, que preñaban las entrañas de aquellos fantásticos galeones, paliaría como maná cualquier padecimiento.
Aunque el mal que anunciaba ese año el calor y la inmundicia que rodeaba Sevilla por los cuatro costados podría no aliviarse ni tan siquiera con oro.
Alonso regresó a su casa después de otra agotadora jornada cuando aún era de día, algo extraño en él, pues el trabajo en el despacho le solía llevar hasta altas horas de la noche. Encontró a su madre sola, ya que doña Marina se encontraba en el palacio de los Pinelo haciendo compañía a la madre de Andrea.
—¿Cómo es que has venido tan temprano? Aún no he tenido tiempo de preparar la cena.
Se fijó en ella, estaba muy demacrada, como envejecida. El ajetreo de su vida últimamente había sido tan grande que apenas habían coincidido, pero ahora que reparaba en su madre, la encontró muy débil, casi enfermiza.
—El tío Diego me dio el resto de la tarde libre, dice que necesito descansar, y la verdad es que las últimas semanas han sido muy intensas. ¿Y tú, madre? También pareces cansada —le preguntó a su vez, mientras observaba las cuencas de sus ojos que comenzaban a ensombrecerse.
—El hospital está plagado de enfermos y no damos abasto. Los hemos de colocar en los pasillos, en los patios… Llegan a tropel desde todos los rincones. Aunque no se quiera hacer oficial, parece claro que el brote de tabardillo es más grave de lo que se piensa y las autoridades están tomando las primeras medidas.
—¿Medidas?
—¿No te has fijado en las calles? —preguntó su madre.
—Sí, supongo.
—¡Están cebadas de basura! Las montañas de porquería se acumulan hasta los bordes de la muralla y en muchas calles ya no se puede transitar a pie ni a caballo.
—¿Y qué dices que está haciendo el Cabildo?
—Han nombrado policías y vigilantes para denunciar al que vuelque las aguas sucias por las ventanas, o a quien haga hoyos para enterrar las basuras. Las multas llegan a diez maravedíes, y si los corrales de vecinos no limpian la porquería incurren en una pena de mil maravedíes.
—Pues, al parecer, las multas no están surtiendo mucho efecto —dijo Alonso recostándose en un butacón de la cocina—. Sevilla es hoy un muladar.
—Es que faltan muchas manos de las de trabajar, ¡y muchos hombres! La carrera de Indias y las guerras de Europa nos están esquilmando, los inmigrantes vienen, pero se van a hacer mundo al mismo ritmo. En el hospital dicen que de las ciento treinta mil almas que habitamos en esta villa, sólo cuarenta mil son varones.
—Y, de ésos, al menos hay mil presos y tres mil son hombres de Iglesia. En el traslado de la Virgen de los Reyes procesionaron casi dos mil entre dignidades, canónicos, rancioneros, clérigos y capellanes.
—Añade a eso los servidores, subalternos y los nobles, aristócratas y señores que tienen vedado el trabajo manual —apostilló doña Beatriz, mientras comenzaba a batir unos huevos que las gallinas del corral habían puesto esa misma mañana—. El caso es que las autoridades están nerviosas y no paran de dictar bandos y ordenanzas buscando la higiene de la ciudad. Hay colas interminables para llenar agua en los caños de la fuente de Carmona, que es la única que se mantiene limpia y fresca, pues en las otras de la ciudad el olor es muy extraño, como a huevos podridos.
—Menos mal que nosotros contamos con el aljibe del patio, ¿cómo está el nivel?
—Casi lleno, con las lluvias del invierno habrá para aguantar todo el verano por muy ardiente que sea —contestó su madre.
Alonso desvió por unos instantes su mente hacia pensamientos más triviales y su humor tornó a mejor, aunque ahora se encontrara seriamente preocupado por la salud de su madre. La ayudó a preparar la cena y abrió la última de las botellas del vinillo de Sanlúcar que le quedaban de las que había traído consigo el último verano.
Cuando terminaron de cenar aún no había oscurecido, pero su madre se retiró a descansar. Las tardes se demoraban cada día más y la noche se resistía a entrar. Decidió visitar a don Diego. Ahora que se encontraba con algo de ánimo quiso invitarle a un trago de aquel exquisito vino. Cuando llegó a la casa y abrió el postigo advirtió un aroma a esencias y afeites que se acentuó en el patio central de la vivienda, mezclándose además con una sensación de humedad. Sin duda, su tío había encendido el antiguo bañuelo árabe. Ésa sería una magnífica manera de acabar junto a él aquella botella.
Llamó a Erundina, la sirvienta, para pedirle un par de vasos, pero no la encontró, tampoco a Esteban. Últimamente ambos se habían dejado ver paseando por las calles de Sevilla. El amor sería una maravillosa recompensa para aquellas dos bondadosas personas.
Bajó casi a tientas los estrechos peldaños de la escalinata que conducía al bañuelo y, cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz de las velas que iluminaban la bóveda, Alonso se estremeció. Quiso dar un paso atrás pero la prudencia le llevó a no moverse durante unos instantes. Las blancas nalgas de su tío se hundían una y otra vez en las de una mujer de negra y abundante melena que, arrodillada, recibía los enérgicos empellones de su amante con gemidos ahogados de placer. Don Diego la tenía tomada del cabello con una mano mientras que con la otra masajeaba aquellos enormes pechos, pinzando con los dedos unos pezones que casi llegaban a rozar el tibio mármol del suelo.
Alonso estuvo a punto de perder el equilibrio con tal visión y apoyó instintivamente la mano que portaba la botella sobre la pared de ladrillo. El roce del vidrio emitió un leve tintineo, al parecer percibido únicamente por aquella azorada mujer que, por unos segundos, dirigió su mirada hacia una figura humana que ya giraba sobre sus pasos en dirección a la escalinata de salida. A pesar de que su amante le había asegurado que nadie vendría a la casa, alguien los había espiado. Don Diego volvió a clavarse en lo más profundo de su ser, a la vez que le tiraba agresivamente del cabello. Mordiéndose los labios, la mujer cerró los ojos y lanzó un nuevo gemido de placer mientras Alonso se alejaba de la casa, vaciando la botella de vino sobre su gaznate.
—¡Que Dios nos asista! —musitó sin poder reprimir cierta sonrisa—. Mi tío está copulando con doña Elvira de Medina, la esposa de don Juan de Ojeda, el magistrado presidente de la Real Audiencia de Sevilla.