Sevilla (España), mayo de 1599
Durante los meses que siguieron al proceso inquisitorial de Heleno de Céspedes y hasta que recayó sentencia sobre el asunto, Alonso se sumió en una existencia angustiosa. Nunca antes se había sentido tan nervioso, ni tan siquiera durante la más dura época de estudiante cuando aguardaba los inciertos resultados de los exámenes universitarios. No había cumplido aún los veinticinco años, pero su semblante iba reflejando una recién adquirida madurez. Andaba encorvado, nervioso y temeroso; la incertidumbre se adueñó de su existencia y cada día que pasaba sin que la sentencia fuera publicada se hacía más insoportable. Acudía cada vez con mayor aflicción a los estrados del Castillo de San Jorge para comprobar si se publicaba el veredicto cuyo fallo no admitía ningún recurso. Parecía que un nido de serpientes se hubiera alojado dentro de su pecho y le impidiera respirar cómodamente. El hecho de que la vida de un ser humano dependiera literalmente de la manera en que él hubiera desarrollado su pericia profesional lo mortificaba. El rostro de Heleno emergía en sus sueños sobresaltándole. Los ojos de espanto que lo miraron cuando entró en la mazmorra, aquel espeluznante gemido, la visión de ese rostro, transfigurado, con los cepos aprisionándole las manos, se manifestaban una noche sí y otra también. En otra ocasión se desveló al acordarse de su padre, estaba muy ofuscado, gritaba y en su mano blandía una vara que descargaba despiadadamente sobre un esclavo, un esclavo tullido y negro.
En su cabeza bullían los más inciertos interrogantes: ¿Y si los alguaciles habían descubierto finalmente que el letrado había aflojado los cepos del reo?, ¿y si el secretario lo había delatado a él también frente al propio Tribunal por haber intentado corromperle?, ¿y si el Santo Oficio decidía finalmente abrir un proceso contra un abogado que había pretendido interferir en la objetiva voluntad de la justicia divina? Tal vez, seguro, habrían torturado a una débil Isabel, quien habría confesado que su tío Diego la había aleccionado para la confesión ante la audiencia de la Suprema. ¿Perdería la licencia de abogado que tanto esfuerzo y dedicación le había costado arrastrando con él a su tío? ¿O sería aún peor el castigo? ¿Le guardaba, en definitiva, el destino la misma vergüenza y el descrédito que en su día habían condenado a su padre por intentar ayudar a uno de sus clientes?
Se acercaba el día de un auto de fe en Sevilla, y tal vez el veredicto se estaba demorando tanto para hacerlo coincidir con el espectáculo máximo del ajusticiamiento divino. Finalmente, una mañana de mayo del año de Nuestro Señor de mil y quinientos noventa y nueve, ojeroso y demacrado, Alonso se personó, una vez más, ante las dependencias del Castillo de San Jorge. Uno de los porteros le comentó que acababa de publicarse la sentencia sobre su asunto. Intentó preguntarle por si conocía su contenido pero el alguacil, analfabeto, se encogió de hombros, sólo sabía que se había colgado en los estrados del Tribunal la sentencia del hermafrodita. A Alonso se le encogió el alma, apenas podía respirar. De una manera casi autómata arrastró los pies hasta el estrado de publicaciones como tantas veces había hecho durante las últimas semanas. Aunque ahora lo hacía viendo como si un hacha se elevara sobre el cadalso y pendiera sobre su cuello. Cuando por fin llegó ante los estrados de publicaciones comenzó la lectura, conteniendo la respiración:
Por nos, los inquisidores contra la herética pravedad e apostasía, en la ciudad y reino de Sevilla, juntamente con el ordinario, visto un proceso criminal que ante nos ha pendido y pende entre partes, de la una el licenciado Fray Ulpiano, promotor fiscal de este Santo Oficio, y de la otra, rea acusada, Elena de Céspedes, natural de la ciudad de Granada, que hace oficio de cirujano; la cual estando presa en la dependencias de esta institución porque el conocimiento de algunos de los delitos por ella cometidos pertenecía a este Santo Oficio, mandamos se nos remitiese, y siéndonos remitida con hábito de hombre, siendo amonestada debajo de juramento dijese verdad y descargase eternamente su conciencia, dijo y declaró:
Alonso no podía continuar con la lectura completa de la sentencia, se ahogaba. Avanzó rápidamente con sus dedos, adelantando páginas y páginas de hechos probados, de prosaicos argumentos, de indubitados fundamentos jurídicos, hasta dar por fin con el fallo del Tribunal:
Xpi nomine invocado… Fallamos, por lo que del presente proceso resulta, contra la dicha Elena de Céspedes, que si el rigor del derecho hubiéremos de seguir, la pudiéramos condenar gravemente; pero queriendo habernos con ella con equidad y misericordia, por algunas justas causas que a ello nos mueven, mandamos: que en pena de sus delitos, para que a ella sea castigo y a otros ejemplo, para no cometer semejantes embustes y engaños, salga al presente auto de la fe en forma de penitente, con coraza e insignias que manifiesten su delito, donde se le lea ésta su sentencia y abjure de leví, y otro día se le den cien azotes por las calles públicas de esta ciudad y otros ciento cuando de los primeros haya sanado, en la forma acostumbrada, y esté reclusa por diez años en el hospital que por nos le será señalado, para que sirva sin sueldo en las enfermerías de él. Lo cual todo haga y cumpla, so pena que será castigada con todo rigor; y por esta nuestra sentencia definitiva así lo pronunciamos mandamos en todos estos escritos y por ellos pro tribunali sedendo. El doctor don Rodrigo de Mendoza; rúbrica. El doctor don Lope de Mendoza; rúbrica. El licenciado, Cándido Fernández; rúbrica. Pasó ante mí, el secretario; Iñigo Ordóñez; rúbrica.
¡Sí, lo había salvado! Había salvado la vida de esa pobre criatura, cuyo único pecado era el de ser un hombre extraordinariamente atractivo y bien dotado. Pero no pudo alegrarse. El agónico padecimiento que había soportado en los últimos meses durante los que se había hecho cargo del proceso no se lo permitía. Si Heleno había sufrido lo indecible físicamente, el dolor psicológico que Alonso había soportado lo había consumido. Comenzó a emitir unos suspiros, nerviosos y entrecortados, luego rompió lentamente a sollozar y las lágrimas fluyeron inundando su rostro, descargando poco a poco la tensión acumulada. Se desplomó, arrastrando el hombro y la frente sobre la fría piedra de la pared de los estrados, dejándose caer poco a poco sobre sus piernas, sin fuerzas, cubriéndose la cara con la mano para evitar ser visto en ese estado. Cuando estaba en cuclillas notó una presencia, un desagradable olor a sebo se filtró entre sus dedos e le inundó los pulmones.
—¿Es que vos también lo amáis? —susurro una voz de aliento agrio y espeso junto a su oído.
Se volvió para escrutar el rostro de don Iñigo, el secretario, a escasos centímetros del suyo. Forzando el gesto de mayor repugnancia que pudo, le contestó:
—Yo amo a mi profesión y a la justicia.
—Pues, en justicia, yo ya he cumplido mi parte del trato, y a fe que no me ha resultado tarea fácil, pues me ha costado mucho persuadir a los restantes miembros del Tribunal de la menor gravedad del pecado cometido. Ahora debo demasiados favores, así es que, ¡cumplid vos con vuestra palabra! El reo será puesto en libertad después del auto de fe para que cure de su martirio antes de cumplir su pena de reclusión. Yo me encargaré de que sus azotes no me lo dejen tan desecho como para no pueda cumplir felizmente con lo que él y yo tanto anhelamos. Además, he conseguido que se ejecute la pena de diez años de servicios en un hospital adscrito a nuestra institución. Por su bien, estimado letrado, le recomiendo que cumpla fielmente con lo acordado —dijo incorporándose resueltamente y esquivando a Alonso, quien permanecía arrodillado en el suelo.