CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

Cartagena de Indias, Nueva Granada (España), primavera de 1599

Un barco correo había desembarcado en el puerto aquella misma mañana. Provenía de España tras haber hecho escala en Guadalupe y posteriormente en La Habana. Don Fernando mandó a Tello Escobar, su mayordomo y hombre de confianza, para que comprobara si en esta ocasión había llegado alguna noticia de su familia. Ni tan siquiera sabía si la misiva que enviara hacía ya año y medio hubiera llegado a su destino. Era raro que los magníficos galeones de la Carrera de Indias fueran atacados o se hundieran, pues iban fuertemente armados y pertrechados, pero los barcos correo que navegaban sin su abrigo, más frágiles y vulnerables podían no sólo ser apresados, sino zozobrar por los fuertes vientos o las tormentas atlánticas. En ocasiones, sus cascos, carcomidos por la broma, un molusco caribeño que perforaba la madera de los buques, cedían y entonces se abría una vía de agua que, aunque no hundiera la embarcación, arruinaba toda la carga. Por ello se frustraban tantas esperanzas, tantos deseos de saber de parientes, maridos o familiares que habían cruzado el Atlántico en busca de fortuna. Dándolos muchas y prematuras veces por muertos o desaparecidos, tras años de ausencia sin que nada se supiera de su paradero.

El cochero detuvo el carruaje al ver a don Tello esperándolos en la calle y don Fernando recibió la noticia que le daba su mayordomo, intentando disimular la frustración. Nada, ninguna respuesta. Maldita Beatriz, esto era producto de su resentimiento, ya no le cabía ninguna duda. No quería volver con él y por eso estaba reteniendo a Alonso en Sevilla. Seguro que aún no le perdonaba el haberle sorprendido con aquella ramera. Ordenó al cochero que apretara el paso en dirección a su casa y tras unos minutos logró recomponerse. Se había dejado llevar por la ira pues aún era pronto para tener una respuesta, reflexionó, y además, como pater familia tenía todo el derecho para disponer sobre ellos, ordenar que se los trajeran, como fuera, por lo civil o por lo criminal, ya que la Ley se lo confería. Entonces se calmó un poco.

El trabajo diario en su despacho era cada vez más farragoso y seguía sin ayuda. No tenía a nadie. Escribientes o pasantes no sabían redactar demandas ni fundamentar hechos, contestar recursos, evacuar trámites ni providencias. Estaba solo. Y su vida social hacía que cada vez dispusiera de menos tiempo para sentarse a escribir, a hacer que el engranaje de la justicia girara por el peso de sus fundamentados escritos. Necesitaba a alguien formado en Leyes y su hijo era esa persona.

«Ya llegará noticia si es que ha que llegar», masculló entre dientes mientras el coche se detenía ante su inmensa casona palaciega. Un paje se apuró en abrirle la portezuela, mientras otro colocaba una escalinata de madera bajo sus pies para que descendiera sin esfuerzo.

Había pasado toda la tarde supervisando las cuentas de los gastos de la fortificación de la ciudad, encargo expreso recibido de su amigo, el Gobernador, mediante un contrato que fijaba unos honorarios profesionales exquisitamente bien pagados por los contribuyentes de Cartagena. Venía de sostener una agria discusión con un representante del Cabildo. La Corona se estaba gastando una auténtica fortuna en proteger Cartagena de Indias y hacer de ella el puerto más seguro de todo el mar Caribe. Allí se acumularía, a partir de ahora, el oro y sobre todo la plata procedente de las inagotables minas del Perú. Acababa, pues, un día agotador pero en su despacho le esperaba una última cita, una clienta que debía atender aquella misma tarde.

Desde el punto de vista jurídico no era más que un pleito sucesorio, aunque en sí mismo era un asunto extraordinariamente complejo, prácticamente irresoluble. Se trataba de una joven dama nacida en Cartagena, Josefina Arnau, huérfana de padre y madre españoles a los que no les sonrió la fortuna en el Nuevo Mundo, pues murieron de disentería a los pocos años de llegar dejando a su hija al amparo de una de las instituciones religiosas asentadas en Cartagena y sin más dote que un triste ajuar doméstico. Sin embargo, había tenido la ventura de ser la joven más bella de toda la ciudad. Su pelo era de un color inusualmente claro, sus ojos azules y la piel blanca como la espuma del mar. Años atrás, don Gonzalo Zaragoza, un acaudalado hacendista, se fijó en ella y quedó prendado de su hermosura convirtiéndola en su concubina. Se trataba de un hombre mayor, de unos cincuenta años, que había pasado toda su vida trabajando y acumulando, como tantos, una buena fortuna. Pero don Gonzalo bien podía considerarse entre los más agraciados, pues había sabido aprovechar aquellos ríos de dinero que regaban el Nuevo Mundo en forma de oportunidades. Nada más llegar a Cartagena inició un comercio al por mayor de joyería y platería procedente de su Córdoba natal donde unos parientes le reenviaban la que él les remitía en bruto pero labrada primorosamente al gusto europeo, en forma de vasijas, platos, vasos, copas o crucifijos. Eso sí, el precio de la plata, al peso, se había multiplicado por mil veces en el curso de los dos viajes. Se le tenía por uno de los mercaderes más ricos de Nueva Granada y había comprado numerosas fincas de labor y de recreo. En una de ellas, la más cuidada y hermosa, había instalado a su bien más preciado, su amada Josefina. Eran cada vez más numerosos los días y las noches que pasaba al lado de su querida y cada vez menos los que transcurría con su mujer legítima y sus hijos, los cuales aunque gozaban de unos altísimos ingresos y no les faltara de nada, odiaban profundamente a aquella amante infiel cuyo gran pecado consistía en haberse dejado seducir por el viejo mercader y servirle de entretenimiento.

El caso es que don Gonzalo había muerto hacía unos meses y, a pesar de los intentos de la joven, ésta no había podido quedarse encinta y, por tanto, no podía reclamar herencia alguna para un posible descendiente, aunque fuera ilegítimo. Así las cosas y sin haber dejado testamento, toda su hacienda, fortuna y bienes debían ir a parar a manos de sus herederos legítimos, la mujer e hijos del difunto, sin que nada quedara para la bella Josefina. Ésta, acostumbrada al lujo y boato que su amante le había proporcionado en los últimos años de su vida, no sabía qué hacer para retener la finca en la que vivía y las joyas y alhajas que su galán le había ido regalando, sobre las que los herederos ya se habían lanzado, como arpías, reclamándoselas públicamente.

Don Gonzalo, sorprendido en sus últimos días por unas altísimas fiebres que lo sumieron en una horrible agonía, llamó a su abogado, quien por supuesto no era otro que don Fernando Ortiz de Zárate. En su lecho de muerte, el mismo que compartía con su amante y sin capacidad legal ya para poder otorgar disposición testamentaria alguna, le suplicó a su letrado, delirando, que hiciera lo posible para que Josefina conservara al menos la finca donde vivía, con la hacienda y esclavos que tenía asignados, y poder así vivir dignamente el resto de sus días. Cumpliendo las póstumas órdenes de su cliente entabló una demanda judicial contra los herederos legítimos para retener aquellos bienes, demanda que, aunque era imposible que prosperara, al menos retrasaría la toma de posesión por sus legales propietarios de la finca donde moraba la joven amante y que constituía su único bien.

El asunto se estaba complicando y el juez, un beato meapilas que condenaba el adulterio y odiaba a don Fernando, había tomado claro partido por los herederos y no tardaría en dictar una sentencia favorable a sus intereses. Por lo tanto, el último recurso sería acudir a la Audiencia de Santa Fe y no era probable que doña Josefina pudiera afrontar eso económicamente.

Al entrar en su gabinete, el letrado encontró a doña Josefina sentada en uno de los butacones de terciopelo rojo. Llevaba puesto un escotado vestido de color blanco, que hacía relucir aun más su esbelto talle. Don Fernando se presentó y besó la mano de aquella deslumbrante mujer, quien apenas si pudo esbozar una forzada sonrisa de compromiso al extender la mano. Después de desprenderse de la toga y secarse el sudor del rostro con un pañuelo se sentó a su lado para ponerla al día de cómo iba su asunto.

—Tengo buenas noticias para usted, doña Josefina —comenzó a mentir—. Parece que tenemos muchas posibilidades de que la demanda prospere, pues el pleito lo tramita un juez con el que me une una gran amistad.

A la mujer se le cambió el rostro y le dedicó entonces al letrado una amable sonrisa.

—Hemos de esperar, como es lógico —prosiguió él—, que los herederos pataleen y presenten dura batalla jurídica. La ley, sin duda, los protege, pero yo he urdido una estrategia prácticamente infalible que hará que usted pueda conservar no sólo la finca, sino también todas sus pertenencias —afirmó con contundencia.

—No sabe cómo se lo agradezco, don Fernando —dijo la mujer tímidamente—, no tengo nada más que lo que Gonzalo me dio en vida. Nada más. Si me echan de esa casa no tendré ni dónde caerme muerta.

—No es agradecimiento, como usted bien sabe, lo que me mueve —prosiguió el letrado levantándose para alisar las arrugas de su fino jubón de seda—, mi amistad con don Gonzalo era muy estrecha —continuó, desplazándose lentamente por detrás del sillón que ocupaba la joven—, y mi obligación es seguir los dictados de su voluntad y cuidar de usted, tal y como él me pidió, para que pueda vivir como se merece un ser tan bello y delicado —dijo introduciendo una de sus manos dentro de aquel pronunciado escote y volviendo con la otra la barbilla de la joven para besarla en los labios.