CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

Por primera vez desde que ejerciera el oficio de doctor en Leyes, Alonso sintió miedo, mucho miedo. Al llegar a la mitad del Puente de Triana miró hacia atrás para comprobar que no lo siguiera ningún familiar de la Suprema. Le pareció atisbar entre los ventanucos de una de sus torres la silueta de una figura humana. Entonces comenzó a correr a todo lo que le daban las piernas en busca del otro lado de la ciudad. De cuando en cuando miraba hacia atrás para confirmar que nadie lo perseguía y no le pareció detectar ningún otro movimiento extraño. Cuando atravesó la Puerta de Triana se recompuso el jubón y la toga tratando de calmar su agitada respiración. Entró en el gabinete de la calle Aire llamando a voces a su tío, pero tuvo que esperar mordiéndose las uñas a que éste terminara de despachar a unos clientes con los que estaba tratando en esos momentos. Intentó calmarse. Se sentó y comenzó a repasar mentalmente la estrategia que había comenzado a urdir en la celda de Heleno de Céspedes. Lo primero era aleccionar a la pobre Isabel Ortiz. No podía bajo ningún concepto acudir a la cita en su despacho esa tarde, tal y como la había ordenado el día anterior. Seguramente la someterían a vigilancia. Debería declarar muy bien ante el Tribunal y sin contradicciones. Tampoco podía avisarla pues, sin duda, a estas alturas, el inquisidor habría averiguado cuál era su domicilio profesional y podría haber mandado a algún familiar para que lo espiara. Si sorprendían al letrado defensor de un proceso inquisitorial preparando el interrogatorio de una denunciante del Santo Oficio, sería su fin. Únicamente podía encargar esa delicada misión a don Diego. Además, su tío aportaría experiencia y podía contribuir con otras posibles salidas al asunto aunque, desde el punto de vista jurídico, se vislumbraban bien pocas y de la confesión de la denunciante dependía gran parte de ellas. Jamás debía confirmar que las prácticas homosexuales de su marido eran anales, sino que éste había usado de su miembro de mujer para yacer con otros varones. A Alonso le parecía grotesco y hasta risible el argumento, pero esos fanáticos inquisidores llegarían a creerla de buen grado para confirmar sus teorías. La hoguera dependía o no de la fantasía de esos lunáticos pues, de tener pruebas de sodomía y dado lo enconado del proceso, ni el Espíritu Santo que descendiera desde los cielos podría salvar al pobre Heleno de la pira. El paso siguiente sería conocer el dictamen de los médicos que habían explorado al reo. «Qué extraño que no estuvieran ya incorporados al proceso», pensó, «pues tanto el reconocimiento como la declaración se efectuaron en las propias dependencias del Castillo de San Jorge». De tener la posibilidad de interrogarlos haría que incurrieran en contradicción, debía pues estudiar esa misma tarde algún tratado anatómico.

La puerta del despacho de su tío se abrió en ese justo instante sacándolo de sus cavilaciones. Casi sin dejar que éste se despidiera de sus clientes lo introdujo en él nuevamente alegando urgencia extrema. Cerró la puerta. Con su gran capacidad de síntesis hizo que don Diego entendiera el asunto en muy pocos minutos, y éste se dio perfecta cuenta de la gravedad del mismo. Coincidió en que la única escapatoria para el preso era la de no ser declarado homosexual, se sorprendió de que no fuera un asunto que conociera la justicia ordinaria, pero admitió que de ser así no hubiera existido ninguna posibilidad para el pobre Heleno. Finalmente, él mismo se ofreció a ir a casa de Isabel Ortiz para prevenirla y aleccionarla.

—Debo ir yo, querido Alonso, puedo excusarme en caso de que me sorprendan y te aseguro que tengo medios para cerciorarme de que nadie me sigue. Creo que lo mejor es que vaya a su casa ahora mismo, antes de que los inquisidores puedan reaccionar. De seguro que tu descripción ya ha sido comunicada a varios familiares que no tardarán mucho en merodear por la puerta de nuestro gabinete.

A Alonso le alivió la predisposición de su mentor y se despidió de él con un sentido abrazo. Se encerró en su despacho a escrutar todos los libros de los que disponía sobre el tema, manuales de Derecho y Anatomía, pragmáticas y ordenanzas dictadas en relación a aquellas materias. Consultó los libros de procedimiento de la Santa Inquisición que había comprado su abuelo, la Practica Inquisitionies de Bernardo de Gui y el Directorium Inquisitorum de Nicolás Eymerich. Extrajo asimismo un tratado de anatomía de Martín del Río, el conocidísimo y muy en boga El ente dilucidado, donde se sostiene que el sexo es como un guante que permitía ambas formas, la masculina y la femenina, según se considerase. Recopiló todo lo que pudo sobre hermafroditismo. Oscurecía cuando su tío golpeó con los nudillos la puerta de su despacho.

—Casi me encuentran… —exclamó nada más entrar—. Familiares del Santo Oficio han llegado a la casa de Heleno justo cuando yo había salido, pero no creo que me hayan visto. Han prendido a Isabel para asegurarse su presencia mañana en la audiencia. Esta noche dormirá en la cárcel. Grata recompensa del Tribunal por haber denunciado a su marido. Creo haberle explicado lo mejor posible a esa pobre mujer cuál es la única tabla de salvación de su esposo. Pero, imagínate, tener que sostener mañana ante el Tribunal que su esposo es esposa, con seguridad y convicción. Y, además, en el estado en que se encuentra su alma en estos momentos. No sé, Alonso, mañana puedes esperarte cualquier cosa —concluyó algo apesadumbrado—. Yo he hecho lo que buenamente he podido.

—No va a ser fácil, pero hay que luchar; si luchamos podemos perder, mas si no lo hacemos, Heleno será pasto de las llamas.

—La señora de Céspedes me ha dado esto para ti —dijo don Diego arrojando una bolsa llena de monedas sobre la mesa de Alonso—. Son cincuenta escudos de oro que, si bien no palian, al menos suavizan algo el amargor de tener que enfrentarte al Tribunal del Santo Oficio. ¿Puedo ayudarte en algo más? —preguntó.

—¿Puedes derogar la Inquisición?

Su tío sonrió. «Me gusta que te quede algo de humor ante un proceso como éste», dijo.

—Estoy literal y absolutamente acongojado —reconoció—, por no decir otra cosa.

—Puedo entenderlo. Únicamente una vez he entrado en el Castillo de Triana para asistir a un buen amigo, pobre de él, que había sido denunciado por un rufián con el que tenía contraído varios créditos que se encontraban a punto de vencer. Creo que aún no me he repuesto de aquel proceso. De todas formas, mañana te acompañaré a la audiencia, espero que mi presencia reconforte a la pobre Isabel y, además, será todo un placer verte exponer tus teorías sobre el hermafroditismo.

—He encontrado algunas interesantes, pero creo que lo mejor será dejar algo a la improvisación y al resultado de las periciales médicas y la testifical de Isabel. Ahora necesito comer algo, pues no he probado bocado en todo el día. Me voy a marchar a casa, al fin y al cabo no puedo hacer ya mucho más.

A diferencia de otras ocasiones, en las que había pasado las vísperas de los litigios complicados completamente en vela, Alonso durmió profundamente aquella noche. Al despertar recordó que había soñado algo agradable, aunque no sabía bien qué, y sólo al verse frente al espejo de su cuarto descubrió que sonreía. Por su cabeza flotaba la sonrisa que Heleno había esbozado en la celda de la prisión cuando Alonso le explicó la estrategia y le ofreció una tabla de salvación a la que asir su vida. Sabía que la condena a la hoguera era un hecho más que firmado, por lo que todo lo que pudiera obtener sería un éxito, y ello dependía en mucho de la frescura con la que expusiera sus tesis ante el Tribunal. Era ya amanecido cuando inició un breve paseo por las callejuelas del barrio de la Santa Cruz. Escuchó el gorjeo de los pájaros y el arrullo de las palomas. Comparó su vida en esos momentos con el padecimiento que estaría soportando Heleno, un hombre sensible, exquisito, acostumbrado a paladear los placeres sensoriales de la vida y ahora sometido al agónico tormento impuesto por unos miserables. Tenía que hacer todo lo posible por salvarlo de la inconsciencia de esos excéntricos inquisidores.

Regresó a casa y desayunó con su madre, a quien no le quiso contar nada. La notó excesivamente preocupada. Los casos de tabardillo iban en aumento en la ciudad. En el día de ayer se habían dado siete nuevos enfermos que provenían de las colaciones y los barrios más pobres de la ciudad. En el hospital comenzaban a adoptarse medidas para prevenir una posible epidemia. Le recordó que, al ser jueves, esa tarde no acudiría al hospital para atender a los menesterosos que fueran al despacho a buscar orientación jurídica. Alonso sólo asentía con la cabeza, intentaba escuchar lo que su madre le decía, pero únicamente tenía un pensamiento.

Se disponía ya a partir hacia el castillo inquisitorial cuando llegó su tío, cuya mera presencia le infundió cierto sosiego. Llegaron a sus puertas en torno a las nueve y media, se identificaron ante los porteros y fueron conducidos a la Sala de Audiencias. Todos los miembros, incluyendo al fiscal, notario, secretario y jueces estaban ya formados a la única espera de la llegada del abogado defensor. Cuando los letrados entraron en la sala encontraron a los jueces murmullando plegarias en latín, invocando la iluminación y orientación divina para esclarecer el caso.

El Tribunal lo presidía el inquisidor don Lope de Mendoza, a su derecha lo flanqueaba su hermano Rodrigo, y a su izquierda, el licenciado Cándido Fernández; cerraba el estrado el secretario, don Iñigo Ordóñez, el ladino promotor de la denuncia. Su tío tomó asiento en uno de los bancos de madera que se situaban frente al estrado. La Sala de Audiencias era, con mucho, la más amplia de aquel angosto castillo pero, aun así, muy reducida en comparación con las de la Real Audiencia de Sevilla. Alonso se dirigió para ocupar su lugar a la izquierda del Tribunal. Por lo reducido del espacio se encontraba a escasos centímetros de don Iñigo, el secretario. En frente, la acusación, conducida ni más ni menos que por Fray Ulpiano, un dominico catedrático de Teología y Derecho Canónico en la Universidad de Santo Tomás, rival antagónico e irreconciliable del Colegio de Santa María, donde él había estudiado. Tragó saliva y se sentó en su pupitre.

A los pocos minutos y tras rezar un Paternoster y un Credo, dos alguaciles trajeron a la denunciante, a la que le quitaron los grilletes cuando estuvo frente al Tribunal. Le tomaron juramento en legal, forma tras el cual dio comienzo el interrogatorio. Con una determinación inquebrantable e insospechada viniendo de un organismo tan aparentemente débil y quebradizo como el de aquella joven, doña Isabel sostuvo uno por uno todos los posicionamientos que don Diego le había aleccionado el día anterior. Su marido era hermafrodita y jamás tuvo constancia que yaciera con otro varón utilizando su ano, sino su sexo de mujer. No pudo sentirse engañada ni afrentado por su parte el sacramento del matrimonio, pues Heleno se cuidaba mucho de exhibir o usar su naturaleza femenina ante ella. Jamás pudo ver su sexo de mujer y con ella únicamente utilizó el de hombre, que parecía ser normal, dentro de su conocimiento, pues ella llegó virgen al matrimonio. La primera engañada era ella. Ahora no tenía duda de que Heleno la mintió y que en realidad es una mujer.

Tan contundente e inamovible fue su testimonio frente a las incesantes y reiterativas preguntas de la acusación y de los miembros del Tribunal que, cuando llegó su turno de interrogatorio, Alonso no hubo de formular ninguna cuestión.

Cuando por fin hubieron terminado con la denunciante, el inquisidor se dirigió a las partes:

—El proceso ha terminado, el reo no ha de comparecer nuevamente ante esta audiencia al obrar ya sus testimonios en las actas, pues este Tribunal los considera suficientes. Proceda cada parte a exponer sucintamente sus conclusiones para que, a través de la inspiración divina, podamos dictar nuestra sentencia.

Alonso dio un respingo sobre la mesa.

—¿Terminado el proceso? —preguntó al Tribunal—. ¿Y los pareceres de los médicos?, ¿es que acaso no se va a proceder al interrogatorio, ni a la declaración de los mismos antes de dictar la sentencia?

—Muy señor mío —replicó el inquisidor socarronamente—, los pareceres de los médicos y demás testigos han sido ya evacuados y se encuentran en las actas del proceso —concluyó sonriendo al secretario.

—Disculpe este ilustrísimo y misericordioso Tribunal, pero esta parte no ha tenido acceso al contenido de dichas actas.

—Pero sí lo hizo el defensor anterior a quien usted ha sustituido y que se encargó de la defensa del reo hasta ayer. El proceso ha cumplido escrupulosamente con todos los trámites legales, letrado —concluyó don Lope con firmeza—. Proceda la acusación a emitir su informe de conclusiones.

—Señorías ilustrísimas, miembros de este magnánimo Tribunal —intervino Alonso con toda la autoridad y el aplomo del que fue capaz—, el único deseo de este humilde letrado es el de conocer cómo ha llegado a engendrarse el nefando monstruo que es en la actualidad doña Elena de Céspedes y colaborar en que se aplique con todo rigor y pulcritud la justicia. Sin tener completo conocimiento de lo actuado no puede considerarse un proceso imparcial ni una defensa objetiva, por lo que en aras a la efectividad de la justicia divina, que ustedes representan, les suplico que me dejen ver esas actas antes de evacuar el trámite de conclusiones.

El inquisidor intercambió unos susurros con su hermano y unas breves palabras con el otro miembro del Tribunal. Tal vez no fuera del todo conveniente que un letrado tan reputado en Sevilla saliera del Santo Oficio quejándose de maquinaciones procesales. Además, el asunto era demasiado claro y evidente como para que, a estas alturas, algo pudiera cambiar la iluminación divina en forma de sentencia condenatoria. Nada podía ya evitar la pira. Finalmente dirigió una mirada al secretario en señal de aprobación. Con gesto seco le indicó al letrado:

—Dispone usted de unos minutos para examinar las actas. Después, tiene la palabra la acusación para evacuar el trámite de conclusiones.

Alonso saltó de su asiento y se dirigió al estrado, junto al secretario permaneciendo de pie, de esa forma pudo ver por primera vez su grasienta y brillante tonsura. Desprendía un olor aceitoso francamente desagradable. Se inclinó y procedió a una acelerada lectura de las actas:

Parecer de los médicos: En la Audiencia de la tarde de la Inquisición de Sevilla, a los tres días del mes de febrero de 1599 años, los señores inquisidores, don Rodrigo y don Lope de Mendoza mandaron entrar en ella al doctor De la Fuente y al doctor Villalobos, médicos, y al licenciado Juan Gómez, cirujano, a los cuales los dichos señores inquisidores tomaron juramento en forma de derecho, so cargo del cual prometieron decir verdad, y les fueron leídas las confesiones hechas por Elena de Céspedes en este Santo Oficio después que está presa en él, acerca de decidir que ha tenido sexo de hombre siendo mujer y teniéndole de tal; y habiéndole leído e informado acerca de esto, les mandaron viesen y mirasen a la dicha Elena de Céspedes sus partes vergonzosas, y que declaren si es verdad que ha tenido y puede haber tenido sexo de hombre como dice le tuvo. Los cuales, dichos médicos y cirujano, entraron al patio de las cárceles, donde fue traída la dicha Elena de Céspedes a la cual vieron y miraron según les fue mandado, y volvieron a la Audiencia, ante los dichos Señores Inquisidores, y dijeron: como ellos habían visto a la dicha Elena de Céspedes sus partes vergonzosas, la cual es mujer, y que nunca fue hermafrodito, ni tiene señales de ello; porque ser mujer vese claro, y demás de esto dice que parió, y aunque hizo medicinas para cegar y apretar que no pareciese natura de mujer, vino al cabo a aparecer y romper sangre del menstruo, que era tenido de antes, que es el flujo de sangre que confiesa ella que le vino. Y en cuanto a lo de los testículos que dicen que no es extraño haberlos habido exteriormente, porque aún la queda una cicatriz, y el pellejo de donde parecieran haberse salido; y que aunque es verdad que todas las mujeres tienen testículos, son interiores en la madre, de manera que no se pueden ver ni tentar por de fuera; y en cuanto a esto dicen que es embuste decir que los tuvo siempre fuera. Y en lo que dice la dicha Elena de haber tenido verga de hombre, con que dice trataba con otras mujeres, dijeron: que aunque es verdad que pudo crecerle lo que se llama simple o pudendum, que les nace a algunas mujeres en la matriz, pero que ésta no le tiene ni señal de haberle tenido, y aunque lo tuviere, no pudiera salir fuera ni tener fuerza para hacer lo que la dicha Elena dice hacía, por donde parece claramente ser hombre; y en cuanto dice, que para hacerle salir el miembro de hombre, que dice suyo, la rompieron un pellejo, que es falso, porque aunque tuviera la dicha simple, que es a manera de verga de hombre que se afloja e hincha en la pasión natural, que les viene a las mujeres que la tienen, era imposible salir por donde dice la dicha Elena, y no tiene señal de haber habido herida para hacerla ni cicatriz de ello, por donde también se ve por embuste, pues si hubiera tenido miembro de hombre le habría salido del empeine que es donde nace el miembro viril a las mujeres hermafroditas, como todos los médicos y cirujanos dicen y saben. Y en cuanto a la polución que dice tenía, que esto podía ser una humedad que suele salir de la madre naturalmente, a todas las demás mujeres, en el tiempo que tienen acceso y delectación con varón, y que así, si esto caía en el vaso de otras mujeres con quien trataba, podía engañarlas. Y así y por haberla visto como la han visto este día, ante mí el presente secretario, y mirándola muy particularmente su natura y las demás partes circunvecinas de mujer, dicen y declaran que la dicha Elena Céspedes nació y es mujer, y que como tal tiene todas las señales de mujer y que nunca ha sido hermafrodita, ni en buena medicina puede ser que lo haya sido ni tenido miembro de hombre; y así les parece, que todos los actos que como hombre dicen que hizo, fue con algunos artificios, como otras burladoras han hecho con baldeses y otras cosas, y que es embuste y no cosa natural; y que esto es lo que como médicos pueden juzgar debajo del juramento que tienen hecho, y lo firman de sus nombres. Ante mí Iñigo Ordóñez.

Alonso concluyó la lectura, pero no alzó la vista ni un centímetro, no se movió, hizo como si continuara leyendo. Necesitaba tiempo para asimilar las barbaridades que acababa de leer e improvisar una nueva estrategia para formular sus conclusiones.

Si el Tribunal sospechaba que había terminado de examinar el acta, ese tiempo se habría terminado.

Así que era eso, simplemente. Declararla mujer y llevarla a la hoguera como bruja, conspiradora del maligno, adúltera y, sobre todo, atentar contra el sagrado sacramento del matrimonio desposando a otra hembra. Condenar a una mujer era muy fácil y sencillo. Desde hacía varios siglos se había instituido en Derecho la tópica imbecilitas clásica, con la que a la mujer no se la podía considerar como un ser adulto pleno. De este modo, el tratamiento dado en nuestras leyes desde tiempo inmemorial no era otro que el de un instrumento, un juguete en manos del hombre, y no digamos en manos de un infalible Tribunal de la Inquisición. El código de las Partidas del rey Alfonso X la declaraba de peor condición que el varón y se le impedía ejercer sus derechos cívicos por sí misma. La Iglesia había abrazado de buen grado estas teorías y pensaba, como Aristóteles, que «la naturaleza sólo produce mujeres cuando la imperfección de la materia no permite formar hombres». Ésa, y no otra, era la ciencia oficial que mandaba en universidades y cabildos, en la propia Administración y, por supuesto, en el poder eclesiástico. Dentro de las mazmorras inquisitoriales, el pensamiento aristotélico tenía una superlativa acogida. Pero lo que es peor, el reciente Concilio de Trento había condenado y sancionado la sexualidad femenina como demoníaca y sólo la admitía en la vertiente reproductiva conyugal.

Era así de sencillo. Declarando a Heleno como mujer y no hermafrodita ya no había ninguna posibilidad. Había pruebas de haber yacido con hombres, con mujeres, algunas de ellas hermanas de curas, esposas de personajes importantes de la ciudad que leerían con satisfacción y alivio la sentencia a muerte de aquel hermoso engendro de la naturaleza. Lo increíble y más aberrante es que un pene de catorce o quince pulgadas, como bien habían medido los «peritos», no fuera suficiente argumento de duda para aquellos indignos médicos, esbirros asquerosos. Pensar, además, que habían llegado a afirmar que las mujeres también tienen testículos, que las poluciones de Heleno son frecuentes en el sexo femenino… Tantas y tantas sandeces como acababa de leer habían sido rubricadas por especialistas. El mundo estaba perdido. Se había firmado la sentencia de muerte de una pobre criatura, pero ¿tendría salvación la humanidad?

¡Tenía que hacer algo, improvisar o reaccionar! Alzó levemente la vista buscando la mirada de su tío. Don Diego lo escrutó, conocedor de que algo no marchaba bien y trató de transmitirle toda la fortaleza y determinación que pudo, pues notaba como a su sobrino le faltaba el ánimo en esos momentos. Alonso decidió jugarse el todo por el todo. Lo que iba a hacer, movido exclusivamente por su intuición, podría significar la perdición.

Finalmente se incorporó ligeramente, lo suficiente para situarse junto al oído del secretario, quien se encontraba rezando en latín en una búsqueda de la iluminación supina. Acercándose lo suficiente para que ningún otro miembro del Tribunal pudiera verle, susurró junto a su oído una breve frase, lo suficientemente clara y contundente como para que éste la entendiera. Después, se incorporó lentamente y dijo con voz firme:

—Ilustrísimo Tribunal, este letrado ha terminado de estudiar los pareceres médicos y se encuentra en disposición de emitir las conclusiones finales del proceso.

—Puede comenzar, pues, fray Ulpiano, a esgrimir sus fundamentos —ordenó al instante el inquisidor don Lope interrumpiendo la oración colectiva.

Al regresar a su asiento hundió la cabeza en los pliegos que tenía sobre la mesa, como si tuviera que repasar la materia y miró levemente de reojo hacia el secretario, que ya no rezaba; sus pequeños y ávidos ojos se perdían en el infinito, sus labios cerrados se movían ligeramente como si estuviera degustando, paladeando una dulce golosina. En su densa y prominente papada pudo apreciar como un hilo de saliva bajaba pesadamente. Los dedos de su mano derecha comenzaron a moverse y a dar nerviosos golpecitos sobre la mesa del estrado. Si existía una sola posibilidad de salvar la vida de Heleno, la acababa de sembrar.

Fray Ulpiano expuso con brillantez todos y cada uno de los argumentos que Alonso temía, se amparó en los pareceres de los médicos, acusó a Elena de Céspedes de mofarse de la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica a través de ridiculizar su sagrado sacramento matrimonial al desposar con otra mujer. La acusó, asimismo, de pactar con el demonio para cerrar su sexo femenino, de brujería, adulterio e incluso de apostasía, y solicitó que purgara sus pecados y expiara su alma purificándola en el fuego redentor.

Alonso tomó la palabra muy despacio, meditando cada una de las palabras que iba a pronunciar. Reconoció dos naturalezas en Elena de Céspedes, advirtiendo no obstante de la existencia de un órgano masculino demasiado evidente como para que pudiera ser negado. Trató de exponer las graves contradicciones de los pareceres de los médicos y su confrontación con los que hacía apenas dos años habían expuesto otros reputados cirujanos ante el Vicario General de Sevilla. Si se había producido semejante transmutación orgánica en tan poco tiempo, también podía deberse a una enfermedad o a un accidente. Sostuvo con contundencia que en ningún caso se había producido sodomía, pues no existía ni una sola prueba en el proceso que lo acreditara y, si la procesada yació con varón, fue usando la natura femenina con la que nació, por lo que no se la podía condenar en ningún caso a la hoguera, sino a hacerle expiar sus pecados de la forma en que sabiamente dictaminara el Tribunal, pero nunca con la pena capital. No quiso prolongar su disertación excesivamente, sino más bien ser conciso y contundente, y sembrar toda la duda posible sobre los pareceres médicos. Cuando terminó se reclinó ligeramente y volvió a observar al secretario, quien seguía con la mirada perdida, aunque en su rostro se adivinara ahora una gran actividad mental.

Las partes se levantaron y se dirigieron a la salida. Hasta que la sentencia se publicara, lo que podría tardar meses, el Tribunal había decidido que tanto el procesado como la denunciante permanecerían presos. Tío y sobrino abandonaron las dependencias del castillo sin mediar palabra. Fue en una explanada a la salida del castillo donde don Diego interrogó a su pupilo:

—¿Qué demonios le has dicho al secretario del Tribunal cuando concluiste la lectura de los informes médicos?

—Que Heleno me había confesado que lo deseaba y que si se salvaba de la hoguera sería totalmente suyo —respondió secamente. Y siguieron andando.