CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

A medida que descendían hacia las cárceles secretas del Castillo de San Jorge, el letrado fue sintiendo una sensación de abatimiento, de angustia que se acentuó al llegar al corredor de celdas de los procesados y escuchar sus agónicos lamentos. Era como si todo el dolor y el sufrimiento que flotaban en el ambiente se le fuera colando a través de los poros de la piel. El olor era fétido, opresivo y la humedad que se filtraba desde el cercano río a través de los muros de piedra hacían que el aire fuera irrespirable; un aire que era mezcla de moho, hongos, ácido de orín y de las heces de los presos. Acompañado por dos alguaciles se detuvo ante el portón de la celda del hermafrodito. Cuando éste se abrió, apenas el sonido de un llanto quieto y silencioso fue lo único que alcanzó a escuchar. Le facilitaron una antorcha y con ella entró, viéndose obligado a agacharse, en un habitáculo donde no cabía tumbado un ser humano. Un montón de putrefacto heno constituía el único mobiliario.

—No se le ocurra tocar a ese monstruo bajo ningún concepto si no quiere quedarse aquí con él —oyó que le gritaba desde fuera uno de los alguaciles.

Cuando Alonso acercó la antorcha hacia el bulto que yacía agazapado contra el suelo de la celda no pudo creer lo que estaba viendo. El elegante traje de vistosos colores con el que Heleno seguramente vestía cuando fue aprehendido, no era ya sino unos harapos mugrientos, andrajosos y manchados de sangre seca que apenas envolvían un cuerpo famélico y demacrado. El rostro soberbio y majestuoso de uno de los individuos más bellos y atractivos que jamás había visto, dibujaba ahora una mueca de terror, y del fuego de aquellos ojos sólo quedaba pavor, desconcierto y el reflejo de un espíritu atormentado.

—Santo Dios, Heleno, ¿qué te han hecho?

—Quítemelooo, por caridad, afloje esto, por el amor de Dios —fue lo único que alcanzó a articular el hilo de voz quebrada que brotó de Heleno Céspedes al tiempo que mostraba al letrado ambas manos de las que pendían dos grandes cepos de hierro, dos tenazas dentadas que, apretadas hasta el límite, aprisionaban y tronchaban los dedos, de los que goteaba sangre oscura.

Alonso sintió náuseas y no pudo reprimir una arcada.

—¡Quítemelo, mi señor, me está matando! —volvió a suplicar con un quejido.

No podía ni tan siquiera intentar hablar con aquel despojo humano en tal estado de padecimiento, por lo que, a pesar de la seria amenaza que le habían formulado los alguaciles, Alonso tomó las manos de su cliente y aflojó como pudo y no sin esfuerzo los goznes de los tornillos que asían cada una de aquellas terribles tenazas. Heleno lloriqueaba muy quedamente.

—¡Por favor, calla! No deben enterarse de que te las he aflojado —le susurró a Heleno—, o no me dejarán ayudarte. No tenemos demasiado tiempo, así que deberás contarme lo que ha pasado. ¿Te acuerdas de mí? Soy Alonso Ortiz de Zárate, tu abogado. ¿Me recuerdas? —insistió zarandeándolo suavemente de los hombros.

Un leve gesto de esperanza iluminó por un instante el rostro del reo, que intentó abrazarlo con las escasas fuerzas que quedaban en sus brazos. Alonso aspiró el profundo olor acre que desprendía, pero no sintió asco. Trató como pudo de infundir calor en el alma atormentada que lo asía. Una inmensa pena le atravesó hiriéndolo. Sollozó. Tras recomponerse como buenamente pudo, comenzó a hablarle:

—Si quieres salvarte debes hacerme caso en todo, ¿has entendido? —le explicó mientras se separaba del abrazo del preso, sujetando sus manos muertas que cedían por el peso de los cepos.

—Me han hecho daño, señor, mucho daño —balbuceaba entre hipidos, intentando controlar el llanto y sobreponerse. Sin duda la palabra «salvarte» que acababa de pronunciar su letrado le había infundido algún tipo de ánimo.

—Ha dicho el inquisidor que has tenido una menstruación mientras has estado preso, ¿es eso cierto? ¿Cómo ha sido posible?

—¿Menstruación? —preguntó Heleno mirando al letrado con aturdimiento.

—Que has tenido el mes como las mujeres.

—Me han hecho mucho daño. Me han palpado y apretado mis partes, mi pene, mis testículos; mucha gente, muchas personas que han venido a explorarme. Se han burlado de mí y me han pellizcado con tenazas y han intentado meter sus dedos por una cicatriz que tengo cerca del ano. Cuando no pudieron introducirlos, lo intentaron con punzones y otros utensilios. Hasta llegaron a utilizar un atizador de hierro mientras me tenían boca abajo, atado contra un potro. He sangrado, he sangrado mucho. Pero ¿tener la menstruación?

—Pues desde ahora deberás afirmar sin ningún género de dudas que la has tenido, que la tienes desde que eras una niña y que te viene regularmente. Que lo has recordado claramente estos días que has pasado solo en la celda gracias a la intervención de la divina providencia. Debes ser muy rotundo en eso. ¿Me entiendes?

—¿Y cómo puedo tenerla?

—Debes decirlo, ¿me oyes? Sin dudarlo ni un instante.

—Está bien, mi señor —balbuceó.

—Cuando hacías el amor con otros hombres, ¿por dónde lo consumabas?

—¿Qué?

—¿Utilizabas el ano o lo hacías por otro lugar?

—Mi señor, sólo se puede amar a un hombre por un lugar, y ése es su ano.

—Pues desde ahora, cuando te pregunten, deberás sostener de manera contundente que sólo lo hiciste por el sexo de mujer que te puso Dios. Y que si éste se ha ido cerrando es porque ésa ha sido su divina voluntad. Que ahora te sientes hombre, cuando antes eras mujer, y que es posible que durante un tiempo, mientras tu sexo de varón se formaba y se cerraba el de mujer, fueras las dos cosas al mismo tiempo. ¿Has comprendido?

—Sí —musitó el preso aturdido.

—Has afirmado en los interrogatorios que diste a luz a un hijo, ¿es eso cierto?

Bajo la titilante luz de la antorcha, Heleno miró a su abogado, consternado, abriendo unos ojos insondables. Su boca dibujó una expresión mezcla de incredulidad y desesperación.

—Me han hecho mucho daño, mi señor —fue lo único que alcanzó a decir.

—Pues lo creas o no, esa mentira puede ser tu salvación, Heleno —afirmó Alonso rotundamente—. Has de sostener que del parto se te desprendió, por el esfuerzo, una víscera, tal vez algún órgano interno que luego te creció hasta convertirse en una especie de pene que usabas para yacer con hembras. En su extravagante locura estos fanáticos inquisidores están dispuestos a creer cualquier mentira por muy ilógica o antinatural que sea. Créeme, por el amor de Dios. No dudes de mí. Que esos lunáticos confirmen que eres hermafrodita es tu única esperanza de escapar de la hoguera. No vuelvas a dirigirte a ellos como varón, hazlo siempre como mujer, olvida que has sido o eres hombre.

A pesar de su estado de abatimiento, el reo se irguió ligeramente. Intentaba asimilar, a pesar de su aturdimiento, todo lo que el letrado le estaba diciendo. Inseguro le contestó:

—Mi señor ilustrísimo, yo jamás he sido mujer, ni he tenido la menstruación. He gustado de varones por inclinación natural, igual que ellos se han sentido atraídos hacia mí. Nunca he podido ni he querido controlarlo. Me casé con mi esposa porque la Inquisición me merodeaba y, desde que contraje matrimonio, creo haber sido un buen esposo. Nunca la desatendí y durante un largo tiempo pude controlar mis inclinaciones, pues me consagré a ella en cuerpo y alma. Si la engañé fue porque durante muchos meses me encontré sin satisfacción corporal y no pude controlarme. Soy débil, y si ése es mi pecado, entonces merezco la condenación eterna. Pero nunca he tenido sexo de mujer.

—La sodomía está penada con la hoguera, amigo mío, y no te deseo ese fin, no lo mereces. Si puedo convencer al Tribunal de que en tu organismo se ha producido una transformación natural por intervención divina, y no por obra del maligno puede que te conmutaran la pena de hoguera por otra menor. Pero, desde luego, si te condenan por sodomía no tendrás ninguna opción. De haber caído en manos de la Justicia Real en estos momentos ya serías sólo cenizas, aunque puede que las ansias de justicia de la Inquisición y su afán por ver la intervención satánica en cualquier acto, hayan jugado en tu beneficio. Creo que aún tenemos algo de tiempo y todavía nos queda la audiencia del juicio para desmontar sus falaces teorías. Han cometido una gran torpeza al enfocar el asunto únicamente contra el sacramento del matrimonio. Puedes salvarte, pero has de confiar plenamente en mí.

El preso lo abrazó, rodeándolo con sus manos aún asidas a los cepos y el letrado lo confortó como pudo.

—Necesito saber una última cosa, Heleno, ¿has yacido o has reñido con algún familiar o miembro del Santo Oficio?

—Mi señor, cuando huelo a sotana huyo como gato del agua. Muchos han sido los clérigos y seglares que han intentado que los posea, pero creo detectarlos y me guardo mucho de ello, aunque no sé, tal vez si ha venido disfrazado…

—¿Y has rechazado a alguien últimamente que te pretendiera con gran insistencia?

Heleno sonrió por única vez desde que Alonso entrara en la celda, lo hizo levemente y por un instante brotó de su interior la apostura y el brillo que antaño irradiaba.

—A muchos, mi señor, a muchos…

Alonso reflexionó profundamente durante unos segundos, al cabo de los cuales concluyó:

—Ahora tengo que volver a apretarte esto —dijo tomando uno de los cepos.

—¡No, Dios mío, no! No me haga eso, no puedo dormir. No me deja el dolor, llevo así no sé cuánto tiempo, me estoy consumiendo, el sufrimiento es insoportable. Jamás podré volver a diseñar, a coser ni a tejer mis vestidos, tampoco a curar a mis enfermos. ¡Oh, Dios mío, no los apriete! Los dientes en sierra se me clavan justo en las articulaciones de los huesos y al menor movimiento que haga mientras duermo se me tronchan. Yo disimularé el dolor, nadie se dará cuenta. ¡Créame, se lo suplico!

Alonso lo miró condescendiente. Si lo quemaban vivo no podría coser ni tampoco realizar otras tantas cosas más. No consentiría tanta locura.

—Apretaré lo justo para que puedas disimular ante los alguaciles pero, por nuestro bien, que no se den cuenta. Si a mí me detienen por ayudarte, no podré defenderte. Llora y laméntate como hasta ahora —dijo tomando aquellos dedos descarnados y apretando lentamente las tuercas de los tornillos mientras escudriñaba la cara de su defendido para intentar averiguar el límite máximo de dolor que éste podía soportar.

Abandonó la celda y firmemente decidido se dirigió hasta el despacho del secretario del Tribunal, quien lo miró con sus pequeños ojos escrutadores tratando de adoptar un gesto lo más desagradable posible. Alonso se dirigió hacia él en actitud sumisa y reverente:

—Dios nos guarde, Ilustrísima —lo saludó fingiendo consternación—, la naturaleza nos depara hechos insondables que ni el más agudo de los sentidos podría nunca llegar a discernir. El caso de ese monstruo es repugnante y sólo la justicia divina representada por su más glorioso Tribunal puede y debe enjuiciarlo. Mi clienta es, sin duda, mujer de dos sexos pero el omnipotente poder de la Iglesia y su misericordioso Santo Oficio puede dar enmienda de ello.

El secretario lo miró desconfiado, sin entender muy bien la aptitud tan afable que ahora mostraba el letrado. Alonso continuó:

—Quiero ofrecerme personalmente para esclarecer este insólito asunto, y como abogado que he sido y que soy de ese engendro de la naturaleza, conocedor por lo tanto de su anterior condición, solicito la venia del Tribunal para actuar en lo sucesivo en nombre de doña Elena de Céspedes, a cuyo fin acompaño este escrito de personación a los poderes originales de representación procesal que su Señoría Ilustrísima ya ha adverado sabiamente —dijo sacando un documento que traía en su faltriquera.

El secretario lo miraba ahora entre desconcertado y complacido por el trato deferente del joven y prestigioso doctor en Leyes. Con cierta duda, como rebuscando las palabras apropiadas que estuvieran a la altura del letrado y en consonancia con su alto rango de fedatario del Tribunal, comenzó a exponer, totalmente convencido de sus propias mentiras:

—¡Bien! Es cierto que se trata de un caso extravagante y único. Nos encontramos claramente ante un asunto de trato con el maligno para transformación de la naturaleza, como lo define la doctrina de la Santa Iglesia. —El secretario calló unos instantes, dudando si continuar con la perorata que había iniciado pues no quería facilitar ninguna información. Miró a Alonso y esperó un gesto suyo, que el letrado supo callar. Se limitó a confirmar con la cabeza asintiendo; finalmente el fraile, ante el prolongado silencio del abogado, se vio obligado a seguir con su iniciada disertación:

—Ciertamente llevábamos mucho tiempo detrás de ese monstruo, pero usted no sabe lo escurridizo que es. Fui yo mismo quien tuvo que arrancar la confesión de aquel alma impía de Isabel Ortiz, la cual de alguna manera habría también de expiar sus culpas en el purgatorio, pues resulta evidente que si yació con el engendro, de algún modo era conocedora de la naturaleza híbrida de su esposo. Ya la hemos citado a declarar y comparecerá ante este Santo Tribunal en su audiencia de mañana. No veo inconveniente alguno en que usted participe del interrogatorio como letrado defensor. Será bueno que un reputado doctor en Leyes otorgue fe con su presencia de la imparcial actuación de la Suprema al intentar purgar el mal obrado por Belcebú.

—Así sea, Ilustrísima, y que Dios le guarde a usted por muchos años —dijo Alonso disimulando el espanto de encontrarse ante el felón que había provocado la denuncia de Isabel Ortiz. Y a continuación forzó una profunda y humilde reverencia.

—Dios le guarde a usted, señor letrado, e ilumine su camino —respondió el secretario tomando unos documentos que tenía encima de la mesa como si tuviera que ocuparse urgentemente de otros menesteres.

Cuando aquel impertinente abogado hubo abandonado definitivamente la estancia, el fraile examinó con una sonrisa el legajo que acababa de coger. Lo acarició y lo unió al acta del proceso de Heleno de Céspedes. Comenzó a coser sus pliegos mientras siseaba entre dientes una oración. Aquellos documentos que acababa de unir a la causa no contenían otra cosa que el dictamen de los médicos que habían examinado al reo. Él mismo los había recogido esa misma mañana de la mesa del despacho del inquisidor, pero no los pensaba añadir al proceso hasta que aquel entrometido leguleyo se marchara.