CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

Tuvo que desayunar solo y desganado. Su madre había abandonado la casa al clarear el alba y se había dirigido al Hospital de las Cinco Llagas mucho más temprano de lo habitual. Según le dijo antes de marcharse, se habían dado varios casos de tabardillo entre las gentes más pobres de la ciudad y el hospital precisaba de manos para atender a los enfermos, que empezaban a llegar cada vez en mayor medida.

En torno a las nueve de la mañana, tras haber presentado ante la Audiencia su mal ultimado recurso sobre injusticia notoria, Alonso cruzó el Puente de Triana para presentarse ante las puertas del Castillo de San Jorge, la sede del Tribunal del Santo Oficio. En su mano portaba, como única arma con la que asaltar aquella siniestra fortaleza, el poder notarial que le acreditaba ser representante legal de don Heleno de Céspedes. Se detuvo a mitad de aquel largo puente de madera para contemplar la fisonomía del formidable castillo que rasgaba el cielo plomizo y brumoso al otro lado del río. Disponía de diez torres cuadradas de estilo almohade en cuyo interior se encontraban, además de las oficinas del Tribunal, las Salas de Audiencias, las viviendas de los familiares, y cómo no, la sala de tormento y las cárceles secretas situadas bajo los patios y en los subterráneos de las torres. Las continuas crecidas del Guadalquivir anegaban las celdas ubicadas bajo las tres torres más próximas al río. Curioso final para los moriscos acusados de herejía, huéspedes habituales de aquel presidio que recibían húmeda sepultura en la misma construcción que, siglos atrás, edificaron sus antepasados.

Desde el puente podía ya escucharse el eco de los martillazos de los carpinteros de ribera y el trajinar en los astilleros fluviales de Triana. Alonso miró fijamente el caudal de agua gélida que discurría bajo los pantalanes de las barcazas del puente y que iba creciendo centímetro a centímetro a causa de las lluvias de los últimos días. Un frío húmedo le heló la sangre al pensar que esa agua podía estar llegando, justo en esos momentos, hasta las rodillas o las caderas de seres humanos que se encontraban presos en el castillo. Tal vez Heleno estuviera encerrado bajo una de las torres cercanas al río. Apretó el paso. Durante el resto del día, tanto su nariz como sus mejillas permanecerían entumecidas.

El secretario del Tribunal Inquisitorial, un fraile de hábito grasiento, bien entrado en carnes, examinaba con cierto desdén el poder de representación del joven leguleyo que tenía delante, siseando las palabras mientras pasaba torpemente su grueso dedo índice sobre los renglones del documento para guiar la lectura. Tras comprobar a regañadientes el bastanteo y la suficiencia de los poderes, acompañó con recelo al letrado a presencia del Inquisidor de Sevilla, don Lope de Mendoza. Los pasillos de la orden eran austeros, angostos y oscuros. Apenas si existían muebles o elementos decorativos. Se detuvieron ante un recibidor con varios bancos de madera y allí fue conminado a esperar ante una sólida puerta custodiada por un alguacil, mientras el secretario se introdujo en la cámara.

Durante unos minutos, Alonso escuchó un murmullo de voces que procedía de la celda de don Lope, un intercambio de exclamaciones que fueron elevándose de tono y llegaron a tronar entre aquellos gruesos muros filtrándose por las rendijas de la puerta. Parecía que al inquisidor no le gustaba demasiado que un letrado, ajeno a la orden, pretendiera hacerse cargo de un asunto ya iniciado y estudiara la forma de quitarse al joven jurista de encima. El impertérrito alguacil miraba con sorna al abogado que tenía delante. Tras unos interminables minutos, la puerta se abrió y un escalofrío le recorrió desde las calzas hasta el jubón.

El secretario lo introdujo cortésmente ante el inquisidor principal de Sevilla con una mal disimulada sonrisa. Alonso se sintió como cordero acercándose al lobo. Detrás de una mesa cargada de papeles y bajo la presencia de un crucifijo de madera se encontraba sentado don Lope de Mendoza. Apenas pudo distinguir sus facciones, pues llevaba tapada la cabeza con la capucha de una cogulla negra de dominico que contrastaba con el hábito, de un blanco inmaculado. Sí pudo observar que su cara redonda iba aderezada con una cuidada perilla y que en una de sus manos se movía nerviosamente un rosario de quince misterios. El inquisidor permanecía en silencio sin mirar en ningún momento a las dos figuras que se habían introducido en su estancia. Tras unos minutos, y como saliendo de un trance, alzó la vista hasta que sus negros y profundos ojos se posaron en los de Alonso, haciéndole un leve gesto y alzando la mano, a lo que éste respondió con una profunda y respetuosa reverencia, besando el anillo que le era tendido.

—Al parecer tenemos a un joven, aunque reputado jurista, que pretende meterse en camisa de once varas, ¿no es así, don Alonso Ortiz de Zárate y Llerena? —preguntó el inquisidor pronunciando los apellidos del letrado con retintín.

—Ilustrísima, he recibido la visita de una mujer, doña Isabel Ortiz, esposa de don Heleno de Céspedes, cliente mío al cual representé en un proceso ante la Vicaría General de Sevilla. Ha contratado mis servicios para que lo defienda ante esta santísima y reverendísima institución.

—¿Defender? —preguntó el inquisidor—. Querrá decir defenderla, y en todo caso contra las acusaciones de su propia «esposa». Ella ha sido quien ha firmado de su puño y letra la denuncia que pende sobre doña Elena de Céspedes. ¿O es que acaso no sabe aún, joven doctor, que toda Sevilla ha sido víctima de un cruel engaño y que el tal Heleno de Céspedes no es sino un hermafrodita? Gracias a Dios Todopoderoso pudimos conocer del caso a tiempo y vamos a purificar esa alma atormentada con el fuego redentor.

Alonso tragó saliva. «¡Un hermafrodita!», pensó consternado. «Así es que ésa era la acusación que el Tribunal formulaba contra Heleno para poder enjuiciar el caso y eludir la acción de la jurisdicción del Rey».

—Obran en mi poder, Ilustrísima Señoría —reaccionó Alonso tras unos segundos de reflexión—, las pericias médicas que efectuaron en su día dos cirujanos de nuestro reino en las que se concluye, sin ningún género de duda, que don Heleno Céspedes posee la condición de varón y no otra. El resultado de dichos reconocimientos médicos debe aún constar en los archivos del proceso tramitado hace dos años ante la Vicaría General de Sevilla a los efectos de dar licencia y mandamiento de esponsales al susodicho. Yo fui el Letrado Director de…

—Le recomiendo en lo sucesivo… —lo interrumpió el inquisidor visiblemente contrariado, mientras erguía su dedo índice en señal de advertencia— que no se atreva a poner en entredicho las conclusiones que el Tribunal que represento ha adverado. No vuelva a referirse al reo como masculino. Doña Elena de Céspedes ya ha sido examinada por varios médicos y teólogos adscritos a esta orden, y todos han resuelto sin ningún género de duda que la interfecta nació como mujer y que mediante procesos quirúrgicos de los que es experta, y otros tratos con el maligno, ha desarrollado órgano de varón. Se aprovechó de unas vísceras que le salieron cuando dio a luz, y por los mismos procesos, cerró su órgano femenino. Pero aún así no ha podido engañar a nuestros avezados cirujanos, que han esperado a que la acusada haya tenido la menstruación. Ese hecho irrefutable la va a llevar a la hoguera por haber atentado contra el sacramento del matrimonio, engañando además a una pobre e inocente mujer, la denunciante, doña Isabel Ortiz, a la que desposó mediante maquinaciones y engaños. Fue su propio testimonio el que desveló que la acusada yacía con otros hombres, por lo que su condición de mujer queda sobradamente probada.

Alonso se sintió intimidado. Trataba de asimilar todos los datos que le estaba proporcionando el inquisidor y plantear una estrategia defensiva que pudiera dar un giro al asunto, pues, al parecer, la decisión del Santo Oficio estaba prácticamente lomada y no era otra que la de mandar a aquel pobre hombre a la hoguera. Las frases recién pronunciadas por don Lope se iban agolpando en su cabeza. ¿Que había tenido una menstruación?, ¿que nació como mujer?, ¿que se había servido del maligno para tener órgano de varón? Si había algo claro para Alonso era la condición de varón de Heleno y si el Tribunal lo había catalogado como hermafrodita era para poder ser competente en juzgar el asunto. Tal vez gustara del sexo con otros hombres, además de con mujeres, pero lo que era a todas luces evidente es que la imaginación del Santo Oficio no tenía límite. Intentó ganar tiempo:

—Disculpe, Su Ilustrísima, mi enorme desconocimiento y atrevimiento que le aseguro no volverán a repetirse en el futuro —dijo.

—No esté tan seguro que habrá futuro en cuanto a su representación legal en este asunto, porque la procesada cuenta ya con un buen letrado adscrito a la Orden que la defiende muy honrosamente, dentro de la dificultad y extrema gravedad del caso.

—El desconocimiento me atribula, Su Ilustrísima, y me lleva nuevamente a incurrir en un error. Si al menos pudiera leer lo actuado hasta el momento y entrevistarme con la procesada le evitaría a esta Santa Institución la necesidad de corregirme repetidamente.

El inquisidor miró severamente al insolente letrado que tenía delante y de reojo al secretario del Tribunal que permanecía de pie junto a él, sujetando el poder de representación que Alonso había traído y que cumplía con todos los requisitos legales para hacerse cargo de la defensa del hermafrodita. «De cualquier manera», pensó el inquisidor, «los interrogatorios al reo ya habían culminado, y por mucho que aquel entrometido pretendiera, la confesión estaba hecha. También habían declarado los peritos que habían reconocido a aquel engendro de la naturaleza. Únicamente restaba el trámite del interrogatorio a la denunciante, la esposa en este caso, que con un poco de habilidad también podía ser mandada a la hoguera. La razón divina sólo tenía un camino y ese camino lo iluminaba a él».

—Está bien, letrado —pronunció tras unos breves instantes de reflexión—, espero que sea consciente de dónde se está metiendo. Acompañe al señor secretario y examine en su presencia lo actuado —se pronunció, conocedor de que las declaraciones de los peritos médicos las tenía él en su poder y aún no habían sido incorporadas a las actas—. Si le quedan fuerzas y ganas, y no se siente asqueado por todo lo que ese engendro ha estado realizando durante su vida, podrá luego visitarla en su celda si tal es su deseo —sentenció extendiendo la mano para que Alonso lo reverenciara.

El letrado se despidió de forma protocolaria y regresó junto al secretario hasta las oficinas del Tribunal, situadas en uno de los patios. Allí, y sin mediar palabra, éste abrió un legajo del que aún se desprendía el fresco olor a tinta. Aquel oscuro hombre de mirada torva dio un paso hacia atrás, cruzó sus gruesos brazos y le ordenó:

—Ya puede usted examinarlo, pero le advierto de que no dispongo de toda la mañana para perderla con este miserable asunto.

Ni tan siquiera le había proporcionado una silla, Alonso lo miró y sin decir palabra se inclinó sobre los autos para comenzar la lectura.