CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

Sevilla (España), enero del año 1599

Anochecía en uno de aquellos días grises y plomizos en los que el cielo parecía haberse roto sobre Sevilla. Una apelmazada lluvia se había ido volcando sobre las calles que ahora rezumaban barro y lodo. Aún se escuchaba el tintineo de las bajantes escurriendo el agua de los tejados. Alonso se encontraba ultimando, a la luz de unos cirios, un complicado recurso de injusticia notoria que debía presentar ante la Real Audiencia al día siguiente. El crepitar de la vela y el rasgado de la pluma sobre el papel fueron súbitamente silenciados por unos golpes en la puerta del gabinete. Esteban entró muy apremiado portando un candil en la mano. Vestía sayal de cama, lo que indicaba que había sido arrancado del dormitorio. Se disculpó de inmediato por su precipitada irrupción en la estancia, al tiempo que anunciaba que una atribulada mujer, quien decía llamarse Isabel Ortiz, se encontraba ante las puertas de la casa y requería una cita inmediata con el letrado sin poder posponerla para otro día. Se trataba de su marido. Un asunto de vida o muerte.

—Se encuentra verdaderamente atormentada, he intentado persuadirla para que venga mañana, pero me ha sido imposible…

Su primera intención fue la de excusarse pues el proceso de injusticia notoria tenía vencimiento para la mañana del día siguiente. Pero, al hacer memoria, recordó el nombre de Isabel Ortiz como el de la esposa de, ¡sí, cómo no! ¡Heleno! El misterioso y extravagante Heleno de Céspedes, aquel fascinante y extraordinario ser que una vez había sido cliente suyo.

—¿Y qué le ha sucedido ahora al señor Céspedes? —comentó Alonso en voz alta—. Que yo recuerde se le puso impedimento legal para contraer matrimonio hace unos años, acusándosele de muchas patrañas, incluso se le llegó a señalar como hermafrodita. Pero aquellos asuntos fueron totalmente aclarados y finalmente pudo casarse con su bellísima prometida Isabel, una de las jóvenes más hermosas de toda la ciudad. ¿Qué hará ella abajo?

—No lo sé con certeza pero, al parecer y según sus propias palabras, ha sido prendido por la Inquisición —contestó Esteban bajando la cabeza.

«¡El Tribunal de la Inquisición!», meditó Alonso en voz baja sin poder evitar morderse el labio inferior en un gesto de contrariedad, «la más ominosa de las instituciones judiciales». Nada más pronunciar el nombre le recorrió un escalofrío por la espalda. En los cortos años que llevaba ejerciendo su profesión había esquivado el tener que ejercer frente al temido Tribunal de la Fe, y sólo pensar en acercarse al Castillo de San Jorge suponía un trance horrible para él. Aunque los Inquisidores Generales eran personas ilustradas, la institución se entregaba a gente tan inculta, fanática, prepotente y grosera que no se comprendía en muchos casos tanta estupidez en los encargados de juzgar materias tan delicadas y subjetivas como la fe. Además, la ignorancia de los inquisidores corría paralela al atrevimiento de entender asuntos que únicamente competían a la jurisdicción ordinaria y su ansia de fuero era inagotable, pretendían sin descanso atraer a su ámbito todo aquel caso que pudiera enriquecer las arcas del Santo Oficio.

Alonso se colocó el birrete y la toga y se acercó a uno de los anaqueles de su biblioteca, para retomar el asunto que hacía ya unos años había despachado sobre el tal Heleno de Céspedes. Desempolvó un desordenado hatillo de papeles y los ojeó. El asunto nada tenía que ver con materia que la Santa Inquisición debiera conocer. Tras comprobar que el poder notarial de representación que le había sido conferido para actuar en nombre de su cliente seguía en vigor, y que era bastante para poder actuar ante el Santo Oficio, lo cerró. Miró con preocupación a Esteban, que permanecía callado, candil en mano, a la espera de qué respuesta dar a aquella nerviosa joven que se encontraba a las puertas del domicilio.

—Hazla pasar —solicitó mientras apartaba el legajo en el que estaba trabajando del centro de su escritorio y depositaba el que correspondía a Heleno de Céspedes.

Tras unos breves instantes, la puerta se abrió como un torbellino y su hueco dio paso a una mujer empapada, el barro envuelto en excrementos de caballo manchaba su vestido alcanzándole hasta las rodillas, y el pelo mojado le resbalaba sobre un rostro demacrado y surcado de profundas ojeras. Alonso recibió un fuerte impacto, pues recordaba a Isabel Ortiz como una joven resplandeciente y ahora tenía ante sí a una mujer avejentada.

—¡Ha sido culpa mía! —sollozó doña Isabel nada más entrar en el despacho del letrado—. ¡Yo la firmé! ¡Yo firmé la confesión para aquel maldito familiar del Santo Oficio, asqueroso y retorcido lunático que se aprovechó de mi dolor! Pero es que no podía… ¡No podía compartirlo con nadie! He perdido la cabeza, Señoría, me he vuelto loca y ahora lo voy a perder para siempre. Voy a perder lo que más he querido en toda mi vida. ¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme, por favor! —imploraba mientras asía a Alonso por las manos.

—Tranquilícese, doña Isabel, tranquilícese y cuéntemelo todo —intentó templarla mientras arrastraba a la temblorosa joven hasta una de las sillas de su gabinete.

—Todo pasó después de mi enfermedad —explicó tras sentarse y respirar hondamente haciendo acopio de fuerzas para poder hablar, aquella mujer estaba desecha—. Durante el primer año de matrimonio he sido la esposa más feliz de este mundo, Heleno es un hombre sensible y divertido. Me he sentido muy amada, casi mimada, Heleno me adoraba y hemos gozado de la vida marital como no puede imaginarse. No, no puede medirse. El caso es que, hace unos meses, comencé a sentir unas irritaciones en mis partes —dijo mirando al suelo y tragando saliva—. En un principio no eran muy molestas pero después se convirtieron en llagas y pústulas que me imposibilitaban gozar de mi esposo como yo hubiera deseado. Cada vez que él me penetraba, el dolor y el escozor me aniquilaban hasta que llegó un momento en que no podíamos copular. Heleno es un hombre de mucha fogosidad, su apetito se enciende en cualquier momento y no conoce la hartura. Al no poder yo satisfacerle, sé que tuvo encuentros con otras mujeres y, lo que es peor, también sé que yació con varones, pues yo misma lo sorprendí en el taller de su sastrería practicando el amor con su joven ayudante. Entonces ocurrió. Fui presa de la locura. No sé cómo pudo suceder, pero la ira se apoderó de mí alma y lo traicioné. A la salida de la sastrería yo me encontraba muy alterada, y al parecer un familiar de la Inquisición se dio cuenta de mi estado de ofuscación y me persiguió hasta la puerta de mi propia casa. Allí, el muy ladino, con muy pías y devotas palabras y siempre en nombre de nuestro sacramento matrimonial, me sacó una confesión que yo firmé en un gesto de rabia. ¡Lo he delatado y me lo van a matar! Lleva preso casi un mes en el Castillo de San Jorge y no me lo dejan ver. Sé que lo han interrogado y amonestado y que me van a llamar a mí para absolver en su contra. ¡Estoy aterrorizada! —dijo rompiendo a llorar—. ¡Mi pobre Heleno, mi niño guapo! ¡Qué no le habrán hecho entre los muros de esas mazmorras! ¡Ha sido por mi culpa! ¡Oh, Señor, apiádate de mi alma! Yo lo he vendido. Házmelo a mí, Dios, destrózame a mí. Soy yo quien merece el castigo…

Doña Isabel lloraba desconsoladamente golpeando la mesa del gabinete sobre la que se había volcado. Alonso la miraba con estupor y Esteban contemplaba perplejo toda la escena desde la puerta. Había adelgazado mucho desde que hiciera dos años que no la veía, se encontraba prácticamente en los huesos. Él se sentía consternado, sin capacidad de reacción. La Inquisición. Si fuera en otro tribunal, pero el Santo Oficio…

Aquella mujer podía finar sus días si no se asía a una esperanza, pensó Alonso. Tenía que sobreponerse como fuera. Su preparación en leyes como licenciado in truoque iure, es decir, en los dos derechos, tanto el civil como el canónico, lo habilitaba para actuar ante el Santo Tribunal. Pero enfrentarse a aquellos prepotentes…, ¿de qué lo habrían acusado? De ser condenado por sodomita por practicar amor contra naturam con otros hombres, entonces su destino no sería otro que la hoguera. Alonso comenzó a repasar mentalmente las leyes y pragmáticas aplicables a aquella conducta. Morir en la pira era la condena impuesta desde tiempos de los Reyes Católicos para los que cometían aquel «delito nefando, no digno de nombrar, destruidor del orden natural, castigado por el juicio Divino y por el cual la nobleza se pierde». Un delito que sólo podía purgarse mediante el fuego. Y así estaba dispuesto desde hacía más de un siglo mediante una ley promulgada por doña Isabel y don Fernando en Medina del Campo. Y lo peor era que durante el gobierno del recién fallecido monarca, el Rey Prudente, Felipe II, la cosa no había hecho sino agravarse pues, no pudiendo endurecerse más la pena, lo que si se había agilizado, mediante una pragmática publicada en Madrid, era el proceso y la escasa necesidad de prueba para condenar al sodomita. Tanto era así que recientemente se habían quemado vivos en un acto público a dieciséis condenados por la justicia ordinaria. La noticia fue tan sonada en toda Sevilla que, al día siguiente, un noble y rico caballero que gustaba de comprar esclavos turcos con grandes naturas había marchado por mar hasta Italia llevándose los justos enseres y dejando poderes para vender todas las propiedades que tenía en la ciudad.

Lo que Alonso se preguntaba era cómo un delito que debía ser perseguido por la jurisdicción ordinaria había ido a parar finalmente a manos de la Inquisición. «Aquellos ansiosos justicieros de la fe estaban tratando nuevamente de absorber cuantas más causas mejor», pensó, «aun a costa de inmiscuirse en otros órdenes judiciales y de asumir competencias que no les correspondían». Tal vez de todo aquello pudiera obtener alguna ventaja en beneficio del pobre Heleno, de ello y del desconocimiento procesal y absoluto embrutecimiento que solían mostrar aquellos inquisidores. Al final se armó de valor y se aventuró a hablar con la voz más firme que pudo:

—Tranquilícese, doña Isabel, voy a hacerme cargo del asunto. Hoy tengo que finalizar un importante recurso para presentarlo ante la Real Audiencia y las oficinas del Santo Oficio sólo están abiertas a estas horas para formular denuncias. Pero, mañana mismo, en cuanto lo haya procurado, me dirigiré al Castillo de Triana para ver si puedo hacer algo. No le puedo prometer nada porque lo más probable es que ya le hayan asignado un defensor del propio Oficio y no sé si me dejarán intervenir, aunque le aseguro que haré todo lo que esté en mi mano. Desconozco la gravedad de las acusaciones que haya formulado el inquisidor, pero le prometo que por la tarde la informaré de todo.

—¡Señor, se lo suplico, haga algo! Yo le estaré eternamente agradecida y, además, le he traído esto —dijo sacando una pequeña bolsa de cuero que llevaba en el refajo—. No sé si será suficiente, pero sé que Heleno guarda más en algún lugar de su sastrería. Él sabrá gratificar justamente sus servicios, es muy generoso. No escatime usted en gastos para salvarlo, porque es su vida la que pende de su buen hacer. Por favor, don Alonso.

—Guarde esa bolsa, doña Isabel, que aún no sé si podré hacerme cargo del asunto. Vuelva aquí mañana por la tarde, después de la comida y le diré lo que he podido averiguar.

La joven se arrodilló llorando e implorando. Intentó besar los pies de Alonso, quien tuvo que recurrir a Esteban para que lo ayudara a levantarla. Estaba aterida por el frío. Temblaba y comenzó a balbucear, por lo que ordenó a su escribiente que despertara a doña Erundina y que ésta le diera ropa limpia y algo para secarse, además de comida caliente, y que la acompañara hasta su casa. Después, intentó como pudo concentrarse en finalizar el recurso que estaba ultimando, y eso le hizo acabar muy tarde y sin apenas fuerzas. Enormemente cansado arrastró los pies hasta su casa. Sin cenar se dirigió hacia su dormitorio donde se derrumbó sobre la cama. Le pesaba el mundo.

Pero aun así, aquella noche, Alonso no durmió.