Ajeno a la aparente gravedad de aquel asunto que su sobrino le había explicado, don Diego permaneció muy tranquilo durante todo el viaje. Se había enfrentado a la muerte real en tantas ocasiones que aquella aventurilla de jóvenes le resultaba hasta cómica. Obligó a Alonso a portar él también su espada y pasaron parte de la travesía practicando la esgrima sobre la cubierta de la barcaza. Casi anocheciendo desembarcaron en el puerto de Sanlúcar. Tomaron fonda en una agradable posada y degustaron una sabrosa cena a base de arroz caldoso con marisco, pescado y fresco vino. El buen humor del tío contrastaba con la parquedad de palabras del sobrino.
De amanecida encaminaron sus pasos hacia las tierras de los labriegos, dentro del vientre de una de aquellas hijas de la tierra se gestaba el heredero de un Pinelo, un varón de la más alta alcurnia sevillana. El aroma salado del mar y el tacto de la arena de fina blancura bajo los pies evocaron vivos recuerdos en el letrado. Un denso y lastimero suspiro brotó entonces de su pecho. Don Diego lo interpretó como un signo de debilidad. «Mi joven sobrino», pensó, «tan versado en pleitos como lego en materia de pasiones».
—No te preocupes —le decía—, verás cómo controlamos la situación desde el inicio —lo tranquilizó mientras se acercaban a la puerta de la casa de la futura madre.
Les abrió la puerta una joven verdaderamente exuberante. A pesar de su incipiente barriga, los ángulos y las curvas de todo su cuerpo eran voluptuosos, las piernas torneadas y la piel bronceada. Sobre todo ello resaltaba un generoso escote tras el que se adivinaban unos pechos redondos y bien formados. Don Diego la contempló sublimado y cuando se hubieron sentado en un humilde banco de la cocina a la espera de que la muchacha volviera de buscar a su padre en el campo, susurró al oído de su sobrino.
—Tu amigo Andrea tiene un gusto exquisito, desde luego no ha perdido el tiempo este verano.
—No lo sabes tú bien, tío.
—Y tú mientras estarías refrescando el latín o releyendo las tragedias griegas de Homero, ¿verdad, sobrino? —le preguntó con socarronería mientras golpeaba su bajo costado con el codo.
Alonso se ruborizó. ¿Pero cómo podía estar tan tranquilo su tío cuando en unos minutos se enfrentarían a un colérico y engañado padre, que no quería sino recuperar a cualquier costa la honra y el buen nombre de su hija?
Efectivamente, casi a la carrera penetró en la casa un fornido individuo, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, la piel curtida por el sol y los ojos encendidos de ira. Venía acompañado de su hijo mayor, un mozo de buen porte. Ambos portaban sendos azadones.
—¡Le dije que viniera con una promesa de esponsales! ¡No que mandara leguleyos de tres al cuarto! ¿Dónde está esa rata con la que has estado fornicando? —gritó agarrando a su hija por los pelos y zarandeándola.
Don Diego reaccionó resueltamente atajando en seco la cólera del labriego. Respiró profundamente profiriendo un bufido similar al de un caballo al tiempo que obligó al labriego a dejar de gritar, golpeando la mesa con un puñetazo tan violento que hizo que las vasijas que se encontraban allí depositadas se levantaran casi un palmo. Entonces se irguió con meditada parsimonia apartando ligeramente la toga, para dejar entrever la empuñadura de la espada y miró al agricultor con desesperante profundidad antes de comenzar a hablar muy lentamente.
—Señor mío —aplomó con un susurro casi gutural y señalando a Alonso—, el señor Letrado y yo hemos venido desde Sevilla hasta aquí para alcanzar un acuerdo que provea el mejor porvenir para su hija y su futuro nieto. Si lo que quiere es que nos vayamos por donde hemos venido y que nos veamos tranquilamente en los tribunales, donde nunca podrá demostrar la paternidad de la criatura, podemos hacerlo. Si lo que desea es pelear y descargar toda su furia también venimos preparados para ello —y al decir esto adelantó ligeramente la rodilla derecha para facilitar la posición de guardia por si fuera necesario desenvainar rápidamente—. ¡Tiene tres segundos para que saquen de esta estancia esos azadones que vienen portando antes de que yo desenfunde mi espada! Pero antes de empezar a contar permítame recomendarle que negociemos como hombres, que todo lo que aquí salga no será sino en buen provecho de su familia y, sobre todo, de su hija.
El labriego se vio sorprendido. Esperaba enfrentarse a un jovenzuelo timorato y asustado y ahora tenía enfrente a un individuo de hosco semblante cuyas palabras, ásperas y secas, lo acongojaban. Tiró al suelo con rabia el azadón que portaba y le dijo a su hijo que lo sacara de la casa y regresara al huerto. Se sentó a regañadientes en un banco de la cocina, frente a los dos letrados.
Antes de que transcurriera una hora habían firmado un documento que resolvía el embarazo y el posible litigio de común acuerdo. Los letrados lo hacían en nombre de don Andrea Pinelo, pero al mismo tiempo se constituían en garantes, como curadores y veedores del cumplimiento del acuerdo. El niño recibiría cincuenta ducados de oro al año mientras nada se supiera de su verdadera paternidad. Los primeros cincuenta se abonaban por adelantado y se hicieron efectivos en ese mismo momento. Cuando Alonso los sacó de una bolsa y comenzó a contarlos sobre la mesa, todas las imposiciones que el padre había exigido para firmar, como era la boda, o al menos el que el niño llevara el apellido «Pinelo», o que fuera reconocido como hijo de Andrea a efectos testamentarios, se fueron esfumando, volatilizándose ducado a ducado. Es posible que aquel pobre padre de familia nunca en toda su vida llegara a ver semejante suma de dinero. Parecía como si la aventura de la niña ya no fuera tan pesarosa ni tan humillante. La propia joven no pudo disimular un gesto de sorpresa al ver el resplandor de los metales de oro sobre la mesa. Incluso una mirada mitad picara mitad cómplice se cruzó en las caras de padre e hija cuando se hubo terminado de contar el montante total. ¡Cincuenta ducados de oro anuales! Era una cantidad que cubriría con creces cualquier deshonra.
Tío y sobrino abandonaron aquella humilde casa con forzada educación y reverentes saludos. Al despedirse, don Diego volvió a mirar a aquella moza y profirió una sarcástica exclamación.
Llegar a Sevilla, correr hacia su despacho, tomar pluma y papel y escribir una carta para Constanza fue todo uno, aunque sabía que aún tardaría casi dos semanas en recibir una respuesta de su amada. En la misiva, y no con excesiva sutileza, la interrogaba acerca de si había notado alguna falta o algún retraso en su menstruación. No pudo evitarlo. El pulso le temblaba al escribirlo. Su mano fue más templada cuando vertió en la cuartilla todo el amor que llevaba dentro. Le contó que acababa de regresar de un breve viaje a Sanlúcar y que allí había soñado con tenerla entre sus brazos. Después de cerrar e introducir meticulosamente el pliego en el lomo de otro libro, que tomó de los anaqueles de su biblioteca, salió disparado hacia el palacio de los Pinelo.
Contó a Andrea el trato obtenido con el labriego y le dio una copia del documento para que la conservase. «¿Crees que podré volverla a ver?», le interrogó tras abrazarlo y felicitarlo por haberlo sacado del peor trance de toda su vida. Alonso se separó unos centímetros de su cara, incrédulo. Sonrió con sorna. Desde luego había poco remedio para aquel niño grande que tenía justo enfrente y que no era otro que su mejor amigo.
Los días que transcurrieron hasta recibir la respuesta de Constanza bien se podían resumir en una sola palabra: angustia. Cuando aquella tarde de domingo se hizo el encontradizo con doña Marina, a la que había estado esperando a hurtadillas por las inmediaciones del convento, el corazón se le iba a desbordar por la boca. Tras intercambiar unas breves frases de cortesía que aludían a lo fortuito del encuentro asaltó directamente a la dueña:
—¿Leyó Constanza el nuevo libro que le envié, doña Marina? ¿Le ha comentado si le gustó?
—Claro que sí, hijo —contestó ésta—, siempre los lee con el mayor interés, y mira que este ejemplar es bien grueso, no sé de dónde saca el tiempo con todas las obligaciones del convento —dijo extendiéndole el ejemplar que debía contener la respuesta al martirio interior que estaba padeciendo.
No tuvo más remedio que acompañar cortésmente a doña Marina hasta el palacio de los Pinelo, donde acudía cada domingo después de misa para dar nuevas de la novicia. Trató de edulcorar la marcha con la conversación más trivial e irrelevante que pudo encontrar. Sólo tenía pensamientos para el contenido de la cuartilla que debía encontrarse bajo el refajo de aquel libro que ardía en sus manos y cuyo lomo era nerviosamente acariciado por las yemas de sus dedos.
Cuando por fin dejó al ama en la puerta del apeadero del palacio voló hacia su casa, pero se detuvo en la primera esquina. Tembloroso abrió de par en par las cuadernas de aquel enorme tomo para liberar el espacio bajo su lomo. Lo volcó pero nada salió de su interior. Miró el libro transversalmente, situándolo al trasluz. ¡Era imposible que Constanza no hubiera contestado! ¡Imposible! Introdujo la punta de su daga empujando el interior del refajo hasta que el metal salió por el otro costado… ¡Nada! ¡No podía ser! Desesperado arrancó la encuadernación lateral del libro soltando un suspiro. La misiva se había aplastado e introducido en una de las cuerdas de fino hilo que cosían el libro. Cortó aquella trenza de seda y cuidadosamente desenrolló la fina hoja de papel. Sus manos sudaban. Miró hacia el cielo abierto y suspiró. Cuando sus ojos se posaron sobre la preciosa caligrafía de su amada, comenzó a leer:
Mi muy amado Alonso
No he podido por menos que sonreír al recibir tu carta y atender a tus veladas preocupaciones. No, no he tenido faltas ni retrasos en mi menstruación ni nada raro ha sucedido en mi cuerpo que yo haya notado. Lo único que me destroza es no verte, no tenerte, no alcanzar a amarte cuando tanto te anhelo y le deseo. Cuento los días que restan hasta el próximo verano, espero que en los planes de mis tíos esté el sacarme pronto de este enclaustramiento. Tus palabras me mantienen viva en la superficie de un pozo que, sin tu presencia, no tiene fondo. Cómo envidio el aire fresco y húmedo que has respirado en Sanlúcar pues en él ha nacido nuestro amor. ¿Recuerdas aquellas respiraciones entrecortadas que nos regalamos la última noche, uniendo nuestras bocas, rodeándolas de las manos para que no escapara ni un rescoldo de tu aliento? Me siento muy cerca de Dios, lo que me hace saberme una con tu amor. Pero tu ausencia me tortura. No me abandones, alma mía. Te espero.
Siempre tuya,
Constanza
Y la angustia se tornó en alivio y el alivio en alegría y ésta en amor infinito, sin mesura. Por unos instantes pensó en saltar los altos muros de aquel convento, en hacerla suya, en declarar su amor a los cuatro vientos y desposarla. Pero Dios en su inmensa e infinita sabiduría sabría cómo dirigir un amor tan puro, tan verdadero. Así debía de ser.