CAPÍTULO TREINTA Y DOS

Mi amor, mi adorada Constanza:

Trato cada día de enfrentarme a la más absoluta soledad. Créeme que ya no vivo, que no siento nada de lo que sucede a mi alrededor. Mi pecho hierve, respira sólo por y para ti aunque, en algunas ocasiones como anoche, creí que ese aire iba a faltarme. Tenerte tan cerca y tan inaccesible al mismo tiempo me desespera, me desgaja por dentro. Acontecen sucesos imprevistos en mi familia. Viejos fantasmas han despertado, pero sólo tu recuerdo los borra a todos. Tu ternura ha anidado en mi corazón y elimina cualquier pesar. Eres lo bueno que vive en mí. Te amo y te amaré eternamente. Bendigo los árboles, el sonido del viento, el canto de los pájaros, porque sé que en todos ellos estás tú, mi bien, mi alma, mi adoración. Tu amor es mi locura, si me faltara. Ésta es la primera misiva que le entrego a doña Marina. Creo que no sospechará nada, pues le he dicho que te voy a ir prestando muchos libros que deseas leer y de los que no dispones en el convento. Ella ha consentido de buen grado a llevártelos. Te adora como si fueras su hija y quiere que accedas a otro tipo de conocimientos más allá del religioso. Espero que disfrutes de la lectura de este primero, fue el regalo de un cliente al que defendí, un hombre verdaderamente singular y quiero emplearlo como primer portador de mis sentimientos.

Fdo. Alonso

Dobló cuidadosamente la carta en varios pliegues, la besó y la ocultó en el refajo del lomo de un ejemplar de Los seis libros de La Calatea que don Miguel de Cervantes le había regalado. Aquel libro fue el único pago que recibió de su cliente como contraprestación por sus servicios jurídicos, aunque haber conocido a aquel individuo excepcional era para Alonso retribución suficiente. Antes de cerrarlo releyó la dedicatoria que el autor le había escrito: «Es en las desventuras comunes donde se reconcilian los ánimos y se estrechan las amistades». Vagando entre recuerdos dispares se incorporó y regresó a sus quehaceres diarios emitiendo un profundo suspiro.

Los asuntos de despacho se encontraban al día, perfectamente guiados por su tío y volvió a sumirse en su rutina cotidiana, con nuevos y antiguos clientes, pleitos y contratos.

Por empeño e insistencia de su madre reabrió al público el antiguo despacho de su padre en su casa de la calle Sierpes, sólo los viernes por la tarde, para atender a los pobres de solemnidad, aquéllos que no tenían recursos con los que costearse un abogado. Doña Beatriz se encargó pronto de llenar la consulta con gente humilde y desvalida que encontraba en hospitales, en casas de caridad o en la calle. Ella misma atendía personalmente a los menesterosos que acudían, se empapaba de sus problemas y los reconfortaba antes de introducirlos en el despacho de su hijo. Se trataba normalmente de casos de poca monta pero, en algunas ocasiones, Alonso se vio obligado a defender auténticos atropellos y tropelías de señores contra sus sirvientes vasallos, deslindes de fincas donde el grande quería aprovecharse del poder y conocimiento de sus hábiles letrados para usurpar, poco a poco, el terruño del vecino y un sinfín de asuntos que, a base de costas judiciales, llegarían incluso a hacer rentable algún día aquellas citas de los viernes. Doña Beatriz copiaba las demandas, actuaba como escribiente y, en ocasiones, facilitaba la labor de su hijo corrigiendo o completando escritos. Poco a poco, ella misma se fue impregnando de cierto saber jurídico que unía al sentido común y solventaba las cuitas más sencillas.

—No hace falta que entre en el despacho, yo misma le prepararé el escrito para solicitar su licencia matrimonial ante la Vicaría General de Sevilla, no se preocupe —oía Alonso cómo les decía a unos u otros clientes.

No tardó mucho doña Marina en unirse a la tarea. En otras ocasiones acudían al despacho gentes con la única intención de que les leyeran los escritos que habían recibido del Cabildo o de la Hacienda Real, y hasta simples cartas de parientes lejanos o para que les escribieran contestaciones a misivas de familiares o a requerimientos de las Administraciones. El trabajo aumentaba de tal suerte que las dos mujeres decidieron abrir la consulta otro día más de la semana, los jueves, para filtrar los clientes que de verdad necesitaban los conocimientos de Alonso de los asuntos que podían solventar ellas directamente.

Su tiempo libre lo completaba junto a Andrea, Martín Valls, Luis de Velasco y otros compañeros de gremio y estudios con los que se veía asiduamente. Martín ya era licenciado y se había propuesto obtener el título de doctor como en su día hiciera Alonso. Luis acababa de obtener el grado de bachiller en Leyes. Y Andrea…, Andrea simplemente, vivía.

Una tarde coincidieron todos en la taberna del Postigo del Carbón. Tras unas cuantas jícaras de vino iniciaron una amistosa conversación.

—Mañana parto hacia Sanlúcar de Barrameda a reencontrarme con mi hembra —dijo el noble Pinelo—. La necesito. ¡Uff, qué mujer! ¡Es un auténtico volcán! Voy a decir en mi casa que marcho contigo a Cádiz porque me necesitas para auxiliarte en un juicio. ¿Me cubrirás, verdad? —le pidió a Alonso.

—¿Alguna vez he dejado de hacerlo? Nunca lo dudes y disfruta, que no he visto nunca a nadie vivir como lo haces tú —le contestó con una sonrisa burlona—. Creo que eres inmortal, querido Andrea, sencillamente porque ya no puedes pasar a mejor vida. Que sepas que guardarte las espaldas me va a suponer quedarme encerrado en casa hasta que vuelvas, no vaya a ser que me encuentre con tus padres o con alguno de tus lacayos y te delate.

—Te recompensaré, amigo.

—Tu amistad es suficiente recompensa, querido colega.

—De todas formas ya apenas sales ni te prodigas con mujeres —le espetó Martín Valls a Alonso—. Se rumorea que andas enamorado, bribón, últimamente te has unido a muy contadas rondas.

Alonso calló y se ruborizó un poco al recordar a Constanza. Intentó disimular.

—Discreción, queridos amigos. Nunca olvidemos al sabio maestro que dijo que para vivir bien hay que vivir sin ser visto.

—¿No andarás con mujer casada? —inquirió Luis de Velasco.

—¡Por Dios, en modo alguno!

—Pues entonces, sea quien sea tu bella amada, esta noche hay ronda y no me vale un «no» por respuesta. Recuerda que ese Dios al que invocas sólo condena, en su noveno mandamiento, el desear a la mujer del prójimo, nada dice de aquéllas que no cuentan con dueño y en Sevilla hay muchas hembras, demasiadas, dicen que tres de cada cuatro vecinos son mujeres, muchas añoran una buena compañía y por ellas hoy alzo mi copa.

Se abrazaban y reían, recordaban anécdotas de las clases, de los profesores, de los exámenes y de las noches de ronda por Sevilla. No necesitaban nada más para sentirse respaldados, cubiertos de amistad, de apoyo mutuo. Jamás se habían fallado. Ahora su miembro más distinguido los abandonaba por unos días para seguir con sus andanzas amorosas. Rieron sin parar aquella noche.

Por eso, Alonso se sorprendió enormemente al oír cómo Andrea golpeó la puerta de su casa aquel sábado. Cuando le abrió, y antes de poder tan siquiera interrogarlo por lo corta que había sido esta vez su visita a Sanlúcar, se dio cuenta enseguida de que algo no iba bien, pues vio a su amigo con la cara demudada y un mohín de angustia que nunca en su vida había podido esperar en el rostro de Andrea Pinelo.

—Tengo que hablar contigo en privado. Es muy urgente.

Lo atendió en el despacho ubicado en la propia vivienda, el mismo que utilizaba para servir a los pobres y menesterosos de Sevilla recibía ahora la visita de un Pinelo…

—¡La he dejado preñada! ¡Santo Dios, no sé cómo ha podido suceder! —dijo comenzando a lloriquear—. ¡Estoy perdido, Alonso! Si mi padre se entera se morirá del disgusto. Se trata de una simple pueblerina, ¡una labriega! No sé qué hacer. ¡Tienes que ayudarme!

—¿Estás seguro? ¿No hay posibilidad de error? A lo mejor se trata sólo de una falta en la menstruación, las mujeres suelen tenerlas.

—Cuando llegué a su casa salió a recibirme el padre con un azadón en la mano. Me agarró del brazo y me enseñó la barriga de su hija. Puede estar casi de tres meses, debió de quedarse preñada durante las primeras noches. Comenzó a gritarme y a zarandearme como a un pelele diciéndome que había deshonrado a su familia. Me ha hecho jurarle de rodillas por mi honor y el de mi familia que la próxima vez iré con una promesa de matrimonio, o me hubiera matado allí mismo. Ese hombre es muy violento. ¡No sabes cómo se puso! Apenas pude escapar de aquella ratonera. ¡Tienes que ayudarme, Alonso! ¡Soy la deshonra de mi familia!

El letrado contempló a su mejor amigo. Estaba fuera de sí. Nunca lo había visto de aquella manera, hundido y desolado. Trató de tranquilizarlo, pero al mismo tiempo fue traspasado por un violento escalofrío al pensar que Constanza tal vez podría haber corrido la misma suerte. ¿Cómo se enfrentaría entonces a los Pinelo? ¿Cómo les diría que, aprovechándose de su hospitalidad y en su propia casa, había deshonrado a su sobrina? Salió súbito de aquel azote mental al oír el gimoteo de Andrea.

—Mañana mismo me desplazaré a Sanlúcar. Pediré a mi tío que me acompañe, su presencia me infundirá confianza y su perrillo —dijo en alusión a su espada española—, respeto en los oponentes. Les ofreceré un acuerdo secreto para sacar adelante al niño, te encargarás de su educación, su manutención y pagarás la formación que necesite. Pero lo condicionaré todo a que el trato permanezca en secreto. ¿Puedes asignarle una cantidad mensual suficiente?

—¡Se trata de mi hijo, Alonso! Pendía lo que necesite, pero nadie debe saberlo. Si mi familia llega a enterarse será un escándalo, un verdadero desastre. No puedo consentirlo. Haz todo lo que puedas, en tus sabias manos encomiendo mi espíritu.

Pasaron juntos toda la tarde. Salieron a pasear para despejarse, pues Alonso tenía idéntico nudo en la garganta sólo de pensar en que Constanza pudiera encontrarse en estado. La incertidumbre volvía a ser, nuevamente, su peor enemigo. Mil situaciones diferentes revoloteaban por su mente. Ninguna real, todas supuestas, pero hacían que le hirviera la boca del estómago. Aún faltarían dos semanas hasta que pudiera tener noticias de su amada, pues aquel mismo día doña Marina había portado otra carta de amor junto a un nuevo libro y ya era tarde para remitirle otro más, porque levantaría demasiadas sospechas tanto en la dueña como en la abadesa del convento.

Fueron a casa de su tío pero no se encontraba. Le escribió una nota advirtiéndole de que al día siguiente lo recogería temprano para dirigirse a Sanlúcar. Asunto de máxima urgencia. Sabía que don Diego lo entendería y haría todo lo necesario por acompañarle. Salieron del gabinete y se dirigieron a una taberna a intentar encubrir el miedo que ambos sentían bajo algo de vino. Por el camino se toparon con agoreros y charlatanes que, ante la inminencia del cambio de siglo, anunciaban desgracias, tragedias, calamidades e incluso el fin del mundo, todo debido a la inmoralidad y los pecados de las gentes que se entregaban a la lujuria y al vicio. Acongojados, ambos jóvenes apretaron el paso y se adentraron en una oscura y lúgubre taberna. Anochecía cuando descargaron las dos primeras jícaras de vino sobre sus gargantas sin apenas hablarse. Ya no brindaban, no sonreían. Eran presa del miedo y lo peor era que Alonso no podía ni tan siquiera hacerle partícipe de su pánico, teniendo además que intentar consolar a su amigo cuando él se encontraba sumido en un estado de incertidumbre similar.

Embriagados, salieron de aquel antro. Apenas si habían andado unos pasos cuando presenciaron que un grupo de personas se agrupaba en torno a un individuo que blandía una antorcha mientras vociferaba a la muchedumbre que comenzaba a agolparse:

—¡El Rey ha muerto! ¡Su Majestad, don Felipe, nuestro Rey Prudente, nos ha abandonado! ¡La noticia ha llegado desde el Monasterio del Escorial! ¿Qué va a ser de nosotros ahora? ¿Quién detendrá a los infieles, a los turcos y a los moros que quieren aniquilar hasta el último de los cristianos? ¿Quién perseguirá la herejía? ¿Quién nos defenderá de piratas y corsarios? ¡Estamos solos, hermanos! ¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos de vuestros pecados! ¡El Juicio Final se acerca y vendrá el castañear de dientes y el fuego eterno! ¡Vuestra es la culpa, miserables pecadores, fornicadores! ¡Arrodillaos y rezad! El fin del mundo ya está aquí y la condenación eterna por vuestros pecados será ejecutada por el arcángel San Gabriel. ¡Arrodillaos y rezad! ¡El Rey ha muerto!

Y las gentes lloraban, gemían y gimoteaban arrepintiéndose, rezando arrodillados junto al charlatán que bendecía aquellas almas impías con un gesto de piadoso orgullo. Mientras, Alonso y Andrea dieron un rodeo para no pisar a los que se iban agolpando, al tiempo que se estrechaban los brazos con un sentimiento de congoja que les azotaba el espíritu.